La academia de los buenos salvajes. Orígenes de las pedagogías Bauhaus

Apenas tres
meses antes de que la Bauhaus abriera sus puertas en Weimar el 1 de abril de
1919, los revolucionarios Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht habían sido
asesinados a manos de paramilitares. En noviembre de 1918, Alemania había
firmado un denigrante armisticio, y, con la abdicación del káiser Guillermo II,
había caído el Reich. En su lugar,
había advenido una república que, desde su proclamación, no dejó de estar
acosada por los excombatientes de ultraderecha, los comunistas y las potencias
vencedoras… Minada por los millones de muertos de una guerra total de cuatro
años, la sociedad alemana, antes robusta, se descompuso; las instituciones,
antes prestigiosas, se abismaron en la delicuescencia; y el marco, antes
poderoso, devino en papel mojado. Todo parecía confabularse para convalidar el
pronóstico que Karl Kraus había enunciado hacía solo unos años: se aproximaban,
acaso, “los últimos días de la humanidad”.
Pero los últimos
días de la humanidad podían ser los primeros de una humanidad nueva. Una
humanidad perfeccionada desde fuera por las máquinas, como pretendían los
constructivistas mesiánicos, o una humanidad reconstruida desde dentro gracias
a los poderes conjugados del espíritu, la sensibilidad y la educación, como
querían los expresionistas neorrománticos. Empeños excesivos y milenaristas los
unos y los otros, pero sin los cuales no podría entenderse la Bauhaus de
Gropius: un proyecto cuya radicalidad se puso de manifiesto tan pronto cuando
los 207 estudiantes de la Escuela —entre ellos, 101 mujeres— vieron desfilar
por las salas art-nouveau del
edificio de Weimar a Johannes Itten, extravagante profesor que, lejos de
enseñar a sus alumnos a dibujar modelos, los puso a fabricar juguetes.
Aunque convertir
a los universitarios en niños tenía algo de dadaísta —Itten quería por supuesto
épater l’academie—, la ‘performance’
no restaba crédito a la seriedad con que la nueva Escuela se había comprometido
con un programa no declarado pero no por ello menos evidente: introducir en la
formación superior los principios y métodos de la educación infantil. Presentado
a Gropius por la influyente Alma Mahler, Itten tenía hacia 1919 una experiencia
académica que no había adquirido en escuelas politécnicas ni en centros
superiores de arte, sino a través de su formación como maestro y su trabajo en
la academia privada para niños que había regentado hasta entonces en Viena.
Allí había aplicado sistemáticamente el prejuicio de que la intuición
artística, al residir en lo más profundo de la psique humana, no era
transmisible, y que, por tanto, la verdadera actividad formativa debía estribar
en el juego desinteresado. Un juego que, aunque no podía dar forma a la
creatividad del alumno, sí podía sacarla a la luz.
Tres eran, según
Itten, las herramientas fundamentales de esta mayéutica pedagógica. La primera
era la introspección corporal e intelectual para que las capacidades del niño
pudieran manifestarse —‘expresarse’— de la manera más espontánea posible. Con
ello, el alumno podría reconocerse a sí mismo, construirse como persona
armónica, al tiempo que se liberaba de las convenciones, no naturales, que le
imponía la sociedad. La segunda herramienta era el manejo de juguetes, que
permitía acceder a las formas más elementales y a los materiales más básicos
mediante una manipulación que se quiso ver como despreocupada e ingenua, es
decir, ajena a cualquier utilidad, no contaminada con nada ‘externo’. O dicho
de otro modo: el juego como actividad noble a fuer de intrínsecamente humana.
La última herramienta, el principio de ‘aprender haciendo’, era un corolario de
las anteriores y primaba los lados prácticos del aprendizaje sobre los
teóricos.
Estas tres herramientas —la mayéutica expresiva, el juego como trabajo espontáneo y el aprendizaje práctico— fueron las que, mutatis mutandis, Itten extrapoló desde su modesta academia en Viena hasta su célebre Vorkurs, para inaugurar con ello una de las principales líneas de innovación pedagógica de la Bauhaus y de penetración de la pedagogía infantil en la academia. Con ello, tanto Itten como su mentor Gropius no evidenciaban su compromiso con la radicalidad educativa de las vanguardias expresionistas; pero también —y acaso sin saberlo—se incardinaban en una tradición que a aquellas alturas resultaba añeja: la de las reformas pedagógicas que se había alimentado del Romanticismo alemán antes de contaminarse con las inquietudes sociales, culturales e ideológicas del pleno siglo XIX.
