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Leonardo Padura, belleza en la destrucción

Eduardo Prieto

Cuando habla, Leonardo Padura trufa su discurso serio y riguroso con cierta exuberancia verbal; la misma que hace de sus novelas —verdaderos mecanismos de relojería— el tipo de ambiciosas construcciones lingüísticas a las que aspira todo verdadero literato. Más allá de esto, la obra de Padura se nutre de las ciudades: Ámsterdam, Ciudad de México, Moscú, pero, sobre todo, La Habana. No La Habana previsible de las postales —la capital orgullosa de abrirse al océano a través del Malecón—, sino esa Habana recóndita y en apariencia banal que está sometida a una acelerada erosión. Es esta erosión, esta decadencia sobrevenida, la que convierte La Habana en un tema atractivo para la literatura, y es esta misma erosión la que, a la postre, sirve de escenario vivo a las andanzas del teniente Mario Conde, protagonista de la serie de novelas negras de corte tropical que, amén de otros relatos más ambiciosos, ha hecho de Padura una personalidad en el mundo de la literatura latinoamericana.

Padura se jacta de haber vivido siempre en la casa donde nació, situada en Matilla, un barrio de la periferia de La Habana (en realidad, allí donde La Habana ya no lo es). La casa es la misma que construyeron sus padres, no lejos de aquella donde antaño habían vivido sus abuelos y bisabuelos. Para Padura, la literatura es una disciplina basada en el arraigo social.

Vivir en la periferia más que en el centro le ha permitido asistir a la progresiva destrucción arqui-tectónica, urbanística y social, pero también moral, de su entorno inmediato. A juicio del escritor, lo peor de la actual coyuntura cubana ha sido el envilecimiento que, por fuerza, ha provocado en la población. Este testimonio se muestra en sus novelas, reflejado en las peripecias de los personajes, como ese protagonista de El hombre que amaba a los perros —álter ego de Padura— que escribe o intenta escribir, entre apagones y sin esperanza de que su relato aparezca publicado, en torno a las andanzas internacionales de un asesino politizado y un político en trance de ser asesinado. Este testimonio crítico explica por qué Leonardo Padura, premio Princesa de Asturias de las Letras y best seller en el mundo latinoamericano, apenas sea promovido en Cuba, y explica también por qué —como reconoce con desazón el propio autor— sus relatos resultan tan difíciles de encontrar en las librerías de su país.

Pregunta: La Habana posee aún, para los españoles, una doble imagen: la romántica del pasado colonial y la turística. Pero la ciudad, afortunadamente, también llega mediada por la literatura: La Habana de Alejo Carpentier, José Lezama Lima o Guillermo Cabrera Infante. ¿Cómo es La Habana de Padura?

Respuesta: La Habana de Padura es fundamentalmente una Habana posrevolucionaria y finisecular, vista desde una perspectiva generacional. Pertenezco a una generación que crece en el proceso revolucionario, participa de él en cuanto estudiantes y trabajadores, y tiene una relación muy dinámica con la ciudad. Desde mi niñez hasta esta provecta edad que voy teniendo, he asistido a la evolución de mi entorno; una evolución que, por razones físicas y sentimentales, considero de deterioro. El barrio donde nací y donde vivo era un barrio que nunca tuvo especiales encantos, pero que sí poseía una lógica, una armonía, que se fueron perdiendo porque fueron desapareciendo los lugares de referencia de la comunidad, que eran no sólo centros laborales y sociales, sino también marcas de identidad. Muchos de esos lugares ya no existen, y pongo un ejemplo. El centro de la vida de mi barrio era la estación de ómnibus o, como decimos los cubanos, el ‘paradero de las guaguas’. En el paradero de la ruta 4 trabajaron mi abuelo, mi padre, muchos tíos y primos: era un lugar que nucleaba la vida del barrio. Ese paradero dejó de funcionar hace unos veinte años, para convertirse en un aparcamiento. La pérgola del lugar tenía encima un letrero de hormigón que decía ‘Ruta 4’, y esto era lo que identificaba al barrio. Un día vino una grúa y tumbaron el cartel: un intento de borrar la memoria y la identidad, que, para mí, no tiene sentido. Y eso ha ocurrido en otros muchos lugares. Estos cambios físicos tienen una contrapartida emocional que me va invadiendo, un sentimiento de resultar ajeno a la ciudad en la que he vivido toda mi vida y sobre la que he escrito en casi todas mis novelas.

