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La academia de los buenos salvajes. Orígenes de las pedagogías Bauhaus

Eduardo Prieto

Apenas tres meses antes de que la Bauhaus abriera sus puertas en Weimar el 1 de abril de 1919, los revolucionarios Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht habían sido asesinados a manos de paramilitares. En noviembre de 1918, Alemania había firmado un denigrante armisticio, y, con la abdicación del káiser Guillermo II, había caído el Reich. En su lugar, había advenido una república que, desde su proclamación, no dejó de estar acosada por los excombatientes de ultraderecha, los comunistas y las potencias vencedoras… Minada por los millones de muertos de una guerra total de cuatro años, la sociedad alemana, antes robusta, se descompuso; las instituciones, antes prestigiosas, se abismaron en la delicuescencia; y el marco, antes poderoso, devino en papel mojado. Todo parecía confabularse para convalidar el pronóstico que Karl Kraus había enunciado hacía solo unos años: se aproximaban, acaso, “los últimos días de la humanidad”.

Pero los últimos días de la humanidad podían ser los primeros de una humanidad nueva. Una humanidad perfeccionada desde fuera por las máquinas, como pretendían los constructivistas mesiánicos, o una humanidad reconstruida desde dentro gracias a los poderes conjugados del espíritu, la sensibilidad y la educación, como querían los expresionistas neorrománticos. Empeños excesivos y milenaristas los unos y los otros, pero sin los cuales no podría entenderse la Bauhaus de Gropius: un proyecto cuya radicalidad se puso de manifiesto tan pronto cuando los 207 estudiantes de la Escuela —entre ellos, 101 mujeres— vieron desfilar por las salas art-nouveau del edificio de Weimar a Johannes Itten, extravagante profesor que, lejos de enseñar a sus alumnos a dibujar modelos, los puso a fabricar juguetes.

Aunque convertir a los universitarios en niños tenía algo de dadaísta —Itten quería por supuesto épater l’academie—, la ‘performance’ no restaba crédito a la seriedad con que la nueva Escuela se había comprometido con un programa no declarado pero no por ello menos evidente: introducir en la formación superior los principios y métodos de la educación infantil. Presentado a Gropius por la influyente Alma Mahler, Itten tenía hacia 1919 una experiencia académica que no había adquirido en escuelas politécnicas ni en centros superiores de arte, sino a través de su formación como maestro y su trabajo en la academia privada para niños que había regentado hasta entonces en Viena. Allí había aplicado sistemáticamente el prejuicio de que la intuición artística, al residir en lo más profundo de la psique humana, no era transmisible, y que, por tanto, la verdadera actividad formativa debía estribar en el juego desinteresado. Un juego que, aunque no podía dar forma a la creatividad del alumno, sí podía sacarla a la luz.

Tres eran, según Itten, las herramientas fundamentales de esta mayéutica pedagógica. La primera era la introspección corporal e intelectual para que las capacidades del niño pudieran manifestarse —‘expresarse’— de la manera más espontánea posible. Con ello, el alumno podría reconocerse a sí mismo, construirse como persona armónica, al tiempo que se liberaba de las convenciones, no naturales, que le imponía la sociedad. La segunda herramienta era el manejo de juguetes, que permitía acceder a las formas más elementales y a los materiales más básicos mediante una manipulación que se quiso ver como despreocupada e ingenua, es decir, ajena a cualquier utilidad, no contaminada con nada ‘externo’. O dicho de otro modo: el juego como actividad noble a fuer de intrínsecamente humana. La última herramienta, el principio de ‘aprender haciendo’, era un corolario de las anteriores y primaba los lados prácticos del aprendizaje sobre los teóricos.

Estas tres herramientas —la mayéutica expresiva, el juego como trabajo espontáneo y el aprendizaje práctico— fueron las que, mutatis mutandis, Itten extrapoló desde su modesta academia en Viena hasta su célebre Vorkurs, para inaugurar con ello una de las principales líneas de innovación pedagógica de la Bauhaus y de penetración de la pedagogía infantil en la academia. Con ello, tanto Itten como su mentor Gropius no evidenciaban su compromiso con la radicalidad educativa de las vanguardias expresionistas; pero también —y acaso sin saberlo—se incardinaban en una tradición que a aquellas alturas resultaba añeja: la de las reformas pedagógicas que se había alimentado del Romanticismo alemán antes de contaminarse con las inquietudes sociales, culturales e ideológicas del pleno siglo XIX.