La tradición romántica: expresión, ingenuidad,
naturaleza
Por la seriedad
y el dogmatismo con que llevó a cabo su propósito, Itten puede considerarse un
pedagogo radical, pero no un precursor. Su mayéutica lúdica, si bien resonaba
con buena parte de las inquietudes del grupo expresionista al que a su manera
extravagante pertenecía, en rigor se retrotraía a la pedagogía romántica. De
hecho, la correa de transmisión entre el reformismo del siglo XIX y la Bauhaus
de Itten fue, precisamente, un neorromántico, Adolf Hölzel, pionero de la
abstracción y uno de los fundadores de la Secession vienesa, con cuya academia
privada para jóvenes en Stuttgart estuvo relacionado Itten durante unos años.
Hölzel anticipó
muchos de los métodos que más tarde desarrollaría Itten en el Vorkurs, desde el conocimiento de los
colores como vocabulario esencial del arte hasta los ejercicios gimnásticos de
suscitación de la expresividad espontánea, pasando por el análisis formal —que
no histórico— de los maestros antiguos, y el trabajo empático y constructivista
por medio de collages hechos con
papeles rotos y retales. Se trataba de métodos que, si bien resultaban
radicales en cuanto a su aplicación sistemática, en el fondo resonaban con
experimentos pedagógicos previos. Si la obsesión cromática se retrotraía a las
teorías del color de Goethe, Runge y Chevreul, popularizadas por medio de las
cartillas de educación básica del siglo XIX, los ejercicios corporales y en general
el trabajo manual y empático tenían que ver, por un lado, con las pedagogías
reformistas de principios del siglo en Alemania —en especial las de Heinrich
Scharrelmann y Franz Cizek— y, por otro lado, con las tesis del ‘Learning by
Doing’ defendidas por Johan Dewey y Maria Montessori, por entonces bien
conocidos en Europa.
Habían sido, sin
embargo, los grandes pedagogos de la cultura alemana del siglo XIX los que
habían determinado el marco de las innovaciones educativas de los tiempos de
las vanguardias. Sobre todo un autor al que Itten leyó sistemáticamente desde 1908, Friedrich Fröbel, que en 1837 había abierto
su primer kindergarten inspirado
tanto por la filosofía cristiana como por las grandes ideas románticas de otro
gran pedagogo, Friedrich Pestalozzi. Para Fröbel, la educación del niño, lejos
de sostenerse en la imposición de reglas que pretendían la domesticación del
‘salvaje’ infantil, debía consistir en un desarrollo gradual, genético, cuyo
fin último sería la creación de una persona completa y en armonía consigo
misma. Para ello, el maestro debía tratar con respeto al niño, no solo en
cuanto proyecto de hombre hecho y derecho, sino como manifestación de un
periodo —la infancia— que el Romanticismo había aprendido a considerar como un
valor en sí mismo.
En este camino
de formación y perfeccionamiento, el maestro no debía forzar al niño a
transitar las veredas de la convención, sino propiciar el desvelamiento de sus
propias potencialidades: de su propia naturaleza. Esto explica que Fröbel diera
tanta importancia al Freiarbeit, el
trabajo ‘libre’ o desinteresado cuyo fin no era producir nada más que al propio
niño. Un trabajo que asoció con el concepto de juego en cuanto forma
característica de la infancia y que, de una parte, preparaba al educando para
trabajos de mayor calado, de la otra auspiciaba el afloramiento espontáneo de
sus capacidades internas y, por tanto, hacía las veces de mayéutica. En su
aventura pedagógica, Fröbel no solo creó la red de Kindergarten y publicó La
educación del hombre (1826) —un libro cuyo título evocaba al gran héroe de
la libertad romántica, Schiller—; también compiló cientos de canciones
infantiles —Mutter-und Koselieder— y,
sobre todo, ideó el llamado Fröbelgaben,
célebre juego de construcción de bloques geométricos que ayudaba al desarrollo
de las actitudes creativas a la vez que educaba en los ritmos manuales y, a
través de ellos, en el conocimiento del cuerpo.
La influencia de Fröbel fue tan importante como para
dar forma a las pedagogías radicales que vinieron tras él —desde la de María
Montessori hasta la del ya citado Scharrelmann, pasando por la de Lev Tolstoi—,
amén de para forjar el imaginario de las varias generaciones de niños —también
los futuros artistas— que tanto dentro como fuera de Alemania que crecieron con
sus canciones y juegos. Por ello, puede decirse que el sistema de Fröbel acabó
convirtiéndose en una especie de correa de transmisión entre las vanguardias
europeas y la tradición pedagógica del Romanticismo representada por
Pestalozzi, Schiller y Rousseau, figuras cuyas ideas es imposible no glosar
aquí en la medida en que anticiparon ciertas posturas ideológicas que las
vanguardias pedagógicas del siglo XIX no hicieron sino actualizar.
