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La utopía del faro horizontal

Eduardo Prieto

Aunque construyamos para protegernos del hielo y la lluvia cubriendo nuestros cuerpos con pieles de piedra y ladrillo, la arquitectura no deja de ser naturaleza. La tesis resulta verosímil si pensamos que los edificios son como organismos que nacen, crecen y mueren, y sobre todo si advertimos que la arquitectura es un fragmento humanizado de naturaleza: un paisaje con sus tamaños y leyes propios, pero a fin de cuentas paisaje. 

Llegar a esta definición puede ser el trabajo de una vida o, por el contrario, el desencadenante que dé sentido a una carrera. Lo fue desde el principio para Rafael Aranda, Carme Pigem y Ramon Vilalta, el trío que, bajo el nombre RCR arquitectes, han convertido Olot en el eje de una personalísima obra que es fruto de la voluntad de disolver la arquitectura en su entorno, de hacer de ella paisaje habitado. Esta voluntad no es ocasional ni tardía: está presente desde sus primeras obras en Cataluña, y explica bien que en 2017 se les concediera el Premio Pritzker, el llamado ‘Nobel’ de la arquitectura, que hasta entonces solo había recibido otro español, Rafael Moneo, en 1996.

Arquitectura y paisaje se funden también en su última propuesta: un faro horizontal en el poniente de Gran Canaria, Punta Aldea. Se trata de un proyecto concebido en 1990 y después abortado, pero que, pasado el tiempo y retomada la voluntad de construirlo por parte de las administraciones, los catalanes han querido convertir en algo aún más ambicioso y también más acorde con los tiempos: un itinerario cultural y ambiental en el extraordinario paisaje que se extiende por los desfiladeros de Andén Verde y los yacimientos arqueológicos de Risco Caído y las Montañas Sagradas, territorio volcánico que tiene afinidades insospechadas con el lugar en que Aranda, Pigem, y Vilalta viven y trabajan, la también volcánica Garrotxa.

La voluntad de RCR arquitectes por disolver los edificios en el paisaje puede explicarse por la presencia tan peculiar que tiene la naturaleza en su ciudad, de apenas 35.000 habitantes. Definido por el contraste entre las quebradas secas y los valles húmedos, las verdes arboledas y las oscuras lavas, las colinas gastadas por el viento y los conos eruptivos de precisa geometría, el paisaje de Olot y la Garrotxa constituye una realidad tan opulenta que resulta difícil salirse de ella. “Se impone como un hecho volcánico que invoca palabras como fluidez, feracidad, materia, devenir, entropía, lleno, vacío”, explica Vilalta. En la Garrotxa —la llamada “Suiza catalana”— la realidad del paisaje alienta una mirada que, lejos de abarcar la naturaleza para dominarla, prefiere contemplarla, entenderla, revelarla.

Es probable que Aranda, Pigem y Vilalta aprendieran a mirar el paisaje durante su crianza en Olot. Pero este aprendizaje nunca se habría manifestado del todo de no ser por su paso por la Escuela Técnica Superior de Arquitectura del Vallès, cerca de Barcelona, de cuya primera promoción formaron parte. La ETSAV se preciaba de haber incorporado el paisajismo al currículo de los arquitectos, un empeño innovador que, sin embargo, no impidió que los que pronto serían RCR arquitectes tuvieran que lidiar con ciertas incomprensiones. Aranda, Pigem y Vilalta recuerdan al respecto el momento en que, después de exponer un proyecto con fuerte impronta paisajística, el catedrático les preguntó con acritud: “Pero, ¿dónde está el edificio?”.

No hacer una arquitectura “de edificios” sino “de paisajes” era algo que entonces rayaba en la herejía. Pero nuestros protagonistas siguieron siendo fieles a sus convicciones, y tras terminar la carrera en 1987 tomaron una decisión que determinaría sus vidas: trabajar desde Olot. Supieron resistirse a los cantos de sirena de la Barcelona preolímpica, para volver a su ciudad y convertir paisaje y paisanaje en el sustrato de su trabajo. “Fueron tiempos apasionantes y difíciles —declaran—, que se enriquecieron con tres grandes oportunidades: el trabajo como asesores para el recién creado Parque Natural de la Zona Volcánica de La Garrotxa, el viaje a Japón y el concurso para el faro de Punta Aldea”.

