Compre Júpiter, publicado en 1975 —uno de los relatos más divertidos
y sugerentes de Isaac Asimov— propone una chocante trama en torno a la
posibilidad de que las superficies de los astros puedan convertirse algún día
en inmensos carteles publicitarios visibles a los ojos de los viajeros
siderales. Según el autor, para que esto sea posible haría falta tan sólo que
se cumpliesen dos requisitos: que los planetas ‘publicitarios’ no tengan una
atmósfera opaca y que se encuentren los inversores adecuados. A lo largo del
cuento, el improbable planteamiento inicial acaba pasando con naturalidad al
ámbito de las cosas posibles según nos vamos sumergiendo en su argumento —el
episodio de la puja capitalista por el planeta nos resulta paradójicamente
familiar— de tal modo que acabamos olvidando las promesas banales que habrían
de esperarse en una narración convencional de ciencia-ficción.
¿Cuál es la condición de los territorios nunca
hollados por el hombre o de aquellos que han sido olvidados por la modernidad?
¿Cuánto vale la propia naturaleza? Estas preguntas, implícitas en el relato de
marras, conservan hoy una inusitada vigencia. No debemos irnos, sin embargo,
fuera de la atmósfera terrestre para encontrar ejemplos tan extraños —aunque sí
menos novelescos— como los que propuso el autor de Yo, robot. Sabíamos que la naturaleza había adquirido en los
últimos decenios un protagonismo creciente merced al cultivo de la sensibilidad
‘ecologista’, esa facultad algo contradictoria en el que conviven con
dificultades el romanticismo antimoderno, la ética y, cada vez más, el mero
conservacionismo pragmático. Pero pocos imaginábamos que la Naturaleza®,
portada diaria de los periódicos, iba a convertirse en el nuevo objeto de deseo
del capitalismo y, dada esta inédita condición, llegar a ser un producto
rentable en sí mismo.
Algunas noticias recientes confirman nuestra
suposición: las autoridades de El Congo y otros países aledaños ofrecen de una
tacada más de un tercio de su territorio al inversor extranjero, garantizando
una rentabilidad prevista en más de 1.500 euros/hectárea por 300 euros/hectárea
de inversión; magnates y multimillonarios llevan compradas al menos 150.000 Ha de la Patagonia con el fin de
construir inmensos parques protegidos y gestionados como filantrópicas
sociedades anónimas; se nos informa incluso de que la ONU y la EU están encargando ya estudios
para calcular el precio de los bienes y servicios ofrecidos por los ecosistemas
naturales, esas anónimas y, al parecer, hasta ahora invisibles empresas que a
nadie se le había ocurrido trocear en acciones y poner a rentar en las bolsas.
No creemos que estas noticias tengan sólo un valor
anecdótico: el simple interés del capitalismo por la naturaleza constituye en
sí mismo un hecho relevante, pues la relación establecida entre ambas ha sido a
lo largo de los últimos doscientos años difícil y violenta. Conviene recordar
que el nacimiento de la modernidad, nuestra modernidad —la de la revolución
industrial, el París de los bulevares o el colonialismo feroz— coincidió con el
proceso creciente de negativización de lo natural, fenómeno que cabría
considerar incluso como la reacción lógica a las esperanzas desmedidas con que
los románticos había hinchado a la naturaleza. Cuando la burbuja romántica
estalló a mediados del siglo XIX, el vacío fue ocupado por el pragmatismo
capitalista, seguro ya de sí mismo y dispuesto a cualquier aventura, que no vio
en la naturaleza más que a una enemiga del progreso, una rémora sentimental del
antiguo orden. No encontraremos hasta bastante después, en algunas de las
novelas de Marck Twain o Joseph Conrad, ninguna confesión de esta pulsión
destructiva. El autor de En el corazón de
las tinieblas, por ejemplo, desvela con maestría la conexión profunda entre
el capitalismo, el desarrollo de la técnica y el descubrimiento de los lados
oscuros de la naturaleza, pero también de la modernidad. La imagen vesánica de
su protagonista, Kurz, nos recuerda, además, el vínculo entre la sordidez de lo
natural y la propia de la explotación colonialista. La noticia de que inmensos
territorios de África o América se siguen ofreciendo al mejor postor blanco o
amarillo no debería, por tanto, sorprendernos demasiado. Sí son nuevos, por el
contrario, los mecanismos con que se llevan a cabo estos procesos
neocolonialistas y estos medios, más que los fines, son lo que merecen nuestra
atención.