La tradición romántica: expresión, ingenuidad, naturaleza

Por la seriedad y el dogmatismo con que llevó a cabo su propósito, Itten puede considerarse un pedagogo radical, pero no un precursor. Su mayéutica lúdica, si bien resonaba con buena parte de las inquietudes del grupo expresionista al que a su manera extravagante pertenecía, en rigor se retrotraía a la pedagogía romántica. De hecho, la correa de transmisión entre el reformismo del siglo XIX y la Bauhaus de Itten fue, precisamente, un neorromántico, Adolf Hölzel, pionero de la abstracción y uno de los fundadores de la Secession vienesa, con cuya academia privada para jóvenes en Stuttgart estuvo relacionado Itten durante unos años.

Hölzel anticipó muchos de los métodos que más tarde desarrollaría Itten en el Vorkurs, desde el conocimiento de los colores como vocabulario esencial del arte hasta los ejercicios gimnásticos de suscitación de la expresividad espontánea, pasando por el análisis formal —que no histórico— de los maestros antiguos, y el trabajo empático y constructivista por medio de collages hechos con papeles rotos y retales. Se trataba de métodos que, si bien resultaban radicales en cuanto a su aplicación sistemática, en el fondo resonaban con experimentos pedagógicos previos. Si la obsesión cromática se retrotraía a las teorías del color de Goethe, Runge y Chevreul, popularizadas por medio de las cartillas de educación básica del siglo XIX, los ejercicios corporales y en general el trabajo manual y empático tenían que ver, por un lado, con las pedagogías reformistas de principios del siglo en Alemania —en especial las de Heinrich Scharrelmann y Franz Cizek— y, por otro lado, con las tesis del ‘Learning by Doing’ defendidas por Johan Dewey y Maria Montessori, por entonces bien conocidos en Europa.

Habían sido, sin embargo, los grandes pedagogos de la cultura alemana del siglo XIX los que habían determinado el marco de las innovaciones educativas de los tiempos de las vanguardias. Sobre todo un autor al que Itten leyó sistemáticamente desde 1908,   Friedrich Fröbel, que en 1837 había abierto su primer kindergarten inspirado tanto por la filosofía cristiana como por las grandes ideas románticas de otro gran pedagogo, Friedrich Pestalozzi. Para Fröbel, la educación del niño, lejos de sostenerse en la imposición de reglas que pretendían la domesticación del ‘salvaje’ infantil, debía consistir en un desarrollo gradual, genético, cuyo fin último sería la creación de una persona completa y en armonía consigo misma. Para ello, el maestro debía tratar con respeto al niño, no solo en cuanto proyecto de hombre hecho y derecho, sino como manifestación de un periodo —la infancia— que el Romanticismo había aprendido a considerar como un valor en sí mismo.

En este camino de formación y perfeccionamiento, el maestro no debía forzar al niño a transitar las veredas de la convención, sino propiciar el desvelamiento de sus propias potencialidades: de su propia naturaleza. Esto explica que Fröbel diera tanta importancia al Freiarbeit, el trabajo ‘libre’ o desinteresado cuyo fin no era producir nada más que al propio niño. Un trabajo que asoció con el concepto de juego en cuanto forma característica de la infancia y que, de una parte, preparaba al educando para trabajos de mayor calado, de la otra auspiciaba el afloramiento espontáneo de sus capacidades internas y, por tanto, hacía las veces de mayéutica. En su aventura pedagógica, Fröbel no solo creó la red de Kindergarten y publicó La educación del hombre (1826) —un libro cuyo título evocaba al gran héroe de la libertad romántica, Schiller—; también compiló cientos de canciones infantiles —Mutter-und Koselieder— y, sobre todo, ideó el llamado Fröbelgaben, célebre juego de construcción de bloques geométricos que ayudaba al desarrollo de las actitudes creativas a la vez que educaba en los ritmos manuales y, a través de ellos, en el conocimiento del cuerpo.

