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La memoria del vacío

Eduardo Prieto

“¡Malditos maniáticos, la habéis destruido! ¡Yo os maldigo a todos!”. Las palabras del  capitán Tylor arrodillado frente a los restos de la Estatua de la Libertad en la mítica escena de El planeta de los simios (Planet of the Apes, 1968) constituyen un sentido momento mori, un reconocimiento de nuestra condición mortal. En realidad, Tylor se ha postrado frente a un monumento. Pero la diosa de hierro y piedra evocada con tanta fuerza en la película de Franklin J. Schaffner no es un despojo cualquiera: sin pretenderlo, da cuenta de los tres valores que, desde que los enunciara Aloïs Riegl en El culto moderno a los monumentos (1902), se asigna a este tipo de objetos y edificios: el valor funerario o conmemorativo, el valor histórico y el valor artístico.

Convertida en ruina, la Estatua de la Libertad ha perdido su primitivo valor conmemorativo -celebrar la independencia de EE UU- simplemente porque aquel país ya no existe, de manera que el emblema neoyorquino no puede cumplir la función que Riegl asignaba a los monumentos ‘intencionados’: la función patriótica de “mantener las hazañas o destinos individuales siempre vivos y presentes en la conciencia de las generaciones venideras”. La singularidad de la escena descansa en cómo el monumento cambia de significado para Tylor, el improbable habitante de un mundo actual destruido y de ese mismo mundo en su pasado ‘esplendoroso’. Tylor tiene que mirar la estatua de otra manera, pues ésta ya no conmemora nada; se ha convertido en otra cosa, el tipo de monumento y arquitectura más primigenio de todos: el funerario (Adolf Loos dixit). Para el sardónico astronauta, la figura semienterrada en la playa es el cenotafio de una civilización desaparecida. Sin embargo, para el protector de Tylor -el simio Aurelio encargado de los yacimientos arqueológicos humanos- la Estatua de la Libertad se interpreta de otro modo: su valor, a la vez histórico y artístico, se sostiene en la condición de documento del pasado y en el de obra de arte que representa el espíritu de una época fenecida y, con ella -empleando el término de Riegl- una Kunstwollen, una determinada voluntad artística. Pero su significado no se agota aquí: para el sabio Zaius que acosa a Aurelio y a su novia Zira, y pretende lobotomizar y castrar a Tylor, la Estatua de la Libertad es simplemente una amenaza que debe ser destruida en tanto acredita una historia de la civilización simia opuesta a los mitos que sostienen su sociedad. Si pudiera, Zaius acabaría con los restos de la Estatua, igual que los revolucionarios no dejaron rastro de la Bastilla en el año 1789, los comuneros de 1871 derribaron la columna napoleónica de la place Vendôme, los talibanes volaron los Budas de Bamiyan o los alienígenas de Independence Day desintegran la Casa Blanca. Puesto que sirve para reforzar el patriotismo manteniendo la memoria de “las hazañas” de un líder, un pueblo o una religión, un monumento es un arma simbólica, pero también puede ser una ocasional víctima propiciatoria.

Pasados casi cincuenta años desde el estreno de la película, y más de cien desde las reflexiones de Riegl, debemos reconocer que nuestra manera de concebir los monumentos tiene más que ver con la de los simios -la mirada histórica de Aurelio; la política de Zaius- que con la de Tylor. El monumento ha ampliado sus significados desde su sentido funerario original; influidos por un culto paradójicamente desmemoriado a la historia, nos cuesta ver en ellos otros valores que no sean los de su antigüedad, una actitud que señaló ya Riegl en 1902: “Cuando hablamos de culto moderno y conservación de monumentos, prácticamente no pensamos en estos monumentos intencionados, sino en los monumentos históricos y artísticos”. Pero nuestra mirada sobre ellos no es sólo la del arqueólogo aficionado, sino también la del político hipersensible: según sean nuestras inclinaciones, nos repugnarán o no ciertas placas conmemorativas, ciertas cruces, ciertas ofrendas florales colocadas con puntualidad patriótica sobre determinados bustos. El monumento refuerza o contradice lo que en cada lugar es políticamente correcto; en este aspecto, no ha perdido su fuerza original.

