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Limones y cactus: la invención de ‘lo mediterráneo’ en la arquitectura española

Eduardo Prieto

“Ibiza, la isla que no necesita renovación arquitectónica.”  Con este eslogan de tintes turísticos, el número 6 de la revista AC hacía profesión de fe en un dogma que, por aquellos años, reconocían también sin dudar muchos arquitectos e intelectuales: el dogma de ‘lo mediterráneo’. Ilustrado con volúmenes cúbicos plácidamente expuestos al sol, y desarrollado en breves pero doctrinarios párrafos, el eslogan daba cuenta de la aspiración a una nueva arquitectura que, a fuer de popular, entroncaría con las raíces más profundas de la tradición española y de la cultura latina, y que, precisamente por ello, podría servir además de correa de transmisión entre las vanguardias del Norte, inventoras de la modernidad tecnocrática, y las del Sur, receptoras de la anterior pero herederas al cabo de esa modernidad intemporal que uno podía hallar en Ibiza, pero también en Capri, en Mikonos o en Argel.

La propaganda mediterránea no se circunscribió a la revista AC, ni a sus líderes Sert y Torres Clavé, ni tampoco a quien, entre los arquitectos, los había precedido en estos afanes, García Mercadal. El de lo latino fue un mito oportuno para la modernidad, que se publicitó sobre todo a través del círculo del Le Corbusier desengañado con los arquitectos alemanes más sachlich, pero un mito cuyos cimientos —como tantas cosas en las vanguardias europeas— habían puesto los futuristas italianos, ávidos, en sus coqueteos con el fascismo, de buscar referencias que fueran más allá del maquinismo. Con todo, no puede negarse que la elocuencia verbal y visual de García Mercadal y Sert, que seguía la estela de la de intelectuales como José Moreno Villa o Ernesto Giménez Caballero, hizo del ámbito español —latino casi por antonomasia— un resumen perfecto de los debates que, ya antes de la fundación de los CIAM en 1928, venían produciéndose en Europa entre los arquitectos del Norte y el Sur, y también un campo de pruebas de los enfrentamientos que se producirían más tarde, hasta desembocar en ese mentís a la modernidad que fue el Congreso de Otterlo en 1959. Lo notable es que, desde el principio, todos estos debates sobre la condición presuntamente moderna de lo mediterráneo tuvieron como telón de fondo un marco ideológico reconocible y acotado, que se fundaba al cabo en una serie de pocas pero interrelacionadas parejas de conceptos opuestos: el Norte y el Sur, el Zeitgeist y el Volkgeist, lo vernáculo y lo universal y, finalmente, la razón y el estilo. Son estos caminos de ida y vuelta dialécticos y las muchas contradicciones derivadas de ellos los que hicieron del Mediterráneo un mito tan útil como problemático para la modernidad arquitectónica.

El Norte y el Sur

La primera contradicción del mito de lo mediterráneo consiste en ser un mito nórdico. Fue construido por gentes ajenas al sol, tan huérfanas de latinismo como fascinadas por él, y para quienes lo clásico se asoció con lo meridional, y lo meridional mereció durante varios siglos un solo nombre: Italia. Durante mucho tiempo, el grand tour, frecuentado sobre todo por ingleses (para Samuel Johnson, el gran objetivo del viaje era, en realidad, “ver las costas del Mediterráneo”), aseguró que la savia creativa siguiera fluyendo de Italia al resto de Europa, al menos durante el tiempo en que el país de Rafael, Miguel Ángel o Palladio mantuvo la primacía artística, es decir, hasta mediados del siglo XVIII. A partir de ahí fueron los alemanes los que tomaron el relevo de los viajes al sur, siguiendo la estela del conservador de antigüedades del Papa, Winckelmann, pese a que este no viera en Italia el sucedáneo, la huella o la representación vicaria de otra cultura más valiosa, la griega.