La influencia de Fröbel fue tan importante como para dar forma a las pedagogías radicales que vinieron tras él —desde la de María Montessori hasta la del ya citado Scharrelmann, pasando por la de Lev Tolstoi—, amén de para forjar el imaginario de las varias generaciones de niños —también los futuros artistas— que tanto dentro como fuera de Alemania que crecieron con sus canciones y juegos. Por ello, puede decirse que el sistema de Fröbel acabó convirtiéndose en una especie de correa de transmisión entre las vanguardias europeas y la tradición pedagógica del Romanticismo representada por Pestalozzi, Schiller y Rousseau, figuras cuyas ideas es imposible no glosar aquí en la medida en que anticiparon ciertas posturas ideológicas que las vanguardias pedagógicas del siglo XIX no hicieron sino actualizar.

Si Johann Heinrich Pestolazzi (o ‘Enrique’ Pestalozzi, tal y como le conocieron en España sus discípulos de la Institución Libre de Enseñanza) había creído que el verdadero objetivo de la educación debía ser la construcción de un completo “hombre moral” a través del aprendizaje intelectual y físico de uno mismo, Friedrich Schiller había sentado las bases de la inspiración lúdica de la nueva pedagogía, al postular en sus célebres Cartas sobre la educación estética del hombre (1795) que la única manera de conciliar el lado racional y el sensible del ser humano era el juego, actividad humana por excelencia por tratarse de la única desinteresada: “El hombre solo juega cuando es libre en el pleno sentido de la palabra y solo es plenamente hombre cuando juega”, había sentenciado. Por su parte, Jean-Jacques Rousseau, en su no menos célebre Emilio, o De la educación (1762), había elaborado el caldo primigenio del que proceden todas las pedagogías modernas. Un caldo cuyo ingrediente principal era la idea de la educación como proceso progresivo, mayéutico, natural, empático, que debía servir para actualizar las potencialidades que la naturaleza había otorgado al niño. Educar para Rousseau consistía menos en ‘forzar’ que en ‘inclinar’, tal y como muestra la lámina de una de las primeras ediciones del Émile, donde, en un bosque, un tutor acompaña a un púber con los ojos vendados, símbolo de esa ingenuidad del ‘buen salvaje-infantil’ que no debía torcer o quebrar las corruptas y antinaturales instituciones de la civilización.

Expresión de las potencialidades del niño, respeto a su ingenuidad y escucha de la naturaleza eran, pues, los tres grandes principios que se entrelazaban, a través del juego, para sostener la pedagogía romántica de la que fue heredera la primera Bauhaus. Tres principios que, por su compleja y conflictiva condición, se trufaron desde muy pronto de ideología. En especial, la ideología antropológica de la ‘alienación’, cuya inquietud —en último término garantizar la autonomía del ser humano— sintonizaba de inmediato con el programa naturalista de Rousseau, Schiller, Pestalozzi y Fröbel, cuya bandera era la libertad. De manera que el adanismo pedagógico se confundió pronto con el adanismo ideológico, aunque el fruto de esta mistura no fuera solo el socialismo o las corrientes radicales que proliferaron por entonces, sino también otras doctrinas que, si fueron menos radicales en lo político, resultaron al cabo más influyentes en lo pedagógico. 

De tales doctrinas, las más seguidas en la Alemania de comienzos del siglo XX —y también entre los profesores de primera hora de la Bauhaus— fueron las de la Lebensreform. Se trataba de doctrinas de renovación antropológica y social que, si bien propugnaban el ‘comienzo desde cero’ —Vorbeginnen—, tenían que ver menos con la revolución política que con la revolución de las costumbres, pues propugnaban la dieta vegetariana, la naturopatía, el régimen abstemio, la autoproducción hortícola, el nudismo y a veces la eugenesia. Las corrientes del Lebensreform heredaron de la tradición romántica el culto a la naturaleza, la fobia al materialismo y el rechazo a la ciudad industrial, pero pronto se aproximaron a las modas espirituales de su propia época, como la teosofía, el yoga y el mazdeísmo, tan exóticas como radicales.

En este contexto espiritual de por sí complejo, y agudizado por el derrumbe moral propiciado por la Gran Guerra, no extraña que los empeños sociales y pedagógicos de la Lebensreform acabaran conduciendo a una suerte de huida estética. De hecho, el proyecto filosófico, pedagógico y social de renovación del ser humano —el proyecto de la tabla rasa antropológica— encontró pronto su piedra de toque en el arte concebido a la manera romántica, es decir como órgano de conocimiento y progreso. Así al menos lo fue para figuras como Rudolf Steiner —que indagó en la arquitectura en cuanto expresión de la nueva comunidad humana de la Antroposofía— y, por supuesto, también para Johannes Itten, que hizo depender su proyecto del “nuevo hombre” mazdeísta—un hombre que sería racialmente superior— de la emergencia de un nuevo modo de vida, y este nuevo modo de vida de la creación de un nuevo arte.