Los antiguos valores del monumento como memento mori tampoco han desaparecido del todo. En este sentido, resulta en buena medida falso que la modernidad no haya sabido qué hacer con la memoria y con la muerte. El siglo XX ha asistido a las mayores matanzas de la historia: no debe extrañarnos, por tanto, su afinidad con los monumentos funerarios. De hecho, algunos de los mejores ejemplos de la arquitectura y el paisajismo modernos son cementerios y ‘memoriales’, desde las grandes explanadas diseñadas por sir Edward Lutyens para honrar a los muertos de la Primera Guerra Mundial o los océanos de cruces de la Segunda, hasta el Monumento al Holocausto de Peter Eisenman en Berlín, pasando por el Vietnam Veterans Memorial de Maya Lin en Washington o algunos de los spomeniks que aún jalonan el paisaje de lo que un día fue Yugoslavia.

Una modernidad sin monumentos

Estos ejemplos son, sin embargo, excepciones. La realidad es que el monumento ha virado hacia otros usos menos solemnes, cambiando su significado en un sentido que confirma en parte las ideas que en 1943 defendió Sigfried Giedion en un artículo titulado “La necesidad de una nueva monumentalidad”. En ese texto, el historiador suizo reconocía que el Movimiento Moderno había recorrido un trecho notable -pasar de las “celdas humanas” a las ciudades-, pero que aún le faltaba elaborar un lenguaje que permitiese dar cuenta de la idea de monumentalidad, a la que definía con términos vagamente hegelianos como la “necesidad eterna del hombre de formar símbolos para sus actos y su destino, para sus convicciones religiosas y morales”. Por supuesto, las herramientas para conseguirlo no tendrían nada que ver con la “pseudomonumentalidad” decimonónica, esa bestia negra de las vanguardias que, según Giedion, se basaba en recetas anacrónicas -“coge una cortina de columnas y colócala delante de cualquier edificio cualquiera que sea su uso”- y resultaba incapaz por ello de cumplir las funciones que se le debe exigir a todo monumento intencionado. Giedion lo resumía así: “El siglo XIX produjo monumentos casi con la misma rapidez que locomotoras, pero no fue capaz de crear verdaderos centros en los que hubiera podido desarrollar una vida comunitaria”.

Pero denostar, una vez más, la arquitectura ecléctica no impedía a Giedion reconocer la inanidad simbólica del Movimiento Moderno y aspirar a una nueva monumentalidad -es decir, a una expresión figurativa de la vida en común- que trascendiese la ofrecida a las masas consumistas en el panem et circenses de los eventos deportivos. Como el mejor arte, la arquitectura debía convertirse en un mecanismo “para formar la vida sensorial” y educar estéticamente al hombre. Además, la realidad del momento -marcada por la Segunda Guerra Mundial- exigía algo más serio que los estadios o los centros comerciales, algo semejante al Guernica de Picasso, que sugiriese aquella terribilità del viejo arte que sólo parecía conservar la pintura, y que fuese adecuado al espíritu de un momento en el que “aún presenciamos un baño de sangre”. Para Giedion, el verdadero monumento seguía siendo “el que da miedo”.

Al Movimiento Moderno había que exigirle, por tanto, el cumplimiento de una tarea pendiente: expresar una monumentalidad intencionada que evocase, al igual que los viejos obeliscos, pedestales y arcos del triunfo, aquellos hechos importantes que una comunidad desea “transmitir a las generaciones siguientes”. Pero no con los medios fantasmales de la arquitectura ecléctica, sino con los sutiles mecanismos perceptivos que el arte de las vanguardias había sabido anticipar. El tiempo, en parte, dio la razón a Giedion, pues es cierto que la modernidad ha sabido encontrar el lenguaje apropiado para sugerir lo fúnebre en cementerios y memoriales, sin dejar de buscar en paralelo una monumentalidad sofisticada, más cívica que funeraria, de la que darían cuenta ejemplos tan sutiles y escasos como los “monumentos” de Rita McBride o los de la ya citada Maya Lin. Con todo, salvo en las alternativas mencionadas -todas minoritarias-, la monumentalidad del siglo XX no se ha sostenido, como pronosticó Giedion, en un cambio de formas o mecanismos de percepción o presentación del objeto conmemorativo, no ha dado pie tampoco a ningún refinamiento fenomenológico ni ha propiciado, como quisieron las vanguardias, ninguna fusión de las artes. Ha consistido, por el contrario, en un cambio de escalas, signos y significados de un vocabulario añejo y, por eso mismo, reconocible.    