Si Johann Heinrich Pestolazzi (o ‘Enrique’
Pestalozzi, tal y como le conocieron en España sus discípulos de la Institución
Libre de Enseñanza) había creído que el verdadero objetivo de la educación
debía ser la construcción de un completo “hombre moral” a través del
aprendizaje intelectual y físico de uno mismo, Friedrich Schiller había sentado
las bases de la inspiración lúdica de la nueva pedagogía, al postular en sus
célebres Cartas sobre la educación
estética del hombre (1795) que la única manera de conciliar el lado
racional y el sensible del ser humano era el juego, actividad humana por
excelencia por tratarse de la única desinteresada: “El hombre solo juega cuando
es libre en el pleno sentido de la palabra y solo es plenamente hombre cuando
juega”, había sentenciado. Por su parte, Jean-Jacques Rousseau, en su no menos
célebre Emilio, o De la educación
(1762), había elaborado el caldo primigenio del que proceden todas las
pedagogías modernas. Un caldo cuyo ingrediente principal era la idea de la
educación como proceso progresivo, mayéutico, natural, empático, que debía
servir para actualizar las potencialidades que la naturaleza había otorgado al
niño. Educar para Rousseau consistía menos en ‘forzar’ que en ‘inclinar’, tal y
como muestra la lámina de una de las primeras ediciones del Émile, donde, en un bosque, un tutor
acompaña a un púber con los ojos vendados, símbolo de esa ingenuidad del ‘buen
salvaje-infantil’ que no debía torcer o quebrar las corruptas y antinaturales
instituciones de la civilización.
Expresión de las potencialidades del niño, respeto a
su ingenuidad y escucha de la naturaleza eran, pues, los tres grandes
principios que se entrelazaban, a través del juego, para sostener la pedagogía
romántica de la que fue heredera la primera Bauhaus. Tres principios que, por
su compleja y conflictiva condición, se trufaron desde muy pronto de ideología.
En especial, la ideología antropológica de la ‘alienación’, cuya inquietud —en
último término garantizar la autonomía del ser humano— sintonizaba de inmediato
con el programa naturalista de Rousseau, Schiller, Pestalozzi y Fröbel, cuya
bandera era la libertad. De manera que el adanismo pedagógico se confundió
pronto con el adanismo ideológico, aunque el fruto de esta mistura no fuera
solo el socialismo o las corrientes radicales que proliferaron por entonces,
sino también otras doctrinas que, si fueron menos radicales en lo político,
resultaron al cabo más influyentes en lo pedagógico.
De tales doctrinas, las más seguidas en la Alemania
de comienzos del siglo XX —y también entre los profesores de primera hora de la
Bauhaus— fueron las de la Lebensreform.
Se trataba de doctrinas de renovación antropológica y social que, si bien
propugnaban el ‘comienzo desde cero’ —Vorbeginnen—,
tenían que ver menos con la revolución política que con la revolución de las
costumbres, pues propugnaban la dieta vegetariana, la naturopatía, el régimen
abstemio, la autoproducción hortícola, el nudismo y a veces la eugenesia. Las
corrientes del Lebensreform heredaron
de la tradición romántica el culto a la naturaleza, la fobia al materialismo y
el rechazo a la ciudad industrial, pero pronto se aproximaron a las modas
espirituales de su propia época, como la teosofía, el yoga y el mazdeísmo, tan
exóticas como radicales.
En este contexto espiritual de por sí complejo, y agudizado por el derrumbe moral propiciado por la Gran Guerra, no extraña que los empeños sociales y pedagógicos de la Lebensreform acabaran conduciendo a una suerte de huida estética. De hecho, el proyecto filosófico, pedagógico y social de renovación del ser humano —el proyecto de la tabla rasa antropológica— encontró pronto su piedra de toque en el arte concebido a la manera romántica, es decir como órgano de conocimiento y progreso. Así al menos lo fue para figuras como Rudolf Steiner —que indagó en la arquitectura en cuanto expresión de la nueva comunidad humana de la Antroposofía— y, por supuesto, también para Johannes Itten, que hizo depender su proyecto del “nuevo hombre” mazdeísta—un hombre que sería racialmente superior— de la emergencia de un nuevo modo de vida, y este nuevo modo de vida de la creación de un nuevo arte.