La tradición Arts & Crafts: materia, praxis, artesanía

Es sabido que, en su afán por insuflar vida en el golem de este nuevo arte, Itten se rapó el pelo, se confeccionó una vestimenta monacal, se sometió a una rigurosa disciplina vegana y se embarcó en una labor de proselitismo entre los estudiantes a la que solo renunció cuando dejó la Bauhaus en 1923 para recluirse en un centro mazdeísta en Suiza. Su fracaso no solo evidenció la nueva impronta objetivista de la Escuela de Weimar; reveló también las contradicciones que, desde el comienzo, se dieron entre las pedagogías de corte romántico y las escuelas oficiales. O dicho de un modo más general: la contradicción entre las utopías que se quería apoyar solo en la naturaleza humana —más allá del tiempo— y las exigencias de la sociedad, inevitablemente ancladas al Zeitgeist.

Fue esta una contradicción que, aunque determinó la corta y problemática vida de la Bauhaus y las pedagogías radicales del siglo XX, había sido advertida mucho antes por Georg W. F. Hegel en sus poco conocidos pero fundamentales Escritos pedagógicos. En ellos, el filósofo se revolvió contra el ‘buen salvaje’ de Rousseau y contra la pedagogía lúdica (spielende Pädagogik) de Pestalozzi y Fröbel, para proponer una suerte de paidea que, a través de la formación humanística, permitiría la adaptación exitosa de los jóvenes a su propia época. Para Hegel, la ‘alienación’ no era un fenómeno intrínsecamente negativo, sino una fase necesaria del proceso de educación, ya que la vida del espíritu no consistía tanto en un desarrollo armónico, ingenuo y carente de escisiones —como querían los pedagogos radicales—, cuanto en el complejo y doloroso proceso de dar forma (Bildung) al individuo en su relación con el Espíritu del tiempo (Zeitgeist). De ahí que la educación fuera para Hegel menos una forma de resistencia o huida que una forma de diálogo con el mundo para adaptarse a él y al cabo modificarlo con provecho: la educación como trabajo intelectual, pero trabajo al fin y al cabo.

Es precisamente este problema de la educación y el trabajo, y de la relación de ambos con el nuevo mundo industrial —tan bien explicitados por Hegel—, el que dotó de savia polémica a otra de las grandes ramas ascendentes del prolijo árbol genealógico de la Bauhaus. Una rama que los manifiestos historiográficos del Movimiento Moderno no se cansaron de explorar desde que Nikolaus Pevsner, en su Pioneers of Modern Design (1936), hiciera de Walter Gropius el último eslabón de una cadena en cuyo extremo opuesto se encontraría William Morris. Se trata de una tesis que, no por teleológica, dejaba de tener fundamento, pues en efecto los afanes de la Bauhaus y las de los reformistas británicos del siglo XIX coincidieron en aspectos esenciales. Aunque el más explícito de ellos fue el protagonismo anacrónico que quiso dar a la artesanía en el marco de la sociedad industrial, este no era sino el epifenómeno de otro tema en sordina, cuyo sentido era menos material que antropológico: el problema la alienación, enajenación o separación del trabajador respecto de aquello que producía. Un problema al que, si bien había dado carta de naturaleza Karl Marx, antes había sido abordado por los filósofos románticos —como ya se ha visto— y también por los polemistas medievalizantes que proliferaban entonces en Gran Bretaña en trance de industrialización. Sobre todo, Augustus W. Pugin y John Ruskin, para quienes la artesanía constituía una de las últimas reservas de espiritualidad en el feo mundo mecanizado que habían traído consigo los ingenieros y los capitalistas.

Aunque la oposición al nuevo mundo fabril mediante la espiritualización artesanal estaba abocada al fracaso —o precisamente por ello—, consiguió impregnar ideológicamente a amplios sectores de la sociedad. En especial, en los grupos afines a Ruskin y Morris, conscientes de que la resistencia a la mecanización no podía ser solo pasiva, sino comportar sistemas de formación profesional que solo podían aplicarse por medio de nuevos centros de enseñanza. Esta toma de conciencia acabó conduciendo a la creación del Guild and School of Handicraft de Londres (1888), una institución neogremial inspirada por uno de los promotores del Arts & Crafts, Charles Robert Ashbee, y en el que las clases tradicionales dejaron paso a los talleres profesionales.