‘I am a Monument’

Robert Venturi y Denise Scott Brown lo señalaron bien en su Learning from Las Vegas: la arquitectura es un asunto de comunicación; presenta, quiérase o no, un contenido simbólico y semántico que se transmite a través de formas cuyo objeto es resultar reconocibles para todos, también -o sobre todo- para los legos. Su valor, por tanto, no es la calidad formal ni la coherencia con el espíritu de la época, como todavía creía Giedion, sino su capacidad para transmitir ciertos mensajes. Todos los medios son válidos para conseguir este fin: Venturi y Scott Brown piensan, de hecho, que el arquitecto debe “aprender de todo”, explorar nuevos caminos en los mecanismos de la publicidad y en los códigos semánticos de la cultura de masas, una cultura en la que la monumentalidad sirve para fines no necesariamente conmemorativos ni, por supuesto, tiene ya un sentido funerario. Es una monumentalidad que, por otro lado, carece de cualquier valor de antigüedad o artístico, pero que trabaja -mejor dicho, juega- con la historia para sugerir ideas reconocibles por todos, creando así una expectativa, una cierta promesa semántica. ¿Qué es lo que transmite, por ejemplo, el Caesar’s Palace de Las Vegas? Transmite los valores de una cultura dotada de prestigio, un universo de formas arrancadas de su contexto pero que flotan en el imaginario de la comunidad: formas tan universales como aquella “cortina de columnas” que, para Giedion, era el ingrediente fundamental de las recetas más banales del Eclecticismo, pero que, como demuestran Venturi y Scott Brown, ha mantenido a lo largo del tiempo buena parte de su significado. El resultado es, obviamente, una cultura en segunda derivada, un monumentalismo kitsch que, sin embargo, resulta eficaz para encauzar, aunque sea a través de la ironía, aquella hegeliana necesidad del hombre de “formar símbolos para sus actos y su destino, para sus convicciones religiosas y morales”. La diferencia es que tales símbolos están precocinados: se ofrecen listos para el consumo inmediato.

Lo que descubre la Posmodernidad -con ironía o sin ella- es así la posibilidad de un nuevo tipo de monumento que desborda las categorías enunciadas por Riegl: un monumento que no es funerario ni conmemorativo, pero tampoco histórico ni artístico, pues carece de valor de antigüedad y está fuera de los circuitos del arte. Es, además, un monumentalismo más festivo que serio, sin que ello implique necesariamente un menor compromiso cívico. Sin embargo, es mercadotécnico y conservador, pues no sigue la senda ‘progresista’ del arte -como suponía Giedion-, sino que vuelve la mirada al pasado para manipular con descaro ciertos códigos formales, ciertos tipos, ciertos significados. Su valor, por tanto, es intencionado, pero no conmemorativo: no celebra nada salvo su propio efecto y significado. Le basta con la imagen para declarar enfático “I am a Monument”: estoy aquí, mírame, soy un monumento.

El monumentalismo digital

El monumento postmoderno no se refiere más que a sí mismo, es tautológico: signo y a la vez significado. ¿Por qué depender de un referente externo si, como advirtiera el mismísimo Wittgenstein, vivimos en una época en la que “no hay nada que conmemorar”? En nuestro siglo, los monumentos no se conmemoran más que a sí mismos. Venturi y Scott Brown, pero también McLuhan, lo sabían bien: todo depende de la presentación de los signos. El medio es el mensaje.