Goethe enmendó, a su manera, el socavamiento del prestigio italiano iniciado por Winckelmann. Buscando, como tantos otros antes la belleza clásica, descubrió de paso una belleza de otro orden, la pintoresca, y contribuyó a hacer de Italia menos un país de ruinas y monumentos que una atmósfera: la de ese “círculo mágico” donde “madura el limonero”, y donde aún se percibía la alegría de la vida antigua, fuerte e inconsciente. Las entradas de su diario —de lo que más tarde se publicaría como Viaje a Italia— son sintomáticas de este cambio de perspectiva: a Goethe le fascinan, por supuesto, los monumentos de Roma, pero estos parecen palidecer ante la fuerza de la naturaleza y el paisaje, y sobre todo ante el modo de vida que se deriva de ellos. Apenas dos décadas más tarde, en 1803, también Schinkel viajará a Italia y, como el autor de las Elegías romanas, se sentirá fascinado por Nápoles y, en especial, por Capri, hallando en esta isla salvaje y al mismo tiempo civilizada la evidencia de una arquitectura sencilla, primigenia y poderosa. A Goethe seguirá un Schopenhauer menos obnubilado por Italia que por las italianas, un Nietzsche deslumbrado por los jardines de naranjos de Sorrento y por la concepción festiva de la vida napolitana, o un Mann que hará de Italia el paraíso perdido del amor griego. Por su parte, Schinkel será el primero de la larga serie de arquitectos germanoparlantes del siglo xix seducidos por la costa de Nápoles: Semper primero, Olbrich después, y, muy en especial, Josef Hoffmann, que dejó constancia de su viaje a Capri de 1896 en un artículo donde asoció la arquitectura de isla con cubiertas planas y sencillas maclas de volúmenes puros, es decir, con las características que decenios más tarde vindicarían los arquitectos modernos.

Nótese que, en la obsesión por lo mediterráneo de los arquitectos alemanes del siglo XIX subyace ya la doble búsqueda que harán suya un Le Corbusier o un Sert: por un lado, la de un clasicismo esencializado y ajeno a los estilos de las Academias; por el otro, la de una arquitectura popular, sin historia y susceptible, por ello, de servir de modelo a la modernidad. Junto a ello late también un complejo que, desde entonces, no ha dejado de estar presente en la relación entre los países del norte y el sur de Europa: el doble y recíproco complejo de inferioridad y superioridad. En un primer momento, los alemanes se sentirán inferiores respecto a la verdad y a la belleza intemporales de la vida en el Sur. Goethe declarará que “también a mí me parece triste lo que queda al otro lado de los Alpes”, para reconocer, apenado: “Nosotros, los cimerios, apenas sabemos qué es el día”; Hans Christian Andersen, al ver por primera vez los bosques de naranjos y olivos, escribirá a un amigo: “¡Qué desgraciados somos los habitantes del Norte! El paraíso está aquí”; y Nietzsche, embriagado por la vida ligera de Sorrento, reconocerá en su diario: “No tengo fuerza suficiente para el Norte (…) Tengo suficiente espíritu para el Sur”. Sin embargo, el complejo de inferioridad nórdico pronto se trocará en uno de superioridad (o, al menos, así será percibido por los intelectuales del ‘Sur’), y más cuando el protagonismo en la construcción de lo moderno sea asumido sin complejos por los alemanes durante las dos primeras décadas del siglo xx. A este cambio ideológico no será ajena la arquitectura.

Son estas coordenadas donde hay que situar en parte el ‘giro mediterráneo’ que Le Corbusier experimentó a partir de sus viajes a Italia y Grecia: una reacción —justificará el maestro— al frío objetivismo técnico y programático de la Neue Sachlichkeit. Frente a ella, Le Corbusier levantará la prestigiosa autoridad de una tradición clásica esencializada al máximo y ejemplificada por el Partenón, un clasicismo intemporal capaz de hacer de la arquitectura un asunto artístico, pasional o, por decirlo con las palabras con las que Goethe o Nietzsche se referían al Sur, un asunto ‘espiritual’. Que la defensa de lo mediterráneo operada por Le Corbusier no tuvo que ver sólo con programas estilísticos, sino que adquirió tintes verdaderamente ideológicos —y no siempre de la mejor catadura— se demuestra por el hecho de que la defensa de lo mediterráneo o de la latinité del maestro tuvo mucho que ver con esa defensa de la Francia meridional frente a la Alemania nórdica que en esos mismos años tuvieron por bandera los sectores más conservadores de la intelligentsia gala. Fue el caso de la revista Prélude, desde la cual Le Corbusier, simpatizante del Faisceau, abogó por una entente latine a un tiempo racial y climática, sostenida por la presencia compartida del Mediterráneo; una revista muy afín, en muchos aspectos, a la publicación literaria Latinité, dirigida por el líder del movimiento de ultraderecha Action Française Charles Maurras, que en 1922 se veía con fuerzas para defender la unión de los pueblos de “raza latina”, herederos del mundo clásico, para hacer frente a la creciente fuerza tecnocrática y al parecer bárbara de la modernidad nórdica.