La
tradición Arts & Crafts: materia, praxis, artesanía
Es sabido que,
en su afán por insuflar vida en el golem
de este nuevo arte, Itten se rapó el pelo, se confeccionó una vestimenta
monacal, se sometió a una rigurosa disciplina vegana y se embarcó en una labor
de proselitismo entre los estudiantes a la que solo renunció cuando dejó la
Bauhaus en 1923 para recluirse en un centro mazdeísta en Suiza. Su fracaso no
solo evidenció la nueva impronta objetivista de la Escuela de Weimar; reveló
también las contradicciones que, desde el comienzo, se dieron entre las pedagogías
de corte romántico y las escuelas oficiales. O dicho de un modo más general: la
contradicción entre las utopías que se quería apoyar solo en la naturaleza
humana —más allá del tiempo— y las exigencias de la sociedad, inevitablemente
ancladas al Zeitgeist.
Fue esta una
contradicción que, aunque determinó la corta y problemática vida de la Bauhaus
y las pedagogías radicales del siglo XX, había sido advertida mucho antes por
Georg W. F. Hegel en sus poco conocidos pero fundamentales Escritos pedagógicos. En ellos, el filósofo se revolvió contra el
‘buen salvaje’ de Rousseau y contra la pedagogía lúdica (spielende Pädagogik) de Pestalozzi y Fröbel, para proponer una
suerte de paidea que, a través de la
formación humanística, permitiría la adaptación exitosa de los jóvenes a su
propia época. Para Hegel, la ‘alienación’ no era un fenómeno intrínsecamente
negativo, sino una fase necesaria del proceso de educación, ya que la vida del
espíritu no consistía tanto en un desarrollo armónico, ingenuo y carente de
escisiones —como querían los pedagogos radicales—, cuanto en el complejo y
doloroso proceso de dar forma (Bildung)
al individuo en su relación con el Espíritu del tiempo (Zeitgeist). De ahí que la educación fuera para Hegel menos una
forma de resistencia o huida que una forma de diálogo con el mundo para
adaptarse a él y al cabo modificarlo con provecho: la educación como trabajo
intelectual, pero trabajo al fin y al cabo.
Es precisamente
este problema de la educación y el trabajo, y de la relación de ambos con el
nuevo mundo industrial —tan bien explicitados por Hegel—, el que dotó de savia
polémica a otra de las grandes ramas ascendentes del prolijo árbol genealógico
de la Bauhaus. Una rama que los manifiestos historiográficos del Movimiento
Moderno no se cansaron de explorar desde que Nikolaus Pevsner, en su Pioneers of Modern Design (1936),
hiciera de Walter Gropius el último eslabón de una cadena en cuyo extremo
opuesto se encontraría William Morris. Se trata de una tesis que, no por
teleológica, dejaba de tener fundamento, pues en efecto los afanes de la
Bauhaus y las de los reformistas británicos del siglo XIX coincidieron en
aspectos esenciales. Aunque el más explícito de ellos fue el protagonismo
anacrónico que quiso dar a la artesanía en el marco de la sociedad industrial,
este no era sino el epifenómeno de otro tema en sordina, cuyo sentido era menos
material que antropológico: el problema la alienación, enajenación o separación
del trabajador respecto de aquello que producía. Un problema al que, si bien
había dado carta de naturaleza Karl Marx, antes había sido abordado por los
filósofos románticos —como ya se ha visto— y también por los polemistas
medievalizantes que proliferaban entonces en Gran Bretaña en trance de
industrialización. Sobre todo, Augustus W. Pugin y John Ruskin, para quienes la
artesanía constituía una de las últimas reservas de espiritualidad en el feo
mundo mecanizado que habían traído consigo los ingenieros y los capitalistas.
Aunque la
oposición al nuevo mundo fabril mediante la espiritualización artesanal estaba
abocada al fracaso —o precisamente por ello—, consiguió impregnar
ideológicamente a amplios sectores de la sociedad. En especial, en los grupos
afines a Ruskin y Morris, conscientes de que la resistencia a la mecanización
no podía ser solo pasiva, sino comportar sistemas de formación profesional que
solo podían aplicarse por medio de nuevos centros de enseñanza. Esta toma de
conciencia acabó conduciendo a la creación del Guild and School of Handicraft
de Londres (1888), una institución neogremial inspirada por uno de los
promotores del Arts & Crafts, Charles Robert Ashbee, y en el que las clases
tradicionales dejaron paso a los talleres profesionales.
