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La arquitectura de Bosch Capdeferro

Eduardo Prieto

Habla, memoria

Muchas son las metáforas a las que puede recurrirse cuando se trata de interpretar la vieja Girona. Con sus edificios cristalizados en la ladera y hermoseados por pátinas que pintó el tiempo de los meteoros tanto como el tiempo de las personas, la ciudad semeja una inmensa formación de basalto que hubiera emergido en la planicie: una suerte de ‘calzada de los gigantes’ en la que los años hubieran abierto fisuras, grietas, simas, por las que se habría ido infiltrando la vida. La imagen geológica no se agota aquí, pues Girona, más allá de sus cristalizaciones edificatorias, es un meandro colonizado, una ciudad hecha por las circunvoluciones de dos ríos cuyos márgenes han ido variando conforme se robaba espacio al nutricio pero temido universo fluvial. Roca y meandro, Girona es asimismo una colección de fragmentos, una familia de esquirlas restadas por el tiempo y de piezas sumadas por el artificio reparador, cuyas acciones opuestas tienden a compensarse. Toda ciudad nace con la ambición de perseverar, es una utopía de conservación, y Girona, por su origen, por su paisaje, por su complejidad, evidencia hasta qué punto tal instinto de supervivencia puede resultar en belleza.

Decir que las ciudades antiguas son como palimpsestos es un lugar común. Pero es difícil resistirse al símil cuando uno pasea por las calles laberínticas de Girona, cuando se percata de la profundidad de sus estratos y la riqueza de las fachadas: aquí un basamento romano y allí una ventana románica, en este lugar una portada renacentista y en aquel una arquería gótica. Como en los terrenos naturales, como en los manuscritos, unas capas se tienden sobre otras, en unos casos añadiendo material y otros rasgando, eliminando el sustrato. En Girona, el sustrato es doble: lo conforman dos ríos y una colina, y sobre ellos la trama que los romanos impusieron a la topografía cuando decidieron fundar su ciudad. El resultado de su empeño fue una composición a medias geométrica y a medias orgánica, que tomó la forma de un triángulo adaptado a los límites de la colina y la ribera, y en cuyo interior creció la red de cardos y decumanos que favorecían el tránsito eficaz a la vez que orientaban la urbe a los puntos cardinales. Con una singularidad: en Girona, los cardos siguieron las curvas de nivel en tanto que los decumanos se acomodaban a las líneas de máxima pendiente; aquellos se desarrollaron a lo largo del suave meandro del río Onyar mientras que estos se convertían en escaleras urbanas. Esta solución de compromiso, creada por el diálogo entre topografía e ingenio, dibujó la traza de la urbe. La traza que más tarde modificaron los visigodos, los árabes, los judíos, los carolingios y los franceses, pero que todavía da forma a Girona y es su principal seña identitaria.

Identidad es una palabra que interesa a Bet Capdeferro y Ramon Bosch. O, al menos, esta es la impresión que se tiene desde el momento en que se dialoga con ellos y se constata el conocimiento, el orgullo, la pasión, que transmiten cuando hablan de su ciudad y su cultura. Esto no quita para que sean conscientes de que su vocación de profundizar en lo propio, su voluntad de sentirse siempre ‘dentro’, sea un arma de doble filo, pues del mismo modo en que la afirmación de lo universal puede traducirse en simple repetición de lo genérico, el compromiso con lo local puede dar pie a la agobiante repetición de lo específico. El trabajo de Bosch Capdeferro es, en buena medida, una respuesta a este dilema. Una respuesta insensible a los cantos de sirena de la globalización pero no por ello menos sabedora de que el trabajo de los arquitectos, lejos de ceñirse solo a los límites apaciguadores del lugar y la historia, está inscrito por fuerza en las perplejidades técnicas, sociales, culturales y aun ideológicas de la época. Para Bosch Capdeferro el espíritu del lugar, el genius loci, todavía vivo y que supieron escuchar los romanos fundadores de Girona, debe compensarse con el espíritu del tiempo: el Zeitgeist que envuelve a cada tiempo en su peculiar e insoslayable atmósfera.

Genio del lugar y espíritu del tiempo son, precisamente, las dos realidades con las que han sabido dialogar Bet y Ramon en la obra que, hasta el momento, mejor manifiesta su manera de entender la arquitectura y acaso de estar en el mundo: la Casa Collage. Inserta en el corazón más denso y simbólico de Girona, se trata de una construcción impregnada hasta los tuétanos de historia, hasta el punto de que podría convenirle a aquel Ireneo Funes al que Borges le atribuía una memoria perfecta, capaz de almacenarlo, literalmente, todo. Pero que la Casa Collage no se contenta con su condición de depósito de tiempo lo sugiere su propio nombre. Por un lado, el edificio es ‘casa’, porque en ella habitan sus arquitectos y sus familiares, y porque, siendo en rigor un palacio medieval, se ciñe a los códigos del decoro doméstico para presentarse, sin protagonismo retórico, como una domus más del casco. Y, por el otro, la casa es ‘collage’, porque es fruto de una composición elaborada de fragmentos: cimientos imperiales, mezuzás judías, parteluces románicos, escaleras góticas, portadas renacentistas, detalles manieristas y cerámicas noucentistes que Bosch Capdeferro han sabido integrar en un objeto contemporáneo. Su intervención no ha estribado en añadir un estrato más en la sucesión geológica; ha consistido en recomponer el conjunto, ordenando la colección de fragmentos de manera que su ruido histórico y visual dejara paso a una estructura compleja pero susceptible de ser leída con claridad. Como si el tiempo actual hubiera arrojado su luz sobre las oscuridades del pasado, del azar de los lugares. Como si el Zeitgeist hubiera acudido en ayuda del genius loci para volver visible lo que había quedado en penumbra.

