La escala de Jacob

La fotografía
es, respecto de la arquitectura, como una sinécdoque. Pongamos por caso esta
escalera, que es solo parte de un edificio, pero que aquí, atrapada en su
lejanía y destilada en la engañosa homogeneidad del blanco y negro, se
convierte también en un símbolo. Pero, ¿qué clase de símbolo?
Los antiguos sabían muchas cosas que nosotros hemos olvidado, como que en ocasiones lo cielos pueden abrirse. Tal le sucedió un día al levítico Jacob, que en un estupendo duermevela, vio cómo se dibujaba contra las nubes una luminosa madeja enhebrada entre la tierra y el cielo por la que subían y bajaban ángeles innumerables. Faltándole palabras para describir lo vislumbrado en su sopor, Jacob comparó aquella figura mística con una escalera.
Desde entonces, las escaleras son sospechosas de teología. Esto explica, quizá, la condición un tanto críptica de la fotografía de marras, que vale más por lo que retiene que por lo que regala. ¿Dónde conduce el tramo curvo que enseguida se pierde en la perspectiva? Una tras otra, las huellas, las tabicas traslúcidas llevan a un lugar distinto, a un más allá que se intuye al final de esta ascesis imaginada: un espacio de limites borrosos, de atmósferas tornasoladas, dibujadas por la luz a través de un arcoíris de vidrieras y acompañadas por un rumor de borbotante agua. Por supuesto, la fotografía no logra atrapar ninguna de estas cualidades; tan solo insinúa una posibilidad que completar con la imaginación. De ahí el turbión de tergiversaciones y de equívocos ideológicos provocados por lo que en el fondo es un simple malentendido iconográfico: la fotografía, con sus tonos grises y contraluces esquemáticos, reduce el sueño romántico de la escalera a la condición de emblema frío, de objetiva estampa sachlich.
Cuando tenía seis años, Bruno Taut encontró una drusa cristalina, y la conservó fielmente porque veía en ella el castillo mágico en la montaña que podría construir cuando fuese adulto. Esta premonición le acompañó toda su juventud y latió implícita hasta que, al cabo de treinta años, pudo erigir su Glashaus. Esta fue, pese a los mitos tardíos, un edificio modesto, un pabellón efímero pensado para exponer productos de vidrio. No nos cuesta, empero, concebir a Taut como un trasunto de Jacob: contando, midiendo, pesando con el propósito oculto de levantar un pequeño templo cósmico. De aquel crisol atmosférico, de aquella construcción de meollo esotérico camuflada en una feria de muestras, sólo quedan algunas fotos en grisalla. En verdad, son paisajes del tiempo perdido.
Publicado
originalmente en Iñaki Bergera y Ricardo S. Lampreave (eds.), La ilusión de la luz. Arquitectura
y fotografías del siglo XX. Madrid: Lampreave Editores, 2012.