Las musas salvajes

Las ciudades se construyen con calles y viviendas,
pero también con símbolos. Antaño, los palacios y los templos engalanaban la
trama modesta de las casas; en nuestra época alérgica a las expresiones rotundas
del poder, el corazón simbólico de las sociedades se confía sobre todo a los
museos, templos de la religión fácil de la Cultura. Construir museos es la obsesión
del político biempensante. Lo es porque los museos suelen ser caballos ganadores:
¿acaso no resulta difícil resistirse a una buena colección de pintura, a un
edificio espectacular? Y lo es también porque el museo funciona como una
poderosa herramienta de seducción que puede utilizarse lo mismo para ilustrar
las conciencias que para inocular en ellas ciertas ideologías. El resultado es que,
incluso en tiempos de crisis, proliferan los templos del saber que son también templos
del poder. No hay musas ya para tanto museo.
Como templos del poder, los museos adoctrinan. El
primero de ellos, el de Alejandría, era a la vez un santuario y un lugar de investigación,
pero sobre todo era un monumento erigido a la gloria política de Ptolomeo, el parvenu macedonio que, armas y veneno
mediante, consiguió llegar a faraón. Para darse parecido lustre cultural, los
patricios romanos instalaron museos en sus jardines abarrotados de estatuas
clásicas, tal y como harían después los príncipes del Renacimiento. Tales
gustos aristocráticos anticiparon los museos, ya modernos, que los reyes y
ministros ilustrados del siglo XVIII concibieron como verdaderos instrumentos
políticos. Los dos siglos siguientes fueron los de la época de oro donde los
museos, devenidos edificios imponentes que mostraban todo tipo de artefactos
culturales —piezas de arte, restos arqueológicos, objetos naturales, máquinas,
armas—, se pusieron disciplinadamente al servicio del Estado para cumplir con
eficacia misiones diversas. Misiones educativas, por supuesto (la visita al
museo como obligado rito de paso del niño burgués), pero también misiones doctrinarias,
como la transmisión de las ideologías del progreso, el arte, la historia y, por
supuesto, la identidad nacional.
Los museos no fueron ajenos a las grandes
transformaciones que experimentó el arte en el siglo XX. Contra todo
pronóstico, consiguieron salir indemnes de las muchas crisis propiciadas por
las vanguardias, para llegar a nuestros tiempos con sus competencias intactas, y
aun acrecentadas. En especial las competencias doctrinarias y políticas, que hoy
siguen dando frutos insospechados, de los cuales tal vez el mayor sea la idea de
que un museo puede ser, en sí mismo, una solución política. Valga al respecto un
ejemplo bien conocido: cuando los Gobiernos nacionalistas decidieron embarcarse
en el proyecto del Guggenheim de Bilbao, las razones esgrimidas fueron índole
objetiva —la necesidad de aggiornar
una ciudad industrial en declive—, aunque a nadie se le escapara que el lirismo
de las formas aerodinámicas del edificio se había puesto al servicio de una
inteligente y descomunal operación política de lavado de imagen.
El Guggenheim —una de las operaciones arquitectónicas
más rentables de las últimas décadas— sentó las bases de una nueva generación
de museos concebidos como una continuación amable de la política. Museos que,
como sugieren los recientes Louvre Abu Dabi y Nacional de Qatar, ambos de Jean
Nouvel, hacen las veces incluso de diplomacia construida. En ellos, la cultura convertida
en icono contribuye a volver internacionalmente más ‘presentables’ a países
como China o los Emiratos Árabes Unidos, y ayuda de paso a reforzar su
sentimiento identitario. Una demostración de poder blando que evidencia que los
museos siguen manteniendo su aura cuasi sacrosanta.
La manipulación política de los museos admite grados
diversos. Unas veces el museo vale más por lo que calla que por lo que dice,
como ocurre en la Galería James Simon que acaba de terminar David Chipperfield
en Berlín, puerta de acceso a la mítica Isla de los Museos cuya contención es
cifra del modo con que los alemanes se enfrentaron con su ominoso pasado nazi.
Pero, otras veces, el museo puede funcionar como una herramienta literal de
activismo político, como indican algunos ejemplos que el lector recordará.
Cuando en 2017, Donald Trump solicitó al MoMA un cuadro de Van Gogh para
alegrar el Despacho Oval, el museo le respondió ofreciéndole una obra más
resplandeciente: el váter de oro de Maurizio Cattelan. Cuando el nacionalismo
catalán conmemoró el bicentenario de 1714, lo hizo construyendo el Born CCM, un
‘centro de cultura y memoria’ cuyo momento más espectacular es el yacimiento del
Sitio de Barcelona, considerado la ‘zona cero’ del independentismo.
La eficacia de la politización de los museos estriba en
su camuflaje ideológico: el edificio se viste con la piel de la cultura sin perder
sus colmillos doctrinarios. Esto no quita para que, en ocasiones, se opte por perder
las formas para que la arquitectura se convierta en una suerte de campo de
batalla política, una continuación de la guerra ideológica por otros medios.
Así lo sugiere la polémica y reciente inauguración del Museo de la Segunda
Guerra Mundial en Gdansk, que Donald Tusk, antes de pasar a la Unión Europea,
concibió como un monumento para la reconciliación con Alemania, pero que el
presidente polaco actual, juzgándolo una ‘traición’, ha intervenido para
ponerlo al servicio del relato nacionalista. “Estoy a favor de que los museos
enseñen patriotismo”, afirma, echando quizá de menos los viejos museos del
ejército que los niños del siglo XIX visitaban con arrobo.
El patriotismo es sólo uno más de los contenidos
políticos que caben en un museo, pero es tal vez el que mejor refleja nuestros
tiempos interesantes. En un mundo en el que la verdad palidece ante el poder de
convicción, todo parece depender de los relatos, y los museos han demostrado su
eficacia para transmitirlos. Los museos, de hecho, hoy consisten menos en los
objetos que exponen que en las historias que cuentan. Se han vuelto
conceptuales, discursivos, políticos, en tanto el que había sido el campo por
antonomasia de la discusión, la política, tiende a convertirse en escenografía,
performance, arte. Se trata de un
fenómeno este —el de la politización del arte y la estetización de la política—
que Walter Benjamin asoció a los totalitarismos, y que ha puesto al día con
talento Carlos Granés en un inquietante libro cuyo título tal vez nos define: Salvajes de una nueva época. La época de
las musas salvajes.