La ‘Casa Collage’ resulta un término adecuado por una tercera razón: este edificio compuesto de esquirlas, de restos, reproduce en su complejidad de palimpsesto, en su manera de volver contemporáneo el fragmento, ese otro collage que es en sí misma Girona. Así, el zaguán de la casa es como los vestíbulos urbanos que perforan la trama de la ciudad; su escalera gótica, como las sinuosas rampas de los viejos decumanos; su impluvio abierto al cielo, como los patios de luces que matizan la penumbra del casco; sus patios a diferente altura y orientados a norte y sur, como las pequeñas plazas encastradas en la colina y que dotan a la urbe de sus peculiares perspectivas estratigráficas. Miniatura urbana, la Casa Collage es un microcosmos dentro de un microcosmos: un espacio pequeño pero de gran riqueza, tal es la intensidad de los ecos del pasado que vibran en sus paredes. Lo afirma Capdeferro: “La casa hace resonar la historia, de abajo arriba. Es un meandro de tiempo que da voz a las generaciones que la habitaron”. ‘Habla, memoria’, aunque a cambio debas correr el riesgo de convertirte en Ireneo Funes.

Todo es reforma

Glosando a Isaiah Berlin, Colin Rowe escribió que hay dos tipos de arquitectos: los que se parecen a los zorros y los que se asemejan a erizos. Los primeros —como Brunelleschi, como Bernini, como Le Corbusier— asumen todas las posibilidades de la invención, todas las estratagemas, hasta el punto de entregarse a lo contradictorio; los segundos —como Alberti, como Palladio, como Mies— descubren, pronto o tarde, una gran idea estilística, una vocación formal, y a partir de entonces se cierran sobre sí mismos para ser fieles a ella, con fecunda tozudez. Bosch Capdeferro pertenecen acaso a esta última categoría, aunque su postura no tenga que ver tanto con el estilo cuanto con una decisión a un mismo tiempo arquitectónica y existencial, y no exenta de riesgos: la de ser fieles a su lugar de origen. La decisión de trabajar desde lo local.

Nacidos en la Girona que, como tantas otras ciudades de Cataluña y España, quería despertar de los sopores de la dictadura, Bet y Ramon crecieron en familias vinculadas a la que más tarde sería su profesión: Bet tiene dos tíos arquitectos —notables artífices locales— y una familia comprometida, desde antiguo, con la construcción; Ramon forma parte de una saga que ha dado cuatro generaciones de arquitectos a la ciudad. Todo parecía predestinarles al oficio, y ellos aceptaron con naturalidad este hado, de manera que, cumplidos los dieciocho, se mudaron a la pujante Barcelona de principios de los noventa para estudiar en la Escola Tècnica Superior d’Arquitectura.

De su paso por la universidad guardan un recuerdo agridulce. Un recuerdo hecho a partes iguales de sensaciones grises y de momentos de iluminación. En su caso, la memoria prefiere evocar menos a los profesores de Proyectos que a los de Historia y Teoría, y entre estos recuerda a grandes figuras que el tiempo ha demostrado insustituibles pero que entonces habitaban con llaneza las aulas: Xavier Rubert de Ventós, ideólogo del Estatut d’autonomia y sabio multidisciplinar; Félix de Azúa, refinado poeta reconvertido en apasionante profesor de Estética, y, sobre todo, Josep Quetglas, tan brillante como idiosincrásico, verdadero agitador de espíritus jóvenes. También guardan buen recuerdo del exigente pero magistral Elías Torres, del mismo modo en que evocan no tanto una presencia como una ausencia, la de Enric Miralles, cuyo prematuro fallecimiento dejó impregnada con un halo de tristeza la Escola justo antes de que Ramon entregara su Proyecto Fin de Carrera.

Estas referencias son muy diversas, y sabemos por otro lado lo creativa que es la memoria; de ahí que sea difícil distinguir qué parte corresponde a cada uno en el bagaje de influencias que asimilaron Bosch Capdeferro. La que experimentaron no fue, en ningún caso, una influencia vivida con angustia —la angustia que adjudica Harold Bloom a los literatos—, sino interiorizada con distancia. Esto explica que no se tradujera ni en las imitaciones de estilo y las réplicas de discurso que suelen ser señas de los discípulos inmaduros, ni tampoco en la violenta reacción contra los maestros que es cifra asimismo de inmadurez. La influencia en Bosch Capdeferro de sus profesores barceloneses se dio en tono menor, incluso en sordina. Tuvo más que ver con las actitudes, con los ejemplos vitales, que con los contenidos; y se extendió a lo largo del tiempo, acaso en diferido, para acabar reforzando una actitud que probablemente ya estaba ahí: la de entender la arquitectura como parte de un proceso continuo, como el eslabón de una cadena que se extiende por el pasado y el futuro, y se aferra de maneras muy complejas a las ciudades y los territorios. Una actitud de modestia.

Sugerida por ciertos ejemplos personales o bien alimentada por una manera idiosincrásica de ver el mundo (ambas opciones no son incompatibles), la modestia es, en verdad, una de las señas de Bosch Capdeferro. La suya, sin embargo, es una modestia poco previsible, por cuanto llega a confundirse con la ambición. Es, de entrada, la modestia de quienes, resistiéndose a las posibilidades cosmopolitas de Barcelona, prefirieron empezar su carrera en solitario desde una base local. Y es asimismo la modestia de quienes, limitando su radio de acción al territorio de Girona, por convicción y pragmatismo hicieron suya la idea de que en lo cercano, en lo pequeño, es posible encontrarlo todo, y construyeron su poética sobre esta hipótesis. Es la misma hipótesis que, entre los literatos, quiso probar Azorín en sus búsquedas apasionadas por los paisajes de Castilla, o que indagó, con no menor convicción, el gerundense Josep Pla, maestro a la hora de convertir el detalle, lo pequeño, en materia universal del arte. Como estos escritores, y como otros arquitectos que se sienten en intimidad con un territorio, Bosch Capdeferro comparten la fe en lo modesto, que es la fe en la abundancia de significados que tiene el detalle, que es la fe en la riqueza del mundo. Girona es el peculiar ojo desde el que se representan el universo, su Aleph borgiano, y es en este punto donde la modestia se convierte en ambición.