La arquitectura española no fue ajena a esta impregnación ideológica de lo latino y de su corolario, la pugna entre el Norte y el Sur; una impregnación mediada a través de Le Corbusier y que se tradujo en la conformación de eslóganes de trazo grueso, la elección intencionada de temas y el empleo de un vocabulario muy preciso. En buena medida, la elaboración o, cuando menos, la adaptación de tales eslóganes, temas y vocabulario, se debe a Fernando García Mercadal, uno de los defensores más tempranos de ‘lo Mediterráneo’ en España y Europa, y que por sus tempranos e intensos viajes por Europa —Francia, Alemania y, por supuesto, Italia—, tuvo la oportunidad de conocer de primera mano las cuestiones palpitantes de la arquitectura moderna. En la asunción de lo Mediterráneo por parte de García Mercadal tuvo mucho que ver, por supuesto, Le Corbusier, a quien el español trató en París a lo largo de 1925, pero no deben dejar de señalarse tanto la probable influencia de su admirado Josef Hoffmann como la huella que había dejado su estancia de estudios en Roma en 1923, donde frecuentó a la vanguardia moderna de Italia, impregnada también por la ideología del Mediterráneo tanto en sus versiones racionalistas como fascistas.

Con todo, la invención del Mediterráneo por parte de García Mercadal no puede entenderse sin dar cuenta del propio contexto español, y es en cierto sentido el fruto cosmopolita del debate más bien castizo que venía produciéndose desde principios de siglo entre la intelectualidad el país. La primera vertiente del debate fue filosófica. En su extraordinario e influyente Historia de las ideas estéticas en España, Menéndez Pelayo había entendido el tradicionalismo del país no como una rémora ideológica, sino como el ejemplo de la fidelidad a la “claridad latina” representada por el clasicismo, única corriente en verdad poderosa para enfrentarse a las “nieblas hiperbóreas” del Romanticismo. Ortega y Gasset, en su no menos influyente Meditación del Quijote, se hacía eco del polígrafo santanderino para refutarlo: es cierto, venía a decir, que existe tal oposición entre el Norte y el Sur, pero no lo es que se dé tal ‘latinidad’, un concepto que es “un pretexto y una hipocresía”. No había, así, una “cultura latina”, sino una “cultura mediterránea” cuya característica era su apertura caótica al mundo exterior: “El Mediterráneo”, para Ortega, era “una ardiente y perpetua justificación de la sensualidad”.

La segunda vertiente del debate sobre el Norte y el Sur fue arquitectónica, y se enmarcó en otro de mayor alcance sobre la arquitectura popular; un debate que, desde 1911 —con la Exposición de Amigos del Arte donde se presentaron las arquitecturas regionalistas—, entablaban dos grupos más o menos enfrentados. Por un lado, el de Leonardo Rucabado, cuya mirada estaba en el Norte y los ‘estilos históricos’, y que había buscado en la casona montañesa el mejor ejemplo de adaptación castiza de los modelos pintorescos importados de Europa, en especial el cottage inglés. Por el otro, Vicente Lampérez —que en el vi Congreso Nacional de Arquitectura celebrado en 1915 se había opuesto frontalmente a Rucabado— y, más tarde, Leopoldo Torres Balbás, para quien la verdadera esencia de la arquitectura popular estaba en una espontaneidad y un carácter primitivo que no podía manipularse por los estilos históricos, en la medida en que eran garantes de los que en verdad los hacía valiosos: su perfecta adecuación al clima y a las necesidades de la vida rural.