El Guild de Ashbee no dejaba de parecerse a los museos y escuelas reformistas que abrieron sus puertas en la Alemania de finales del siglo XIX; instituciones que si, en lo general, daban respuesta a las inquietudes productivistas de un país enfebrecido por una tardía pero intensísima industrialización y donde el debate sobre la artesanía llegó a convertirse en cuestión de Estado, en lo particular respondían, casi al pie de la letra, al programa pedagógico planteado por Gottfried Semper con ocasión de la Exposición Universal de 1851. En él, el autor de Der Stil había planteado unos principios que no dejarían de tener predicamento en las siguientes décadas: la educación estética en sentido amplio, la prevalencia de lo artesanal, la enseñanza directa por medio de talleres ligados a los diferentes materiales y la aspiración —una vez más, de corte romántico— a la obra de arte total llevada a cabo con el liderazgo de la arquitectura. 

Fue al calor de empeños reformistas como el de Semper que, en efecto, se fundaron en Prusia las escuelas de arte de Hermann Muthesius, gran admirador de las escuelas-taller británicas y apóstol de la tipificación obsesionado por lograr una cultura armónica que abarcase “desde los cojines del sofá hasta el urbanismo”. El reformismo inspiró asimismo los centros del Werkbund regidos por figuras tan poco sospechosas de radicalismo como Theodor Fisher, Bruno Paul o Peter Behrens. Y el reformismo estuvo también detrás de otras instituciones más precarias y vanguardistas aunque no menos influyentes, como la Escuela Obrist-Debschitz en Múnich, la Escuela de Arte en Berlín y la Academia de Bellas Artes y Oficios Artísticos en Breslau.

Lo que estas Reformschülen tuvieron en común fue lo que, a la postre, compartieron con otros centros financiados por la Administración alemana, como la Escuela de Artes y Oficios de Weimar fundada en 1908 Henry Van de Velde y, más tarde, su sucesora: la Bauhaus. Por eso, aunque en 1919 la conocida y grandilocuente retórica de Gropius —la implantación de talleres, la escuela unificada, el curso preliminar obligatorio y la fusión de las artes con la artesanía bajo la égida de la arquitectura— inevitablemente resonara con la ideología de movimientos contemporáneos y más bien radicales como el expresionista Arbeitsrat für Kunst, en el fondo hacía eco de una tradición compleja que hundía sus raíces muy profundo en el siglo XIX. Una tradición cuyas contradicciones heredó la propia Bauhaus. 

La tradición formalista: composición, color, lenguaje

Aunque afín al marxismo, la obsesión de la Bauhaus por el trabajo en general y en particular por la labor en los talleres, en ningún caso se tradujo en un materialismo romo. Heredera del Arts & Crafts y la Lebensreform, la Bauhaus no dejó de ser a lo largo de su breve pero intensa vida una escuela con inquietudes morales e intelectualistas en la que el problema del diseño se contempló al trasluz de otro problema más amplio: la creación de una cultura armónica y unitaria cuyas manifestaciones —“del cojín del sofá al urbanismo”— debían responder a un impulso universal. Un hálito espiritualizante.

Este hálito de renovación armónica lo permeaba todo. Permeaba el arte y la arquitectura como permeaba la cultura y la sociedad, y lo hacía porque procedía de un Espíritu llamado Zeitgeist: el clima espiritual de la época, el soplo de los tiempos que imponía un contexto social, material e ideológico del que a la postre nadie ni nada podían escaparse. Tampoco la pedagogía, convertida desde el principio en uno de los caballos de batalla de la Bauhaus, por cuanto obligaba de inmediato a tomar postura: o se estaba con el progreso encarnado en el Espíritu de los tiempos —por el progreso pedagógico— o se estaba contra él.

El mayor de los chivos expiatorios que exigió el sacrificio al Zeitgeist fue la enseñanza tradicional de la arquitectura, la educación beauxartiana sostenida por los odiados ‘estilos’ y representada por un concepto no menos odioso: la Academia. Como a comienzos del siglo XX la Academia no dejaba de ser la materialización de otro concepto mayor, la Historia, resultó inevitable que las pedagogías radicales como las de la Bauhaus procuraran mantenerse lo más alejadas posible de las miserias del historicismo. La manera de hacerlo fue salirse del tiempo en un doble y complementario movimiento: empezar de cero y refugiarse en lo intemporal.