La modestia ambiciosa, la ambición modesta, puede darse de muchos modos, pero en el caso de Ramon Bosch y Bet Capdeferro se vuelve evidente en cuanto uno inspecciona, los peculiares ‘planos de situación’ de sus proyectos. Más que planos, son verdaderas cartas exploratorias donde, mezclando escalas y recursos gráficos, los arquitectos aspiran a dar cuenta de esa inagotabilidad de lo real, de esa riqueza de lo concreto, que sostiene su poética. Lo que se dibuja en tales cartas no son tanto los elementos visibles que interesan en general a los arquitectos, cuanto los rasgos intangibles que no pueden detectar las miradas rápidas, aceleradas: las miradas de los profanos que no dedican tiempo a entender cada lugar. ¿Qué es ‘lo intangible’ representado en la carta de Sa Riera, un idílico enclave de Begur donde Bosch Capdeferro han rehabilitado su Casa Andamio frente al mar? La huella que los pescadores dejan en la playa cuando trasladan sus barcas; la cultura material de los habitantes que saben colocarse con inteligencia en el sitio y aprovechan los recursos con humildad e ingenio; los rasgos más peculiares y escondidos del paisaje o bien las condiciones del clima —exposición al sol y a los vientos— que determinan la forma de los edificios. ¿Qué es lo intangible en la Girona de la Casa Collage? Las subidas, bajadas y contorneos de los meandros del río, que han ido modelando la trama urbana; el dédalo de callejones, pasajes y plazuelas que serpentean luchando contra la topografía para propiciar secretas conexiones y desembocar en el precipicio barroco de la escalera catedralicia; la orientación de los viejos decumani, que hace que por las mañanas las fachadas a levante se iluminen y las de poniente se tiñan de poderosos tonos rojizos en las tardes; los patios encaramados a diferentes alturas, ora al sur ora al norte, para inducir una agradable brisa en las tardes de verano. Todo aquello, en fin, que solo puede advertirse con la mirada lenta y diferida de los habitantes curiosos. La mirada de quienes aspiran a entender lo concreto y asumen la modestia de respetar los paisajes y ciudades que han existido antes de ellos y les sobrevivirán.

Las décadas de desarrollismo, el optimismo ligado a la construcción de la democracia y la inserción en Europa, propiciaron la idea de que la arquitectura en España podía llegar a ser para siempre una fiesta de encargos y reconocimientos. Aquello no fue un espejismo —había cierta realidad tras el espejo—, pero sí una ilusión hinchada de vanidad y que no duró mucho. Bosch Capdeferro apenas vivieron los años del trabajo abundante, y si los vivieron fue para verlos pasar muy rápido. Llegar tarde a la fiesta les hizo ser pragmáticos, y esta actitud les llevó a buscar las oportunidades menos en lo que quedaba por construir que en lo que ya estaba construido. Por ello, sus proyectos se insertan en historias, tramas y paisajes previos; no se entienden sin la inagotabilidad de lo real —de lo real concreto— que impone su jerarquía a cualquier edificio y acorta las pulsiones destructivas de los insensibles. Ni hay, ni debería haber, tablas rasas: ser original no es solo vindicar la inventiva de un artista; es, de algún modo, volver al origen. Bosch Capdeferro —arquitectos modestos, arquitectos erizos— no lo expresan con menor contundencia: “En realidad, toda arquitectura es reforma. Desde el origen del mundo”.

 

 

Lliure albir

Al calor de un aniversario familiar, Bosch regaló a Capdeferro un objeto intrigante. Sobre el papel pautado de una hoja de orquesta, un artista local había ido insertando fragmentos, trocitos, motas de color, que semejaban las notas sobre el pentagrama pero, que, en su aparente arbitrariedad, sugerían improbables paisajes sonoros. La obra no solo era intrigante; tenía también moraleja, y su lección estaba ya recogida en las dos palabras de su bello título catalán: Lliure albir. No está claro si el ‘libre albedrío’ al que alude la obra tiene que ver con la personalidad de Bet, o si es una referencia —al modo de lenguaje privado— de las complicidades de la pareja; el caso es que sirve para aproximarse, por vía de la intuición poética, al trabajo de ambos. Un trabajo que tiene que ver, literalmente, con lo que Lliure albir representa: el modo en que los fragmentos, las notas de la vida, las mónadas que componen la realidad inagotable, quiebran y al mismo tiempo enriquecen las aspiraciones al orden, las aspiraciones del papel pautado.

 

Lliure albir es una obra irónica. Su bello pero un tanto arrogante título queda desmentido por el contenido incontrolable que se superpone a los pentagramas, de igual modo que los proyectos rigurosamente dibujados por los arquitectos quedan desmentidos por los azares de las obras. En uno de sus escritos más penetrantes, Vladimir Jankélévitch, semiólogo y pensador de la música, afirma que la ironía resulta preferible porque, entre otras, consiste en una retórica modesta, abierta a la indeterminación y susceptible de ser corregida. La obra de Bosch Capdeferro se compadece bien con esta ironía, en la medida en que está dispuesta a asumir desde el principio y sin mala conciencia, con naturalidad distante, las razones del azar que a otros arquitectos les inquietan, incluso les indignan. Se trata de una ironía que, además, es modesta y sensata, y aun sabia, pues surge de una recomendable creencia: que la arquitectura consiste en un diálogo con las condiciones reales, con las limitaciones del lugar y del momento y con las exigencias, muchas veces contradictorias, del cliente, el constructor y el propio arquitecto. Así considerado, el lliure albir es un libre arbitrio que desconfía de su propia libertad. Es una voluntad que deja que las cosas, felizmente, ocurran.

Las convicciones modestas e irónicas de Bosch Capdeferro no son solo personales; resultan ser en buena medida rasgos generacionales. Aunque es verdad que, desde los tiempos de Ortega, se ha abusado tanto del concepto de ‘generación’ que este ha perdido buena parte de su fuerza suasoria, esto no quita para que siga resultando útil a la hora de colocar en un mismo grupo a artífices de un mismo tiempo y un mismo lugar. En el caso de Bosch Capdeferro, la idea de generación permite aproximarlos a los arquitectos de semejante edad y semejantes principios que, desde hace más de una década, vienen componiendo la parte más reconocible y fecunda de la arquitectura catalana. Estos arquitectos, unidos hoy por lazos de admiración y a veces de amistad, comenzaron a ser conscientes de que conformaban, hasta cierto punto, una ‘generación’, cuando en 2010 recibieron una interesante propuesta de Pere Buil, Joan Vitòria y Carlos Cámara, comisarios de la que el tiempo convertiría en una memorable exposición, ‘Materia sensible’.

