La arquitectura de Bosch Capdeferro

Habla,
memoria
Muchas
son las metáforas a las que puede recurrirse cuando se trata de interpretar la
vieja Girona. Con sus edificios cristalizados en la ladera y hermoseados por
pátinas que pintó el tiempo de los meteoros tanto como el tiempo de las
personas, la ciudad semeja una inmensa formación de basalto que hubiera
emergido en la planicie: una suerte de ‘calzada de los gigantes’ en la que los
años hubieran abierto fisuras, grietas, simas, por las que se habría ido
infiltrando la vida. La imagen geológica no se agota aquí, pues Girona, más
allá de sus cristalizaciones edificatorias, es un meandro colonizado, una
ciudad hecha por las circunvoluciones de dos ríos cuyos márgenes han ido
variando conforme se robaba espacio al nutricio pero temido universo fluvial.
Roca y meandro, Girona es asimismo una colección de fragmentos, una familia de
esquirlas restadas por el tiempo y de piezas sumadas por el artificio
reparador, cuyas acciones opuestas tienden a compensarse. Toda ciudad nace con
la ambición de perseverar, es una utopía de conservación, y Girona, por su
origen, por su paisaje, por su complejidad, evidencia hasta qué punto tal
instinto de supervivencia puede resultar en belleza.
Decir
que las ciudades antiguas son como palimpsestos es un lugar común. Pero es
difícil resistirse al símil cuando uno pasea por las calles laberínticas de
Girona, cuando se percata de la profundidad de sus estratos y la riqueza de las
fachadas: aquí un basamento romano y allí una ventana románica, en este lugar
una portada renacentista y en aquel una arquería gótica. Como en los terrenos
naturales, como en los manuscritos, unas capas se tienden sobre otras, en unos
casos añadiendo material y otros rasgando, eliminando el sustrato. En Girona,
el sustrato es doble: lo conforman dos ríos y una colina, y sobre ellos la
trama que los romanos impusieron a la topografía cuando decidieron fundar su
ciudad. El resultado de su empeño fue una composición a medias geométrica y a
medias orgánica, que tomó la forma de un triángulo adaptado a los límites de la
colina y la ribera, y en cuyo interior creció la red de cardos y decumanos que
favorecían el tránsito eficaz a la vez que orientaban la urbe a los puntos
cardinales. Con una singularidad: en Girona, los cardos siguieron las curvas de
nivel en tanto que los decumanos se acomodaban a las líneas de máxima
pendiente; aquellos se desarrollaron a lo largo del suave meandro del río Onyar
mientras que estos se convertían en escaleras urbanas. Esta solución de
compromiso, creada por el diálogo entre topografía e ingenio, dibujó la traza
de la urbe. La traza que más tarde modificaron los visigodos, los árabes, los
judíos, los carolingios y los franceses, pero que todavía da forma a Girona y
es su principal seña identitaria.
Identidad
es una palabra que interesa a Bet Capdeferro y Ramon Bosch. O, al menos, esta
es la impresión que se tiene desde el momento en que se dialoga con ellos y se
constata el conocimiento, el orgullo, la pasión, que transmiten cuando hablan
de su ciudad y su cultura. Esto no quita para que sean conscientes de que su
vocación de profundizar en lo propio, su voluntad de sentirse siempre ‘dentro’,
sea un arma de doble filo, pues del mismo modo en que la afirmación de lo
universal puede traducirse en simple repetición de lo genérico, el compromiso
con lo local puede dar pie a la agobiante repetición de lo específico. El
trabajo de Bosch Capdeferro es, en buena medida, una respuesta a este dilema.
Una respuesta insensible a los cantos de sirena de la globalización pero no por
ello menos sabedora de que el trabajo de los arquitectos, lejos de ceñirse solo
a los límites apaciguadores del lugar y la historia, está inscrito por fuerza
en las perplejidades técnicas, sociales, culturales y aun ideológicas de la época.
Para Bosch Capdeferro el espíritu del lugar, el genius loci, todavía
vivo y que supieron escuchar los romanos fundadores de Girona, debe compensarse
con el espíritu del tiempo: el Zeitgeist que envuelve a cada tiempo en
su peculiar e insoslayable atmósfera.
Genio
del lugar y espíritu del tiempo son, precisamente, las dos realidades con las
que han sabido dialogar Bet y Ramon en la obra que, hasta el momento, mejor
manifiesta su manera de entender la arquitectura y acaso de estar en el mundo:
la Casa Collage. Inserta en el corazón más denso y simbólico de Girona, se
trata de una construcción impregnada hasta los tuétanos de historia, hasta el
punto de que podría convenirle a aquel Ireneo Funes al que Borges le atribuía
una memoria perfecta, capaz de almacenarlo, literalmente, todo. Pero que la
Casa Collage no se contenta con su condición de depósito de tiempo lo sugiere
su propio nombre. Por un lado, el edificio es ‘casa’, porque en ella habitan
sus arquitectos y sus familiares, y porque, siendo en rigor un palacio
medieval, se ciñe a los códigos del decoro doméstico para presentarse, sin
protagonismo retórico, como una domus más del casco. Y, por el otro, la
casa es ‘collage’, porque es fruto de una composición elaborada de fragmentos:
cimientos imperiales, mezuzás judías, parteluces románicos, escaleras góticas,
portadas renacentistas, detalles manieristas y cerámicas noucentistes
que Bosch Capdeferro han sabido integrar en un objeto contemporáneo. Su
intervención no ha estribado en añadir un estrato más en la sucesión geológica;
ha consistido en recomponer el conjunto, ordenando la colección de fragmentos
de manera que su ruido histórico y visual dejara paso a una estructura compleja
pero susceptible de ser leída con claridad. Como si el tiempo actual hubiera
arrojado su luz sobre las oscuridades del pasado, del azar de los lugares. Como
si el Zeitgeist hubiera acudido en ayuda del genius loci para
volver visible lo que había quedado en penumbra.
La
‘Casa Collage’ resulta un término adecuado por una tercera razón: este edificio
compuesto de esquirlas, de restos, reproduce en su complejidad de palimpsesto,
en su manera de volver contemporáneo el fragmento, ese otro collage que
es en sí misma Girona. Así, el zaguán de la casa es como los vestíbulos urbanos
que perforan la trama de la ciudad; su escalera gótica, como las sinuosas
rampas de los viejos decumanos; su impluvio abierto al cielo, como los patios
de luces que matizan la penumbra del casco; sus patios a diferente altura y
orientados a norte y sur, como las pequeñas plazas encastradas en la colina y
que dotan a la urbe de sus peculiares perspectivas estratigráficas. Miniatura
urbana, la Casa Collage es un microcosmos dentro de un microcosmos: un espacio
pequeño pero de gran riqueza, tal es la intensidad de los ecos del pasado que
vibran en sus paredes. Lo afirma Capdeferro: “La casa hace resonar la historia,
de abajo arriba. Es un meandro de tiempo que da voz a las generaciones que la
habitaron”. ‘Habla, memoria’, aunque a cambio debas correr el riesgo de
convertirte en Ireneo Funes.