P: Para Carpentier o Lezama Lima, la literatura era un modo de construir la identidad del país. ¿Refleja la literatura de Padura su destrucción?

R: En Cuba se produce un proceso histórico bastante interesante y singular de construcción de la imagen de la nación a partir de la construcción de la imagen de la ciudad. Esto se fragua en la década de 1830 y es un proceso preconcebido y organizado por la alta burguesía cubana de la época, que necesitaba construir la imagen del país. Y ese fenómeno de construcción nacional a través de la construcción literaria de La Habana fue madurando desde los costumbristas hasta los naturalistas, en una evolución a lo largo de 150 años, para dar pie, entre otros, a los autores que usted ha mencionado. En este sentido, El acoso, de Carpentier, es un texto fundamental en la construcción de la imagen de La Habana. Y hay un cuento no menos ejemplar de Lino Novás Calvo, un escritor gallego que se fue a vivir a Cuba, ‘La noche de Ramón Yendía’, que es una narración muy a nivel del pavimento. Y después Cabrera Infante escribe Tres tristes tigres y La Habana para un infante difunto, donde habla de La Habana de la realidad y La Habana de la memoria. Todo este proceso fue fruto de una evolución lógica. En el momento en el que las ruinas empiezan a aparecer, es cuando surge, en lugar de una narrativa de la construcción, una especie de narrativa que, más que de la destrucción, yo llamaría de la deconstrucción. Hay un autor, conocido en España, que es paradigmático de este proceso, Pedro Juan Gutiérrez, cuya literatura del realismo sucio describe una Habana profunda y degradada. Pero no es una excepción: se trata de una actitud muy generalizada en la narrativa cubana de los últimos treinta años.

P: Este proceso de deconstrucción, ¿hasta qué punto puede entenderse como una crítica política?

R: Hay mucho de crítica, aunque a mí la palabra ‘crítica’ no me complace como calificativo posible para esta literatura. Creo que es una literatura que refleja la realidad, y además la interroga para averiguar por qué hemos llegado a esta situación. Y esa mirada reflexiva e indagadora es la que provoca este resultado de dar cuenta de una ciudad en proceso de desintegración. A nivel político, por tanto, esta literatura puede tener una lectura de literatura crítica, pero creo que, a un nivel más amplio, cultural, tiene que ver con el reflejo ajustado a la realidad que venimos viviendo en Cuba.

P: Y en esa realidad, ¿qué papel desempeña el creciente turismo?

R: La Habana se va llenando de turistas y se pone en función de ellos. A la ciudad le nacen restaurantes estatales y privados con menús de platos y precios internacionales. Viejos hoteles y edificios renacen de sus ruinas y sus mugres y alcanzan categoría de cinco estrellas plus que solo pueden pagar gentes que vengan de otros lugares, de otras economías. A los viejos autos norteamericanos que han dado carácter a la urbe, sus propietarios los someten ahora a la cirugía radical de cortarles el techo y convertirlos en descapotables dedicados a pasear a los visitantes por el Malecón y la Quinta Avenida de Miramar, como si en la ciudad se hubiera producido un lazo del tiempo y en sus calles emblemáticas se escenificara un insólito déjà vu. Incluso algunos palacetes de una de las partes más exclusivas de la ciudad, El Vedado, se anuncian ahora como hostales. La Habana Vieja adquiere unos colores de Benetton que nunca tuvo y funciona como un parque temático de lo que fue la Cuba colonial y es la Cuba socialista de la posmodernidad, la pos-sovieticidad y quizás de otras posterioridades. La ciudad muestra sus riquezas y, a la vez, se me hace ajena, lejana, como las ofertas de Louis Vuitton y Armani que hoy exhiben las vitrinas de algunos de sus renacidos comercios empeñados en cazar a opulentos y desprevenidos burgueses. Hay, sin embargo, otra Habana, más grande y popular, en ocasiones metida dentro de esta especie de ciudad muestrario, que vive en una cotidianidad difícil y que, sin duda, es más real, más cubana. Esta es la que me interesa, en la medida en que esa Habana es más la Cuba de los cubanos.

