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La googlelización de los territorios

Eduardo Prieto

Compre Júpiter, publicado en 1975 —uno de los relatos más divertidos y sugerentes de Isaac Asimov— propone una chocante trama en torno a la posibilidad de que las superficies de los astros puedan convertirse algún día en inmensos carteles publicitarios visibles a los ojos de los viajeros siderales. Según el autor, para que esto sea posible haría falta tan sólo que se cumpliesen dos requisitos: que los planetas ‘publicitarios’ no tengan una atmósfera opaca y que se encuentren los inversores adecuados. A lo largo del cuento, el improbable planteamiento inicial acaba pasando con naturalidad al ámbito de las cosas posibles según nos vamos sumergiendo en su argumento —el episodio de la puja capitalista por el planeta nos resulta paradójicamente familiar— de tal modo que acabamos olvidando las promesas banales que habrían de esperarse en una narración convencional de ciencia-ficción.

 ¿Cuál es la condición de los territorios nunca hollados por el hombre o de aquellos que han sido olvidados por la modernidad? ¿Cuánto vale la propia naturaleza? Estas preguntas, implícitas en el relato de marras, conservan hoy una inusitada vigencia. No debemos irnos, sin embargo, fuera de la atmósfera terrestre para encontrar ejemplos tan extraños —aunque sí menos novelescos— como los que propuso el autor de Yo, robot. Sabíamos que la naturaleza había adquirido en los últimos decenios un protagonismo creciente merced al cultivo de la sensibilidad ‘ecologista’, esa facultad algo contradictoria en el que conviven con dificultades el romanticismo antimoderno, la ética y, cada vez más, el mero conservacionismo pragmático. Pero pocos imaginábamos que la Naturaleza®, portada diaria de los periódicos, iba a convertirse en el nuevo objeto de deseo del capitalismo y, dada esta inédita condición, llegar a ser un producto rentable en sí mismo.

 Algunas noticias recientes confirman nuestra suposición: las autoridades de El Congo y otros países aledaños ofrecen de una tacada más de un tercio de su territorio al inversor extranjero, garantizando una rentabilidad prevista en más de 1.500 euros/hectárea por 300 euros/hectárea de inversión; magnates y multimillonarios llevan compradas al menos 150.000 Ha de la Patagonia con el fin de construir inmensos parques protegidos y gestionados como filantrópicas sociedades anónimas; se nos informa incluso de que la ONU y la EU están encargando ya estudios para calcular el precio de los bienes y servicios ofrecidos por los ecosistemas naturales, esas anónimas y, al parecer, hasta ahora invisibles empresas que a nadie se le había ocurrido trocear en acciones y poner a rentar en las bolsas.

 No creemos que estas noticias tengan sólo un valor anecdótico: el simple interés del capitalismo por la naturaleza constituye en sí mismo un hecho relevante, pues la relación establecida entre ambas ha sido a lo largo de los últimos doscientos años difícil y violenta. Conviene recordar que el nacimiento de la modernidad, nuestra modernidad —la de la revolución industrial, el París de los bulevares o el colonialismo feroz— coincidió con el proceso creciente de negativización de lo natural, fenómeno que cabría considerar incluso como la reacción lógica a las esperanzas desmedidas con que los románticos había hinchado a la naturaleza. Cuando la burbuja romántica estalló a mediados del siglo XIX, el vacío fue ocupado por el pragmatismo capitalista, seguro ya de sí mismo y dispuesto a cualquier aventura, que no vio en la naturaleza más que a una enemiga del progreso, una rémora sentimental del antiguo orden. No encontraremos hasta bastante después, en algunas de las novelas de Marck Twain o Joseph Conrad, ninguna confesión de esta pulsión destructiva. El autor de En el corazón de las tinieblas, por ejemplo, desvela con maestría la conexión profunda entre el capitalismo, el desarrollo de la técnica y el descubrimiento de los lados oscuros de la naturaleza, pero también de la modernidad. La imagen vesánica de su protagonista, Kurz, nos recuerda, además, el vínculo entre la sordidez de lo natural y la propia de la explotación colonialista. La noticia de que inmensos territorios de África o América se siguen ofreciendo al mejor postor blanco o amarillo no debería, por tanto, sorprendernos demasiado. Sí son nuevos, por el contrario, los mecanismos con que se llevan a cabo estos procesos neocolonialistas y estos medios, más que los fines, son lo que merecen nuestra atención.