‘Materia sensible’ tenía un nombre un tanto manido pero que casaba muy bien con las convicciones de los diez estudios seleccionados, entre ellos H arquitectes, DataAE, Ted’Arquitectes, Núria Salvadó+David Tapias y Emiliano López+Mónica Rivera, amén de Bosch Capdeferro. Casaba bien porque aludía, de entrada, a la condición reivindicativamente matérica del trabajo de todos ellos, ora al modo povero y non finito de los revestimientos cerámicos que hoy ha devenido en casi un estilema, ora al modo rotundo de los muros y las estructuras telúricas, ora al modo atmosférico de los espacios cálidos y ligados al contexto, ora al modo literalmente materialista del abandono de la estética en favor de una ética medioambiental. Por otro lado, la amplitud semántica de la palabra ‘materia’ aludía tanto al compromiso constructivo con los problemas de la realidad cuanto a la idea de una materia que era extraída física y simbólica, acaso también ideológicamente, del territorio cercano, propio, catalán. Aunque la exposición se hiciera depender del eslogan previsible de que ‘ser local es una manera de ser global’, no había duda de que, para los miembros de este grupo, la ‘materia sensible’, su materia sensible, era la de la realidad impregnada de los afanes y azares de la vida en Cataluña.

 

Bet Capdeferro y Ramon Bosch recuerdan con alegría esta exposición, menos por la influencia que pudiera tener que porque propiciara el encuentro con arquitectos de edades y preocupaciones afines, con los que han mantenido, desde entonces, fecundos intercambios de ideas. Es cierto que el tiempo ha desdibujado un tanto la nitidez de la bolsa generacional en que los comisarios quisieron meter a arquitectos, en realidad, muy dispares. Pero no es menos cierto que, más allá de la íntima ligazón con el territorio catalán —una ligazón sentimental pero genérica— y de la voluntad de ser matéricos
—que no es menos sentimental y genérica que la anterior—, entre los rasgos compartidos por el grupo ha habido uno que ha perdurado sin apenas cambios de naturaleza. Acaso el rasgo más sociológico de todos: la voluntad de trabajar con la realidad tal y como es; la realidad que es un don porque nos enriquece instalando sus juegos azarosos en la línea pautada del lliure albir.

 

           

Madre madera

La etimología nos dice que, en origen, la madera no era solo el material de construcción más común; era ‘el material’ por antonomasia. Madera viene de materia y esta de mater, que los romanos entendían como la ‘madre’ de cada uno al mismo tiempo que como la cualidad de ‘lo maternal’ referida al ‘origen’ y la ‘materia prima’. De ahí que escribir madera evoque un significado tan amplio como para abarcar desde lo más genérico —la materia universal— hasta lo más concreto —la madera que se extrae del árbol vivo y se procesa para acabar conteniendo otra vez vida—. Que las exploraciones de la etimología suelen dar resultados sorprendentes, a veces poéticos, e incluso pueden llegar a acercarnos a los núcleos de verdad esencial que hay en las palabras, es algo que desde siempre han sabido los filólogos y también los pensadores. Baste recordar a aquel San Isidoro que en tiempos difíciles quiso resguardar el legado clásico por medio de compilaciones de vocablos, o al Heidegger que acabó haciendo de su filosofía una suerte de continua indagación etimológica. Sin embargo, y con ser apasionante, la exploración en el origen de las palabras a veces no solo no ilumina, sino que oculta, la verdad de los objetos a los que aquellas se refieren, y esto es precisamente lo que ocurre con la madera.

Contemplada desde el esencialismo que propicia la etimología, la madera es un material fenomenológico que parece resguardar ciertos significados y valores más allá del tiempo. Pero, contemplada desde la historia, es un material técnico que ha experimentado una continua evolución y que, como cualquier elemento en manos humanas, deviene en construcción cultural. La verdad de la madera, si es que la tiene, se halla entre ambas perspectivas. No sabemos hasta qué punto Bosch Capdeferro, a la hora de plantear su obra más compleja y arriesgada hasta el momento —el Bloc 6x6 en Girona—, eran conscientes de esta polaridad; si reflexionaron sobre ella antes de ponerse con el proyecto o si, como suele ocurrir, la idea dio vueltas por su inconsciente de arquitectos a lo largo del proceso de diseño. Tanto da, no solo porque los caminos del diseño suelan ser inescrutables, sino sobre todo porque lo importante es que el edificio sí da cuenta de esta fructífera tensión que, por medio de la madera, se da entre la fenomenología y la historia, entre lo que no cambia por estar fuera del tiempo, y lo que por fuerza está destinado a cambiar.

En el Bloc 6x6 la historia, la evolución, están presentes en la rigurosa combinación de paneles horizontales y verticales de madera contralaminada que conforman una estructura que no puede ser más tecnológica, ni mostrar de manera más expresiva del progreso experimentado en los últimos veinte años por las industrias del ramo. Por su parte, la intemporalidad, la calidez fenomenológica, atañe a los revestimientos lígneos dispuestos en los cantos de forjado y en la fachada norte de las viviendas, así como a los paneles de celulosa reciclada del interior. Además, la eficacia estructural de los paneles y la hapticidad de los revestimientos se enriquecen con otra de las virtudes de la madera: la reputación, hoy un tanto ideológica, que se ha ganado como material ‘sostenible’ por antonomasia.

Llegados a este punto del relato, la pregunta inevitable es por qué Bosch Capdeferro, identificados hasta ese momento con los materiales imprescindibles de la paleta del arquitecto moderno, y sobre todo con la familia cerámica y pétrea de Girona, decidieron aproximarse a la madera. La respuesta más directa tiene que ver con el comportamiento energético del material —su conductividad térmica es, de media, 0,13 W/mK, frente a los 0,80 del ladrillo), y sobre todo con su excelente rendimiento a la hora de capturar CO2 y favorecer la economía circular; aspectos a los que, en su compromiso con la naturaleza —con aquello que nuestros arquitectos llaman ‘microclimas y microcosmos’—, Bet y Ramon dan la máxima importancia. “En cuanto material que ha contenido vida y que por ello es capaz de integrarse de manera neutral en los ciclos de emisiones naturales, la madera no tiene parangón”, afirma, con su precisión habitual, Ramon. De ahí el compromiso de sacar adelante un experimento que, desde el principio, se consideró un reto: erigir con éxito técnico y también económico el que habría de ser uno de los primeros bloques en altura de vivienda construidos en España con madera estructural. O dicho con mayor justicia: uno de los primeros y más coherentes y, por eso mismo, más logrados y bellos.