P: Usted suele decir que su literatura parte del arraigo de un lugar muy determinado, el barrio de Matilla, que no pertenece a la Habana turística sino a esa Habana más periférica y precaria que acaba de mencionar. ¿Se traduce esta perspectiva local en cierto modo de concebir la literatura?

R: Mi pertenencia a La Habana, más que dramática o trágica, resulta para mí esencial. Es casi como una condena. El sentido de la pertenencia me sorprendió cuando aún no sabía que lo padecía y lo padecería. Comenzó a fraguarse como una necesidad de búsqueda de los orígenes y en ello me he empeñado por décadas. Por ejemplo, me atrapó con el estudio de la vida y la obra del Inca Garcilaso de la Vega, el escritor que no sabía a dónde o a qué pertenecía porque inauguraba una pertenencia mestiza, hasta entonces inexistente: lo hispanoamericano. Me llevó también, de la mano de Alejo Carpentier, a la búsqueda de la identidad caribeña y cubana desde una perspectiva universal. Me permitió, con Guillermo Cabrera Infante, entender el ser y el hablar habaneros, que son los míos. Me hizo escuchar la música que define a la isla de la música y practicar el beisbol en la isla de los peloteros. La pertenencia y la búsqueda de los orígenes me condenaron a ser, así, el novelista habanero que soy, con mis cargas de amor, odio y extrañamiento. Este sentido de la pertenencia ha influido en mi manera de ver la vida y, por lo tanto, también en mi manera de ver la literatura. La Habana como conjunto es, para una persona como yo, una ciudad a la que pertenezco pero que veo con cierta distancia. Hay un elemento que puede explicar esta relación un poco diferente. En mi barrio, Matilla, desde siempre, cuando se iba a la zona comercial, al centro de La Habana, se decía ‘ir a La Habana’. ‘Vamos a La Habana’, como si viviéremos fuera de ella. Esa distancia, que fui descubriendo conforme me iba haciendo a mí mismo como persona —primero en la escuela de barrio, después en la Universidad, ya en el centro—, dio pie a que me fuera apropiando de La Habana desde diferentes perspectivas. Y todo eso se refleja en mi literatura de una manera muy visible. Mi personaje, Mario Conde, ha recorrido todos los barrios de La Habana, y de todos ellos va opinando: una opinión que en realidad es mi opinión, porque lo que pasa es que utilizo al personaje como escudo. El objetivo es describir esos barrios en su belleza pero también en su decadencia, en sus generalidades y en sus singularidades, en su valor arquitectónico, cultural y físico.

P: ¿Es Mario Conde una proyección de Padura?

R: Hay un sustrato de amor y odio en la relación de Conde con La Habana. Una relación muy contradictoria, pero muy humana. Y le ocurre a Mario Conde porque me ocurre a mí. En realidad, el personaje es una manera de darme una perspectiva que me permita valorar la existencia de estas distintas maneras en que se refleja la vida de la ciudad, tanto en lo físico como en lo humano: la parte ética, cotidiana, de las personas que vivimos allí. Hay un elemento en mis novelas que procede de un hábito mío que supe transmitirle a Mario Conde, que es recorrer La Habana mirando las segundas plantas, es decir, descubriendo la ciudad que no se ve cuando caminas por la calle. Sin embargo, cuando vas en un autobús o en un ómnibus puedes ver esas segundas plantas y vas descubriendo una ciudad que no te habías imaginado, y eso te permite configurar otra imagen de La Habana, que es la que se acaba reflejando en mis novelas.

P: Desde Baudelaire, la ciudad es el gran tema de la literatura, y también desde Baudelaire la ciudad, válvula de escape de muchas tensiones y frustraciones, ha tendido a convertirse en un paraíso artificial, al menos estéticamente. ¿Lo es también para usted?