Todo
es reforma
Glosando
a Isaiah Berlin, Colin Rowe escribió que hay dos tipos de arquitectos: los que
se parecen a los zorros y los que se asemejan a erizos. Los primeros —como
Brunelleschi, como Bernini, como Le Corbusier— asumen todas las posibilidades
de la invención, todas las estratagemas, hasta el punto de entregarse a lo
contradictorio; los segundos —como Alberti, como Palladio, como Mies—
descubren, pronto o tarde, una gran idea estilística, una vocación formal, y a
partir de entonces se cierran sobre sí mismos para ser fieles a ella, con
fecunda tozudez. Bosch Capdeferro pertenecen acaso a esta última categoría,
aunque su postura no tenga que ver tanto con el estilo cuanto con una decisión
a un mismo tiempo arquitectónica y existencial, y no exenta de riesgos: la de
ser fieles a su lugar de origen. La decisión de trabajar desde lo local.
Nacidos
en la Girona que, como tantas otras ciudades de Cataluña y España, quería
despertar de los sopores de la dictadura, Bet y Ramon crecieron en familias
vinculadas a la que más tarde sería su profesión: Bet tiene dos tíos
arquitectos —notables artífices locales— y una familia comprometida, desde
antiguo, con la construcción; Ramon forma parte de una saga que ha dado cuatro
generaciones de arquitectos a la ciudad. Todo parecía predestinarles al oficio,
y ellos aceptaron con naturalidad este hado, de manera que, cumplidos los
dieciocho, se mudaron a la pujante Barcelona de principios de los noventa para
estudiar en la Escola Tècnica Superior d’Arquitectura.
De
su paso por la universidad guardan un recuerdo agridulce. Un recuerdo hecho a
partes iguales de sensaciones grises y de momentos de iluminación. En su caso,
la memoria prefiere evocar menos a los profesores de Proyectos que a los de
Historia y Teoría, y entre estos recuerda a grandes figuras que el tiempo ha
demostrado insustituibles pero que entonces habitaban con llaneza las aulas:
Xavier Rubert de Ventós, ideólogo del Estatut d’autonomia y sabio
multidisciplinar; Félix de Azúa, refinado poeta reconvertido en apasionante
profesor de Estética, y, sobre todo, Josep Quetglas, tan brillante como
idiosincrásico, verdadero agitador de espíritus jóvenes. También guardan buen
recuerdo del exigente pero magistral Elías Torres, del mismo modo en que evocan
no tanto una presencia como una ausencia, la de Enric Miralles, cuyo prematuro
fallecimiento dejó impregnada con un halo de tristeza la Escola justo antes de
que Ramon entregara su Proyecto Fin de Carrera.
Estas
referencias son muy diversas, y sabemos por otro lado lo creativa que es la
memoria; de ahí que sea difícil distinguir qué parte corresponde a cada uno en
el bagaje de influencias que asimilaron Bosch Capdeferro. La que experimentaron
no fue, en ningún caso, una influencia vivida con angustia —la angustia que
adjudica Harold Bloom a los literatos—, sino interiorizada con distancia. Esto
explica que no se tradujera ni en las imitaciones de estilo y las réplicas de
discurso que suelen ser señas de los discípulos inmaduros, ni tampoco en la
violenta reacción contra los maestros que es cifra asimismo de inmadurez. La
influencia en Bosch Capdeferro de sus profesores barceloneses se dio en tono
menor, incluso en sordina. Tuvo más que ver con las actitudes, con los ejemplos
vitales, que con los contenidos; y se extendió a lo largo del tiempo, acaso en
diferido, para acabar reforzando una actitud que probablemente ya estaba ahí:
la de entender la arquitectura como parte de un proceso continuo, como el eslabón
de una cadena que se extiende por el pasado y el futuro, y se aferra de maneras
muy complejas a las ciudades y los territorios. Una actitud de modestia.
Sugerida
por ciertos ejemplos personales o bien alimentada por una manera idiosincrásica
de ver el mundo (ambas opciones no son incompatibles), la modestia es, en
verdad, una de las señas de Bosch Capdeferro. La suya, sin embargo, es una
modestia poco previsible, por cuanto llega a confundirse con la ambición. Es,
de entrada, la modestia de quienes, resistiéndose a las posibilidades
cosmopolitas de Barcelona, prefirieron empezar su carrera en solitario desde
una base local. Y es asimismo la modestia de quienes, limitando su radio de
acción al territorio de Girona, por convicción y pragmatismo hicieron suya la
idea de que en lo cercano, en lo pequeño, es posible encontrarlo todo, y
construyeron su poética sobre esta hipótesis. Es la misma hipótesis que, entre
los literatos, quiso probar Azorín en sus búsquedas apasionadas por los
paisajes de Castilla, o que indagó, con no menor convicción, el gerundense
Josep Pla, maestro a la hora de convertir el detalle, lo pequeño, en materia
universal del arte. Como estos escritores, y como otros arquitectos que se
sienten en intimidad con un territorio, Bosch Capdeferro comparten la fe en lo
modesto, que es la fe en la abundancia de significados que tiene el detalle,
que es la fe en la riqueza del mundo. Girona es el peculiar ojo desde el que se
representan el universo, su Aleph borgiano, y es en este punto donde la
modestia se convierte en ambición.
