La Wunderkammer de Madrid

Desde que merecemos tal nombre, los seres humanos nos
hemos rodeado de cosas bellas y las hemos cuidado con un celo que ha sido mayor
cuanto menor era su utilidad. Primero fueron los tatuajes y abalorios que
cubrían los cuerpos en la vida y la muerte. Después, los regalos, exvotos y
reliquias que hablaban a lo divino. A continuación, las joyas, coronas, copas,
libros, relojes y curiosidades que causaban arrobo nobiliario. Y más tarde, los
lienzos, esculturas y demás piezas artísticas que atesoraron los reyes. Para custodiar
estos objetos maravillosos, los arquitectos erigieron criptas, templos,
galerías y palacios, y los artesanos crearon estuches, joyeros, arquetas,
armarios y aparadores. Puede decirse que el Museo de las Colecciones Reales que
está a punto de abrir sus puertas en Madrid es una mezcla de todo esto: una cripta,
un templo, un palacio, una galería, un joyero.
Inserto en la cornisa que en el siglo IX fortificó el califa
de Córdoba para proteger Toledo, el museo es una cripta que alberga y exhibe los
restos de la muralla islámica, sancta sanctorum de Madrid. Pero, por la
sacralidad cortesana de sus piezas y por el hecho de compartir el subsuelo con
la catedral de la Almudena, es también una suerte de templo. Puede considerarse
además un palacio cívico cuya fachada abstracta resuena con la de la vecina
mansión real. Y todo ello sin dejar de ser una galería que evoca las salas atiborradas
de objetos que proliferaron en los tiempos dulces del Ancien Régime. Y
aunque el tamaño de este edificio colocado al modo de ‘rascainfiernos’ o gran retablo
de piedra sugiera lo contrario, hace las veces de delicado joyero que custodia
y ennoblece lo que de por sí ya tiene valor: una impresionante summa de
objetos reunidos a la manera de las colecciones antiguas.
¿Cómo eran las colecciones antiguas? Los museos modernos
someten los objetos a un orden racional que los clasifica por tipos, autores y
épocas, pero las colecciones cortesanas eran muy distintas: aspiraban a
compilar lo mejor del universo y desconocían la idea de evolución cultural, de
ahí que su empeño no fuera cronológico, sino enciclopédico. Sus razones, por
otro lado, no pretendían ser científicas, sino personales y estamentales, ya
que eran fruto de los gustos de los reyes, príncipes y mecenas tanto como de los
peculiares rituales de sus cortes.
No ha sido tarea fácil conjugar el espíritu de las
colecciones antiguas con las formas modernas de la museografía. Pero el
propósito ha podido cumplirse en esa peculiar asociación de objetos históricos
y arquitectura contemporánea que es el Museo de las Colecciones Reales, gracias
al empeño de Patrimonio Nacional, al talento de los arquitectos Emilio Tuñón y
Luis Moreno Mansilla, y a la sensibilidad de Manuel Blanco y Héctor Navarro,
autores del proyecto de museografía.
El extraordinario edificio consolida la cornisa
madrileña al mismo tiempo que evita los excesos retóricos, asumiendo con elegancia
su condición de estuche o joyero. En su interior se presentan con mimo 650 excelentes
piezas —un tercio irá rotando— de entre las 170.000 del Patrimonio Nacional. Y
aunque es inevitable que el hilo conductor sea la sucesión cronológica de las
dinastías —Austria y Borbón— y reinos —de Isabel la Católica a Alfonso XIII—,
la galería recuerda el exquisito desorden de las viejas colecciones. Pues, además
de viajar por la historia, el visitante lo hace por la jungla simbólica de los
objetos innumerables que hablan de los gustos de los monarcas, los cambios de
moda, las variantes del lujo nobiliario, las tradiciones de los imaginarios
cortesanos y los espejismos estéticos del derecho divino.
Entre los objetos
destacan, por su valor artístico, los lienzos de Tiziano, Caravaggio, Ribera, Velázquez
Goya y Tiépolo. Pero la colección atesora sobre todo esas cosas artesanales que
la modernidad juzgó con desdén pero que hoy resultan fascinantes por mostrar un
modo de vida ajeno al nuestro: tapices mitológicos, afiligranadas copas de
cristal, inverosímiles búcaros, relicarios delirantes, pétreas taraceas, pianofortes
delicados, deslumbrantes coronas, carrozas fastuosas, casullas de oro y plata, corazas
artísticas y aun fuentes y columnas que un día estuvieron en los patios y
retablos de los sitios y fundaciones reales. Se trata de un compendio
inverosímil que recuerda a la clasificación de la enciclopedia china de Borges
tanto como evoca el carácter prolijo y mágico de esos cabinets de curiosités,
Wunderkammern o cámaras de maravillas donde antaño se podía
sentir el aura de los objetos expuestos.
Objetos y auras
El siempre citado Walter Benjamin escribió que el aura
hace única a cada cosa porque es el soplo que habla de su recorrido por lugares
y los tiempos, de su historia hecha de huellas. Esta definición resulta exacta para
las piezas del museo, a los que se le ha dado su propio espacio para que
transmitan, un poco mágicamente, la presencia de unos mundos desaparecidos. Pero
el aura que captura el museo no es solo la de los objetos; es también la del
lugar donde tantas cosas han sucedido —más de mil años de arquitecturas del
poder—, y asimismo el aura del tiempo que impregna con su hálito los estratos y
las pátinas. De ahí que, contra lo que sugiere la primera impresión, entrar en este
museo radicalmente contemporáneo sea como sumergirse en un mundo de presencias fenecidas
que el visitante está llamado a convocar.