En general, cualquier experimento implica reconocer los problemas de diversa índole que deben encararse cuando se aborda algo nuevo. La exigencia es mayor, si cabe, en la arquitectura, peculiar universo donde las exigencias de beneficio por parte de los promotores, así como la sabiduría o los prejuicios de los constructores y las expectativas de los usuarios, suelen acabar siendo más determinantes que los dibujos de los arquitectos. Pero la asunción del experimento supone también el conocimiento preciso de los paradigmas que se pretenden superar, en este caso los de la madera. Ramon Bosch inscribe tales paradigmas en una historia que, a su juicio, se daría entre dos polos fundamentales: “Uno marcado por la carencia del material, que supuso una crisis tecnológica resuelta con ingenio, como sugiere la cúpula de Brunelleschi, cuyo aparejo hizo innecesaria la tradicional cimbra de madera; y otro definido por la abundancia de madera pero también por la escasez de inventiva, que puede ejemplificarse con las tecnologías del balloon frame concebidas a mediados del siglo XIX en los Estados Unidos y que, desde entonces, no han experimentado ninguna evolución sustancial”.

 

Bosch tiene mucha razón, aunque la interesante polaridad que plantea entre la escasez inventiva y la abundancia trivial desborda los momentos concretos para extenderse por toda la historia de Occidente. Pues fue la escasez de material la que, en buena medida, propició el uso intensivo de la piedra y el hormigón de cal por parte de griegos y romanos, respectivamente; y fue también la escasez la que explica la curiosa anécdota del abad Suger, que tuvo que salir a los bosques y rogar mucho a Dios para encontrar los troncos que necesitaba para la cubierta de su basílica protogótica de Saint-Denis, dado que los carpinteros le habían dicho que ya no quedaban árboles de gran porte cerca de París. Al calor del problema de la escasez, puede asimismo traerse a colación el sistema de carpintería de lazo que hoy llamamos ‘mudéjar’, que consiste en sumar pequeñas piezas de madera para cubrir luces amplias sin necesidad de vigas de gran porte; o recordar el sistema con el que Philibert de l’Orme montaba largas celosías mediante el ingenioso ensamble de piezas con juntas de cola de milano. Por su parte, los ejemplos de abundancia trivial son tantos como los de escasez inventiva, pero entre ellos hoy deberían mencionarse las estructuras de madera laminada, que desde que se generalizaron en la década de 1980 apenas han experimentado mutaciones, constreñidas como están por sus propias limitaciones técnicas y por sus patrones repetitivos y de escaso interés arquitectónico.

A diferencia de los ejemplos anteriores, la tecnología de la madera contralaminada no puede inscribirse a ninguno de los dos polos. Es, desde luego, una respuesta inventiva a la escasez, en este caso al problema de cómo aprovechar los residuos —tablillas producidas por los procesos de corte— mediante su inserción en capas encoladas en sentidos diferentes y luego compactadas a altas presiones para conformar paneles mecánicamente muy eficaces. Pero sería muy simplista asociar las tecnologías de la laminación solo con el problema de la escasez, habida cuenta de que su mayor potencial estriba en el aprovechamiento de la biomasa que hoy se procesa de manera inadecuada o simplemente se aboca al abandono, pero que podría convertirse en uno de los recursos fundamentales de la construcción. Un recurso que, por otro lado, podría ser totalmente local, por cuanto el material base no tendría por qué ceñirse a las especies que ha estandarizado el mercado centroeuropeo, por ser frecuentes en Austria o Suiza —sobre todo, el abeto—, sino abrirse a un catálogo más amplio y enraizado en las peculiaridades de cada ecosistema y cultura material, como sugiere el propio Bloc 6x6, construido con la madera de pino radiata que desde años gestiona de manera sostenible el fabricante vasco Egoin.

Fabricada merced a un inventivo reciclaje de residuos, la madera contralaminada contribuye al desarrollo de la biomasa local, de suerte que, siendo en origen una tecnología de la escasez, puede llegar a serlo también de la abundancia. Pero sus virtudes no acaban aquí, pues la contralaminación sugiere a los arquitectos —siempre reacios a perder libertad creativa— que las nuevas tecnologías pueden enriquecer los modelos tradicionales de la prefabricación, rígidos y al cabo poco eficaces. No se trata solo de que, al generar paneles tridimensionales en lugar de las tradicionales vigas, se optimicen los despieces, se reduzcan las juntas y se facilite el montaje. Y tampoco de que los paneles puedan incorporar en su alma aislantes térmicos y aun instalaciones, de suerte que funcionen a la vez como estructura, cerramiento y aislamiento. Se trata de que la tecnología de la contralaminación ya no tiene que ver con el modelo de las cadenas de montaje. Los paneles no se fabrican en serie, no se ciñen a formas preestablecidas, sino que se elaboran ‘a la carta’ merced a brazos robotizados y softwares de control numérico. Esta fabricación aditiva y robotizada da respuesta a las exigencias de cada proyecto sin que esto suponga exceder en demasía los costes del mercado, y por ello vuelve compatibles la eficacia y la singularización, tantas veces enfrentadas. Lo hace hasta el punto de que algunos tecnólogos clarividentes, como Mario Carpo, hablen ya de una nueva ‘artesanía digital’ que, en el mejor de los casos, reforzaría la noción de autoría incardinándola con naturalidad en los procesos productivos, y en el peor podría tener como consecuencia la disolución definitiva del autor —de la arquitectura tal y como seguimos entendiéndola— en el inquietante océano de la inteligencia artificial.

 

El Bloc 6x6 es una respuesta admirable al dilema de cómo asimilar una tecnología emergente a los códigos de la arquitectura, y cómo atender a los problemas que esta asimilación puede tener para el arquitecto en cuanto proyectista de lo singular. Más aún en el caso de Ramon Bosch y Bet Capdeferro, dos artífices comprometidos con la poesía de lo cercano, de lo concreto, y cuya opción en este edificio ha sido, una vez más, la modestia. En especial, la modestia de supeditarse a las limitaciones del sistema constructivo y de encarar con sensatez las dificultades de aplicarlo en edificios de cierta altura, y todo ello sin entregarse a patrones genéricos. Así, la modulación espacial del edificio se hizo coincidir con la estructural, una solución al uso en el campo de la vivienda colectiva, pero aquí permitió resolver el conjunto con una razonable combinación de paneles verticales y horizontales. Los verticales que actúan de medianera entre las viviendas tienen 120 milímetros de espesor, 2,8 metros de altura y una longitud de 5,44 y 8,71 metros, en tanto que los que configuran las fachadas laterales presentan el mismo espesor y altura, pero su longitud es mayor, 6,05 y 9,32 metros. Por su parte, los paneles horizontales que resuelven la estructura del forjado tienen 150 milímetros de espesor, 2,96 metros de ancho y alcanzan una longitud de 15,37 metros, y se instalan sin junta cuando pertenecen a la misma vivienda y con una holgura de 20 milímetros cuando se disponen entre viviendas consecutivas.

