Menu
X

Artículos

Libros

Reseñas

X

La estética de la destrucción

Eduardo Prieto

No hay certezas y, si las hubiera, no se sostendrían en el tiempo, gran destructor. A esto apunta un hecho que en su momento se perdió en el fárrago de titulares de los periódicos: el Kilo con mayúsculas, la unidad de masa definida por un famoso cilindro de platino-iridio, no pesa hoy lo mismo que hace 129 años, cuando, resguardado tras varias campanas, se encerró bajo tres llaves en un sótano a las afueras de París. Debido a la suciedad de las partículas del aire y a la erosión provocada por las sucesivas limpiezas, su masa ha variado unos 50 microgramos, y estas fluctuaciones de peso han llevado a los científicos —que ya no encuentran en el cilindro suficiente grado de certeza— a definir el kilo de acuerdo a una constante abstracta de la naturaleza, algo inédito desde que en 1879 se firmara el Tratado del Metro. El ciclo de ensuciamientos y limpiezas ha hecho, pues, que el cilindro tenido por un tótem pitagórico —un tótem sacado del tiempo y el espacio— haya acabado convirtiéndose en una simple y sucia barra de metal, lo cual, más que una simple lección de ciencia, lo es de moral.

Si el diente del tiempo no se detiene ante el platino-iridio resguardado en tres campanas a temperatura estable, ¿qué no hará con el resto de obras humanas? ¿Qué no hará, entre ellas, con la arquitectura? Los edificios se ensucian, se degradan y acaba siempre demolidos por la acción de la naturaleza y la mano del hombre, ya sea por separado o trabajando de consuno. Su condición perecedera no se le escapa a nadie, desde el paisano que encala su casa todos los años hasta el limpiacristales que quita las huellas que la entropía ha ido dejando sobre la fachada del rascacielos. Sin embargo, y por mucho que la muerte sea el destino inevitable de hombres y edificios, la arquitectura ha sido casi siempre el lugar de las ilusiones de permanencia, la cristalización de cierta idea de eternidad.

A diferencia de otras civilizaciones amantes de lo fugaz, la occidental se ha definido, desde el principio, por la obsesión de negar el carácter perecedero de la materia, y, en consecuencia, ha tendido a convertir las construcciones más insignes (edificios en los que, no en vano, tendía a cristalizar la vanidad del poder y la religión) en monumentos a la eternidad. La eternidad que trasmiten los grandes bloques de granito de las pirámides, los sillares de mármol del Partenón o las geologías de hormigón armado de las termas romanas. Es decir, la eternidad ajena a todo cambio y que sostiene a su vez una arquitectura cuyo propósito último pretendía ser el sacar a la naturaleza del círculo de generaciones y corrupciones en el que está inmersa en cuanto parte del mundo. Como escribió Hegel: “La arquitectura cumple con sus obligaciones hacia Dios esforzándose en sacar a la naturaleza de la maleza de la caducidad y de las deformidades de lo accidental (…) Así es como, gracias a ella, el mundo inorgánico exterior experimenta una purificación”.

De la ‘firmitas’ a la ‘operum instauratio’

Los antiguos incardinaron esta obsesión por la permanencia (este intento, siempre abocado al fracaso, de alcanzar la eternidad) en un principio célebre, la firmitas, que suele asociarse en general a la condición construida de la arquitectura, pero que, en rigor, tiene que ver con la idea de que los edificios se mantengan en pie tanto como puedan, es decir, con lo que hoy denota la palabra ‘durabilidad’ y su amplio campo semántico: la firmeza, la solidez, la resistencia, la robustez o la entereza de las fábricas. Aunque los arquitectos, humanistas y poetas de la tradición clásica prefirieran hablar de utilitas y, sobre todo, de la venustas, todos ellos respetaron la autoridad de la firmitas, y fueron pocos los que se salieron del consenso establecido en torno a la idea de lo duradero.