En este debate, Fernando García Mercadal tomó partido por sus maestros Lampérez y Torres Balbás, y lo hizo de una manera temprana, publicando en 1926 un artículo titulado ‘Arquitectura mediterránea’ —compendio de sus investigaciones como Pensionado en Roma—, al que seguiría en 1930 La casa popular en España, el primero dedicado a este tema en el país. Más allá de sus análisis certeros y de su desorden, lo que define ambos textos es la insoslayable condición ideológica de muchos de los argumentos empleados, que en algunos casos son herencias de algunas tesis antropológicas comúnmente aceptadas por entonces, pero que en otros apenas pueden disimular su condición operativa. Entre estos argumentos, los vinculados a la primacía de ‘lo Mediterráneo’ y, por tanto, del Sur respecto al Norte, no dejan de sorprender por su tono. Así, tanto en el artículo como en el libro citados, Fernando García Mercadal comienza estableciendo una distinción ente la casa nórdica, de madera, y la casa meridional, de piedra; clasificación que no es más que un resumen de trazo grueso de los estudios etnográficos de corte romántico que se venían haciendo en Europa desde mediados del siglo xix, pero que tiene un corolario francamente ideológico: para el autor, el Mediterráneo es más que un área geográfica; es, en verdad, el “centro de reservas espirituales de la energía del mundo”.

Para confirmar la tesis bastaba, según García Mercadal, con establecer la nómina de las civilizaciones ribereñas, pero, si esto no era suficiente, siempre podían aducirse argumentos esencialistas, como el hecho, al parecer indudable, de “la vivacidad y la ductilidad del ingenio de los meridionales, de la amplitud de las ideas y del sentido poético y alegre de la vida, de una discreción sabia de los deseos humanos y de un justo equilibrio entre las necesidades y las cosas disponibles”. Y la diatriba no acababa aquí: a diferencia de la arquitectura del Norte, “saturada de odios de clase y de la desmesurada sed de riquezas y materiales”, la del Sur, mediterránea, tenía un “sentido más humanístico de la vida”, al sostenerse en una “perfecta armonía de sentimiento” y “una fineza de espíritu” cuyos “orígenes étnicos” debían buscarse, nada más y nada menos, que “en la cultura greco-latina que floreció en estos contornos”. Para García Mercadal, esta arquitectura mediterránea, tan noble, se veía amenazada “por el espíritu de los tiempos presentes que tiende a nivelar y uniformar todos los valores de la vida”, con un resultado indeseable: la arquitectura moderna, que “debía ser la síntesis de todos los elementos creadores”, acababa tendiendo a “anular y neutralizar las leyes sagradas étnicas impuestas por el suelo y por la raza”. Nótese que son palabras que hubieran convalidado por igual los nostálgicos como Menéndez Pelayo (la superior “claridad latina”) y los liberales como Ortega y Gasset (el hombre-masa moderno y su ímpetu nivelador de los valores), pero también los fascistas italianos (la mediterraneità), los franceses (la latinité) e incluso los intelectuales nazis (Blut und Boden).

 Lo singular es que tales eslóganes y vocabulario fueron asumidos de una manera bien natural por el ala más ‘avanzada’ de la arquitectura española, la aglutinada por Sert y Torres Clavé en torno a la revista AC, que en esto no hicieron en el fondo sino glosar y desarrollar las eclécticas ideas planteadas por García Mercadal. El tema de la oposición entre el Norte y el Sur, en general, y el de la primacía moral de la arquitectura moderna mediterránea sobre la centroeuropea, en particular, se traducen en la revista publicada en Barcelona entre 1931 y 1937 en una suerte de eficaces pero dudosos argumentos históricos, ideológicos e incluso políticos. Los históricos están presentes, por ejemplo, en el artículo ‘Raíces mediterráneas de la arquitectura moderna’, publicado en el número 18, se presenta el gótico catalán y levantino, ejemplificado por obras como Santa María del Mar o el convento de Pedralbes, como un “gótico perfectamente mediterráneo, aclimatado al mar latino”. Con tal referencia histórica no se pretendía otra cosa que convalidar empíricamente el poder de esa ‘latinidad’ con carácter que se expresaba de manera paradigmática en las construcciones populares de Ibiza, cuyos “volúmenes primarios, grandes superficies lisas y policromía clara y brillante” ponían al cabo en duda el hecho llamar “germánica a la arquitectura moderna”. Y aquí es donde había que tomar partido ideológicamente. Para Sert y Torres Clavé, a los alemanes sólo se les debía el desarrollo técnico que, por otro medios, había conducido a la sencillez cubista de la arquitectura moderna, pues lo moderno estaba ya incubado en la arquitectura del Sur, en su modo de vida y clima, algo que para los redactores de AC resultaba evidente en el hecho de que los nórdicos, obsesionados por la vida al aire libre, hubieran inundado las costas mediterráneas para “saturarse de sol”,  y asimismo en el hecho, más ominoso si cabe, de que llegaran a “importar cactus a su país”, para cultivarlos “entre grandes superficies vidriadas, protegidos por una instalación de calefacción”. Es una imagen esta que inevitablemente apunta a otra —la de la arquitectura moderna nórdica como un producto artificial, una ‘flor de invernadero’— y que acaba llevando a una conclusión de veras ideológica: “La arquitectura moderna, técnicamente, es en gran parte un descubrimiento de los países nórdicos, pero espiritualmente es la arquitectura mediterránea sin estilo la que influye en esta nueva arquitectura. La arquitectura moderna es un retorno a las formas puras, tradicionales, del Mediterráneo. ¡Es una victoria más del mar latino!”.