Lo relevante es que el riguroso mecanismo de repetición modular y ensamble constructivo dejan paso, desde el momento en que la estructura queda completa, a un mecanismo no menos riguroso de invención, incluso de ironía, que matiza y en algunos casos subvierte la racionalidad de la estructura. Casi siempre, el matiz subversivo tiene que ver con las limitaciones de la propia madera. Por ejemplo, la estructura de pletinas de acero, finamente dibujadas, se convierte en el damero visual de la fachada norte porque sirve para rigidizar los forjados de madera, de casi 16 metros y que vuelan el ancho del corredor. Por su parte, el acabado de 7 centímetros de hormigón visto de los pavimentos se superpone a los paneles de madera para acrecentar la masa térmica del edificio, aunque esto suponga asumir la microfisuración debida a las distintas elasticidades de la madera y el hormigón. Finalmente, los revestimientos protegen la madera allí donde esta pueda quedar más perjudicada por su exposición a los meteoros y a los posibles incendios, es decir, en la mayor parte de la superficie vista del edificio. Son decisiones que propician un fecundo diálogo de materiales que aleja al espectador de lo que, a priori, uno pudiera esperar de un edificio basado en las tecnologías de la contralaminación. Le aleja del prejuicio porque la madera, envuelta por materiales más duraderos y resistentes al fuego, no es la protagonista visual del edificio. No lo es en los interiores, donde convive con el hormigón de los pavimentos y la celulosa reciclada de los tabiques blancos. Y no lo es tampoco en los exteriores, pues los testeros del edificio son de un mortero de color terroso, y la fachada sur consiste en una filigrana de cerrajería y vidrio, en tanto que, en la fachada norte, la madera queda sutilmente resguardada de la intemperie, aunque no por ello deje de anticipar, con la poesía de sus pasarelas abocinadas, la calidez doméstica de los interiores.

Como todo en la arquitectura, estas estrategias de hibridación tienen antecedentes. Desde siempre, la madera se ha combinado con otros materiales, ora para rigidizar el edificio, ora para mejorar su inercia térmica, ora para dotar a la envoltura de un aspecto presuntamente más noble. Baste recordar, al respecto, las tradicionales casas de entramado de la Bretaña, el Cheshire o la Castilla norteña, donde la estructura de postes se rigidiza mediante la inserción de membranas de ladrillo, cascotes o barro. Son referencias que nos recuerdan la naturalidad con que los constructores de antaño combinaban los materiales, y lo forzado que puede llegar a ser la moderna “honestidad de los materiales”. La naturalidad más que la honestidad es, precisamente, una seña del Bloc 6x6, una obra mestiza en la que cualquier aspiración a una coherencia unánime, cualquier tentación de exhibicionismo lígneo, queda desmentida por el pragmatismo. Un pragmatismo alejando de las fenomenologías y sus poéticas a veces cursis —el “carpintero que dice la verdad” de Zumthor—, y que se sostiene en la libertad de elección. En el Bloc 6x6 el trato con los materiales no consiste en la exhibición de sus esencias, sino en el aprovechamiento de sus efectos.

Esta alergia al esencialismo material puede explicarse de varias maneras. Una sería que el trabajo de Bosch Capdeferro tiene que ver más con los fragmentos que con las totalidades, como muestra bien, desde su propio nombre, la Casa Collage. Otra tendría que ver con el método de proyecto: la auscultación de los lugares y la historia, es decir, el relativismo que, en la medida en que está alimentado por los azares, resulta incompatible con las soluciones monocordes que apaciguan la vista por mor de su inmaculada coherencia. Y la tercera, acaso la más importante, estribaría en las personas y las circunstancias que hicieron posible un edificio que cabe considerar fruto de un verdadero empeño familiar. Como la Casa Collage, el Bloc 6x6 fue el resultado de una promoción inmobiliaria de los Capdeferro, una familia ligada al mundo de la construcción y a la que el sentido de la prudencia y el conocimiento de las peculiaridades habían llevado, desde siempre, a manejar con tino los tiempos del negocio, procurando compensar los vacíos dejados por la falta de licitaciones públicas con obras erigidas en los suelos y edificios que la empresa había podido ir atesorando a lo largo de décadas de trabajo. Esta alternancia entre encargos públicos y privados está en el origen de la Casa Collage, una propiedad familiar cuya rehabilitación se decidió acometer durante los tiempos ‘interesantes’ de la poscrisis de 2010, y en la que participaron con devoción, desde los propietarios —el contratista Josep Capdeferro y su hermana— hasta los arquitectos —Ramon y Bet, hija de Josep—, pasando por la otra familia, no menos importante, de los artesanos de confianza que habían trabajado para la empresa durante muchos años.

El caso del Bloc 6x6 fue análogo al anterior, pero supuso, si cabe, más riesgos y compromisos. Se trataba de construir una promoción de vivienda en los confusos tiempos de la prepandemia, pandemia y pospandemia, aprovechando un solar disponible a las afueras de Girona, pero sin más recursos que los ahorros de los Capdeferro, habida cuenta de que la constructora familiar había cerrado. La promoción debía ser lo más controlada posible, pero lo interesante es que tal exigencia no se tradujo en conservadurismo ni en trivialidad, sino en todo lo contrario: en un ejercicio de valentía. No solo por la utilización de un sistema tan poco convencional como la madera contralaminada —con las suspicacias que despertaba en todos, desde los banqueros hasta los bomberos, pasando por los propios promotores y arquitectos—, sino también por lo poco convencional de sus viviendas, concebidas con unos criterios de flexibilidad austera que no tenían por qué coincidir con el gusto de los potenciales clientes. A pesar de todo, el talento y la ilusión de unos arquitectos que en un momento dado quisieron dejar de ser ‘erizos’ para convertirse en ‘zorros’, y también la enérgica, fecunda tozudez, de Josep Capdeferro —‘cabeza de hierro’—, hicieron que el proyecto acabara siendo realidad. Una realidad que, como la Casa Collage, no se explicaría sin esos procesos, llenos de azares, en el que consiste la vida real. Las notas de la vida que, también aquí, se superponen al papel pautado del lliure albir.