La consecuencia es que, convertido en una imagen reconocible, en un signo que lleva en su mochila su propio referente, el monumento se sostiene a sí mismo en el vacío, como el barón Münchhausen, que se sacó de una ciénaga tirándose de la coleta. Tal improbable don hace posible que el monumento pueda conmemorar sin depender de hazañas ni de hechos, además de tener una apariencia histórica siendo estrictamente contemporáneo, reconocerse como algo artístico sin serlo en absoluto y, lo más inesperado de todo, desentenderse incluso de su carácter físico como objeto construido en determinado lugar para pulular de pantalla en pantalla convertido en una simple imagen, habida cuenta de que lo importante en el monumento no es su materialidad, sino el significado que transmite.

Transformado primero en un material manipulable por los media, el monumento se ha vuelto después digital, y ha encontrado en la Red un inesperado ecosistema. El proceso, que no deja de agrandarse como una bola de nieve, tiene su expresión más paradigmática en el llamado ‘efecto Guggenheim’: la construcción de monumentos intencionados que se conmemoran a sí mismos y que además poseen un falso valor histórico y artístico desde el mismo momento en que se construyen. Pero ¿quién podría dudar hoy de que el bello artefacto de titanio de Gehry sea un “monumento”, aunque carezca de todos los valores que tanto Riegl como Giedion juzgaban que debía poseer ese tipo de edificios? Además, los nuevos monumentos sin tiempo ni historia -monumentos tautológicos- se extienden por una vida paralela, convertidos en las imágenes codiciadas por los turistas que coleccionan los archivos jpg como antes coleccionaban postales, y que ojean los mosaicos digitales de flickr como antes daban vueltas a los expositores giratorios de las tiendas de souvenirs.

Pero, claro, poseer o consumir el monumento a través de sus imágenes no basta. El turista ansía verlo, es decir, constatar que el icono, el signo sin referente, existe en la realidad. Por eso, el monumento digital actúa como un reclamo e incentiva el turismo, como diría un ministro del ramo. Todo se basa en un trastorno parecido al que padecen los turistas japoneses respecto a La Gioconda. Cuando, pongamos por caso, los grupos de empleados de Toyota, Sony o Mitsubishi pertrechados de sus cámaras digitales acuden a la célebre sala en la que la obra maestra de Leonardo convive, entre otras, con la obra maestra de Veronés (que pasa, sin embargo, desapercibida pese a sus casi 10 metros de largo), lo único que pretenden conseguir es una imagen de esa entidad física presentada al otro lado de la vitrina, dando fe de este modo de la existencia real de algo que sólo habían conocido hasta entonces como imagen y que en realidad prefieren seguir consumiendo como tal. Lo que los turistas que desfilan ante La Gioconda fotografían no es propiamente La Gioconda, sino su anhelo de comprobar que La Gioconda existe de verdad. En la edad del vacío -como la llama Gilles Lipovetsky- el simple hecho de que la imagen tenga un referente en la vida física le confiere un aura. La misma que poseen La Gioconda, el Museo Guggenheim y los otros monumentos que colonizan la Red.

La ‘astanización’

Los monumentos in vitro -sin antigüedad, sin valor artístico y sin nada que conmemorar, pero que actúan como reclamos globales en Bilbao, Valencia, París, Moscú, Dubái, Shanghái o Macao- desbordan así la terminología de Riegl, llevan a término -aunque con medios insospechados- la promesa de civismo a la que aspiraba Giedion, y desarrollan las premisas semánticas del Postmodernismo. Pero lo hacen sin rastro de ironía, y esta seriedad, en cierto modo, les devuelve a su condición original. Los monumentos digitales van en serio.

