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La astanización

Eduardo Prieto

El fin de la modernidad ha coincidido con el rescate intelectual de un cierto tipo de ciudades que antes se convenía en considerar como poco más que ejemplos marginales propios de la despreciable cultura capitalista de masas. Tal fue el caso, por ejemplo, de la vindicación posmoderna de Las Vegas o Nueva York. Hoy se defienden con vehemencia —y también con un inconfesable temor— otras ciudades, especialmente algunas metrópolis de los países “emergentes”, que para los modernos hubiesen merecido tan solo desdén o asco. Las apologías, sin embargo, distan mucho de ser semejantes. Si, para el Venturi de Aprendiendo de Las Vegas, la afirmación del valor del pop en la arquitectura sólo podía ser irónica y, para el Koolhaas del Delirio de Nueva York, exclusivamente analógica, para algunos críticos actuales, mucho menos sofisticados, la apología no tiene rasgos irónicos ni analógicos: va, simplemente, en serio. Este paso creciente de la ironía a la literalidad forma parte de nuestra condición contemporánea.

Pasados treinta años desde las reflexiones de Venturi o Koolhaas, las nuevas referencias urbanas han mutado. Las Vegas ha perdido ya completamente su candor pop y —según nos advierten algunos fascinantes libros — la ciudad del desierto de Nevada se sigue reinventando a sí misma, dejando paso el cartón piedra a una sofisticada estética digital de atmósferas inquietantes cuya fenomenología debe considerarse con atención. Es probable que Nueva York —una vez recuperada para el circuito de las arquitecturas intelectualmente ‘decentes’— se acabe muriendo de lástima o complacencia consigo misma, especialmente después de los trágicos atentados del 11-S. ¿Dónde buscar nuevos modelos? La condición hodierna es tan mudable, tan ‘líquida’ —empleando el afortunado adjetivo de Zygmunt Barman— que parece repeler cualquier intento de clasificarse, de simbolizarse a través de cualquier referencia concreta. Si Las Vegas o Nueva York fueron las perfectas alegorías del mundo irónico de la posmodernidad, ¿qué ciudades podrían hoy dar cuenta de nuestra lábil realidad globalizada?

Las candidatas

Podría ser, por ejemplo, Shanghái, la metrópolis que, a fin de cuentas, es la urbe económicamente más importante de China, ese ‘país del futuro’ cuya principal virtud, hasta el momento, ha consistido en encontrar la perfecta sintonía entre lo peor del capitalismo y el comunismo: ying y yang nunca como hasta ahora tan complementarios. Sin embargo, pese a que a Koolhaas este caótico, inmenso batiburrillo le parece fascinante, debemos reconocer que Shanghái es un producto mimético y que, como tal, carece de carácter, condición imprescindible que debe tener una ciudad para ‘simbolizar’ una época. ¿O es quizá precisamente esta falta de carácter la que podría dar cuenta del sentido acuoso y fluctuante de nuestro mundo?

Otra candidata podría ser Singapur o, incluso, Macao, la antigua colonia portuguesa, rincón latino en un mar inconcebiblemente oriental. Los sublimes espectáculos estéticos producidos por los millones tubos de neón y pantallas leds que tapizan las calles de la antigua colonia portuguesa, parecen simbolizar el carácter híbrido y procaz de la ciudad, cosmopolita y también un tanto inmoral. Sin embargo, Macao, remedo excesivo de Las Vegas, se muestra también excesivamente mimética, falta de carácter. Y, sin carácter, Macao no puede servirnos.

Si Macao admira a Las Vegas, Dubái compite con Nueva York, pero compite con ella porque la odia. Sus aspiraciones arribistas del ‘todavía más alto’, simbolizadas por su nueva Babel de 800 metros de altura, han configurado una imagen que sólo superficialmente comparte la lógica del manhattanismo. No hay en ella propiamente una competencia darwinista entre las arquitecturas que dé como resultado una hipertrofia anónima y espontánea como en Nueva York, sino una simple aspiración genérica, provocada ‘desde arriba’, a ser más alta, más extensa, más epatante que las célebres ciudades norteamericanas. Inducido o no, a Dubái no le falta carácter y, quizá, podría ser una buena candidata pues simboliza de manera perfecta las pulsiones del capital. Pero tiene un defecto insoslayable: carece de autonomía, ya que depende de otras ciudades para existir, mimetizándose con ellas como si fuese un camaleón. No tiene, en el fondo, personalidad. ¿O es quizá precisamente este carácter camaleónico, esta pragmática falta de personalidad, la que mejor simbolizaría la condición cambiante y el oportunismo de nuestro mundo?