El de asesores del Parque Natural fue un trabajo fructífero porque les introdujo en la lógica que rige la gestión de los territorios y les dotó de esa mirada ecológica en la que lo relevante no son los objetos, sino las relaciones que se dan entre ellos. Por su parte, el viaje a Japón les mostró la belleza de una arquitectura íntimamente ligada al lugar y rica en sugerencias estéticas. Por supuesto, todo lo anterior resuena en las primeras obras de calado de RCR arquitectes, tanto las de Olot —el Estadio de Atletismo Tossol Basil y el Parque de Piedra Tosca— como el proyecto que habría de esperar treinta años para tomar nueva vida: la intervención en Gran Canaria.

Más allá del icono

En 1990, el área de Señales Marítimas del Gobierno de España convocó un concurso para la construcción de faros en diferentes enclaves, entre ellos uno de los acantilados más bellos de las Islas Canarias. De los trescientos equipos participantes, todos menos uno replicaron el arquetipo de ‘faro’ con poste vertical que esgrime arriba una luminaria. Aranda, Pigem y Vilalta plantearon algo inédito que sugiere la madurez con que desde muy pronto encararon su carrera. “Por esas fechas contábamos ya con una suerte de método de proyecto que consistía en atarnos la mano a la espalda para no dejarnos llevar por tópicos visuales. La idea era darle menos protagonismo al dibujo que al concepto, a la idea que debía sostenerlo todo”, explican.

En este caso, resistirse a lo previsible consistió en proponer un faro horizontal. Los faros son verticales porque deben alzar su luz sobre la línea de la costa, pero, cuando esta se levanta tanto como en Punta Aldea —las quebradas allí ascienden cientos de metros—, puede plantearse la alternativa de combinar el faro con el paisaje de manera que este funcione como inmenso poste de roca y aquel solo como una luminaria colocada en la cota exacta. El resultado no es tanto un icono que se destaca de la naturaleza cuanto un objeto híbrido que se mezcla con él: algo que, sin dejar de ser una señal marítima, aspira a dar voz al paisaje.

Con esta decisión radical y poética, RCR arquitectes ganaron el concurso, pero el paso de la titularidad de Señales Marítimas a las autonomías y las incertidumbres de la gestión hicieron el proyecto quedara arrumbado. Con todo, en 2022 las administraciones canarias decidieron retomar la utopía de los catalanes con el argumento de que la construcción de una autopista por el flanco occidental de Gran Canaria permitía que la vieja carretera que serpentea entre desfiladeros se incorporase a la intervención para crear un itinerario territorial. Aranda, Pigem y Vilalta atendieron la petición, pero lo hicieron conscientes de los cambios sociales, políticos y ecológicos que se han producido desde 1990: el proyecto del faro no podía ser el mismo. “No creemos ya que la propuesta deba consistir en un objeto con una única función: nuestro propósito es hacer del faro un catalizador que active el paisaje al mismo tiempo que lo revela y propicia nuevos modos de explorar el territorio”, afirman.

La prevención de RCR arquitectes se justifica por el dato de que las Islas reciben cada año trece millones de visitas, tal y como se señala en Turismo Paisaje Futuro, editado por el Gobierno canario y que describe en buena medida las intenciones del proyecto. Y se justifica asimismo por la desconfianza de que un ‘icono’ al uso pueda tener sentido en un lugar tan vulnerable como Punta Aldea y su entorno, con sus desfiladeros que a Unamuno le sugerían la imagen de una “tempestad petrificada”. Así, frente al autismo de los iconos, RCR arquitectes proponen crear una “caja de resonancia” que amplifique los ecos del paisaje del Andén Verde y asimismo los ecos culturales de Risco Caído y las Montañas Sagradas, donde los antiguos canarios excavaron cuevas y las ornamentaron con extraños símbolos que se siguen iluminando con la luz de los solsticios y equinoccios.

El nuevo itinerario cultural para Gran Canaria replantea las ideas convencionales sobre el territorio, el turismo y la gestión. Se trata de un laboratorio que no hace sino reflejar las inquietudes de RCR arquitectes, materializadas hoy en tres iniciativas complementarias: los talleres de verano en su estudio en Olot, la Fundación Bunka y la llamada ‘Vila’, una masía de origen medieval que quiere ser un centro de investigación sobre el espacio habitado. Por medio de ellas, pretenden poner en entredicho algunos de los dogmas de la cultura arquitectónica, enriqueciendo la especialización con la transversalidad, sustituyendo la cultura de la imposición de “arriba abajo” por otra en la que haya cabida para más voces y, sobre todo, ampliando el discurso hasta los paisajes y territorios. Acompañados por discípulos, alumnos, compañeros y artistas, RCR arquitectes siguen trabajando con la esperanza de que llegue un momento en que los catedráticos de Proyectos no pregunten “dónde está el edificio”, convencidos ya de que la arquitectura puede ser naturaleza. El proyecto en Gran Canaria parece una ocasión excelente para demostrarlo.