El caso más sorprendente de este nuevo monumentalismo severo es Astaná, la capital de Kazajistán nacida en un territorio hostil y construida en menos de una generación. En ella no se halla, por supuesto, la ironía y el cinismo capitalista que produjo Las Vegas o Manhattan y hoy construye Dubái o Shanghái, sino otro carácter distinto aunque también familiar, del que emana un cierto tufillo Ancien Régime y que da cuenta de aquello que nadie se había atrevido a plantear desde los totalitarismos, al menos en esta escala: el monumentalismo en su versión tradicional, es decir, el erigido como expresión, no ya simbólica o irónica, sino literal del Poder. Astaná evidencia así el fracaso del proyecto abstracto y elitista de las vanguardias en relación con los monumentos, y también la capacidad insospechada de las herramientas digitales para insuflar una nueva vida al viejo monumentalismo autocrático, sea en Kazajistán, Arabia Saudí o China. No se trata, por supuesto, de la expresión de poder que sugieren las estatuas de bronce de los autócratas norcoreanos, que causarían risa si no provocasen temor. Se trata de un monumentalismo más sutil.

Sutil es la ‘composición’ de Astaná, que es fundamentalmente ecléctica: consiste en combinar piezas extraídas del catálogo de la historia, pero dotadas de una fuerte carga simbólica y de un “carácter” -otro término academicista- que sabe responder a las expectativas generadas por el programa. Un paseo virtual por la ciudad lo demuestra: el Palacio del Gobierno tiene un estilo solemne y pompier; el de La Paz, proyectado por Norman Foster, alberga su genérico programa (¿qué programa es el de “la paz”?) en una colosal pirámide cristalina cuyo hermetismo iridiscente recuerda el de las visiones expresionistas; el recinto ferial, por su parte, parece más “democrático” y resulta más ligero gracias a su cubierta tensada cuya levedad se acentúa gracias a una iluminación que favorece las fotografías epatantes. En otros casos, podría pensarse incluso que bajo el aparentemente anodino trazado de la ciudad se hallan añejos y arcanos simbolismos, como los que descubre un orgulloso bloguero kazajo, para quien su capital da cuenta de algunos conocidos pasajes bíblicos: las calles están bendecidas con agradables fuentes (S. Juan 7:37 y Jer. 2:13), el bello río Ishim fluye a lo largo de la ciudad (S. Juan 7:38) y separa la vieja urbe de la nueva (Carta a los Hebreos 7:19), y un etcétera hermético y monumental.

Se trata, sin duda, de una curiosa manipulación de los viejos códigos academicistas, una transmutación de los programas simbólicos del pasado en una variante que no por kitsch resulta menos operativa. Pero lo más relevante del caso de Astaná es que los iconos monumentales no serían nada fuera de la Red. Su aspiración, de hecho, es una presencia global -es decir, la omnipresencia- conseguida gracias a la difusión reiterativa y extenuante de sus imágenes más características -la pirámide Foster, por ejemplo-, iconos de fácil consumo que, una vez replicados, se distribuyen viralmente por los canales virtuales, multiplicándose sin descanso como si fuesen el producto de un juego de espejos enfrentados. Y lo consiguen, pues con la ayuda de los arquitectos que no en vano se denominan ‘mediáticos’, Astaná llega ser una imagen de marca: un producto reconocible, nada elitista, inteligible para el iletrado y el culto, para el pobre y el plutócrata, como antes lo eran los monumentos convencionales con su pedestal y su cortina de columnas.

 Por muy kitsch que resulte -o precisamente por ello-, Astaná conecta el discurso más añejo y pesado del monumento autocrático con las herramientas más actuales y livianas de la Red. En este sentido, su éxito contrasta con el fracaso de una modernidad que sólo ha sabido levantar cementerios, memoriales o tan exquisitos como anecdóticos monumentos cívicos “de autor”. Cien años después de las tesis de Riegl, Astaná evidencia un programa monumental que, a la vez que niega la historia, juega con ella, y en paralelo se inyecta grandes y eficaces dosis semánticas a través de la diseminación digital. El monumento desborda así la peana, se integra con la vida común, y pasa a tener dos existencias complementarias: la construida sobre un cuerpo material (el edificio o el objeto reales) y la virtual que el turista consume como imagen y hace circular a través de la Red. No otro es el propósito de la ‘astanización’: producir monumentos líquidos que resguarden la memoria improbable del vacío.


Publicado originalmente con el título “La memoria del vacío. Sobre el monumento en la era digital” en Teatro Marittimo 4 (2014).