Las ciudades de Italo Calvino

Hay escritores del tiempo, como Proust, Joyce, Valéry
o Borges, y hay escritores del espacio, como Ariosto, Zola, Faulkner o Benet.
Si unos transforman la duración y la memoria en sustancia literaria, otros componen
libros a partir de los lugares que vivimos y soñamos. Aunque siga siendo
difícil clasificar a Italo Calvino, su talento verbal no se entendería sin el
gusto por las descripciones morosas de los sitios banales, sin la voluntad de desvelar,
a través de la escritura, los ambientes que nos moldean. Esto hace de él un escritor
del espacio.
Pero, ¿de qué tipo de espacio? Para un anatomista de
la realidad como Calvino, el espacio no es la sustancia abstracta de los
científicos, sino el entorno concreto, material, en el que vivimos y somos: la
“cristalografía de la civilización”, como gustaba llamarla. De ahí que, en
Calvino, el interés por el espacio se tradujera desde el principio en el amor por
la ciudad, el artefacto que da forma al hombre moderno desde la cuna hasta la
sepultura.
Desde hace dos siglos, los escritores han hecho de la
ciudad un poderoso tema literario. Primero la trataron como escenario de los
avatares sociales; después la convirtieron en protagonista de las novelas. Para
Calvino, la ciudad es otra cosa más sencilla y más compleja: el sustrato de la
vida en común, el lugar de la memoria y los deseos, el ámbito cotidiano que contiene
los mayores secretos y produce las mayores extrañezas. Es la inagotable cantera
de materiales humanos que el verdadero literato debe ver y registrar: un
inventario del mundo.
El tema de la ciudad está presente ya en dos relatos
tempranos de Calvino, La nube de smog y Marcovaldo. La primera es
una suerte de fábula ecologista escrita antes de que se hablara de ecologismo,
y convierte la contaminación en símbolo de nuestra dificultad para vivir en las
ciudades. Marcovaldo desarrolla el mismo tema a través de un cándido
protagonista que utiliza la urbe como observatorio de la naturaleza y asiste,
con un trasfondo de melancolía pero sin rendirse, a injusticias de toda laya,
como que la ciudad de las especulaciones inmobiliarias devore a la underground,
esa “ciudad de los gatos” que es también el espacio vital de muchos humanos.
Todo esto para decir que, en Calvino, el amor por la
ciudad se confunde con la constatación del fracaso del mundo moderno, territorio
inhóspito en el que —como denunciaba el escritor— las urbes se han vuelto
megalópolis continuas donde todos quedamos confinados, absorbidos. Si la
angustia de la ciudad llevó a Calvino a buscar, sin descanso, buenos lugares
donde vivir —Turín, Nueva York, París—, también le hizo componer, acaso como
compensación del desencanto, la trama verbal de su gran obra, Las ciudades
invisibles, suma de viajes ficticios que evoca El libro de las
maravillas de Marco Polo. Sus páginas contienen la descripción de cincuenta
y cinco ciudades con nombre de mujer, cada una de ellas con una sublime peculiaridad
y agrupadas mediante conceptos como la memoria, el deseo, los signos, los
intercambios, el nombre, el cielo, los muertos. Aunque Las ciudades
invisibles tengan vocación de intemporalidad, no son un ejercicio de
escapismo: bajo el ropaje exótico, hablan de cualquier ciudad, incluso de las
que hemos terminado aborreciendo.
Las ciudades invisibles
sostienen buena parte de la fama literaria de Calvino, y es justo que sea así.
Pero, hablando de lo urbano, conviene recordar que el proyecto de este libro
—hacer un inventario del mundo— tiene su complemento en un título menos celebrado
pero no menos ambicioso, Palomar. Aquí el autor se esfuerza por hacer
literatura solo mediante descripciones, y en este empeño convierte a su
protagonista en un ojo infalible que se recrea en las realidades más nimias: la
copa de los árboles desde una terraza, la panza de una salamanquesa, el vuelo
de los estorninos, el ecosistema de los quesos de un escaparate, un gorila
albino en el zoo. Es decir, las bellezas concretas de la ciudad, invisibles
hasta que la palabra literaria las ilumina.
Calvino concedió una entrevista a la televisión
italiana en 1974. Vivía entonces en París. La primera parte de la conversación
tiene lugar en el ático del escritor y consiste en un ingenioso pero previsible
intercambio dialéctico. La segunda resulta más inquietante, pues Calvino guía
al entrevistador por el París de entonces hasta que ambos recalan en el inmenso
solar de los recién demolidos Halles, donde habría de erigirse el Centro
Pompidou. Con los pies manchados de polvo, Calvino intenta mantener el tipo, y cabe
pensar que, incluso contemplando tal desolación (o tal vez precisamente porque
la contemplaba), era capaz de intuir una posible maravilla. ¿No había escrito,
a fin de cuentas, que una ciudad infeliz puede contener, por un instante, una
ciudad feliz; que las ciudades futuras ya están contenidas en las presentes
como los insectos en las crisálidas?