Entre ellos destacó, por su visión anticipatoria, Leon Battista Alberti, que en su tratado sobre la arquitectura —el primero escrito desde la Antigüedad— dedicó brillantes páginas a lo que denominó el operum instauratio, es decir, el mantenimiento o, siguiendo la palabra felizmente acuñada por el primer traductor español de Alberti, la ‘restauración’. Aristotélico en su manera de asumir la realidad tal y como es más que como debería ser, y aristotélico también por su modo de asumir las consecuencias de la entropía, Alberti consideraba que, por muchos que fueran los esfuerzos del arquitecto, los edificios acababan teniendo siempre defectos, ya fuera por la impericia del propio artífice, por las fallas del brazo ejecutor, por la construcción atropellada o debido a causas externas como el “paso del tiempo, que lo vence todo”. Este último, el paso del tiempo, era para Alberti el agente más peligroso, por insoslayable, y también porque su acción lenta de desgaste se produce a través de la propia naturaleza: de la acción del sol, de las heladas, de los vientos, de los terremotos, de las inundaciones. “Bajo estos azotes”, afirma Alberti, el edificio más robusto acaba deshaciéndose, igual que se “resquebraja y se deshace hasta la más dura de las sílices”.

El tiempo, “pertinaz destructor de las cosas”, tiene las de ganar, y Alberti, como el humanista imbuido de clasicismo que era, se rebeló contra este hecho inexorable, toda vez que consideraba que la acción devastadora del tiempo tendía a multiplicar su efecto debido a la desidia o por causa de las destrucciones atribuibles a la propia mano del hombre. Por todo ello, el genovés propuso intervenir en los edificios susceptibles de reparación, ora enmendando los errores de quienes los construyeron, ora sustituyendo los elementos dañados por el tiempo roedor, ora modificando el entorno para que la acción de la naturaleza resultara menos agresiva. Pero Alberti no se hacía demasiadas ilusiones: el tiempo acababa siempre triunfando, y lo que resultaba de su acción devastadora era, a la postre, el cuerpo descarnado del edificio, la ruina: esa especie de materia sin forma que, a la vez que recuerda la fragilidad de las sustancias, posee en sí cierta poesía, pues transmite un mensaje moral sobre la caducidad de las civilizaciones humanas. En el pensamiento de Alberti, la destrucción equilibraba a la armonía en la balanza de la arquitectura, igual que la materia hacía lo propio con la forma.

La preferencia (pitagórica, platónica) por colocar las formas fuera del tiempo, la ilusión de convertirlas en una especie de objetos ajenos al ciclo natural de generaciones y corrupciones, no se dio sólo en la arquitectura; estuvo presente en todas las artes. Los mármoles pulidos o los yesos blancos que tanto amaba Winckelmann lo sugieren bien; igual que lo sugiere la belleza intemporal de una Venus de Botticelli o de una sibila de Miguel Ángel. Pero lo sugiere incluso mejor, con todas sus contradicciones, un género más modesto, el del bodegón, cuyo tema son los objetos más humildes de la vida real, los objetos que, en principio, están más sometidos al rigor del tiempo.

En el bodegón exuberante flamenco, en el bodegón místico español, las frutas, las verduras, incluso los animales muertos, se muestran como objetos esplendorosos, ajenos a la suciedad y la putrefacción que les acecha, como si fueran ideas platónicas que sugieren esplendor y geometría, pero nunca muerte. Como en la de la arquitectura, no hay en la tradición clásica de la pintura muchos maestros que hayan convertido la caducidad (la real, la sucia, la cercana a la muerte, no la alegórica expresada en las admirables arrugas de un San Jerónimo desnudo, por ejemplo) en el tema de sus cuadros. Uno de los pocos, tal vez el primero, fue Caravaggio: su bodegón de frutas sobre fondo amarillo evoca, en primera instancia, la armonía pitagórica de cualquier composición de la época, pero demuestra ser al cabo una pintura sobre la muerte. La muerte evocada en las hojas mustias, las manzanas ajadas, las uvas a punto de descomponerse y la mosca que se posa sobre todos estos cadáveres.

Ruinas morales, ruinas estéticas

El bodegón de Caravaggio funciona como una alegoría que lleva a reflexionar sobre la condición de los mortales. Es, por tanto, una alegoría moral, igual que lo fue el primer género de la estética de la destrucción en la arquitectura que se va a presentar aquí: el género de las ruinas.