El ‘Zeitgeist’ y el ‘Volkgeist’

Lo anterior sugiere que García Mercadal y Sert, como Le Corbusier y sus seguidores en los CIAM, hallaron en lo mediterráneo la coartada ideológica perfecta para proponer una nueva arquitectura que, inspirándose en el lenguaje de formas construido por las vanguardias sachlich, podría trascenderla, entroncando con una tradición mucho más larga y prestigiosa, la del “mar latino”. Lo mediterráneo o lo latino fungió aquí como un argumento de autoridad cuyo efecto se hacía depender de la presencia, orgullosa en su humildad, de la arquitectura popular de Ibiza, Capri o Mikonos, y es en este contexto donde aparece la segunda de las contradicciones de la invención de lo mediterráneo por parte de los arquitectos modernos: la que se da entre el primitivismo inconsciente que García Mercadal, Sert y tantos otros encuentran en la casa popular y la modernidad de raíces tecnocráticas donde, a la postre, se pretende aplicar tal primitivismo.

En realidad, la contradicción debe interpretarse en un marco de contradicciones más amplio: el que se dio entre aquellos arquitectos que se entregaron sin renuencias al Zeitgeist y los que aún intentaban encontrar algún eslabón que permitiese mantener de algún modo entera la cadena de transmisión entre la modernidad y la tradición. Una vía para lograr esto último fue la depuración del clasicismo; la otra, la entrega al primitivismo. Ya sea en el Gauguin frecuentador de los labriegos de Bretaña o de las hembras polinesias, el Van Gogh perdido entre los valles arcaicos de la Provenza o el Picasso fascinado por el arte negro, el gusto por lo primitivo fue uno de los modos mediante los cuales las vanguardias del arte se nutrieron de unos temas y una sensibilidad ajenos por completo a la tradición academicista que se pretendía combatir y superar. Algo muy semejante ocurrió en la arquitectura, donde el gusto por lo primitivo se tradujo en la búsqueda de modelos tipológicos y formales en las canteras, al parecer inagotables, de lo popular, con sus casas, cortijos y bodegas construidos de manera espontánea y presuntamente sin la mediación de los estilos cultos.

Los primeros modernos en advertir el potencial estético de la arquitectura popular fueron, paradójicamente, los futuristas, adalides por antonomasia de lo tecnocrático, pero que, quizá por influjo de su creciente afinidad por el fascismo o tal vez dando rienda suelta a un impulso interior ávido de nuevas fuentes formales, viajaron al sur de Italia, como antaño Schinkel o Hoffmann, para descubrir los que, en el fondo, esperaban ya econtrarse: el Mediterráneo, un mar que pronto convirtieron en un concepto abstracto, la mediterraneità. El primero en hacerlo fue Marinetti, en cuya obrita de 1918  L’isola dei Baci habla de Capri como de la ‘isla futurista’ por antonomasia, una imagen que sería frecuentada por algunos de sus adláteres, como Virgilio Marchi, que en 1922 escribió admirado de los “primitivismi capresi”, o como Fortunato Depero, que por esos mismos años interpretó los molinos de viento de Capri como “máquinas primordiales construidas con una ingenuidad campesina”, o como Enrico Pamprolini, que reconoció haberse inspirado en la arquitectura popular de Capri para diseñar su Pabellón Futurista de Turín (1927). A estos siguieron arquitectos más moderadamente racionalistas como Giuseppe Capponi, que reivindicó la “semplicità primitiva” tanto de Capri como de Ischia, o como Luigi Figini o Gino Pollini, que, desde finales de los años 1920 intentaron desarrollar un nuevo tipo de vivienda popular inspirado en la casa patio napolitana.