El Guild de
Ashbee no dejaba de parecerse a los museos y escuelas reformistas que abrieron
sus puertas en la Alemania de finales del siglo XIX; instituciones que si, en
lo general, daban respuesta a las inquietudes productivistas de un país
enfebrecido por una tardía pero intensísima industrialización y donde el debate
sobre la artesanía llegó a convertirse en cuestión de Estado, en lo particular
respondían, casi al pie de la letra, al programa pedagógico planteado por
Gottfried Semper con ocasión de la Exposición Universal de 1851. En él, el
autor de Der Stil había planteado
unos principios que no dejarían de tener predicamento en las siguientes
décadas: la educación estética en sentido amplio, la prevalencia de lo
artesanal, la enseñanza directa por medio de talleres ligados a los diferentes
materiales y la aspiración —una vez más, de corte romántico— a la obra de arte
total llevada a cabo con el liderazgo de la arquitectura.
Fue al calor de
empeños reformistas como el de Semper que, en efecto, se fundaron en Prusia las
escuelas de arte de Hermann Muthesius, gran admirador de las escuelas-taller
británicas y apóstol de la tipificación obsesionado por lograr una cultura
armónica que abarcase “desde los cojines del sofá hasta el urbanismo”. El
reformismo inspiró asimismo los centros del Werkbund regidos por figuras tan
poco sospechosas de radicalismo como Theodor Fisher, Bruno Paul o Peter
Behrens. Y el reformismo estuvo también detrás de otras instituciones más
precarias y vanguardistas aunque no menos influyentes, como la Escuela
Obrist-Debschitz en Múnich, la Escuela de Arte en Berlín y la Academia de
Bellas Artes y Oficios Artísticos en Breslau.
Lo que estas Reformschülen tuvieron en común fue lo que, a la postre, compartieron con otros centros financiados por la Administración alemana, como la Escuela de Artes y Oficios de Weimar fundada en 1908 Henry Van de Velde y, más tarde, su sucesora: la Bauhaus. Por eso, aunque en 1919 la conocida y grandilocuente retórica de Gropius —la implantación de talleres, la escuela unificada, el curso preliminar obligatorio y la fusión de las artes con la artesanía bajo la égida de la arquitectura— inevitablemente resonara con la ideología de movimientos contemporáneos y más bien radicales como el expresionista Arbeitsrat für Kunst, en el fondo hacía eco de una tradición compleja que hundía sus raíces muy profundo en el siglo XIX. Una tradición cuyas contradicciones heredó la propia Bauhaus.
La tradición formalista: composición, color,
lenguaje
Aunque afín al
marxismo, la obsesión de la Bauhaus por el trabajo en general y en particular
por la labor en los talleres, en ningún caso se tradujo en un materialismo
romo. Heredera del Arts & Crafts y la Lebensreform,
la Bauhaus no dejó de ser a lo largo de su breve pero intensa vida una escuela
con inquietudes morales e intelectualistas en la que el problema del diseño se
contempló al trasluz de otro problema más amplio: la creación de una cultura
armónica y unitaria cuyas manifestaciones —“del cojín del sofá al urbanismo”—
debían responder a un impulso universal. Un hálito espiritualizante.
Este hálito de
renovación armónica lo permeaba todo. Permeaba el arte y la arquitectura como
permeaba la cultura y la sociedad, y lo hacía porque procedía de un Espíritu
llamado Zeitgeist: el clima
espiritual de la época, el soplo de los tiempos que imponía un contexto social,
material e ideológico del que a la postre nadie ni nada podían escaparse.
Tampoco la pedagogía, convertida desde el principio en uno de los caballos de
batalla de la Bauhaus, por cuanto obligaba de inmediato a tomar postura: o se
estaba con el progreso encarnado en el Espíritu de los tiempos —por el progreso
pedagógico— o se estaba contra él.
El mayor de los
chivos expiatorios que exigió el sacrificio al Zeitgeist fue la enseñanza tradicional de la arquitectura, la
educación beauxartiana sostenida por los odiados ‘estilos’ y representada por
un concepto no menos odioso: la Academia. Como a comienzos del siglo XX la
Academia no dejaba de ser la materialización de otro concepto mayor, la
Historia, resultó inevitable que las pedagogías radicales como las de la
Bauhaus procuraran mantenerse lo más alejadas posible de las miserias del
historicismo. La manera de hacerlo fue salirse del tiempo en un doble y
complementario movimiento: empezar de cero y refugiarse en lo intemporal.