Desde que los humanistas y arquitectos del Renacimiento comenzaron a admirar las ruinas de la Antigüedad, hubo en su admiración un doble sentimiento. Por un lado, la envidia o, cuando menos, el sentimiento de insignificancia derivado de la perfección a la que habían llegado las civilizaciones del pasado y la imposibilidad de igualarlas. Del otro, el escalofrío derivado del paso del tiempo que había acabado por destruir tal esplendor. Este doble sentimiento se incardinaba en un lugar común del clasicismo, el tópico del ‘In Arcadia Ego’ (el memento mori que dictaminaba que incluso en el mundo ideal de la Arcadia había reinado la muerte), pero los artistas del Renacimiento y, sobre todo del Barroco, la hicieron suya y alimentaron para que llegara al siglo XVIII viva y coleando.

El nuevo siglo le dio un giro trascendental a la contemplación de las ruinas; un giro que, sin desactivar su sentido moral originario, consiguió hacer de los restos del pasado hundidos y cubiertos de vegetación un motivo fundamentalmente estético. En los edificios destruidos y fundidos con la naturaleza no se veía sólo una constatación de la fugacidad de las civilizaciones humanas —como había sido la tónica hasta entonces—, sino la posibilidad de explorar un nuevo tipo de belleza que, en lugar de estar basado en nociones como lo completo, lo acabado, lo perfecto y lo limitado, se recreaba en lo incompleto, lo inacabado, lo imperfecto y lo ilimitado. Las ruinas incorporaban lo incompleto, lo inacabado y, sobre todo, lo imperfecto, en la nueva categoría estética que trajo consigo la Ilustración, lo pintoresco; y daban cumplida cuenta de lo ilimitado en una categoría, lo sublime, que, si bien nueva, no dejaba de evocar algunos sentimientos antiguos. De este modo, la ruina ayudaba a construir un nuevo campo de sensibilidad que, si por un lado, daba cumplida de aquello que la Belleza clásica había dejado de lado, por el otro provocaba reflexiones sobre la fugacidad de la vida: una doble condición, estética y moral, que Diderot explicó bien en su Salón de 1767, al afirmar que la contemplación de las ruinas en los cuadros le provocaba tanto placer como melancolía.

Ambos, el placer y la melancolía, eran producidos por el modo en que las ruinas evocaban lo pintoresco y lo sublime: lo pintoresco en sus formas imperfectas, redondeadas por la acción de los meteoros cono su fueran pequeñas montañas y convertidas, por causa de la destrucción, en una colección de fragmentos; y lo sublime por su manera de contener y expresar el tiempo, el atmosférico y el cronológico. De hecho, la condición sublime de las ruinas no podría entenderse sin la pintoresca, y también al revés, por cuanto es la acción del tiempo meteorológico —la acción de la Naturaleza— la que suele dar forma a las ruinas para convertirlas en una suerte de objetos geológicos, y por cuanto es, precisamente, la condición geológica de las ruinas la que las acaba vinculando con el tiempo cronológico, el otro agente de lo sublime.

Son muchos los ejemplos que sugieren el éxito del tema de las ruinas durante la Ilustración y el Romanticismo, y todo ellos cubren en mayor o menor medida los muchos sentidos entrelazados que se acaban de mencionar. Valga el ejemplo de las ruinas dibujadas con precisión obsesiva y grandilocuente por Piranesi, como un modo de estremecer merced a la grandeza de la Antiquità romana; el ejemplo de las ruinas inventadas que se construyeron en los jardines pintorescos a la manera de folies que evocaban, muy civilizadamente, lo informe y la destrucción, y acercaban de paso la arquitectura a la naturaleza. Valga también el género que, de un modo bien sintomático, se puso de moda a finales del siglo XVIII, el de las ruinas anticipadas: las ruinas virtuales de grandes edificios a los que se les suponía la capacidad no tanto de envejecer bien como de acabar siendo esqueletos primorosos. Y valga finalmente la moda de coleccionar objetos arqueológicos —objetos dotados del nimbo sublime del tiempo—, para componerlos en collages construidos que se justificaban por una de las nuevas categorías estéticas que, junto con lo pintoresco, lo sublime y también lo interesante y lo grotesco, inventaron los artistas de la Ilustración y el Romanticismo: la categoría de lo fragmentario, es decir, la de la belleza de la parte frente al todo, o la belleza de lo hecho con partes en lugar de lo concebido con un solo y gran gesto.