Lo que los futuristas y los racionalistas italianos creían ver en la arquitectura popular del sur de Italia era lo mismo que decía ver Fernando García Mercadal: el anonimato, la ingenuidad de la mirada, el poder de la intuición y, al mismo tiempo, la creatividad eficaz del constructor presuntamente ‘inculto’ pero cuyas obras resultaban tan modestas como veraces, además de útiles y, al cabo, difícilmente perfectibles. Así lo reconocía García Mercadal en ‘La casa mediterránea’, publicada después de la exposición que montó en 1925 en la Academia de Roma para dar a conocer sus dibujos de Capri, donde asignó a los artífices de tal arquitectura perfecta una ingenuidad de tintes roussounianos: “Para los campesinos del Mediterráneo, faltos de toda regla y de todo canon arquitectónico, la expresión ornamental de la estructura deriva de su propio gusto espontáneo innato, de una fantasía naturalmente inventiva, la armonía resulta de la inspiración del momento, de los accidentes del terreno también, de resolver cada vez el problema sin premeditación”.

La admiración por las artes populares no era algo nuevo. Provenía de los muchos estudios folclóricos que venían publicándose desde que Herder proclamara, al comenzar el siglo xix, que era el Pueblo (Volk), guardián del lenguaje, y no las degradadas élites cultas, el que alimentaba la cultura, expresando tal idea con una palabra nueva que tendría singular fortuna: Volkgeist, ‘espíritu del pueblo’. En España, los estudios folcloristas inspirados en el Romanticismo alemán tuvieron un sesgo inevitablemente castizo —como lo tuvo en nuestro país casi todo a lo largo del siglo xix—, aunque, en algunos casos, el estudio de lo popular se tradujo en tesis en verdad refinadas. Fue el caso de las de Manuel B. Cossío, cuyo texto ‘Elogio del arte popular’, publicado en 1913, leyeron con provecho los simpatizantes de la Institución Libre de Enseñanza (entre ellos, García Mercadal). La tesis de Cossío era que el arte popular, fruto anónimo del subconsciente del “demosamorfo” debía interpretarse como una construcción “totalmente objetiva”, que se alimentaba del arte culto, pero que al cabo lo decantaba para esencializarlo, fundiendo las disonancias, suavizando las estridencias, corrigiendo las aberraciones y depurando los caprichos personales.

La arquitectura popular, emanación del espíritu del Pueblo, debía ser así el espejo en el que debía mirarse la arquitectura culta, sometida por su parte al fluir y al albur de los estilos históricos. El Volkgeist debía corregir al Zeitgeist, por decirlo así, y esta es precisamente la idea de fondo que hicieron suya tanto García Mercadal como Sert. Lo interesante, porque da cuenta de la complejidad de la ideología de la época, es que todo ello se hacía pasar por un concepto mediador, el ‘ambiente’, tomado de la biología y que Le Corbusier comenzaba por entonces a popularizar en sus escritos, aunque bajo otro nombre, ‘hábitat’. El ambiente del Zeitgeist era lábil y degenerado, burgués; el del Volkgeist era firme y virtuoso, campesino. Por eso, la arquitectura del futuro no podía buscarse en los medios decadentes de la contemporaneidad —por mucho que estos hubieran propiciado, a través del desarrollo técnico, la modernidad nórdica—, sino en ese mundo intemporal donde la arquitectura no tenía autor.

Eran una idea que se transmitía con tanta agudeza como perversión en el número 25 de AC, publicado ya en plena guerra civil, y donde a lo largo de tres páginas consecutivas bajo la rúbrica ‘El ambiente forma al individuo’ se presentaban, primero, un negro delante de su choza y, por último, un atildado y aristocrático jinete descabalgado, y, entre ambos, la entrañable cara de un payés, dotado de barretina y todo, al que acompaña una explicación candorosa pero que caracteriza muy bien las contradicciones de una arquitectura que quería estar a la altura del Zeitgeist y al mismo tiempo fuera de él: “El campo produce estos hermosos tipos, física y mentalmente sanos, aun en la ancianidad. Dotados de una herencia magnífica, su formación integral se debe a la influencia del ambiente natural y su fuerte personalidad moral caracteriza toda una raza”. Esa presunta raza era la mediterránea.

