Le Corbusier, 1937

‘Ojalá
vivas en tiempos interesantes’: la maldición que nos ha caído encima tiene algo
que ver con la que soportaron los europeos en los años 1930, la década de las
grandes tensiones sociales y políticas que acabaron resolviéndose en un
apocalipsis.
La Exposición Internacional de París celebrada en 1937 fue el último gran acto cosmopolita en Europa antes de ese apocalipsis, y, en cuanto tal, participó de dos mundos. De un lado, el de la tradición casi extinta del optimismo tecnocrático y el progreso social; y del otro, el mundo convulso e incierto de unos años marcados por muchas y acuciantes contradicciones irresueltas. De entrada, la contradicción entre lo nacional y lo regional, y entre las élites y el pueblo; después, la contradicción entre el campo y la ciudad; y, por supuesto, también la contradicción entre los países de la Europa prebélica, que la Exposición de 1937 puso de manifiesto a través del propagandístico pabellón de una España en plena contienda —el pabellón del Guernica— y del enfrentamiento simbólico entre los pabellones de la URSS y el Reich, el uno con los obreros-soldados dispuestos por Borís Iofán a la manera de una corona, y el otro con el águila colocada por Albert Speer sobre un hercúleo podio.
No muy lejos de los obreros soviéticos y el águila nazi, Le Corbusier y su extraordinario grupo de colaboradores (Charlotte Perriand, Pierre Jeanneret, Josep Lluís Sert, Pierre Winter, Fernand Léger) habían levantado un edificio mucho menos retórico, el Pavillon des Temps Nouveaux, una gran «tienda de campaña» hecha de lona, madera, tensores y perfiles metálicos, susceptible de desmontarse e itinerar, y cuyo objetivo último era hacer las veces de «museo de educación popular». Museo de educación por cuanto pretendía llevar al público temas como la relación de la arquitectura con la gran industria, la transformación de las ciudades y la organización del territorio; pero también museo de propaganda en la medida en que utilizaba herramientas de comunicación directas y en tal empeño no dudaba en aprovecharse de los eslóganes políticos del momento, como los esgrimidos por los pacifistas de izquierdas para denunciar el gasto militar precisamente en el momento en que la Europa demócrata estaba a punto de ser engullida por los nazis.
Le Corbusier, como tantos otros, no fue de los que supieron ver esta amenaza, ni siquiera cuando, concluida ya la exposición en 1938, comenzó a elaborar el catálogo secuela de la misma, al que dio un título bienintencionado pero nada profético —Des canons, des munitions? Merci! Des logis... S.V.P.—, cuyo gancho era la propuesta de gastar menos en armas y más en viviendas. La clave de la propuesta, sin embargo, no estaba en este ‘qué’ acaso populista y que en breve quedaría barrido por la guerra, sino en el ‘cómo’, y en este punto Le Corbusier demostró ser tan ambicioso como para plantear su intervención en tres escenarios de gran amplitud y complejidad.
El primero de ellos era la ciudad en cuanto campo de batalla por antonomasia del mundo moderno y que exigía cirujanos de hierro capaces —como ya había anticipado Le Corbusier en 1923— de evitar la revolución social mejorando las condiciones de vida de las clases obreras, en particular las que habitaban en los «barrios insalubres» de París. El segundo escenario era más novedoso que el anterior: los espacios asociados al tiempo libre y al turismo, dos ‘derechos’ que acababan de conquistar los trabajadores franceses gracias a las vacaciones pagadas. Y el último escenario, aún menos previsible, era el mundo rural, que Le Corbusier pretendía sacar de la decadencia merced a improbables «granjas radiantes» y «poblados comunitarios», en un proyecto ingenuo y sesgado políticamente pero que no puede verse sino con simpatía desde la preocupación actual por el vaciamiento del campo.
Aunque el tiempo transcurrido ha hecho que los argumentos del maestro francosuizo parezcan caducos o al menos ilusorios, debe reconocerse la seriedad ideológica de la exposición, y, sobre todo, la ambición plástica del catálogo, un «gran libro de imágenes» con el que se pretendía llegar a la opinión pública por medio de un material que, si bien no consiguió ser eficaz a la hora de conectar con la gente, hoy sigue resultando muy atractivo en su caos propagandístico.
De esta y otras cuestiones dan cuentan con el rigor y el talento acostumbrados Jorge Torres y Juan Calatrava —dos de nuestros mayores especialistas en Le Corbusier— en una ejemplar edición compuesta por un volumen introductorio y el facsímil del original que nunca hasta hora se había reeditado en francés ni traducido a ninguna lengua, y ello pese a ser un título clave en la trayectoria de Le Corbusier. Una trayectoria que, como evidencia este libro, estuvo jalonada por tantas y significativas ambiciones cuantos grandes y no menos significativos fracasos.