Ruinas edificantes

Llenas de estos nuevos significados, las ruinas estaban listas a principios del siglo XIX para cumplir la difícil función que la modernidad les iba a encomendar: neutralizar, civilizar por decirlo así, la violencia y la destrucción gracias a los poderes de la estética. Esta nueva función adjudicada a las ruinas tenía dos raíces: la geológica y la tecnológica.

La raíz geológica tiene que ver con la invención de un tipo de tiempo inédito. A finales del siglo XVIII, el desarrollo del estudio científico de la Tierra trajo aparejada la ampliación de la escala cronológica desde los miles hasta los cientos de miles primero y los millones de años después. Con ello emergió, de una tacada, lo que Charles Hutton, con una poesía acaso no buscada, llamó el “tiempo profundo”; término difícil de asumir que, para acercarlo al gran público, algunos científicos ligaron a otros más cercanos y arquitectónicos. Fue el caso del discípulo de Hutton y padre de la geología moderna, Charles Lyell, quien recurrió a las ruinas para usarlas como una especie de varas de medir los ciclos naturales. Lo hizo, por ejemplo, estudiando las columnas del Templo de Serapis en Puzzuoli como excelentes registros o depósitos de tiempo que evidenciaban, a través de sus estratos de manchas, los cambios del nivel del mar a lo largo de miles de años. Merced a este tipo de paralelismos, la sublimidad de las ruinas se acercaba a la sublimidad geológica en la medida en que ambas pertenecían a dos variantes de un mismo tiempo profundo: el de la naturaleza y su versión miniaturizada, el tiempo profundo de la arquitectura.

La ruina acercaba así la destrucción humana a la destrucción natural, y, al hacerlo, en cierto sentido humanizaba el inquietante y amenazador tiempo de la geología. Neutralizados en la estética de lo sublime (que no en vano es la de la contemplación a distancia del peligro), los volcanes, los terremotos y las inundaciones que, a lo largo de millones de años, habían dado forma al mundo parecieron a los hombres y mujeres del siglo XIX más presentables: parecieron incluso atractivos. De hecho, las escalas temibles de lo geológico —sublimadas en el montañismo o en la literatura de viajes— pronto se vieron menos amenazantes que los peligros o realidades, no menos sublimes, que había producido la tecnología de la Revolución Industrial: las chimeneas humeantes, los paisajes agrícolas devastados, las vías de ferrocarril que herían el territorio, las ciudades hipertróficas bañadas en nieblas perpetuas y, sobre todo, las cantidades ingentes de fealdad producida por las máquinas. En este contexto, la ruina tendió a recuperar su primitivo sentido moralizante, toda vez que comenzó a evocar el doble mundo que se había llevado consigo la destrucción: el mundo de la historia y el mundo de la memoria.

El uso de la ruina moralizante (el uso de la ruina edificante) alcanzó su cénit con John Ruskin, gran aficionado a la geología y gran fustigador de la modernidad, para quien los restos del pasado eran menos joyas arqueológicas que cápsulas de verdad. Para el crítico británico, un monumento tenía valor en la que medida en que fuera un depósito de tiempo: el atesorado en las imperfecciones de la labra del artesano de antaño y en las huellas provocadas por los meteoros. Así, cuanto más se acercara una construcción a la apariencia de la ruina (pero, cuidado, sin llegar nunca a serlo), más iluminada estaría por la ‘lámpara de la verdad’. Para Ruskin, la suciedad, las imperfecciones y las huellas de la destrucción no eran sino la firma de quienes habían dado vida espiritual a la arquitectura, desde los artesanos que se habían entregado a los edificios con su trabajo hasta el tiempo atmosférico que había posado su mano demoledora sobre esos edificios para dotarlos de un aura especial.