La inmersión en el edificio depende de una entrada
casi doméstica que evita que el museo compita en superficie con el palacio y la
catedral, al mismo tiempo que deja libres las vistas sobre la Casa de Campo y
la sierra de Madrid, uno de los paisajes más bellos de las capitales europeas.
Pero esta entrada en tono menor tiene igualmente la virtud de sugerir al
visitante que está accediendo a un estuche, a un joyero, por mucho que
enseguida pase a un largo vestíbulo que se abre a la luz de poniente, y desde
el cual una monumental rampa salva el desnivel de la cornisa madrileña para
desembocar en las dos galerías superpuestas que son la parte del león del
museo.
De estas dos galerías, la superior contiene la Wunderkammer
de los Austrias, en tanto que la inferior, de techo más bajo, es como un gabinete
de curiosidades borbónicas. “Queríamos aprovechar el cambio de altura para acomodar
en espacios distintos a cada dinastía”, explica Manuel Blanco. Y este afán
topológico de transmitir ideas a través del tamaño y la posición de los
espacios está también detrás de algunas de las decisiones del proyecto
museográfico. Como dar a los ámbitos un tamaño proporcional a la importancia de
cada reinado. O delimitar a través de los tapices el volumen de las salas donde
una vez aquellos estuvieran colgados. O denotar mediante ciertas piezas
especiales —una armadura hecha a medida, por ejemplo— la presencia física del rey.
O mover con sutileza al visitante por un recorrido que evoca la estructura
laberíntica de los antiguos palacios. O entender que la galería de las
Colecciones Reales es una arquitectura dentro de otra más grande, la del museo,
igual que este es una parte de la cornisa madrileña.
Lo más notable es que
esta flexibilidad topológica sea fruto de la contención y el rigor.
Distribuidos a lo largo de una espina que en función del programa se estrecha o
ensancha, gana altura o la pierde, los paneles, expositores y vitrinas se ciñen
a un minimalismo hecho de blancos y grises que mantienen vivos las calidades de
los objetos y del edificio. “No buscábamos competir con la excelente obra de
Tuñón, sino dialogar con ella por medio de una exposición muy abierta”, añade
Blanco. Y este deseo se evidencia asimismo en la modulación de 1 metro que rige
tanto en el museo como en la museografía, así como en el hecho de que los
objetos tiendan a disponerse en horizontal para que no se perturbe la visión de
esas poderosas vigas de hormigón que dan unidad al conjunto.
Un viaje por los reinados
Pero, más allá de estas decisiones, son los objetos
los que estructuran los espacios y definen los recorridos. Cuatro inmensas
columnas salomónicas dan la bienvenida a la wunderkammer de los
Austrias, y a estas siguen el altar de Juan de Flandes y los ricos tapices cuidadosamente
colgados de Isabel la Católica; todo ello en torno a la celada y la silla de
montar de Felipe el Hermoso. Después, los espacios se abren al esplendor
renacentista del reinado de Carlos V mediante un retrato de Tiziano, los maravillosos
tapices de Mühlberg, Escipión y Argel, los libros que dieron pública noticia de
América y una soberbia armadura que evidencia el poder tanto como la pequeña talla
del emperador.
Tras la espléndida sala de Felipe II, con su deliciosa
evocación de El Escorial y la imponente armadura a caballo del rey, el
visitante culmina el paseo por los Austrias mayores, aunque la cultura
cortesana de los menores no sea menos espléndida, pues contiene la primera
edición del Quijote, la Salomé de Caravaggio y el ‘caballo’ de
Velázquez, el Cristo de bronce y la maqueta de la Fuente de los Cuatro Ríos de
Bernini, la surrealista talla de un San Miguel Victorioso a cargo de La Roldana,
los elocuentes objetos de los ‘patronatos femeninos’ de las Habsburgo o la negra
carroza de nogal que mandó construir Mariana de Austria, presintiendo tal vez
la muerte de su hijo y el fin de la dinastía.
En la planta inferior, el gabinete borbónico comienza
con los retratos de Felipe V y su abuelo Luis XIV, cuyas pelucas y mantos de
armiño, por contraste con los soberbios negros de los Austrias, dan muy bien el
tono del cambio de modas que supuso la llegada de la nueva dinastía. A los
retratos suceden los planos del Palacio Real de Juvarra, amén del altar
portátil de Bárbara de Braganza, las sillas rococós de Gasparini, el uniforme
de Carlos III, la casaca de Carlos IV y la mesa a lo rolling sushi en la
que tal vez comieran Godoy y María Luisa de Parma.
Más tarde adviene el esplendor inmerecido de la
carroza de Fernando VII y el merecido del comedor de su mujer María Isabel de
Portugal, fundadora del Museo del Prado. Y finalmente llegan las piezas, ya un
tanto kitsch, del reinado de Isabel II —como el quirogimnasio con el que
la reina preparaba sus dedos para el piano—, y también las del tiempo de los
Alfonsos, cuando los reyes dejaron de ser coleccionistas y los palacios
comenzaron a llenarse de cuadros malos y bibelots, como prueban cada año los
televisados discursos de Nochebuena.
Pendiente desde los tiempos de Manuel Azaña, el Museo
de las Colecciones Reales abre sus puertas el 28 de junio. Es cierto que, más
allá de su espléndida arquitectura, no tiene la importancia artística del
Prado. Y que carece de esas piezas icónicas con las que se hacen camisetas y
llaveros. Pero no es menos cierto que esta colección saca a la luz obras
valiosísimas que llevaban décadas arrumbadas en salas oscuras y almacenes, y las
presenta con tanta exigencia intelectual como pedagogía. No se trata solo de
una manera loable de gastar dinero público: es un modo sensato, bello y eficaz
de acercar a los españoles a ese lugar cada vez más remoto en el que habita su
propia historia.