Astaná, ciudad in vitro

Shanghái, Macao o Dubái son metrópolis tan paradójicas como el mundo que nos ha tocado vivir. Sin embargo, a mi juicio, la ciudad más extraña de todas es Astaná, la capital in vitro de Kazajistán.

Para justificar esta preferencia, deberíamos primero explicar mejor esto de ser una ‘ciudad in vitro’. Sabemos que, en general, las ciudades suelen ser la consecuencia —el palimpsesto— de procesos históricos. Siguiendo la conocida metáfora biológica, podríamos decir que las urbes son el resultado de interacciones proteicas y dispersas que van actuando sobre una forma en continuo estado de evolución. En estos procesos existen cambios de intensidad, aceleraciones, revoluciones que pueden alterar muy rápido las formas de la ciudad (Pekín) o, por el contrario, dejarlas intactas durante largos periodos de tiempo (Roma). En algunos casos, la evolución puede generar incluso modelos tan acabados, tan perfectos, que el organismo, incapaz de desarrollarse más, acaba muriéndose de éxito o complacencia consigo mismo (Barcelona o París). No es el caso de las ciudades creadas in vitro.

Tres son las características esenciales de las ciudades in vitro. En primer lugar, son ciudades que surgen de la nada, que están fuera de la historia porque nacen de la voluntad de un poder supremo —a veces, incluso de un poder personal—. En muchas ocasiones, mueren antes de nacer pero, en otras, cuando el poder fundador es fuerte y pertinaz, las ciudades in vitro acaban creciendo a una velocidad pasmosa hasta adquirir —incluso durante la vida del Fundador— una personalidad propia que, en ocasiones, puede llegar incluso a constituir un remedo, una especie de caricatura espacial de la propia personalidad de dicho Fundador. ¿Podríamos pensar en el reconstruido Stalingrado de los años cincuenta como una alegoría del propio Stalin?

Las ciudades in vitro, sin embargo, no constituyen un tipo novedoso. Esta es su segunda y paradójica particularidad. Existe una tradición urbana in vitro nada desdeñable en la historia, con ejemplos tan reconocidos como los siguientes: entre los más antiguos, Alejandría o, mejor dicho, las alejandrías del periodo helenístico que constituyen, quizá, el primer ejemplo de ciudad clonada o genérica; San Petersburgo, caricatura de Pedro el Grande a las orillas del Volga o las fundaciones coloniales americanas; entre las modernas, por su lado, podríamos citar a esas microciudades autosuficientes que fueron los kibutzes judíos,  las ciudades de colonización en Siberia o las innumerables ciudades chinas creadas desde la nada que hoy proliferan sobre los degradados territorios robados a la agricultura.

Constituye una característica esencial de toda ciudad in vitro, en tercer lugar, el haber nacido preferentemente de un entorno natural lo más hostil posible para el hombre, lo más ‘virgen’ que pueda pensarse, pues cuanto más haya costado civilizar a la naturaleza, más valor tendrá el hecho de construir la ciudad. Alejandría hubiese sido mucho menos Alejandría si no se hubiese ganado a las miasmas del delta del Nilo; San Petersburgo, a las del Volga; Nueva York a las del Hudson.  Las Vegas, como Dubai, nacen en entornos desérticos, igual que Astaná.