La
modestia ambiciosa, la ambición modesta, puede darse de muchos modos, pero en
el caso de Ramon Bosch y Bet Capdeferro se vuelve evidente en cuanto uno
inspecciona, los peculiares ‘planos de situación’ de sus proyectos. Más que
planos, son verdaderas cartas exploratorias donde, mezclando escalas y recursos
gráficos, los arquitectos aspiran a dar cuenta de esa inagotabilidad de lo
real, de esa riqueza de lo concreto, que sostiene su poética. Lo que se dibuja
en tales cartas no son tanto los elementos visibles que interesan en general a
los arquitectos, cuanto los rasgos intangibles que no pueden detectar las
miradas rápidas, aceleradas: las miradas de los profanos que no dedican tiempo
a entender cada lugar. ¿Qué es ‘lo intangible’ representado en la carta de Sa
Riera, un idílico enclave de Begur donde Bosch Capdeferro han rehabilitado su
Casa Andamio frente al mar? La huella que los pescadores dejan en la playa
cuando trasladan sus barcas; la cultura material de los habitantes que saben
colocarse con inteligencia en el sitio y aprovechan los recursos con humildad e
ingenio; los rasgos más peculiares y escondidos del paisaje o bien las
condiciones del clima —exposición al sol y a los vientos— que determinan la
forma de los edificios. ¿Qué es lo intangible en la Girona de la Casa Collage?
Las subidas, bajadas y contorneos de los meandros del río, que han ido
modelando la trama urbana; el dédalo de callejones, pasajes y plazuelas que
serpentean luchando contra la topografía para propiciar secretas conexiones y desembocar
en el precipicio barroco de la escalera catedralicia; la orientación de los
viejos decumani, que hace que por las mañanas las fachadas a levante se
iluminen y las de poniente se tiñan de poderosos tonos rojizos en las tardes;
los patios encaramados a diferentes alturas, ora al sur ora al norte, para
inducir una agradable brisa en las tardes de verano. Todo aquello, en fin, que
solo puede advertirse con la mirada lenta y diferida de los habitantes
curiosos. La mirada de quienes aspiran a entender lo concreto y asumen la
modestia de respetar los paisajes y ciudades que han existido antes de ellos y
les sobrevivirán.
Las
décadas de desarrollismo, el optimismo ligado a la construcción de la
democracia y la inserción en Europa, propiciaron la idea de que la arquitectura
en España podía llegar a ser para siempre una fiesta de encargos y
reconocimientos. Aquello no fue un espejismo —había cierta realidad tras el
espejo—, pero sí una ilusión hinchada de vanidad y que no duró mucho. Bosch
Capdeferro apenas vivieron los años del trabajo abundante, y si los vivieron
fue para verlos pasar muy rápido. Llegar tarde a la fiesta les hizo ser
pragmáticos, y esta actitud les llevó a buscar las oportunidades menos en lo
que quedaba por construir que en lo que ya estaba construido. Por ello, sus
proyectos se insertan en historias, tramas y paisajes previos; no se entienden
sin la inagotabilidad de lo real —de lo real concreto— que impone su jerarquía
a cualquier edificio y acorta las pulsiones destructivas de los insensibles. Ni
hay, ni debería haber, tablas rasas: ser original no es solo vindicar la
inventiva de un artista; es, de algún modo, volver al origen. Bosch Capdeferro
—arquitectos modestos, arquitectos erizos— no lo expresan con menor
contundencia: “En realidad, toda arquitectura es reforma. Desde el origen del
mundo”.
Lliure
albir
Al
calor de un aniversario familiar, Bosch regaló a Capdeferro un objeto
intrigante. Sobre el papel pautado de una hoja de orquesta, un artista local
había ido insertando fragmentos, trocitos, motas de color, que semejaban las
notas sobre el pentagrama pero, que, en su aparente arbitrariedad, sugerían
improbables paisajes sonoros. La obra no solo era intrigante; tenía también
moraleja, y su lección estaba ya recogida en las dos palabras de su bello
título catalán: Lliure albir. No está claro si el ‘libre albedrío’ al
que alude la obra tiene que ver con la personalidad de Bet, o si es una
referencia —al modo de lenguaje privado— de las complicidades de la pareja; el
caso es que sirve para aproximarse, por vía de la intuición poética, al trabajo
de ambos. Un trabajo que tiene que ver, literalmente, con lo que Lliure
albir representa: el modo en que los fragmentos, las notas de la vida, las
mónadas que componen la realidad inagotable, quiebran y al mismo tiempo
enriquecen las aspiraciones al orden, las aspiraciones del papel pautado.
Lliure
albir es una obra irónica. Su bello pero un tanto arrogante
título queda desmentido por el contenido incontrolable que se superpone a los
pentagramas, de igual modo que los proyectos rigurosamente dibujados por los
arquitectos quedan desmentidos por los azares de las obras. En uno de sus
escritos más penetrantes, Vladimir Jankélévitch, semiólogo y pensador de la
música, afirma que la ironía resulta preferible porque, entre otras, consiste
en una retórica modesta, abierta a la indeterminación y susceptible de ser
corregida. La obra de Bosch Capdeferro se compadece bien con esta ironía, en la
medida en que está dispuesta a asumir desde el principio y sin mala conciencia,
con naturalidad distante, las razones del azar que a otros arquitectos les
inquietan, incluso les indignan. Se trata de una ironía que, además, es modesta
y sensata, y aun sabia, pues surge de una recomendable creencia: que la
arquitectura consiste en un diálogo con las condiciones reales, con las
limitaciones del lugar y del momento y con las exigencias, muchas veces
contradictorias, del cliente, el constructor y el propio arquitecto. Así
considerado, el lliure albir es un libre arbitrio que desconfía de su
propia libertad. Es una voluntad que deja que las cosas, felizmente, ocurran.
Las
convicciones modestas e irónicas de Bosch Capdeferro no son solo personales;
resultan ser en buena medida rasgos generacionales. Aunque es verdad que, desde
los tiempos de Ortega, se ha abusado tanto del concepto de ‘generación’ que
este ha perdido buena parte de su fuerza suasoria, esto no quita para que siga
resultando útil a la hora de colocar en un mismo grupo a artífices de un mismo
tiempo y un mismo lugar. En el caso de Bosch Capdeferro, la idea de generación
permite aproximarlos a los arquitectos de semejante edad y semejantes
principios que, desde hace más de una década, vienen componiendo la parte más
reconocible y fecunda de la arquitectura catalana. Estos arquitectos, unidos
hoy por lazos de admiración y a veces de amistad, comenzaron a ser conscientes
de que conformaban, hasta cierto punto, una ‘generación’, cuando en 2010
recibieron una interesante propuesta de Pere Buil, Joan Vitòria y Carlos
Cámara, comisarios de la que el tiempo convertiría en una memorable exposición,
‘Materia sensible’.