Se trataba, en el fondo, de dos movimientos que acababan encontrándose. Si la tabula rasa negaba la Historia postulando un nuevo comienzo —el Vorbeginnen adanista—, el adanismo se sostenía en la existencia de realidades intemporales que trascendían lo circunstancial: unas realidades universales que estaban inscritas desde siempre en la naturaleza humana. No es casualidad que esta doble huida del tiempo hubiera sido ya ensayada por los pedagogos del siglo XIX, para quienes, como se acaba de ver, educar no consistía en domesticar a los niños salvajes en la civilización, sino sacar partido de las inclinaciones que esos niños —esos ‘buenos salvajes’— contenían ya en su interior: unas inclinaciones que venían menos de la cultura que de la naturaleza, y que por ello mismo resultaban atemporales. No menor acronismo —o no menor anacronismo— practicaron, por su parte, los pedagogos de las Reformschülen, al propiciar una formación práctica al margen de los afanes intelectuales de la Academia: una formación que, al centrarse en lo antropológico invariable —el entrenamiento de la mano como acto esencial, fiable y gregario—, se pretendía ajena al Zeitgeist mecánico-industrial.

Por supuesto, en todo ello no dejaba de haber contradicción. Sobre todo desde el momento en que la Bauhaus, comprometida con esta doble huida del tiempo, no renunciaba al dogma de que el diseño debía estar “a la altura de la época”; lo cual era algo así como proclamar que todo debía ser para el Zeitgeist, pero sin el Zeitgeist. Fue una contradicción que —por mucho que Gropius se esforzara por hacer de ella una dialéctica amable— nunca dejó de serlo a lo largo de la vida de la Escuela, y que se manifiesta con toda su carga ideológica en la última de las vías por las que pedagogía infantil penetró en la Bauhaus: el estudio de las formas y colores elementales.

Ya Adolf Hölzel y Franz Cizek —los maestros indirectos de Itten— habían explorado compulsivamente las formas y colores básicos, por considerarlos el sustrato de un lenguaje abstracto, no mediado por la cultura y que podría por todo ello aproximar al alumno a las reglas objetivas del arte. Itten asumió la tesis, pero la reelaboró dentro de un esquema más ambicioso donde tuvieron asimismo cabida la pedagogía neorromántica y la vocación por el trabajo manual. En tal esquema, las prácticas con los materiales y el grafismo automático —amén de los ejercicios corporales basados en los Principios madaznan de respiración y salud— no solo servían para liberar las capacidades naturales de los alumnos; valían también para familiarizarlos con las leyes de la creación plástica. Estas atañían a las texturas, la iluminación, el claroscuro y los contrastes; pero sobre todo tenían que ver con el cuadrado, el círculo, el triángulo y sus derivados tridimensionales —cubo, esfera, cono—, que el alumno debía conocer en cuanto palabras de un vocabulario que era artístico al tiempo que místico, toda vez que esas figuras elementales, sustentadoras antaño del pitagorismo clásico, resultaban ahora el sostén de la estética mazdeísta. Se trata de un juego de claves teosóficas que se manifiesta, con toda su complejidad y extrañeza, en un lienzo pintado por Itten durante su floruit bauhausiano, Cuadro de niños (1922), donde figuras elementales y las tablas cromáticas conviven con los símbolos de Ahura Mazda: la casa, el barco, la pelota y, por supuesto, el fuego.

Pese a todas singularidades, el empeño elementarista de Itten expresa bien el ideal de abstracción que definió en general a aquellos confusos y visionarios tiempos. Así y todo, ni Itten, ni los pedagogos radicales como Hölzel, agotan un fenómeno cuyos orígenes debe buscarse en prosapias más amplias. Para empezar, en la tradición romántica que desde Novalis, Schlegel y Schelling había creído que la naturaleza expresaba su espiritualidad latente a través de las cifras elementales y místicas, cuasi cabalísticas, de un presunto lenguaje universal que valdría asimismo para las artes. Esta pulsión por lo elemental-místico se actualizó en una clave aún más esotérica por los neorrománticos alemanes —Gustav Fechner— y por los rusos — Nikolái Fiódorovich Fiódorov—, para acabar pasando a las vanguardias: al expresionismo colorista de Bruno Taut y Wenzel Hablick, por supuesto, pero con mayor fuerza aún al suprematismo de Malévich, que llegó a ver en las geometría básicas —comenzando por las de ese grado cero del arte que es Cuadrado negro sobre fondo blanco—la expresión de las leyes universales del universo.

