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La tesis doctoral como contradicción

Eduardo Prieto

La tesis doctoral tiene una condición contradictoria: es un medio tanto como es un fin en sí mismo. Un medio para acceder a la llamada ‘Academia’: la primera etapa del cursus scholarum que, en el mejor de los casos, convertirá al doctorando en un profesor. Pero también es un fin en sí misma, una realidad dotada de unas leyes y un destino propio: la investigación concienzuda en un tema o un aspecto hasta ese momento poco explorado o estudiado de manera poco fructífera. Pero cabe  asociar a las tesis otra contradicción, que tiene que ver con su doble condición personal y colectiva: de un lado, es un proyecto individual que atiende a unos intereses propios y evidencia hasta cierto punto el pasado intelectual —la biografía intelectual— de su autor; pero, del otro, la tesis es, o debería ser, un espejo público que refleja la imagen de una comunidad investigadora más amplia —comenzando por el propio director—, de una estructura cultural que le da sentido y que, en último término, la convalida.

Recordar esta doble y difícil condición de la tesis debería servir de aviso respecto a ciertos riesgos. El primero es hacer de la tesis un simple medio, el paso fastidioso pero imprescindible para colocarse en el punto de partida de la carrera académica en su lado más convencional. El segundo es hacer de la tesis en un proyecto tan personal que desemboque en el solipsismo. El tercero es complementario al anterior, pero distinto: que la tesis haga las veces de manifiesto, de simple portavoz de las ideas operativas de un momento o un grupo intelectual o a veces incluso de un grupo de poder.

De estos riesgos, quizá el más peligroso —por extendido y vacuo— es el primero, por cuanto adocena intelectualmente al doctorando y a la comunidad investigadora en su conjunto y contribuye a acentuar lo que la Universidad es parte ya es: una agencia más bien ineficiente de colocación, un teatro de los favores debidos, un mecanismo esencialmente burocrático. Las tesis rutinarias —concebidas como puros medios o ‘ritos de paso’— no hacen sino aumentar la entropía del saber académico, llenándolo de un conocimiento puramente formal y, por tanto, estéril; y, en este sentido, quizá no fuera descabellado postular un ‘principio de crecimiento cuasi cero’ en la producción académica: las tesis deberían ser menos y mejores.

Respecto al segundo riesgo —hacer de la tesis el fruto de una obsesión solipsista—, el problema es que alienta un tipo de investigación sostenido fundamentalmente en la ‘originalidad’. La tesis es el primer paso de la carrera académica —es, de hecho, la piedra de toque de la capacidad investigadora—, y, dado que los comienzos de casi todos los investigadores suelen ser precarios —y más hoy, cuando el corpus de lecturas con que los alumnos llegan al Doctorado resulta muy insuficiente—, y dado también que el campo de investigaciones arquitectónicas está ya muy roturado, el doctorando —y su director— deberían partir de cierta modestia fructífera. Esto no quita, por supuesto, para que la tesis tenga un enfoque original, se sostenga en un método original o dé lugar a conclusiones originales —todos ellas son características de la tesis ideal—, pero el objetivo de la investigación no debe ser la originalidad en sí misma, sino la ampliación del conocimiento. En rigor, la tesis es casi por definición un objeto poco original, en la medida en que se debe a una tradición previa que contribuye a ampliar y refinar, pero que en muy pocos casos es capaz de cambiar.

El tercer riesgo —que la tesis sea la simple portavoz de las ideas de un momento o un grupo— es quizá inevitable, pero no por ello deja de ser inquietante. Cuando el propósito último de la tesis es ponerse al servicio de la actualidad efímera, de los intereses de ciertos grupos intelectuales o de poder, lo que hace el doctorando no es sino ponerse al servicio de lo circunstancial: confiar el valor a algo adventicio. Por supuesto, cualquier tesis está determinada por los prejuicios de quien la escribe o dirige y del lugar y el momento en que se hace, y no está mal que aspire a intervenir en la realidad —que tenga un sentido ‘operativo’—, pero su valor dependerá de su capacidad de ampliar el conocimiento en sí mismo, más allá del uso social o académico que se le quiera dar. Que la tesis quiere convertirse en un manifiesto —que haga depender su valor de algo extrínseco a ella— no es acaso sino una muestra más de la triste división a la que se enfrenta hoy eso que llamamos ‘cultura: de una parte, la imagen de la cultura, su epidermis oficial, formada por aportaciones banales, premiadas y abundantísimas; de otra parte, su estructura profunda, la que aporta conocimiento y, en algunos casos, incluso placer intelectual, pero suele darse menos con estrépito que con sordina.