‘Materia
sensible’ tenía un nombre un tanto manido pero que casaba muy bien con las
convicciones de los diez estudios seleccionados, entre ellos H arquitectes,
DataAE, Ted’Arquitectes, Núria Salvadó+David Tapias y Emiliano López+Mónica
Rivera, amén de Bosch Capdeferro. Casaba bien porque aludía, de entrada, a la
condición reivindicativamente matérica del trabajo de todos ellos, ora al modo povero
y non finito de los revestimientos cerámicos que hoy ha devenido en casi
un estilema, ora al modo rotundo de los muros y las estructuras telúricas, ora
al modo atmosférico de los espacios cálidos y ligados al contexto, ora al modo
literalmente materialista del abandono de la estética en favor de una
ética medioambiental. Por otro lado, la amplitud semántica de la palabra
‘materia’ aludía tanto al compromiso constructivo con los problemas de la
realidad cuanto a la idea de una materia que era extraída física y simbólica,
acaso también ideológicamente, del territorio cercano, propio, catalán. Aunque
la exposición se hiciera depender del eslogan previsible de que ‘ser local es
una manera de ser global’, no había duda de que, para los miembros de este
grupo, la ‘materia sensible’, su materia sensible, era la de la realidad
impregnada de los afanes y azares de la vida en Cataluña.
Bet
Capdeferro y Ramon Bosch recuerdan con alegría esta exposición, menos por la
influencia que pudiera tener que porque propiciara el encuentro con arquitectos
de edades y preocupaciones afines, con los que han mantenido, desde entonces,
fecundos intercambios de ideas. Es cierto que el tiempo ha desdibujado un tanto
la nitidez de la bolsa generacional en que los comisarios quisieron meter a
arquitectos, en realidad, muy dispares. Pero no es menos cierto que, más allá
de la íntima ligazón con el territorio catalán —una ligazón sentimental pero
genérica— y de la voluntad de ser matéricos
—que no es menos sentimental y genérica que la anterior—, entre los rasgos
compartidos por el grupo ha habido uno que ha perdurado sin apenas cambios de
naturaleza. Acaso el rasgo más sociológico de todos: la voluntad de trabajar
con la realidad tal y como es; la realidad que es un don porque nos enriquece
instalando sus juegos azarosos en la línea pautada del lliure albir.
Madre
madera
La
etimología nos dice que, en origen, la madera no era solo el material de
construcción más común; era ‘el material’ por antonomasia. Madera viene
de materia y esta de mater, que los romanos entendían como la
‘madre’ de cada uno al mismo tiempo que como la cualidad de ‘lo maternal’
referida al ‘origen’ y la ‘materia prima’. De ahí que escribir madera evoque
un significado tan amplio como para abarcar desde lo más genérico —la materia
universal— hasta lo más concreto —la madera que se extrae del árbol vivo y se
procesa para acabar conteniendo otra vez vida—. Que las exploraciones de la
etimología suelen dar resultados sorprendentes, a veces poéticos, e incluso pueden
llegar a acercarnos a los núcleos de verdad esencial que hay en las palabras,
es algo que desde siempre han sabido los filólogos y también los pensadores.
Baste recordar a aquel San Isidoro que en tiempos difíciles quiso resguardar el
legado clásico por medio de compilaciones de vocablos, o al Heidegger que acabó
haciendo de su filosofía una suerte de continua indagación etimológica. Sin
embargo, y con ser apasionante, la exploración en el origen de las palabras a
veces no solo no ilumina, sino que oculta, la verdad de los objetos a los que
aquellas se refieren, y esto es precisamente lo que ocurre con la madera.
Contemplada
desde el esencialismo que propicia la etimología, la madera es un material
fenomenológico que parece resguardar ciertos significados y valores más allá
del tiempo. Pero, contemplada desde la historia, es un material técnico que ha
experimentado una continua evolución y que, como cualquier elemento en manos
humanas, deviene en construcción cultural. La verdad de la madera, si es que la
tiene, se halla entre ambas perspectivas. No sabemos hasta qué punto Bosch
Capdeferro, a la hora de plantear su obra más compleja y arriesgada hasta el
momento —el Bloc 6x6 en Girona—, eran conscientes de esta polaridad; si
reflexionaron sobre ella antes de ponerse con el proyecto o si, como suele
ocurrir, la idea dio vueltas por su inconsciente de arquitectos a lo largo del
proceso de diseño. Tanto da, no solo porque los caminos del diseño suelan ser
inescrutables, sino sobre todo porque lo importante es que el edificio sí da
cuenta de esta fructífera tensión que, por medio de la madera, se da entre la
fenomenología y la historia, entre lo que no cambia por estar fuera del tiempo,
y lo que por fuerza está destinado a cambiar.
En
el Bloc 6x6 la historia, la evolución, están presentes en la rigurosa
combinación de paneles horizontales y verticales de madera contralaminada que
conforman una estructura que no puede ser más tecnológica, ni mostrar de manera
más expresiva del progreso experimentado en los últimos veinte años por las
industrias del ramo. Por su parte, la intemporalidad, la calidez
fenomenológica, atañe a los revestimientos lígneos dispuestos en los cantos de
forjado y en la fachada norte de las viviendas, así como a los paneles de
celulosa reciclada del interior. Además, la eficacia estructural de los paneles
y la hapticidad de los revestimientos se enriquecen con otra de las virtudes de
la madera: la reputación, hoy un tanto ideológica, que se ha ganado como
material ‘sostenible’ por antonomasia.
Llegados
a este punto del relato, la pregunta inevitable es por qué Bosch Capdeferro,
identificados hasta ese momento con los materiales imprescindibles de la paleta
del arquitecto moderno, y sobre todo con la familia cerámica y pétrea de
Girona, decidieron aproximarse a la madera. La respuesta más directa tiene que
ver con el comportamiento energético del material —su conductividad térmica es,
de media, 0,13 W/mK, frente a los 0,80 del ladrillo), y sobre todo con su
excelente rendimiento a la hora de capturar CO2 y favorecer la economía
circular; aspectos a los que, en su compromiso con la naturaleza —con aquello
que nuestros arquitectos llaman ‘microclimas y microcosmos’—, Bet y Ramon dan
la máxima importancia. “En cuanto material que ha contenido vida y que por ello
es capaz de integrarse de manera neutral en los ciclos de emisiones naturales,
la madera no tiene parangón”, afirma, con su precisión habitual, Ramon. De ahí
el compromiso de sacar adelante un experimento que, desde el principio, se
consideró un reto: erigir con éxito técnico y también económico el que habría
de ser uno de los primeros bloques en altura de vivienda construidos en España
con madera estructural. O dicho con mayor justicia: uno de los primeros y más
coherentes y, por eso mismo, más logrados y bellos.