En la tradición romántica y neorromántica, la búsqueda de un lenguaje de formas universales se compadecía con el subjetivismo, en la medida en que la actividad del artista se asociaba con la ‘expresión’, la capacidad de hacer ‘hablar a la naturaleza’ por medio del ego, incluso de sus partes más oscuras o inconscientes. Esto explica que el subjetivismo misticista acuñada por los románticos y desplegado hasta el paroxismo por los expresionistas resultara desde el primer momento inquietante incluso en el marco de las propias vanguardias, habida cuenta de que contradecía otra de las aspiraciones fundamentales de los artistas de aquellos años: superar la fragmentación artística recuperando la unidad cultural a través de un único lenguaje, un lenguaje en verdad objetivo.

Esta aspiración era, por su parte, el resultado de una serie de transformaciones de calado que se habían ido dando desde mediados del siglo XIX, y que constituyen otra de las líneas genealógicas de las vanguaridas. Primero, el giro relativista provocado por la irrupción de las teorías del gusto, que había quebrado la de por sí problemática unidad del lenguaje clasicista. Después, el giro lingüístico —el ‘todo es retórica’ de Nietzsche— que había desviado el problema del arte desde los contenidos hasta las formas, eliminando por el camino todo resquicio de metafísica. Y finalmente, el giro formalista, que no era sino otro modo de alejar el arte de los contenidos religiosos, sociales y políticos, para contemplarlos a luz de sus propias leyes constitutivas—la estética pura de la forma—, tal y como habían intentado, si bien por caminos distintos, la escuela purovisibilista de Konrad Fiedler y Heinrich Wöllflin en Alemania, y la pionera escuela semiológica representada por Roman Jakobson en Rusia. De todos estos giros, el más influyente en la Bauhaus fue el formalista; en especial el formalismo germano, toda vez que las ideas de Fiedler, Wöllflin y Alois Riegl, popularizadas por Wilhelm Worringer, habían tenido una gran acogida en la generación de Gropius, que las convirtió en lugares comunes de la reflexión sobre el arte moderno.

Esta maraña de influencias explica el distinto sesgo que la renovación artística tuvo para los expresionistas místicos y para los formalistas objetivos —desde Johannes Itten hasta Vasili Kandinsky, pasando por Roman Jakobson—, pero no lograr ocultar que, a la hora de la verdad, las preguntas fundamentales que unos y otros se planteaban en relación con el arte tuvieran el mismo aire de familia. Preguntas como ‘¿Hasta qué punto los lenguajes artísticos denotaban algo fuera de ellos? ¿En qué medida las obras de arte podían desligarse de la realidad, ser autorreferenciales y, por tanto, carecer de contenido? ¿Era posible construir lenguajes replegados sobre sí mismos, con un espesor y una objetividad que solo a ellos les pertenecieran?

Se trataba de interrogaciones que, más allá de los matices y las complejidades, apuntaban a una doble ruptura. A la ruptura, por un lado, con el lenguaje normativo y presuntamente universal del orden clásico, que quiso sustituir por una galaxia de lenguajes dispersos y en conflicto cuya unidad no parecía poderse restaurar. Y a la ruptura, por otro lado, entre el lenguaje artístico y sus referentes exteriores, que apuntaba a la cuestión del papel social y político que podía o debía desempeñar el diseño en el mundo contemporáneo. Una cuestión, esta última, que no fue en absoluto baladí para la Bauhaus, como evidencian los agrios debates entre expresionistas y los objetivistas, primero, y entre los objetivistas y los productivistas, después, antes de que —ya mucho más tarde y fuera de la Bauhaus— actualizase en otra de las grandes polémicas arquitectónicas de la segunda mitad del siglo XX: la que dio entre los posmodernos y los modernos con ocasión del debate sobre la prioridad de la forma sobre el contenido.