 

 

Lo profundo es el aire

Hace años, en una rueda de prensa, me atreví a preguntarle a Rafael Moneo si su modelo de arquitectura contextual seguía siendo válida en los tiempos delicuescentes de la globalización, cuando los arquitectos tienen que enfrentarse al reto de levantar edificios en esos terrains vagues que proliferan en las periferias de las metrópolis del mundo. Le pregunté, en particular, cómo construiría él en un no-lugar, allí donde no existe un contexto. Me replicó, tajante: “Siempre existe el contexto”. Aunque la repuesta del maestro me pareció entonces poco más que una salida ocurrente, con el tiempo he podido identificar su parte de verdad. Una verdad que tiene que ver con dos hechos: que el contexto, lejos de limitarse a factores visibles, atañe asimismo a lo intangible; y que el contexto no es un objeto dado, sino una realidad abierta que cabe interpretar, incluso construir, utilizando para ello fragmentos de culturas materiales en trance de perecer, o memorias ya desaparecidas, o incluso imaginarios inventados pero al cabo fecundos.

 

Pensé en Moneo cuando, acompañado por Bet y Ramon, contemplé por primera vez el Bloc 6x6. Habíamos dejado atrás la amable estrechez del casco de Girona, con sus meandros cristalizados, sus tapias conventuales y sus precipicios barrocos, para adentrarnos en uno de esos territorios más despejados y menos densos que se han ido instalando para hacer de nuestras periferias campos de anomia. ¿Cómo construir en uno de estos no-lugares? ¿Hasta qué punto tenía razón Moneo con su “siempre hay un contexto”? Imagino que Bosch Capdeferro se hicieron preguntas parecidas a estas al empezar a dar forma a su Bloc 6x6, un proyecto planteado en clave familiar, como la Casa Collage, pero que, a diferencia de esta, no pudo depender del rico juego de superposiciones que se da en un verdadero contexto, pues en puridad no lo tenía.

En el enclave apenas había referencias físicas de valor a las que amarrarse, ni menos aún fondos simbólicos donde echar el ancla. A pesar de todo, los arquitectos supieron detectar un pequeño rasgo de singularidad, la semilla susceptible de ser abonada por el proyecto: el hecho de que el solar fuera distinto a los que conforman la trama banal del entorno inmediato. En lugar de seguir el eje norte-sur allí predominante, la porción de terreno se extendía desde el levante hasta el poniente; y, a diferencia de otros solares circundados por vecinos en sus cuatro lindes, este quedaba completamente liberado por uno de sus dos lados largos, el norte, al confinar con una zona verde, amén de estar muy abierto al opuesto, el sur, gracias a la disposición de los edificios colindantes.

De manera que, en esta ocasión, fue la geometría banal del planeamiento urbanístico la que propició la gran decisión del proyecto: aprovechar la tensión fructífera entre las dos orientaciones opuestas del solar para componer un volumen de seis plantas que agotara la edificabilidad disponible pero cuya superficie pudiera repartirse en tres franjas longitudinales y paralelas. La primera, la fachada sur, de galerías habitables, se extendería con largueza hacia un sur con cierto esviaje al poniente; la opuesta, ocupada por los corredores de acceso, se abriría como un retablo habitado para alinearse con el pequeño parque al norte; y entre ambas franjas, protegida por ellas, quedaría el espacio doméstico, flexible y profundo, de tal suerte que se pudiera aprovechar a lo largo del año la polaridad de las orientaciones fundamentales.

Esta disposición en franjas —clave a la hora de crear contexto en este no-lugar— se acompañó de tres estrategias complementarias. La primera, la orientación, tiene que ver con las recomendaciones del sentido común bioclimático tanto como con la cultura local de situar la arquitectura a favor de la naturaleza, no contra ella: esa cultura que, haciendo eco de una tradición antiquísima, evocaba Josep Pla al escribir sobre las masías del Ampurdán dispuestas “a los cuatro vientos”. La segunda estrategia es la recuperación de la idea de casa como espacio profundo y nómada; una tradición frecuentada desde siglos y que consistía en disponer habitaciones “de verano” y “de invierno” para que, en función de cada estación, los usuarios pudieran “migrar de unas a otras, como las grullas”, por utilizar las sorprendentes palabras de un autor del siglo XVI, Philibert de l’Orme. Se trata esta de una tradición que acabó asociándose con los lujos termodinámicos de los grandes palacios del Antiguo Régimen; de ahí que Ramon Bosch afirme, con ironía, que las viviendas del Bloc 6x6, con sus dos franjas norte y sur susceptibles de organizar la vida en función del tiempo, son una suerte de “Versalles en miniatura, Versalles bioclimáticos”. Por su parte, la tercera, el empleo de filtros, no es sino una consecuencia de los anteriores, que, si bien convalida aspiraciones tan contemporáneas como el equilibrio térmico entre fachadas, en el fondo devuelve a la vida un modo de hacer extendido antaño por toda la cultura occidental: el atemperamiento progresivo por medio de espacios que funcionan tanto como colchones térmicos cuanto como lugares de excepción. Lugares destinados al placer medioambiental.

Tan antiguo acaso como la civilización, el empleo de filtros habitados fue una eficaz estrategia de acondicionamiento cuando aún no se habían inventado tecnologías de aislamiento eficaces y el paradigma predominante no era el del hermetismo que hoy representa, por ejemplo, el modelo Passivhaus, sino el de la permeabilidad sostenida en el uso inteligente de la inercia térmica y la ventilación natural. Esta estrategia de filtros —o su equivalente de ‘cebollas’ o ‘muñecas rusas’ termodinámicas que se van envolviendo o conteniendo unas a otras— está presente en casi todas las culturas y casi en todos los momentos: en la domus romana, en la pagoda china, en la casa islámica y su ejemplo mayor La Alhambra, en los monasterios medievales, en las villas renacentistas, en los pabellones barrocos y, en fin, en la mejor arquitectura popular y burguesa. Con todo, a la hora de evocar la tradición de los filtros de un modo más intuitivo, más atmosférico, tal vez sea mejor recurrir a los pintores que a los arquitectos, y en particular más a los pintores de la observación que a los de la imaginación. Valga entre ellos el barcelonés Ramon Casas, y valga como ejemplo casi inmejorable su Interior a l’aire lliure (Interior al aire libre), de 1892, una obra que desde hace años ha fascinado a Bosch Capdeferro tanto como a quien esto escribe.