En
general, cualquier experimento implica reconocer los problemas de diversa
índole que deben encararse cuando se aborda algo nuevo. La exigencia es mayor,
si cabe, en la arquitectura, peculiar universo donde las exigencias de
beneficio por parte de los promotores, así como la sabiduría o los prejuicios
de los constructores y las expectativas de los usuarios, suelen acabar siendo
más determinantes que los dibujos de los arquitectos. Pero la asunción del
experimento supone también el conocimiento preciso de los paradigmas que se
pretenden superar, en este caso los de la madera. Ramon Bosch inscribe tales
paradigmas en una historia que, a su juicio, se daría entre dos polos
fundamentales: “Uno marcado por la carencia del material, que supuso una crisis
tecnológica resuelta con ingenio, como sugiere la cúpula de Brunelleschi, cuyo
aparejo hizo innecesaria la tradicional cimbra de madera; y otro definido por
la abundancia de madera pero también por la escasez de inventiva, que puede
ejemplificarse con las tecnologías del balloon frame concebidas a
mediados del siglo XIX en los Estados Unidos y que, desde entonces, no han
experimentado ninguna evolución sustancial”.
Bosch
tiene mucha razón, aunque la interesante polaridad que plantea entre la escasez
inventiva y la abundancia trivial desborda los momentos concretos para
extenderse por toda la historia de Occidente. Pues fue la escasez de material
la que, en buena medida, propició el uso intensivo de la piedra y el hormigón
de cal por parte de griegos y romanos, respectivamente; y fue también la
escasez la que explica la curiosa anécdota del abad Suger, que tuvo que salir a
los bosques y rogar mucho a Dios para encontrar los troncos que necesitaba para
la cubierta de su basílica protogótica de Saint-Denis, dado que los carpinteros
le habían dicho que ya no quedaban árboles de gran porte cerca de París. Al
calor del problema de la escasez, puede asimismo traerse a colación el sistema
de carpintería de lazo que hoy llamamos ‘mudéjar’, que consiste en sumar
pequeñas piezas de madera para cubrir luces amplias sin necesidad de vigas de
gran porte; o recordar el sistema con el que Philibert de l’Orme montaba largas
celosías mediante el ingenioso ensamble de piezas con juntas de cola de milano.
Por su parte, los ejemplos de abundancia trivial son tantos como los de escasez
inventiva, pero entre ellos hoy deberían mencionarse las estructuras de madera
laminada, que desde que se generalizaron en la década de 1980 apenas han
experimentado mutaciones, constreñidas como están por sus propias limitaciones
técnicas y por sus patrones repetitivos y de escaso interés arquitectónico.
A
diferencia de los ejemplos anteriores, la tecnología de la madera
contralaminada no puede inscribirse a ninguno de los dos polos. Es, desde
luego, una respuesta inventiva a la escasez, en este caso al problema de cómo
aprovechar los residuos —tablillas producidas por los procesos de corte—
mediante su inserción en capas encoladas en sentidos diferentes y luego
compactadas a altas presiones para conformar paneles mecánicamente muy
eficaces. Pero sería muy simplista asociar las tecnologías de la laminación solo
con el problema de la escasez, habida cuenta de que su mayor potencial estriba
en el aprovechamiento de la biomasa que hoy se procesa de manera inadecuada o
simplemente se aboca al abandono, pero que podría convertirse en uno de los
recursos fundamentales de la construcción. Un recurso que, por otro lado,
podría ser totalmente local, por cuanto el material base no tendría por qué
ceñirse a las especies que ha estandarizado el mercado centroeuropeo, por ser
frecuentes en Austria o Suiza —sobre todo, el abeto—, sino abrirse a un
catálogo más amplio y enraizado en las peculiaridades de cada ecosistema y
cultura material, como sugiere el propio Bloc 6x6, construido con la madera de pino
radiata que desde años gestiona de manera sostenible el fabricante vasco
Egoin.
Fabricada
merced a un inventivo reciclaje de residuos, la madera contralaminada
contribuye al desarrollo de la biomasa local, de suerte que, siendo en origen
una tecnología de la escasez, puede llegar a serlo también de la abundancia.
Pero sus virtudes no acaban aquí, pues la contralaminación sugiere a los
arquitectos —siempre reacios a perder libertad creativa— que las nuevas
tecnologías pueden enriquecer los modelos tradicionales de la prefabricación,
rígidos y al cabo poco eficaces. No se trata solo de que, al generar paneles
tridimensionales en lugar de las tradicionales vigas, se optimicen los
despieces, se reduzcan las juntas y se facilite el montaje. Y tampoco de que
los paneles puedan incorporar en su alma aislantes térmicos y aun
instalaciones, de suerte que funcionen a la vez como estructura, cerramiento y
aislamiento. Se trata de que la tecnología de la contralaminación ya no tiene
que ver con el modelo de las cadenas de montaje. Los paneles no se fabrican en
serie, no se ciñen a formas preestablecidas, sino que se elaboran ‘a la carta’
merced a brazos robotizados y softwares de control numérico. Esta
fabricación aditiva y robotizada da respuesta a las exigencias de cada proyecto
sin que esto suponga exceder en demasía los costes del mercado, y por ello
vuelve compatibles la eficacia y la singularización, tantas veces enfrentadas.
Lo hace hasta el punto de que algunos tecnólogos clarividentes, como Mario
Carpo, hablen ya de una nueva ‘artesanía digital’ que, en el mejor de los
casos, reforzaría la noción de autoría incardinándola con naturalidad en los
procesos productivos, y en el peor podría tener como consecuencia la disolución
definitiva del autor —de la arquitectura tal y como seguimos entendiéndola— en
el inquietante océano de la inteligencia artificial.
El
Bloc 6x6 es una respuesta admirable al dilema de cómo asimilar una tecnología
emergente a los códigos de la arquitectura, y cómo atender a los problemas que
esta asimilación puede tener para el arquitecto en cuanto proyectista de lo
singular. Más aún en el caso de Ramon Bosch y Bet Capdeferro, dos artífices
comprometidos con la poesía de lo cercano, de lo concreto, y cuya opción en
este edificio ha sido, una vez más, la modestia. En especial, la modestia de
supeditarse a las limitaciones del sistema constructivo y de encarar con
sensatez las dificultades de aplicarlo en edificios de cierta altura, y todo
ello sin entregarse a patrones genéricos. Así, la modulación espacial del
edificio se hizo coincidir con la estructural, una solución al uso en el campo
de la vivienda colectiva, pero aquí permitió resolver el conjunto con una
razonable combinación de paneles verticales y horizontales. Los verticales que
actúan de medianera entre las viviendas tienen 120 milímetros de espesor, 2,8
metros de altura y una longitud de 5,44 y 8,71 metros, en tanto que los que
configuran las fachadas laterales presentan el mismo espesor y altura, pero su
longitud es mayor, 6,05 y 9,32 metros. Por su parte, los paneles horizontales
que resuelven la estructura del forjado tienen 150 milímetros de espesor, 2,96
metros de ancho y alcanzan una longitud de 15,37 metros, y se instalan sin
junta cuando pertenecen a la misma vivienda y con una holgura de 20 milímetros
cuando se disponen entre viviendas consecutivas.