Se trataba, en
el fondo, de dos movimientos que acababan encontrándose. Si la tabula rasa negaba la Historia
postulando un nuevo comienzo —el Vorbeginnen
adanista—, el adanismo se sostenía en la existencia de realidades intemporales
que trascendían lo circunstancial: unas realidades universales que estaban
inscritas desde siempre en la naturaleza humana. No es casualidad que esta
doble huida del tiempo hubiera sido ya ensayada por los pedagogos del siglo
XIX, para quienes, como se acaba de ver, educar no consistía en domesticar a
los niños salvajes en la civilización, sino sacar partido de las inclinaciones
que esos niños —esos ‘buenos salvajes’— contenían ya en su interior: unas
inclinaciones que venían menos de la cultura que de la naturaleza, y que por ello
mismo resultaban atemporales. No menor acronismo —o no menor anacronismo—
practicaron, por su parte, los pedagogos de las Reformschülen, al propiciar una formación práctica al margen de los
afanes intelectuales de la Academia: una formación que, al centrarse en lo
antropológico invariable —el entrenamiento de la mano como acto esencial,
fiable y gregario—, se pretendía ajena al Zeitgeist
mecánico-industrial.
Por supuesto, en
todo ello no dejaba de haber contradicción. Sobre todo desde el momento en que
la Bauhaus, comprometida con esta doble huida del tiempo, no renunciaba al
dogma de que el diseño debía estar “a la altura de la época”; lo cual era algo
así como proclamar que todo debía ser para el Zeitgeist, pero sin el Zeitgeist.
Fue una contradicción que —por mucho que Gropius se esforzara por hacer de ella
una dialéctica amable— nunca dejó de serlo a lo largo de la vida de la Escuela,
y que se manifiesta con toda su carga ideológica en la última de las vías por
las que pedagogía infantil penetró en la Bauhaus: el estudio de las formas y
colores elementales.
Ya Adolf Hölzel
y Franz Cizek —los maestros indirectos de Itten— habían explorado
compulsivamente las formas y colores básicos, por considerarlos el sustrato de
un lenguaje abstracto, no mediado por la cultura y que podría por todo ello
aproximar al alumno a las reglas objetivas del arte. Itten asumió la tesis,
pero la reelaboró dentro de un esquema más ambicioso donde tuvieron asimismo
cabida la pedagogía neorromántica y la vocación por el trabajo manual. En tal
esquema, las prácticas con los materiales y el grafismo automático —amén de los
ejercicios corporales basados en los Principios
madaznan de respiración y salud— no solo servían para liberar las
capacidades naturales de los alumnos; valían también para familiarizarlos con
las leyes de la creación plástica. Estas atañían a las texturas, la
iluminación, el claroscuro y los contrastes; pero sobre todo tenían que ver con
el cuadrado, el círculo, el triángulo y sus derivados tridimensionales —cubo,
esfera, cono—, que el alumno debía conocer en cuanto palabras de un vocabulario
que era artístico al tiempo que místico, toda vez que esas figuras elementales,
sustentadoras antaño del pitagorismo clásico, resultaban ahora el sostén de la
estética mazdeísta. Se trata de un juego de claves teosóficas que se manifiesta,
con toda su complejidad y extrañeza, en un lienzo pintado por Itten durante su floruit bauhausiano, Cuadro de niños (1922), donde figuras
elementales y las tablas cromáticas conviven con los símbolos de Ahura Mazda:
la casa, el barco, la pelota y, por supuesto, el fuego.
Pese a todas
singularidades, el empeño elementarista de Itten expresa bien el ideal de
abstracción que definió en general a aquellos confusos y visionarios tiempos.
Así y todo, ni Itten, ni los pedagogos radicales como Hölzel, agotan un
fenómeno cuyos orígenes debe buscarse en prosapias más amplias. Para empezar,
en la tradición romántica que desde Novalis, Schlegel y Schelling había creído
que la naturaleza expresaba su espiritualidad latente a través de las cifras
elementales y místicas, cuasi cabalísticas, de un presunto lenguaje universal
que valdría asimismo para las artes. Esta pulsión por lo elemental-místico se
actualizó en una clave aún más esotérica por los neorrománticos alemanes
—Gustav Fechner— y por los rusos — Nikolái Fiódorovich Fiódorov—, para acabar pasando a
las vanguardias: al expresionismo colorista de Bruno Taut y Wenzel Hablick, por
supuesto, pero con mayor fuerza aún al suprematismo de Malévich, que llegó a
ver en las geometría básicas —comenzando por las de ese grado cero del arte que
es Cuadrado negro sobre fondo blanco—la
expresión de las leyes universales del universo.