El nuevo monumentalismo

Astaná, por tanto, es una genuina ciudad in vitro: nacida de la voluntad de un Fundador en un territorio hostil, ha sido construida en menos de una generación. Sin embargo, frente a la lógica azarosa, propia de la ironía y el cinismo capitalista,  que ha generado a Las Vegas, a Shanghái, a Dubái o a Macao, nos encontramos en Astaná otro carácter ciertamente familiar, del que emana un cierto tufillo Ancien Régime, una muestra anacrónica de aquello que nadie se había atrevido a volver a plantear a tal escala desde la época pompier soviética o fascista: el monumentalismo en versión más tradicional, es decir, el erigido como expresión, no ya simbólica o analógica, sino literal del Poder. Desde luego, podría alegarse, casi incurriendo en la banalidad, que toda arquitectura es, en mayor o menor grado, una manifestación implícita de poder, máxime en unos tiempos en que lo construido físicamente adquiere, frente a la mutabilidad caótica de lo virtual, una especie de aura. Pero la diferencia kazaja seguiría siendo, en cualquier caso, sustancial: el poder que se manifiesta en Astaná no es irónico ni sofisticado, sino serio y popular, más cercano al estalinismo que a los juegos posmodernos o los capricci de un Venturi o un Koolhaas.

Lo que el ejemplo de Astaná pone de manifiesto es que la estructura abstracta y elitista forjada por las vanguardias y materializada, con dificultades, en las ciudades de la modernidad, se está derrumbando. El desbordamiento del universo formal del Movimiento Moderno, seguido por los intercambios, primero, y las contaminaciones, después, entre los lenguajes cultos y populares, ha desembocado, finalmente, en la recuperación anacrónica de viejos valores que se rejuvenecen con la pátina de las herramientas más contemporáneas. El caso de Astaná supone, en este contexto, un experimento extraño que consiste en aggiornar mediáticamente los lenguajes, casi olvidados, del monumentalismo autocrático. Ahora bien, ¿cuáles son las herramientas empleadas en reconstruir este monumentalismo?

Las herramientas

A más cómo, menos por qué. El aforismo de Goethe, no siempre exacto, resulta aquí esclarecedor. En sus cómo, en el despliegue de sus herramientas, Astaná se manifiesta pragmática. En primer lugar —como fiel heredera de Las Vegas—, la capital kazaja es indiferente al estilo. Sus métodos compositivos son los propios del eclecticismo: trabajar a partir de catálogos de elementos reconocibles, de piezas o formas dotadas en sí mismas de una fuerte carga simbólica, cuyo carácter responda de la manera más directa a las expectativas generadas por determinado programa. El monumentalismo de Astaná, como tantos otros, es, por tanto, ecléctico y programático. Si diésemos un paseo virtual por la ciudad, algunos ejemplos confirmarían, en la primera pasada, nuestra conclusión: el Palacio del Gobierno, por ejemplo, tiene un estilo solemne y pompier; el Centro de Convenciones, diseñado por Norman Foster, alberga su genérico programa en una colosal pirámide cristalina —forma hermética por excelencia— cuyas iridiscencias recuerdan, siquiera analógicamente, a las utopías expresionistas; los rascacielos de oficinas son también, por supuesto, rascacielos genéricos, tan genéricos al menos como los de Chicago o Dubái; el recinto ferial, por el contrario, más democrático y abierto, resulta también más suelto, más ligero y se resuelve con una cubierta tensada cuya flexibilidad se acentúa por el efecto de levedad producido por la iluminación exterior. En algunos casos, podría pensarse incluso que en el aparentemente anodino trazado de la ciudad se encuentran ocultas referencias, añejos y arcanos simbolismos.

El monumentalismo de Astaná se erige, por tanto, sobre una cuidada selección de piezas con carácter, de arquitecturas parlantes y expresivas que se yuxtaponen o que conviven, radiando simbólicamente a cada parte de la ciudad. Se aúnan así, de una manera ciertamente curiosa, la zonificación funcionalista propia del movimiento moderno con las estrategias simbólicas clásicas que pretenden activar cada parte de la ciudad mediante la erección del monumento más adecuado —o sea, del edificio con el carácter más apropiado—. La ciudad se entiende, de este modo, como poco más que una coctelera en la que se baten enérgicamente unos programas, unas zonificaciones y, finalmente, unas arquitecturas icónicas que, por así decirlo, le dan ‘su punto’ al bebedizo. Como si dijésemos: mezclar un parque de atracciones con un bulevar parisino y saltear el aliño con acontecimientos estéticos extraídos de Roma, Atenas o Dresde.