Lo
relevante es que el riguroso mecanismo de repetición modular y ensamble
constructivo dejan paso, desde el momento en que la estructura queda completa,
a un mecanismo no menos riguroso de invención, incluso de ironía, que matiza y
en algunos casos subvierte la racionalidad de la estructura. Casi siempre, el
matiz subversivo tiene que ver con las limitaciones de la propia madera. Por
ejemplo, la estructura de pletinas de acero, finamente dibujadas, se convierte
en el damero visual de la fachada norte porque sirve para rigidizar los
forjados de madera, de casi 16 metros y que vuelan el ancho del corredor. Por
su parte, el acabado de 7 centímetros de hormigón visto de los pavimentos se
superpone a los paneles de madera para acrecentar la masa térmica del edificio,
aunque esto suponga asumir la microfisuración debida a las distintas
elasticidades de la madera y el hormigón. Finalmente, los revestimientos
protegen la madera allí donde esta pueda quedar más perjudicada por su
exposición a los meteoros y a los posibles incendios, es decir, en la mayor
parte de la superficie vista del edificio. Son decisiones que propician un
fecundo diálogo de materiales que aleja al espectador de lo que, a priori, uno
pudiera esperar de un edificio basado en las tecnologías de la
contralaminación. Le aleja del prejuicio porque la madera, envuelta por
materiales más duraderos y resistentes al fuego, no es la protagonista visual
del edificio. No lo es en los interiores, donde convive con el hormigón de los
pavimentos y la celulosa reciclada de los tabiques blancos. Y no lo es tampoco
en los exteriores, pues los testeros del edificio son de un mortero de color
terroso, y la fachada sur consiste en una filigrana de cerrajería y vidrio, en
tanto que, en la fachada norte, la madera queda sutilmente resguardada de la
intemperie, aunque no por ello deje de anticipar, con la poesía de sus
pasarelas abocinadas, la calidez doméstica de los interiores.
Como
todo en la arquitectura, estas estrategias de hibridación tienen antecedentes.
Desde siempre, la madera se ha combinado con otros materiales, ora para
rigidizar el edificio, ora para mejorar su inercia térmica, ora para dotar a la
envoltura de un aspecto presuntamente más noble. Baste recordar, al respecto,
las tradicionales casas de entramado de la Bretaña, el Cheshire o la Castilla
norteña, donde la estructura de postes se rigidiza mediante la inserción de
membranas de ladrillo, cascotes o barro. Son referencias que nos recuerdan la
naturalidad con que los constructores de antaño combinaban los materiales, y lo
forzado que puede llegar a ser la moderna “honestidad de los materiales”. La
naturalidad más que la honestidad es, precisamente, una seña del Bloc 6x6, una
obra mestiza en la que cualquier aspiración a una coherencia unánime, cualquier
tentación de exhibicionismo lígneo, queda desmentida por el pragmatismo. Un
pragmatismo alejando de las fenomenologías y sus poéticas a veces cursis —el
“carpintero que dice la verdad” de Zumthor—, y que se sostiene en la libertad
de elección. En el Bloc 6x6 el trato con los materiales no consiste en la
exhibición de sus esencias, sino en el aprovechamiento de sus efectos.
Esta
alergia al esencialismo material puede explicarse de varias maneras. Una sería
que el trabajo de Bosch Capdeferro tiene que ver más con los fragmentos que con
las totalidades, como muestra bien, desde su propio nombre, la Casa Collage.
Otra tendría que ver con el método de proyecto: la auscultación de los lugares
y la historia, es decir, el relativismo que, en la medida en que está
alimentado por los azares, resulta incompatible con las soluciones monocordes
que apaciguan la vista por mor de su inmaculada coherencia. Y la tercera, acaso
la más importante, estribaría en las personas y las circunstancias que hicieron
posible un edificio que cabe considerar fruto de un verdadero empeño familiar.
Como la Casa Collage, el Bloc 6x6 fue el resultado de una promoción
inmobiliaria de los Capdeferro, una familia ligada al mundo de la construcción
y a la que el sentido de la prudencia y el conocimiento de las peculiaridades
habían llevado, desde siempre, a manejar con tino los tiempos del negocio,
procurando compensar los vacíos dejados por la falta de licitaciones públicas
con obras erigidas en los suelos y edificios que la empresa había podido ir
atesorando a lo largo de décadas de trabajo. Esta alternancia entre encargos
públicos y privados está en el origen de la Casa Collage, una propiedad
familiar cuya rehabilitación se decidió acometer durante los tiempos
‘interesantes’ de la poscrisis de 2010, y en la que participaron con devoción,
desde los propietarios —el contratista Josep Capdeferro y su hermana— hasta los
arquitectos —Ramon y Bet, hija de Josep—, pasando por la otra familia, no menos
importante, de los artesanos de confianza que habían trabajado para la empresa
durante muchos años.
El
caso del Bloc 6x6 fue análogo al anterior, pero supuso, si cabe, más riesgos y
compromisos. Se trataba de construir una promoción de vivienda en los confusos
tiempos de la prepandemia, pandemia y pospandemia, aprovechando un solar
disponible a las afueras de Girona, pero sin más recursos que los ahorros de
los Capdeferro, habida cuenta de que la constructora familiar había cerrado. La
promoción debía ser lo más controlada posible, pero lo interesante es que tal
exigencia no se tradujo en conservadurismo ni en trivialidad, sino en todo lo
contrario: en un ejercicio de valentía. No solo por la utilización de un
sistema tan poco convencional como la madera contralaminada —con las
suspicacias que despertaba en todos, desde los banqueros hasta los bomberos, pasando
por los propios promotores y arquitectos—, sino también por lo poco
convencional de sus viviendas, concebidas con unos criterios de flexibilidad
austera que no tenían por qué coincidir con el gusto de los potenciales
clientes. A pesar de todo, el talento y la ilusión de unos arquitectos que en
un momento dado quisieron dejar de ser ‘erizos’ para convertirse en ‘zorros’, y
también la enérgica, fecunda tozudez, de Josep Capdeferro —‘cabeza de hierro’—,
hicieron que el proyecto acabara siendo realidad. Una realidad que, como la
Casa Collage, no se explicaría sin esos procesos, llenos de azares, en el que
consiste la vida real. Las notas de la vida que, también aquí, se superponen al
papel pautado del lliure albir.