En la tradición
romántica y neorromántica, la búsqueda de un lenguaje de formas universales se
compadecía con el subjetivismo, en la medida en que la actividad del artista se
asociaba con la ‘expresión’, la capacidad de hacer ‘hablar a la naturaleza’ por
medio del ego, incluso de sus partes más oscuras o inconscientes. Esto explica
que el subjetivismo misticista acuñada por los románticos y desplegado hasta el
paroxismo por los expresionistas resultara desde el primer momento inquietante
incluso en el marco de las propias vanguardias, habida cuenta de que
contradecía otra de las aspiraciones fundamentales de los artistas de aquellos
años: superar la fragmentación artística recuperando la unidad cultural a
través de un único lenguaje, un lenguaje en verdad objetivo.
Esta aspiración
era, por su parte, el resultado de una serie de transformaciones de calado que
se habían ido dando desde mediados del siglo XIX, y que constituyen otra de las
líneas genealógicas de las vanguaridas. Primero, el giro relativista provocado por
la irrupción de las teorías del gusto, que había quebrado la de por sí
problemática unidad del lenguaje clasicista. Después, el giro lingüístico —el
‘todo es retórica’ de Nietzsche— que había desviado el problema del arte desde
los contenidos hasta las formas, eliminando por el camino todo resquicio de
metafísica. Y finalmente, el giro formalista, que no era sino otro modo de
alejar el arte de los contenidos religiosos, sociales y políticos, para
contemplarlos a luz de sus propias leyes constitutivas—la estética pura de la
forma—, tal y como habían intentado, si bien por caminos distintos, la escuela
purovisibilista de Konrad Fiedler y Heinrich Wöllflin en Alemania, y la pionera
escuela semiológica representada por Roman Jakobson en Rusia. De todos estos giros,
el más influyente en la Bauhaus fue el formalista; en especial el formalismo
germano, toda vez que las ideas de Fiedler, Wöllflin y Alois Riegl,
popularizadas por Wilhelm Worringer, habían tenido una gran acogida en la
generación de Gropius, que las convirtió en lugares comunes de la reflexión
sobre el arte moderno.
Esta maraña de
influencias explica el distinto sesgo que la renovación artística tuvo para los
expresionistas místicos y para los formalistas objetivos —desde Johannes Itten
hasta Vasili Kandinsky, pasando por Roman Jakobson—, pero no lograr ocultar
que, a la hora de la verdad, las preguntas fundamentales que unos y otros se
planteaban en relación con el arte tuvieran el mismo aire de familia. Preguntas
como ‘¿Hasta
qué punto los lenguajes artísticos denotaban algo fuera de ellos? ¿En qué
medida las obras de arte podían desligarse de la realidad, ser
autorreferenciales y, por tanto, carecer de contenido? ¿Era posible construir
lenguajes replegados sobre sí mismos, con un espesor y una objetividad que solo
a ellos les pertenecieran?
Se trataba de interrogaciones que, más allá de los
matices y las complejidades, apuntaban a una doble ruptura. A la ruptura, por
un lado, con el lenguaje normativo y presuntamente universal del orden clásico,
que quiso sustituir por una galaxia de lenguajes dispersos y en conflicto cuya
unidad no parecía poderse restaurar. Y a la ruptura, por otro lado, entre el
lenguaje artístico y sus referentes exteriores, que apuntaba a la cuestión del
papel social y político que podía o debía desempeñar el diseño en el mundo
contemporáneo. Una cuestión, esta última, que no fue en absoluto baladí para la
Bauhaus, como evidencian los agrios debates entre expresionistas y los
objetivistas, primero, y entre los objetivistas y los productivistas, después,
antes de que —ya mucho más tarde y fuera de la Bauhaus— actualizase en otra de
las grandes polémicas arquitectónicas de la segunda mitad del siglo XX: la que
dio entre los posmodernos y los modernos con ocasión del debate sobre la
prioridad de la forma sobre el contenido.
Las tres
preguntas y las dos rupturas que se acaban de citar determinaron —unas veces
con estruendo, otras en sordina— las líneas pedagógicas de la Bauhaus.