Capitalismo ‘desdarwinizado’

 En pocos años, el negocio de compra y arrendamiento de tierras en el África subsahariana se ha doblado en volumen. Según la FAO, en 2006 la inversión directa extranjera superó los 17.000 millones de dólares, los 22.000 en 2007 y en 2008 llegó al récord de 30.000. Si antaño la explotación de la tierra dependía de un dominio político fuerte ejercido directamente desde las metrópolis a través de las multinacionales o compañías, hoy el valor de la tierra se trocea en bonos y se gestiona a través de fondos de inversión cuya presencia débil o incluso invisible no merma su capacidad para ejercer la dominación o la violencia.

 Este desplazamiento del capital inversor —que en todas las crisis tiende a refugiarse en bienes tangibles como el oro o la tierra— también ha fluido hasta América. Más de 200.000 Ha de territorio virgen han sido ya comprados por una nueva clase de potentados, los ‘ecomagnates’, especie nueva que aúna el tradicional interés económico con el ecológico. Pero ni siquiera esta nueva conciencia voluntarista que, de pronto, quiere hacerse unánime, puede librarse de la sospecha. Cabría pensar incluso que no es un fenómeno crítico o externo al sistema, sino que es la propia lógica del capitalismo la que acaba exigiendo que lo natural sea necesariamente conservado. Se trataría, en ese caso, de un capitalismo puesto al día, ‘desdarwinizado’ si se quiere, para el que la naturaleza, que hasta el momento había tenido sólo un valor residual, acabaría siendo —precisamente por ser un bien escaso o por la circunstancia de que su papel continúa siendo imprescindible en la máquina energética de nuestro mundo— no sólo protegida o revalorizada sino hasta codiciada como si de un objeto de lujo se tratase. El capitalismo acabaría así resultando el paradójico salvador de esa misma naturaleza a la que viene destruyendo desde hace dos siglos.

 De este modo harto contradictorio, la apropiación materialista de la naturaleza ha dejado paso a un conservadurismo interesado, sin que, en el fondo, el modelo de relación haya cambiado con este desplazamiento. El interés por lo escaso acaba convirtiéndose en el interés por lo raro, es decir, por lo valioso. El destino de la naturaleza en nuestra modernidad es así paradójico: se diluye cada vez más en la cultura y, la par, tiene más posibilidades de sobrevivir gracias precisamente a su peculiar extrañamiento, pues sólo cuando el desarrollo industrial y económico han convertido a la naturaleza en una noción más bien enajenada y difusa —una parcela cada vez más residual de nuestra realidad—, lo natural ha comenzado a ser vindicado, aunque el nostálgico no sepa muy bien a qué corresponde realmente el objeto de su deseo. El triunfo de lo artificial supone el nacimiento del mito de la naturaleza.

 Como hemos visto, para que los territorios naturales sean rentables es necesario proceder a ciertas manipulaciones con sabor a ingeniería financiera, como confinarlos en reservas para que no se contaminen y pierdan su valor —como antaño los lingotes de oro— o bien trocearlos a discreción y empaquetándolos bajo la figura de trusts verdes. Ahora bien, que el proceso sea rentable no quiere decir que deba resultar necesariamente ecológico, moral o si siquiera coherente. La confinación en reservas de los territorios naturales sufre de las mismas contradicciones que el proteccionismo excesivo de las ciudades históricas: aquéllos, como éstas, acaban muriéndose de las enfermedades derivadas de su propia endogamia. Igual que los hemofílicos herederos al trono o los últimos miembros de tribus aisladas, la naturaleza o las ciudades necesitan renovar su código genético, una exigencia que, en el fondo, es la premisa principal de cualquier relación ecológica. ¿Cuál es la razón, por tanto, que se oculta en esta confinación de la naturaleza en reservas, operada en defensa de las mismas leyes naturales que de una manera harto paradójica el conservacionista se ve obligado a transgredir?

‘Googlelización’ de los territorios

 Esta contradictoria protección de la naturaleza virgen, por la que se la deja a un albur en el que el hombre no juega más papel que el de conservar desde fuera el sistema cultivado in vitro, constituye, sin duda, el lado más noticiable de la relación hodierna entre lo artificial y lo natural. Su brillantez emblemática oculta, sin embargo, otros fenómenos menos visibles pero de semejante importancia. Entre ellos, el abandono de esa naturaleza hibridada que constituye el campo es, sin duda, el más importante. Se trata del resultado de un proceso paralelo, de la otra cara de la relación de la modernidad en su relación con lo natural: un fenómeno que ha trastocado completamente el lentísimo y sordo movimiento que, a lo largo de los siglos, ha generado esos espacios —a medio camino entre la cultura y la naturaleza— que son los territorios extensos y aparentemente anodinos nacidos de la agricultura y que hoy se abandonan y languidecen.