Las tres preguntas y las dos rupturas que se acaban de citar determinaron —unas veces con estruendo, otras en sordina— las líneas pedagógicas de la Bauhaus. Determinaron, por lo pronto, el formalismo subjetivista de Itten, para quien las formas elementales constituían el sustrato de un lenguaje hallado mediante la introspección individual pero que no por ello dejaba de estar conectado con el cosmos. Un modo de explorar la geometría y el color que, como se ha visto, entroncaba con los ejercicios abstractos de Hölzel, aunque su referencia última fuera, de nuevo, la pedagogía romántica. Así, al menos, lo sugieren los ejercicios de composición de Itten y otros maestros místicos de la Bauhaus como Klee y Kandinsky, que evocan las ‘ocupaciones’ abstractas de Fröbel, los esquemas de Pestalozzi y en general las cartillas infantiles de la pedagogía radical del siglo XIX.

En cuanto a la línea formal-objetivista de la Bauhaus, liderada durante un tiempo por Van Doesburg y Moholy-Nagy y que no se cansó de denunciar el subjetivismo de Itten y Klee, optó por indagar en las figuras y los colores elementales. No tanto porque los entendiera como el nexo de comunicación entre la psique y el cosmos, cuanto para hacer de ellos el fundamento objetivo de un poderoso lenguaje autorreferencial que podría ponerse al servicio de la construcción del nuevo estilo. El mismo estilo, no en vano, que con el tiempo se llamaría ‘Bauhaus’ por antonomasia, y que debió más al neoplasticismo holandés y al constructivismo ruso de la Vjutemás que al subjetivismo neorromántico de los expresionistas de primera hora, por mucho que unos y otros profesaran la fe apocalíptica en el lenguaje de la abstracción.

Por supuesto, creer en el lenguaje de la abstracción y poner la pedagogía a su servicio constituía, en sí, otra manera de darse el adanismo, de empezar de cero, de postular un Vorbeginnen que, a fuer de anclado en el Zeitgeist, acababa huyendo del tiempo. Esto explica no solo que el mayor enemigo de las pedagogías Bauhaus fuera la Historia —a la que se contempló como una especie de inmensa galería de horrores arquitectónicos— sino también que, en la lista negra, le siguiera el correlato instrumental de aquella, la Composición, cifra última de la decadencia de las academias. Se trataba de una acusación que, por supuesto, no dejaba de ser injusta. Primero, porque muchos profesores de la Bauhaus ligaron su quehacer precisamente a este término, la composición abstracta; y después, porque la composición en cuanto disciplina arquitectónica había desempeñado un papel renovador en el marco de la tradición clasicista. En efecto: frente al aprendizaje personalista y normativo —la familiarización lenta y progresiva con lo que hacía un ‘maestro’— en el que se habían sostenido las pedagogías desde la Edad Media hasta el siglo XVIII, la composición a lo Durand implicaba una pedagogía objetiva que hacía de la arquitectura un sistema abstracto cuyos elementos y partes podían combinarse de manera tan racional como flexible. Un sistema que, por cierto, se asemejaba conceptualmente al propugnado por los formalistas en general y por los formalistas de la Bauhaus en particular.

Pero, por supuesto, la importancia que hubiera podido tener la Historia y la Composición para la enseñanza de la arquitectura no fue óbice para que el programa pedagógico de la Bauhaus perdiera un ápice de su radicalidad. Desde el principio, su programa sirvió no solo para que la Bauhaus llegara a ser lo que había querido ser —la Escuela de futuro—, sino también para evitar que se convirtiera en aquello que despreciaba, la Academia. De ahí que el descrédito de la tradición, traducido en el hecho de que ninguno de los profesores de la Bauhaus —salvo el más radical de todos, Itten— hablara de las obras maestras del pasado; en el hecho asimismo de que se evitaran —como si fueran libros prohibidos— los manuales de Historia y Composición entonces al uso; y, finalmente, en el hecho de que el lenguaje clásico fuera ocupado por otro lenguaje que blasonaba de universal y natural al mismo tiempo que se enorgullecía de no tener historia: el lenguaje de la abstracción.

Desentendidas de todo lo accidental, las pedagogías Bauhaus quisieron centrarse en lo esencial —la forma, el color, el material— por mor de la objetividad, la universalidad y la concordancia con el Zetgeist. Pero para conseguirlo tuvieron que pagar el precio, paradójico, de huir del tiempo, de caer en un tablarrasismo que convirtió a los alumnos en poco menos que ‘buenos salvajes’… Adanes y Evas felizmente liberados por la pedagogía que reverenciaban al Dios de la abstracción; Evas y Adanes programados para la inmensa y heroica tarea de construir un mundo nuevo.