Determinaron, por lo pronto, el formalismo subjetivista de Itten, para quien
las formas elementales constituían el sustrato de un lenguaje hallado mediante
la introspección individual pero que no por ello dejaba de estar conectado con
el cosmos. Un modo de explorar la geometría y el color que, como se ha visto,
entroncaba con los ejercicios abstractos de Hölzel, aunque su referencia última
fuera, de nuevo, la pedagogía romántica. Así, al menos, lo sugieren los
ejercicios de composición de Itten y otros maestros místicos de la Bauhaus como
Klee y Kandinsky, que evocan las ‘ocupaciones’ abstractas de Fröbel, los
esquemas de Pestalozzi y en general las cartillas infantiles de la pedagogía
radical del siglo XIX.
En cuanto a la
línea formal-objetivista de la Bauhaus, liderada durante un tiempo por Van
Doesburg y Moholy-Nagy y que no se cansó de denunciar el subjetivismo de Itten
y Klee, optó por indagar en las figuras y los colores elementales. No tanto
porque los entendiera como el nexo de comunicación entre la psique y el cosmos,
cuanto para hacer de ellos el fundamento objetivo de un poderoso lenguaje
autorreferencial que podría ponerse al servicio de la construcción del nuevo
estilo. El mismo estilo, no en vano, que con el tiempo se llamaría ‘Bauhaus’
por antonomasia, y que debió más al neoplasticismo holandés y al
constructivismo ruso de la Vjutemás que al subjetivismo neorromántico de los
expresionistas de primera hora, por mucho que unos y otros profesaran la fe
apocalíptica en el lenguaje de la abstracción.
Por supuesto,
creer en el lenguaje de la abstracción y poner la pedagogía a su servicio
constituía, en sí, otra manera de darse el adanismo, de empezar de cero, de
postular un Vorbeginnen que, a fuer
de anclado en el Zeitgeist, acababa
huyendo del tiempo. Esto explica no solo que el mayor enemigo de las pedagogías
Bauhaus fuera la Historia —a la que se contempló como una especie de inmensa
galería de horrores arquitectónicos— sino también que, en la lista negra, le
siguiera el correlato instrumental de aquella, la Composición, cifra última de
la decadencia de las academias. Se trataba de una acusación que, por supuesto,
no dejaba de ser injusta. Primero, porque muchos profesores de la Bauhaus
ligaron su quehacer precisamente a este término, la composición abstracta; y
después, porque la composición en cuanto disciplina arquitectónica había
desempeñado un papel renovador en el marco de la tradición clasicista. En
efecto: frente al aprendizaje personalista y normativo —la familiarización
lenta y progresiva con lo que hacía un ‘maestro’— en el que se habían sostenido
las pedagogías desde la Edad Media hasta el siglo XVIII, la composición a lo
Durand implicaba una pedagogía objetiva que hacía de la arquitectura un sistema
abstracto cuyos elementos y partes podían combinarse de manera tan racional
como flexible. Un sistema que, por cierto, se asemejaba conceptualmente al
propugnado por los formalistas en general y por los formalistas de la Bauhaus
en particular.
Pero, por
supuesto, la importancia que hubiera podido tener la Historia y la Composición
para la enseñanza de la arquitectura no fue óbice para que el programa
pedagógico de la Bauhaus perdiera un ápice de su radicalidad. Desde el
principio, su programa sirvió no solo para que la Bauhaus llegara a ser lo que
había querido ser —la Escuela de futuro—, sino también para evitar que se
convirtiera en aquello que despreciaba, la Academia. De ahí que el descrédito
de la tradición, traducido en el hecho de que ninguno de los profesores de la
Bauhaus —salvo el más radical de todos, Itten— hablara de las obras maestras
del pasado; en el hecho asimismo de que se evitaran —como si fueran libros
prohibidos— los manuales de Historia y Composición entonces al uso; y, finalmente,
en el hecho de que el lenguaje clásico fuera ocupado por otro lenguaje que
blasonaba de universal y natural al mismo tiempo que se enorgullecía de no
tener historia: el lenguaje de la abstracción.
Desentendidas de
todo lo accidental, las pedagogías Bauhaus quisieron centrarse en lo esencial
—la forma, el color, el material— por mor de la objetividad, la universalidad y
la concordancia con el Zetgeist. Pero
para conseguirlo tuvieron que pagar el precio, paradójico, de huir del tiempo,
de caer en un tablarrasismo que convirtió a los alumnos en poco menos que
‘buenos salvajes’… Adanes y Evas felizmente liberados por la pedagogía que
reverenciaban al Dios de la abstracción; Evas y Adanes programados para la
inmensa y heroica tarea de construir un mundo nuevo.