Esta estrategia pragmático-simbólica se acompaña con otros medios más sofisticados —recursos cuya banalidad no oculta el hecho de ser más o menos ‘fenomenológicos’ — que tan bien conocemos desde convivimos, cada cuatro años, con las ceremonias de inauguración de los Juegos Olímpicos, los mítines electorales o la estética (mucho más seria que la de los anteriores) de Las Vegas: juegos de luz, creación de atmósferas oníricas, alteraciones de la escala de los edificios —hipertrofias o ‘jibarizaciones’— y todo tipo de confusiones perceptivas orientadas, en definitiva, a producir un impacto inmediato, un shock estético tan fácil de engullir y tan difícil de digerir como una hamburguesa, el alimento genérico por antonomasia.

Monumentalismo mediático

Aparte de ser programático, icónico y, sobre todo, serio, el monumentalismo de Astaná es mediático. Este carácter es precisamente el rasgo que avala su candidatura para ser la urbe que mejor simboliza nuestra paradójica condición hodierna. Astaná pretende estar en el circuito de las ciudades, de las megápolis de la Red. Su aspiración es llegar a una presencia global —es decir, a una omnipresencia— conseguida a través de la repetición y difusión universal de sus imágenes más características, iconos de fácil consumo que, una vez replicados, son distribuidos por los omnímodos canales virtuales, multiplicándose sin descanso como si albergasen en su interior un juego de espejos enfrentados. Para, para que el efecto clonador sea efectivo, es necesario recurrir a aquellas imágenes (el rascacielos, la pirámide, las luces efectistas) cuyo efecto epatante esté garantizado. Por eso, Astaná y, en general, las ciudades in vitro, necesitan de los servicios de aquellos —los arquitectos que, no en vano, se llaman ‘mediáticos’— que ofrecen una imagen de marca, un producto reconocible y democrático, capaz de sorprender por igual al iletrado y al culto, al pobre y al plutócrata. El espíritu que alienta este proceso es semejante al que mueve a los nuevos ricos que erigen sus inmensas y pomposas mansiones: afirmar que están aquí, es decir, presentes en la Red.

Que la propuesta de Astaná sea absurda, moral o irremisiblemente kitsch es una cuestión que palidece frente a otro hecho: las estrategias de las ciudades in vitro dan en la diana de los problemas mal resueltos o marginados por la modernidad. El problema del monumento no es el menor de ellos, como ya advirtieron, en su momento, Sigfried Giedion o Kenneth Frampton. Frente a la inanidad de las propuestas modernas, Astaná, de una manera casi anónima, ha sabido conectar —tan extraña como paranoicamente— el antiguo y estólido discurso del monumento autocrático con las herramientas más actuales y, por así decirlo, más livianas de la Red. Ya en 1903, Aloïs Riegl  distinguió entre el valor ‘histórico’ —el derivado de su antigüedad— y el valor ‘intencionado’ de un monumento —el correspondiente al poder conmemorativo de su programa—. La virtud de Astaná consiste, cien años después, en construir un programa monumental que, a la vez que niega la historia —se trata de una ciudad ex novo, in vitro— juega con ella, enriqueciendo con los lenguajes eclécticos propios de ésta los contenidos simbólicos e intencionados del monumento. El monumento desborda así a la peana, trasciende a los objetos, se eleva sobre los edificios, y dota, finalmente, a las ciudades de una doble vida, construida a la vez sobre un cuerpo material (construido) y uno virtual (percibido como imagen). ¿Pues qué es Astaná sino un inmenso monumento líquido que desmiente su pesada materialidad para flotar ingrávida por los canales infinitos de la Red?


Publicado originalmente como capítulo del libro La arquitectura de la ciudad global: redes, no-lugares, naturaleza (Biblioteca Nueva, 2011).