Capitalismo
‘desdarwinizado’
En pocos años, el negocio de compra y arrendamiento de
tierras en el África subsahariana se ha doblado en volumen. Según la FAO, en 2006 la inversión
directa extranjera superó los 17.000 millones de dólares, los 22.000 en 2007 y
en 2008 llegó al récord de 30.000. Si antaño la explotación de la tierra
dependía de un dominio político fuerte ejercido directamente desde las metrópolis
a través de las multinacionales o compañías, hoy el valor de la tierra se
trocea en bonos y se gestiona a través de fondos de inversión cuya presencia
débil o incluso invisible no merma su capacidad para ejercer la dominación o la
violencia.
Este desplazamiento del capital inversor —que en todas
las crisis tiende a refugiarse en bienes tangibles como el oro o la tierra—
también ha fluido hasta América. Más de 200.000 Ha de territorio
virgen han sido ya comprados por una nueva clase de potentados, los
‘ecomagnates’, especie nueva que aúna el tradicional interés económico con el
ecológico. Pero ni siquiera esta nueva conciencia voluntarista que, de pronto,
quiere hacerse unánime, puede librarse de la sospecha. Cabría pensar incluso
que no es un fenómeno crítico o externo al sistema, sino que es la propia
lógica del capitalismo la que acaba exigiendo que lo natural sea necesariamente
conservado. Se trataría, en ese caso, de un capitalismo puesto al día,
‘desdarwinizado’ si se quiere, para el que la naturaleza, que hasta el momento
había tenido sólo un valor residual, acabaría siendo —precisamente por ser un
bien escaso o por la circunstancia de que su papel continúa siendo
imprescindible en la máquina energética de nuestro mundo— no sólo protegida o
revalorizada sino hasta codiciada como si de un objeto de lujo se tratase. El
capitalismo acabaría así resultando el paradójico salvador de esa misma
naturaleza a la que viene destruyendo desde hace dos siglos.
De este modo harto contradictorio, la apropiación
materialista de la naturaleza ha dejado paso a un conservadurismo interesado,
sin que, en el fondo, el modelo de relación haya cambiado con este
desplazamiento. El interés por lo escaso acaba convirtiéndose en el interés por
lo raro, es decir, por lo valioso. El destino de la naturaleza en nuestra
modernidad es así paradójico: se diluye cada vez más en la cultura y, la par,
tiene más posibilidades de sobrevivir gracias precisamente a su peculiar
extrañamiento, pues sólo cuando el desarrollo industrial y económico han
convertido a la naturaleza en una noción más bien enajenada y difusa —una
parcela cada vez más residual de nuestra realidad—, lo natural ha comenzado a
ser vindicado, aunque el nostálgico no sepa muy bien a qué corresponde
realmente el objeto de su deseo. El triunfo de lo artificial supone el
nacimiento del mito de la naturaleza.
Como hemos visto, para que los territorios naturales
sean rentables es necesario proceder a ciertas manipulaciones con sabor a
ingeniería financiera, como confinarlos en reservas para que no se contaminen y
pierdan su valor —como antaño los lingotes de oro— o bien trocearlos a
discreción y empaquetándolos bajo la figura de trusts verdes. Ahora bien, que el proceso sea rentable no quiere
decir que deba resultar necesariamente ecológico, moral o si siquiera
coherente. La confinación en reservas de los territorios naturales sufre de las
mismas contradicciones que el proteccionismo excesivo de las ciudades
históricas: aquéllos, como éstas, acaban muriéndose de las enfermedades
derivadas de su propia endogamia. Igual que los hemofílicos herederos al trono
o los últimos miembros de tribus aisladas, la naturaleza o las ciudades
necesitan renovar su código genético, una exigencia que, en el fondo, es la
premisa principal de cualquier relación ecológica. ¿Cuál es la razón, por
tanto, que se oculta en esta confinación de la naturaleza en reservas, operada
en defensa de las mismas leyes naturales que de una manera harto paradójica el
conservacionista se ve obligado a transgredir?
‘Googlelización’ de los
territorios
Esta contradictoria protección de la naturaleza
virgen, por la que se la deja a un albur en el que el hombre no juega más papel
que el de conservar desde fuera el sistema cultivado in vitro, constituye, sin duda, el lado más noticiable de la
relación hodierna entre lo artificial y lo natural. Su brillantez emblemática
oculta, sin embargo, otros fenómenos menos visibles pero de semejante
importancia. Entre ellos, el abandono de esa naturaleza hibridada que
constituye el campo es, sin duda, el más importante. Se trata del resultado de
un proceso paralelo, de la otra cara de la relación de la modernidad en su
relación con lo natural: un fenómeno que ha trastocado completamente el
lentísimo y sordo movimiento que, a lo largo de los siglos, ha generado esos
espacios —a medio camino entre la cultura y la naturaleza— que son los
territorios extensos y aparentemente anodinos nacidos de la agricultura y que
hoy se abandonan y languidecen.