Lo
profundo es el aire
Hace
años, en una rueda de prensa, me atreví a preguntarle a Rafael Moneo si su
modelo de arquitectura contextual seguía siendo válida en los tiempos
delicuescentes de la globalización, cuando los arquitectos tienen que
enfrentarse al reto de levantar edificios en esos terrains vagues que
proliferan en las periferias de las metrópolis del mundo. Le pregunté, en
particular, cómo construiría él en un no-lugar, allí donde no existe un
contexto. Me replicó, tajante: “Siempre existe el contexto”. Aunque la repuesta
del maestro me pareció entonces poco más que una salida ocurrente, con el
tiempo he podido identificar su parte de verdad. Una verdad que tiene que ver
con dos hechos: que el contexto, lejos de limitarse a factores visibles, atañe
asimismo a lo intangible; y que el contexto no es un objeto dado, sino una
realidad abierta que cabe interpretar, incluso construir, utilizando para ello
fragmentos de culturas materiales en trance de perecer, o memorias ya
desaparecidas, o incluso imaginarios inventados pero al cabo fecundos.
Pensé
en Moneo cuando, acompañado por Bet y Ramon, contemplé por primera vez el Bloc
6x6. Habíamos dejado atrás la amable estrechez del casco de Girona, con sus
meandros cristalizados, sus tapias conventuales y sus precipicios barrocos,
para adentrarnos en uno de esos territorios más despejados y menos densos que
se han ido instalando para hacer de nuestras periferias campos de anomia. ¿Cómo
construir en uno de estos no-lugares? ¿Hasta qué punto tenía razón Moneo con su
“siempre hay un contexto”? Imagino que Bosch Capdeferro se hicieron preguntas
parecidas a estas al empezar a dar forma a su Bloc 6x6, un proyecto planteado
en clave familiar, como la Casa Collage, pero que, a diferencia de esta, no
pudo depender del rico juego de superposiciones que se da en un verdadero
contexto, pues en puridad no lo tenía.
En
el enclave apenas había referencias físicas de valor a las que amarrarse, ni
menos aún fondos simbólicos donde echar el ancla. A pesar de todo, los
arquitectos supieron detectar un pequeño rasgo de singularidad, la semilla
susceptible de ser abonada por el proyecto: el hecho de que el solar fuera
distinto a los que conforman la trama banal del entorno inmediato. En lugar de
seguir el eje norte-sur allí predominante, la porción de terreno se extendía
desde el levante hasta el poniente; y, a diferencia de otros solares
circundados por vecinos en sus cuatro lindes, este quedaba completamente
liberado por uno de sus dos lados largos, el norte, al confinar con una zona
verde, amén de estar muy abierto al opuesto, el sur, gracias a la disposición
de los edificios colindantes.
De
manera que, en esta ocasión, fue la geometría banal del planeamiento
urbanístico la que propició la gran decisión del proyecto: aprovechar la
tensión fructífera entre las dos orientaciones opuestas del solar para componer
un volumen de seis plantas que agotara la edificabilidad disponible pero cuya
superficie pudiera repartirse en tres franjas longitudinales y paralelas. La
primera, la fachada sur, de galerías habitables, se extendería con largueza
hacia un sur con cierto esviaje al poniente; la opuesta, ocupada por los
corredores de acceso, se abriría como un retablo habitado para alinearse con el
pequeño parque al norte; y entre ambas franjas, protegida por ellas, quedaría
el espacio doméstico, flexible y profundo, de tal suerte que se pudiera aprovechar
a lo largo del año la polaridad de las orientaciones fundamentales.
Esta
disposición en franjas —clave a la hora de crear contexto en este no-lugar— se
acompañó de tres estrategias complementarias. La primera, la orientación, tiene
que ver con las recomendaciones del sentido común bioclimático tanto como con
la cultura local de situar la arquitectura a favor de la naturaleza, no contra
ella: esa cultura que, haciendo eco de una tradición antiquísima, evocaba Josep
Pla al escribir sobre las masías del Ampurdán dispuestas “a los cuatro
vientos”. La segunda estrategia es la recuperación de la idea de casa como
espacio profundo y nómada; una tradición frecuentada desde siglos y que
consistía en disponer habitaciones “de verano” y “de invierno” para que, en
función de cada estación, los usuarios pudieran “migrar de unas a otras, como
las grullas”, por utilizar las sorprendentes palabras de un autor del siglo
XVI, Philibert de l’Orme. Se trata esta de una tradición que acabó asociándose
con los lujos termodinámicos de los grandes palacios del Antiguo Régimen; de
ahí que Ramon Bosch afirme, con ironía, que las viviendas del Bloc 6x6, con sus
dos franjas norte y sur susceptibles de organizar la vida en función del
tiempo, son una suerte de “Versalles en miniatura, Versalles bioclimáticos”.
Por su parte, la tercera, el empleo de filtros, no es sino una consecuencia de
los anteriores, que, si bien convalida aspiraciones tan contemporáneas como el
equilibrio térmico entre fachadas, en el fondo devuelve a la vida un modo de
hacer extendido antaño por toda la cultura occidental: el atemperamiento
progresivo por medio de espacios que funcionan tanto como colchones térmicos
cuanto como lugares de excepción. Lugares destinados al placer medioambiental.
Tan
antiguo acaso como la civilización, el empleo de filtros habitados fue una
eficaz estrategia de acondicionamiento cuando aún no se habían inventado
tecnologías de aislamiento eficaces y el paradigma predominante no era el del
hermetismo que hoy representa, por ejemplo, el modelo Passivhaus, sino el de la
permeabilidad sostenida en el uso inteligente de la inercia térmica y la
ventilación natural. Esta estrategia de filtros —o su equivalente de ‘cebollas’
o ‘muñecas rusas’ termodinámicas que se van envolviendo o conteniendo unas a
otras— está presente en casi todas las culturas y casi en todos los momentos:
en la domus romana, en la pagoda china, en la casa islámica y su ejemplo
mayor La Alhambra, en los monasterios medievales, en las villas renacentistas,
en los pabellones barrocos y, en fin, en la mejor arquitectura popular y
burguesa. Con todo, a la hora de evocar la tradición de los filtros de un modo
más intuitivo, más atmosférico, tal vez sea mejor recurrir a los pintores que a
los arquitectos, y en particular más a los pintores de la observación que a los
de la imaginación. Valga entre ellos el barcelonés Ramon Casas, y valga como
ejemplo casi inmejorable su Interior a l’aire lliure (Interior al aire
libre), de 1892, una obra que desde hace años ha fascinado a Bosch Capdeferro
tanto como a quien esto escribe.