La relación directa del ser humano con el campo a través de las herramientas manuales hace mucho que es cosa del pasado. La explotación de los territorios se confía hoy a una retaguardia de sujetos que viven en pueblos enmudecidos, acomplejados quizá por el abrumador peso económico y cultural de las ciudades. La fuerza de atracción de las metrópolis, verdaderos agujeros negros de la civilización, absorbe y vacía los territorios circundantes, esfumándose en este movimiento vertiginoso las estructuras sociales y paisajísticas de las regiones, de los países. A este vaciado del campo han seguido, como hemos visto, nuevas estrategias de relación, bien a través del confinamiento mediático en reservas de los lugares naturales más bellos o característicos bien mediante sistemas de explotación más eficientes que, al servirse de los mecanismos neutrales y ‘objetivos’ del mercado, no requieren de ninguna superestructura social o cultural añadida —costosa y problemática— sean pueblos, aldeas o caseríos.

Este punto de vista distante y simplificador con respecto a los espacios ajenos a la cultura globalizada, implica una manera de considerar el territorio que, haciendo uso de la que quizá es la herramienta más célebre del nuevo orden digital, podríamos llamar ‘googlelización’. Parece como si el ojo del hombre no se atreviese a tocar al campo y se conformase con verlo desde lejos, fascinado por las grandes perspectivas de la visión panóptica que nos proporcionan los satélites. Ni que decir tiene que esta ‘googlelización’  impide cualquier comprensión de la complejidad de los territorios. La maravillosa potencia descriptiva del ojo virtual contemporáneo, que todo lo ve y que, sin duda, hubiese fascinado a modernos como Le Corbusier, no llega a percibir los detalles, los fragmentos de los espacios híbridos que carecen de límites claros, que se disponen azarosa y vagamente en torno a las ciudades. El ojo ortogonal, que sólo percibe los contornos definidos de las formas, es ciego para las cosas inciertas y difusas.

Es en este último sentido donde podemos establecer una analogía fructífera entre el espacio de las ciudades y los territorios del campo, pues lo que caracteriza a ambos es su esencial indeterminación, su renuencia a dejarse reducir a la sencillez formal e icónica y su resistencia, por tanto, a ser consumidos de una manera rápida y banal. Es fácil tratar con lo que consideramos como definido: la Naturaleza Virgen®, por ejemplo, que es ya una forma escasísima y, por tanto, reconocible fácilmente, o bien las características estampas de las Ciudades Históricas®. Estas formas pueden clasificase o acotarse, sin problema, para después catalogarse, protegerse, digitalizarse y, finalmente, consumirse. Por el contrario, lo indefinido —sean los campos degradados o anodinos de la agricultura o los terrains vagues que constituyen algunas partes poco colonizadas de las ciudades— está construido por mundos que no han terminado de hacerse o deshacerse, que carecen de cualquier forma apetecible y que no son dignos, por tanto, de la atención del turista o el inversor. Los campos y los espacios inciertos de lo urbano, como antes la naturaleza, son hoy fuerzas contrafácticas, entidades ‘negativas’ en el sentido que T.W. Adorno daba al término, es decir, como genio irreducible al ímpetu destructor de la modernidad.

Nuestro interés por las imágenes panópticas propias del google o por los fragmentos emblemáticos que tienen una fuerte e inmediata presencia simbólica — llámense ciudad histórica o naturaleza virgen— nos está impidiendo comprender lo que ocurre muy cerca, en esa otra naturaleza más modesta y mestiza que son los territorios. Las herramientas contemporáneas de percepción y transformación de nuestro entorno corren el riesgo de dimensionarse y diseñarse exclusivamente para el detalle y lo anecdótico: para cercar la Patagonia, para recolonizar de modo ‘sostenible’ El Congo, para comprar Júpiter. Mientras tanto, otros, muchos, en una dimensión paralela, siguen buscando anacrónicamente su predio, reclamando todavía —como aquellos desheredados de los cuentos de Juan Rulfo— su trocito de campo o de ciudad para seguir viviendo, sin más, en lo incierto. Tanta y tamaña tierra para nada.


Publicado originalmente como capítulo del libro La arquitectura de la ciudad global: redes, no-lugares, naturaleza (Biblioteca Nueva, 2011).