La relación directa del ser humano con el campo a
través de las herramientas manuales hace mucho que es cosa del pasado. La
explotación de los territorios se confía hoy a una retaguardia de sujetos que
viven en pueblos enmudecidos, acomplejados quizá por el abrumador peso
económico y cultural de las ciudades. La fuerza de atracción de las metrópolis,
verdaderos agujeros negros de la civilización, absorbe y vacía los territorios
circundantes, esfumándose en este movimiento vertiginoso las estructuras
sociales y paisajísticas de las regiones, de los países. A este vaciado del
campo han seguido, como hemos visto, nuevas estrategias de relación, bien a
través del confinamiento mediático en reservas de los lugares naturales más
bellos o característicos bien mediante sistemas de explotación más eficientes
que, al servirse de los mecanismos neutrales y ‘objetivos’ del mercado, no
requieren de ninguna superestructura social o cultural añadida —costosa y
problemática— sean pueblos, aldeas o caseríos.
Este punto de vista distante y simplificador con
respecto a los espacios ajenos a la cultura globalizada, implica una manera de
considerar el territorio que, haciendo uso de la que quizá es la herramienta
más célebre del nuevo orden digital, podríamos llamar ‘googlelización’. Parece
como si el ojo del hombre no se atreviese a tocar al campo y se conformase con
verlo desde lejos, fascinado por las grandes perspectivas de la visión
panóptica que nos proporcionan los satélites. Ni que decir tiene que esta ‘googlelización’ impide cualquier comprensión de la
complejidad de los territorios. La maravillosa potencia descriptiva del ojo
virtual contemporáneo, que todo lo ve y que, sin duda, hubiese fascinado a
modernos como Le Corbusier, no llega a percibir los detalles, los fragmentos de
los espacios híbridos que carecen de límites claros, que se disponen azarosa y
vagamente en torno a las ciudades. El ojo ortogonal, que sólo percibe los
contornos definidos de las formas, es ciego para las cosas inciertas y difusas.
Es en este último sentido donde podemos establecer una
analogía fructífera entre el espacio de las ciudades y los territorios del
campo, pues lo que caracteriza a ambos es su esencial indeterminación, su
renuencia a dejarse reducir a la sencillez formal e icónica y su resistencia,
por tanto, a ser consumidos de una manera rápida y banal. Es fácil tratar con
lo que consideramos como definido: la Naturaleza Virgen®, por
ejemplo, que es ya una forma escasísima y, por tanto, reconocible fácilmente, o
bien las características estampas de las Ciudades Históricas®.
Estas formas pueden clasificase o acotarse, sin problema, para después
catalogarse, protegerse, digitalizarse y, finalmente, consumirse. Por el
contrario, lo indefinido —sean los campos degradados o anodinos de la
agricultura o los terrains vagues que
constituyen algunas partes poco colonizadas de las ciudades— está construido
por mundos que no han terminado de hacerse o deshacerse, que carecen de
cualquier forma apetecible y que no son dignos, por tanto, de la atención del
turista o el inversor. Los campos y los espacios inciertos de lo urbano, como
antes la naturaleza, son hoy fuerzas contrafácticas, entidades ‘negativas’ en
el sentido que T.W. Adorno daba al término, es decir, como genio irreducible al
ímpetu destructor de la modernidad.
Nuestro interés por las imágenes panópticas propias
del google o por los fragmentos
emblemáticos que tienen una fuerte e inmediata presencia simbólica — llámense
ciudad histórica o naturaleza virgen— nos está impidiendo comprender lo que
ocurre muy cerca, en esa otra naturaleza más modesta y mestiza que son los territorios.
Las herramientas contemporáneas de percepción y transformación de nuestro
entorno corren el riesgo de dimensionarse y diseñarse exclusivamente para el
detalle y lo anecdótico: para cercar la Patagonia, para recolonizar de modo ‘sostenible’
El Congo, para comprar Júpiter. Mientras tanto, otros, muchos, en una dimensión
paralela, siguen buscando anacrónicamente su predio, reclamando todavía —como
aquellos desheredados de los cuentos de Juan Rulfo— su trocito de campo o de
ciudad para seguir viviendo, sin más, en lo incierto. Tanta y tamaña tierra
para nada.