Lo
que se representa en este bellísimo cuadro no es solo la descripción de un
agradable espacio en sombra que se disfruta en la sobremesa; es sobre todo una
utopía medioambiental que habla de un modo de entender la arquitectura,
disfrutar del espacio, continuar la tradición, conectar con la naturaleza y, en
definitiva, estar en el mundo. Una utopía que, sin embargo (y aquí está lo
relevante), se da en tono menor, pues depende de medios que no pueden ser más
modestos: la penumbra procurada por el toldo, la comodidad de la mecedora, la
textura agradable de unos atuendos que son formales pero se sienten frescos, la
humedad exudada por las plantas, la belleza de las flores, la brisa que entra
por una ventana abierta, y también (allí en la esquina) el trino del pájaro en
su jaula, evocación del ser humano en su arquitectura al mismo tiempo que fósil
viviente de la antiquísima idea clásica de las aves como ángeles
medioambientales que transmitirían el pneuma vital, el aliento del
mundo.
Son
estos mecanismos del placer materialmente sencillo al tiempo que culturalmente
sofisticado —el placer que sostiene la utopía en tono menor de la buena
arquitectura y que Le Corbusier asoció a “placeres esenciales” como el aire y
el sol— los que Bosch Capdeferro toman de la cultura material del Mediterráneo
—ya casi desaparecida— y del imaginario universal del bienestar —hoy en
revisión—, para seguir construyendo el a priori improbable contexto del Bloc
6x6. ¿No es acaso un “interior al aire libre” el corredor del norte, que puede
ser ocupado como una acera sobre la que se disponen los veraniegos veladores?
¿No lo es el interior de la vivienda, profundo pero permeable, y por cuyas
piezas consecutivas pueden fluir las personas y funciones tanto como las brisas
captadas desde una u otra fachada? ¿Y no lo es, sobre todo, la galería
acristalada de la cara meridional, verdadero ejemplo de pragmatismo placentero
que, si en invierno se abre al sol como invernadero, en verano se cubre de
penumbra a la manera de un sofisticado entoldado?
Esta
galería es, claro está, uno de los espacios más cuidados del proyecto. Por un
lado, su exquisita filigrana de tubos y pletinas crea un plano que, cuando está
completamente cerrado, evoca en su ligereza y tersura los viejos corredores de
madera y vidrio que, como las de la Casa Masó —una de las referencias más
queridas de Ramon y Bet—, vuelan sobre el río Onyar, buscando en invierno el
suroeste. Por el otro, su sistema de persianas enrollables y susceptibles de
colocarse con diferentes inclinaciones y alturas merced a un sutil entramado de
cerrajería —otro mecanismo inspirado por la peculiar fachada de la Casa Masó—
permite, cuando llega el buen tiempo, dotar a la galería de agradables
atmósferas. Atmósferas que, por supuesto, recuperan con medios contemporáneos
las penumbras del Interior al aire libre de Casas, pero que son capaces
asimismo de reconstruir otros ambientes no menos ensoñadores, aunque sí más
nostálgicos. Ambientes como los de esos paisajes columbrados a través de las
ventanas en un día de lluvia, que tanto gustaban al Josep Pla amante de la
lumbre; o los de esos cielos urbanos en los que Pere Gimferrer quiso entrever
“la simultaneidad de tiempos en el momento de descorrer unos visillos”; o, en
fin, los de esa esa realidad inabarcable en sus celajes donde, como escribiera
Jorge Guillén, “lo profundo es el aire”.
Todo
lo anterior apunta a una idea querida por Bosch Capdeferro: que lo más sencillo
puede contener lo más variado, lo más complejo, del mismo modo que lo más
pequeño puede ser cifra de lo más grande, y lo local de lo universal. Así, la
galería que en invierno funciona como un terso invernadero de vidrio —una
caldera natural—, en el resto de estaciones se procura una variabilidad hecha
de profundidades, sombras y penumbras; una variabilidad producida por las
situaciones climáticas tanto como por la atmósfera que cada usuario prefiera en
cada momento. De manera que la modesta galería acaba incorporando el azar de la
vida que ocurre dentro, sin dejar por ello de funcionar como una ventana
cultural a la naturaleza. Una ventana que, como afirma Bet Capdeferro, “sirve
para mirar la tierra, abajo, y para contemplar el cielo, arriba. Para
conectarse de algún modo —para conectarse de nuevo— con el cosmos”.
Para
Bosch Capdeferro, la casa es siempre microcosmos y microclima. Microclima en la
que medida en que, como escribiera bellamente Thoreau, mantiene la primavera
dentro cuando fuera aún rige el invierno o está llegando el verano. Y
microcosmos por cuanto, siendo la casa un artefacto, una invención cultural,
una excepción de cobijo humano en el continuo indiferente de la naturaleza, no
puede dejar de relacionarse con el mundo grande en el que crece: el cosmos que
nos determina a través de sus atmósferas inagotables y veleidosas. Por ello,
Bet y Ramon piensan que los arquitectos deben saber mantenerse en el difícil
equilibrio que, a lo largo de siglos, hemos establecido entre lo que llamamos
‘naturaleza’ y lo que llamamos ‘cultura’. O por decirlo de otro modo, empleando
los términos acuñados hace mucho tiempo por Friedrich Schiller: los arquitectos
deben procurar ser ‘ingenuos’ tanto como ‘sentimentales’. Ingenuos en la medida
en que deben volver a explorar la naturaleza desde la sencillez o inconsciencia
espontánea de los placeres esenciales que nos procuran los climas y paisajes. Y
sentimentales porque, al mismo tiempo que intentan ser ingenuos
—medioambientalmente ingenuos—, los arquitectos son conscientes de que su
arquitectura solo podrá ser natural de una manera imperfecta, por parcial y por
deliberada, pues siempre estará teñida de los modos diversos con que los seres
humanos construimos la cultura, apegándonos a nuestra tradición, a nuestra
historia.
“Ingenua
y sentimental”: son dos buenas palabras para seguir describiendo la exquisita
arquitectura de Bosch Capdeferro.