Siguiendo las huellas de Ruskin, Robert Smithson y sus compañeros de afanes entrópicos extrapolarían esta mirada pintoresca y a la vez sublime a nuevos contextos, para cambiarle a la postre el sentido. Buscarían en los paisajes más degradados las huellas del trabajo humano y maquinista, para activar su potencial estético y conseguir neutralizar la violencia industrial de la que esos paisajes procedían. Entrelazadas de esta manera, la ruina natural y la ruina artificial cerraban el ciclo de contaminaciones modernas entre lo pintoresco natural y lo pintoresco maquinista, entre lo sublime del tiempo ordinario y lo sublime del tiempo fabricado.

Cuándo el arte neutraliza la destrucción y cuándo no

Hubo, sin embargo, un tipo de destrucción que no pudo neutralizarse a través de la estética. Un tipo de destrucción inédito por profundo y aniquilador, y frente al cual palidecen tanto las aniquilaciones espontáneas de la Revolución Industrial como las controladas por los artistas del land-art. Se trata de la destrucción que trajeron aparejada las guerras masivas e industrializadas del siglo XX, cuyo resultado fue la transformación completa de todo tipo de paisajes, desde los de las ciudades hasta los de los territorios, convertidos en escenarios de una suerte de ampliación imprevista y aterradora de las categorías tradicionales de lo pintoresco y lo sublime.

La destrucción industrializada tuvo su primer y probablemente más atroz escenario en los campos de batalla de la Primera Guerra Mundial. En ellos, un solo día podía consumir más metal y pólvora que los empleados en un año de guerras napoleónicas, y matar a más personas que el conjunto de cientos de conflictos feudales. La primera jornada de la batalla del Somme (1 de julio) costó la vida de 20.000 británicos, y, cuando la batalla terminó el 21 de noviembre, el cómputo de víctimas rondó el millón de bajas entre ambos bandos. El territorio afectado directamente por la guerra se convirtió en una inmensa fosa común; es más: desapareció por completo. Los millones de toneladas de proyectiles arrojados durante años sobre la franja de territorio relativamente estrecha que se extendía por las fronteras de Francia, Bélgica y Alemania hicieron que, transcurridos apenas dos años desde el inicio del conflicto, el entorno antes bucólico formado por prósperas granjas se convirtiera en un paisaje irreconocible, lunar. Como si un titán pertrechado de tijeras de podar y pala se hubiera puesto a realizar inmisericorde su tarea, primero cayeron los árboles y las personas, después los edificios, más tarde las colinas y después el propio suelo, arañado por larguísimas hileras de trincheras y túneles, y horadado, minado, pulverizado por cráteres de todos los diámetros: pequeños (la fosa de un hombre), medianos (para grupos, animales o piezas de artillería) y grandes (fosas para compañías enteras).

Es difícil hacerse una idea del terror producido por estos escenarios de la laminación bélica a gran escala. El terror producido, fundamentalmente, por injustica del azar que determinaba dónde caían y dónde no los proyectiles. Pero también el terror provocado por la desorientación de los soldados que se encontraban con que, de un día a otro, el paisaje por el que hasta ese momento se habían movido desaparecía, igual que desaparecían todas las referencias construidas (el árbol, la casa, la colina) que les habían servido para comprender el escenario bélico. En este escenario, la destrucción borraba las referencias y creaba al mismo tiempo las nuevas referencias, que enseguida se convertían en otra realidad cuyo ritmo de cambio venía determinado por el tronar de los cañones. En realidad, la guerra de las trincheras, la guerra de los proyectiles, fue una guerra contra el propio espacio, como sugieren bien los testimonios de primera mano de aquella guerra, desde Tempestades de acero, de Ernst Jünger, hasta Anatomía del valor, de Lord Moran.