Lo que se representa en este bellísimo cuadro no es solo la descripción de un agradable espacio en sombra que se disfruta en la sobremesa; es sobre todo una utopía medioambiental que habla de un modo de entender la arquitectura, disfrutar del espacio, continuar la tradición, conectar con la naturaleza y, en definitiva, estar en el mundo. Una utopía que, sin embargo (y aquí está lo relevante), se da en tono menor, pues depende de medios que no pueden ser más modestos: la penumbra procurada por el toldo, la comodidad de la mecedora, la textura agradable de unos atuendos que son formales pero se sienten frescos, la humedad exudada por las plantas, la belleza de las flores, la brisa que entra por una ventana abierta, y también (allí en la esquina) el trino del pájaro en su jaula, evocación del ser humano en su arquitectura al mismo tiempo que fósil viviente de la antiquísima idea clásica de las aves como ángeles medioambientales que transmitirían el pneuma vital, el aliento del mundo.

Son estos mecanismos del placer materialmente sencillo al tiempo que culturalmente sofisticado —el placer que sostiene la utopía en tono menor de la buena arquitectura y que Le Corbusier asoció a “placeres esenciales” como el aire y el sol— los que Bosch Capdeferro toman de la cultura material del Mediterráneo —ya casi desaparecida— y del imaginario universal del bienestar —hoy en revisión—, para seguir construyendo el a priori improbable contexto del Bloc 6x6. ¿No es acaso un “interior al aire libre” el corredor del norte, que puede ser ocupado como una acera sobre la que se disponen los veraniegos veladores? ¿No lo es el interior de la vivienda, profundo pero permeable, y por cuyas piezas consecutivas pueden fluir las personas y funciones tanto como las brisas captadas desde una u otra fachada? ¿Y no lo es, sobre todo, la galería acristalada de la cara meridional, verdadero ejemplo de pragmatismo placentero que, si en invierno se abre al sol como invernadero, en verano se cubre de penumbra a la manera de un sofisticado entoldado?

Esta galería es, claro está, uno de los espacios más cuidados del proyecto. Por un lado, su exquisita filigrana de tubos y pletinas crea un plano que, cuando está completamente cerrado, evoca en su ligereza y tersura los viejos corredores de madera y vidrio que, como las de la Casa Masó —una de las referencias más queridas de Ramon y Bet—, vuelan sobre el río Onyar, buscando en invierno el suroeste. Por el otro, su sistema de persianas enrollables y susceptibles de colocarse con diferentes inclinaciones y alturas merced a un sutil entramado de cerrajería —otro mecanismo inspirado por la peculiar fachada de la Casa Masó— permite, cuando llega el buen tiempo, dotar a la galería de agradables atmósferas. Atmósferas que, por supuesto, recuperan con medios contemporáneos las penumbras del Interior al aire libre de Casas, pero que son capaces asimismo de reconstruir otros ambientes no menos ensoñadores, aunque sí más nostálgicos. Ambientes como los de esos paisajes columbrados a través de las ventanas en un día de lluvia, que tanto gustaban al Josep Pla amante de la lumbre; o los de esos cielos urbanos en los que Pere Gimferrer quiso entrever “la simultaneidad de tiempos en el momento de descorrer unos visillos”; o, en fin, los de esa esa realidad inabarcable en sus celajes donde, como escribiera Jorge Guillén, “lo profundo es el aire”.

Todo lo anterior apunta a una idea querida por Bosch Capdeferro: que lo más sencillo puede contener lo más variado, lo más complejo, del mismo modo que lo más pequeño puede ser cifra de lo más grande, y lo local de lo universal. Así, la galería que en invierno funciona como un terso invernadero de vidrio —una caldera natural—, en el resto de estaciones se procura una variabilidad hecha de profundidades, sombras y penumbras; una variabilidad producida por las situaciones climáticas tanto como por la atmósfera que cada usuario prefiera en cada momento. De manera que la modesta galería acaba incorporando el azar de la vida que ocurre dentro, sin dejar por ello de funcionar como una ventana cultural a la naturaleza. Una ventana que, como afirma Bet Capdeferro, “sirve para mirar la tierra, abajo, y para contemplar el cielo, arriba. Para conectarse de algún modo —para conectarse de nuevo— con el cosmos”.

Para Bosch Capdeferro, la casa es siempre microcosmos y microclima. Microclima en la que medida en que, como escribiera bellamente Thoreau, mantiene la primavera dentro cuando fuera aún rige el invierno o está llegando el verano. Y microcosmos por cuanto, siendo la casa un artefacto, una invención cultural, una excepción de cobijo humano en el continuo indiferente de la naturaleza, no puede dejar de relacionarse con el mundo grande en el que crece: el cosmos que nos determina a través de sus atmósferas inagotables y veleidosas. Por ello, Bet y Ramon piensan que los arquitectos deben saber mantenerse en el difícil equilibrio que, a lo largo de siglos, hemos establecido entre lo que llamamos ‘naturaleza’ y lo que llamamos ‘cultura’. O por decirlo de otro modo, empleando los términos acuñados hace mucho tiempo por Friedrich Schiller: los arquitectos deben procurar ser ‘ingenuos’ tanto como ‘sentimentales’. Ingenuos en la medida en que deben volver a explorar la naturaleza desde la sencillez o inconsciencia espontánea de los placeres esenciales que nos procuran los climas y paisajes. Y sentimentales porque, al mismo tiempo que intentan ser ingenuos —medioambientalmente ingenuos—, los arquitectos son conscientes de que su arquitectura solo podrá ser natural de una manera imperfecta, por parcial y por deliberada, pues siempre estará teñida de los modos diversos con que los seres humanos construimos la cultura, apegándonos a nuestra tradición, a nuestra historia.

“Ingenua y sentimental”: son dos buenas palabras para seguir describiendo la exquisita arquitectura de Bosch Capdeferro.