R: Creo que el hecho de que La Habana haya sufrido un proceso de transformación que también es un proceso de empobrecimiento, y que en paralelo se hayan llevado a cabo ciertas recuperaciones, como el del centro colonial de la ciudad, cuyos edificios y trama urbana tienen un gran valor patrimonial, ha conducido a la posibilidad de leer la ciudad desde muchas perspectivas. Desde un extremo, el de la lectura satisfactoria y optimista, hasta el opuesto, el de la más insatisfecha. Esto es bueno para la literatura en el sentido de que todo lo que refleje una contradicción es susceptible de tener un desarrollo dramático. Por eso creo que La Habana es una ciudad que sigue produciendo literatura. La mayoría de los escritores de mi generación son escritores que hablan de la ciudad como concepto general, pero sobre todo hablan de La Habana. La Habana es el espacio más recorrido de la narrativa cubana de los últimos veinte o treinta años, desde todas las perspectivas posibles. Desde el punto de vista personal, es posible, sí, que La Habana, o mi recuerdo de La Habana, se haya convertido en una especie de paraíso artificial. Con dolorosa frecuencia los periodistas me preguntan por qué me he quedado en la ciudad, en la isla, quizás en el encierro. Y mi respuesta siempre es la misma: a pesar de los pesares, yo no soy otra cosa que un escritor cubano y necesito a Cuba para escribir. Así de sencillo.

P: Una novela de Padura ambientada en La Habana, ¿puede ser lo mismo para un cubano, un español o un alemán?

R: La lectura, sin duda, es diferente. Una ciudad posee códigos y claves que sólo conocen las personas que viven en ella. Uno lo que tiene que lograr es que esos códigos puedan tener una lectura universal, y que, por tanto, sean capaces de sintonizar con otro tipo de experiencias urbanas. Hay, desde luego, una mirada foránea sobre La Habana. Por ejemplo, la fotografía de muchos artistas europeos se centra en las ruinas. Muchas veces se olvida que hay una Habana que no consiste sólo en ruinas. Creo que ese equilibrio, esa objetividad, falta en algunas visiones foráneas. En este sentido, trato de ser justo con la ciudad: hablo de palacetes que todavía hoy conservan su esplendor, pero hablo también de barrios emergentes y precarios, incluso desde el punto de vista sanitario.

P: Atrévase a hacer un pronóstico sobre la evolución de Cuba, y también de su literatura…

R: La situación en Cuba es muy difícil de predecir por la falta de información. Su evolución, en cualquier caso, también tendrá que ver con la evolución de mi literatura. De alguna manera, he intentado hacer cierta crónica de la vida contemporánea cubana. Hay un fenómeno muy importante y que va a ser decisivo en un futuro: cómo va a ser La Habana por venir. Es un tema del cual se habla menos de lo que se debería hablar, y que contiene grandes interrogantes: ¿qué se va a desechar? ¿Qué se va a preservar? En términos culturales, la preservación sería la primera opción, pero, en términos de la vida real de los ciudadanos, la renovación sería lo necesario. Hay un porcentaje elevado de edificios en Cuba, sobre todo en La Habana, cuyo estado de conservación va de regular a francamente malo: esos lugares a veces son salvables, otras veces ya no. Pero, sobre todo, el problema es que dentro viven personas, y esas personas quieren vivir mejor, y, si les dices ‘Vamos a tratar de rehabilitar el edificio’, pueden llegar a responderte: ‘¿Por qué mejor no lo tumban de una vez y me hacen uno nuevo, que sea cómodo y donde disponga de agua corriente e inodoros que funcionen?’. Aquí se va a producir una contradicción que puede ser muy peligrosa, porque no está claro qué va a pasar cuando lleguen los inversores inmobiliarios a Cuba. Como se sabe, las inmobiliarias son bastante despiadadas, obtienen ingentes beneficios y trabajan con plazos generalmente cortos, lo cual no favorece ni la calidad de los diseños ni el uso de buenos materiales ni que los edificios queden bien integrados en su entorno. Todos ellos son riesgos que tendrá que afrontar La Habana. Ojalá que, cuando esta situación acabe llegando, exista la capacidad de poder equilibrar, de una manera inteligente, la cultura con la necesidad, la historia con el presente. Si eso ocurre, creo que La Habana podrá salvarse.