¿Cabe asimilar estos paisajes de la destrucción completa, sin parangón alguno en la historia de la civilización humana, a alguna categoría estética? Cabe hacerlo en la medida en que tales paisajes, que son manipulaciones culturales de la naturaleza, no estarían en esencia muy alejados de la noción de un jardín con ruinas o una obra de land-art. De hecho, es difícil encontrar nada más pintoresco que los cráteres dejados por los grandes obuses o las cizalladuras profundas que abre en el terreno la explosión de las minas. Las primeras se parecen a las bocas reventadas de volcanes, las segundas a las fallas geológicas, y en este sentido resulta imposible no contemplarlos estéticamente: de hecho, estéticamente es cómo hoy contemplan los turistas los grandes escenarios de las batallas del Somme, Ypres o Verdún, de cuyos cráteres y cizalladuras se ha ido apoderando la naturaleza hasta conformar un paisaje de inquietante belleza. Como antaño ocurriera con las ruinas abandonadas, también las plantas y los animales colonizan los despojos del trabajo humano, que en este caso no son ruinas de edificios, sino ruinas de territorios.

Si los cráteres y las trincheras, si el paisaje laminado por la acción de un artista de land-art todopoderoso, ominoso y ciego, puede contemplarse desde la categoría de lo pintoresco, también se puede contemplar desde la de lo sublime. No tanto lo sublime de antaño —vinculado al lento pasar del tiempo profundo que se deposita en las ruinas—, sino lo sublime de la aceleración del tiempo producido por la tecnología moderna. La industria, puesta a trabajar al límite (como lo hizo durante las grandes guerras del siglo XX), fue capaz de modificar radicalmente paisajes que había costado construir cientos o miles de años; de hecho, una gavilla de obuses de gran calibre tenía, durante la Primera Guerra Mundial, más poder entrópico que los azadones utilizados por cientos de labriegos durante decenas de años. En esta sensación de desproporción entre la cultura y la naturaleza, esta sensación de desmesura entre la causa y sus efectos, estriba precisamente lo sublime: un sublime que, en este caso, sería puramente bélico, tecnológico, y que, más que expresar los poderes de la naturaleza, expresaría los poderes de la propia civilización humana.

Por supuesto, quienes tuvieron la desgracia de tener que sobrevivir en lo cráteres y las trincheras del Somme, o entre los escombros de las cientos de ciudades demolidas por la aviación durante la Segunda Guerra Mundial, en general no le encontraron la gracia estética a estos los nuevos tipos de pintoresquismo y subliminismo de la estética de la destrucción. Y no se la encontraron porque su mirada no cumplía el gran requisito implícito a estas dos categorías: la contemplación a distancia, desligada del peligro. En cambio, como atestiguan tantísimos testimonios de la época, sí vieron en las ciudades y los paisajes destruidos la cifra para una toma de conciencia. En este sentido, las ruinas de Varsovia o Berlín, pese a su escala inédita y su carácter envolvente de hábitat total, producían el mismo memento mori que antaño habían evocado las ruinas. Como las antiguas, las ruinas de las grandes destrucciones del siglo XX siguieron teniendo una condición moral, como sugieren bien, por ejemplo, los paisajes apocalípticos con que Roberto Rossellini situó la gran historia moralista de su Germania, anno zero.

Con todo, y pese al poder moralizante de las ruinas, la estética no consiguió neutralizar el efecto de tantas y tamañas destrucciones. La potencial belleza de lo pintoresco que había en las ruinas quedó desactivada por la voluntad de negar el pasado y reconstruirlo todo de nuevo. Tampoco lo sublime se pudo digerir, tal era la desproporción entre la destrucción causada (una destrucción susceptible de repetirse y, por lo tanto, amenazante) y el sentimiento de placer estético que esta pudiera provocar. Se prefirió, por tanto, la tabla rasa de la construcción funcional y de la reconstrucción historicista, y la barbarie se redujo tanto como se pudo, hasta el punto de quedar confinada tan sólo en monumentos o ‘memoriales’ como los de Hiroshima, Auschwitz o el propio Berlín Este hasta su final reconstrucción: todos ellos espacios estetizados y sacralizados donde lo pintoresco y lo sublime de la destrucción moderna podían resultar soportables. No aprendimos, en definitiva, a mirar la destrucción de cara y es probable, por tanto, que tampoco aprendiéramos la verdadera lección de las ruinas. El tiempo, que todo lo borra y todo lo revela, dirá si nos equivocamos.