Lo vernáculo y lo universal

El propósito, casi paradójico, de corregir el Zeitgeist moderno con el Volkgeist popular, es decir, de enmendar la modernidad con el primitivismo popular a través de la noción de ambiente (una idea que, mutatis mutandis y con fines mucho más ominosos, proclamarían también los estalinistas y, más tarde, los seguidores de Mao), conduce a una tercera contradicción difícilmente escamoteable a la hora de tratar la invención de lo mediterráneo: la contradicción entre lo vernáculo y lo universal.

Los defensores de la arquitectura popular habían considerado que la mayor virtud de esta era la perfecta adaptación al ambiente, en especial al clima y al medio geográfico, y habían visto en ella un producto espontáneo de la economía agrícola. Partiendo de estas premisas, se consideraba que la cultura material de un lugar podía expresar el modo de vida asociado a él, un modo de vida que, al sostenerse en una serie de necesidades invariables, hacían de los objetos populares inmejorables respuestas utilitarias y al mismo tiempo imperfectibles expresiones artísticas. En el caso de Fernando García Mercadal estas presunciones se justificaron con argumentos que fueron más allá de la mera intuición arquitectónica. En su periodo parisino de 1925, el zaragozano había frecuentado a Le Corbusier, pero también había leído a Albert Demangeon, discípulo del célebre geógrafo Paul Vidal de la Blache y colega de otro no menos famoso geógrafo, Jean Bruhnes —a cuyas clases también asistió por aquellos años Le Corbusier—, amén de colaborador de la revista Annales, que dirigiría más tarde otro de los grandes adalides del Mediterráneo, quizá el mayor: Fernand Braudel. Todos ellos habían ido construyendo una aproximación regional al estudio de la geografía que se basaba en el estudio de los invariantes climáticos y paisajísticos y en las respuestas que el ser humano, a través de la economía agrícola, había ido dando a las imposiciones materiales. No extraña así que García Mercadal citara a Demangeon tanto en su libro La arquitectura popular en España como en los textos sobre la casa mediterránea, para hacer hincapié en la idea de que el admirable primitivismo ingenuo de la arquitectura popular era fruto de su perfecta adaptación al medio y de su función eminentemente agrícola. En este sentido, argumentaba García Mercadal, si podía hablarse de una “arquitectura mediterránea” por encima de la disparidad de países y razas era porque existía una realidad común a todos ellos: ese clima suave y luminoso que, en lo esencial, era el mismo en Capri, Alicante o Argel.

García Mercadal creyó, como antes Schinkel, Hoffmann o los futuristas italianos, que esta arquitectura mediterránea alcanzaba una de sus expresiones más perfectas en las casas de Capri (“siempre bellas, sanas e higiénicas”), cuya arquitectura dibujó con profusión en trabajados e intencionadamente naífs dibujos para dar cuenta de su condición de respuesta esforzada a los rigores del trabajo agrícola y al mismo tiempo expresión de aquello que, desde Goethe, se venían admirando en el mundo del Mediterráneo: la vida al aire libre, que, en el caso de la arquitectura, se traducía plásticamente a dos elementos fundamentales: la cubierta plana y las pérgolas. Capri y, en general la arquitectura mediterránea, tenían un ‘estilo’ muy distinto a los modos artificiales y arbitrarios del regionalismo o el eclecticismo en general, un estilo natural y no aprendido, que resultaba ajeno a la “composición premeditada” por cuanto era “creado por los habitantes y formado inconscientemente en el espíritu de su pueblo por gradual adaptación de la arquitectura a su gusto, a sus necesidades, a sus tradiciones”.

También en esta loa al primitivismo, las tesis sobre la arquitectura mediterránea de García Mercadal y Sert resultan casi indistinguibles. Para comprobarlo, basta con acudir a dos de los artículos gráficos más impactantes publicados por la revista AC, ilustrados ambos con abstractas arquitecturas populares y cuyos encabezados funcionan como verdaderos eslóganes: ‘Ibiza, la isla que no necesita renovación arquitectónica’ e ‘Ibiza, la isla donde no existen los estilos históricos’. El cuerpo de texto de tales artículos, además de recurrir a un tono ridículamente turístico —“Ibiza, para el arquitecto moderno, es el sitio ideal de meditación y descanso”—, se introducía con una contradicción tan evidente como reveladora: “Caracterizada por la vida sencilla y económica, Ibiza refleja en sus construcciones esas cualidades —constantes— que son la perfecta adaptación al medio y el sentido universal”. Lo cual no dejaba de ser problemático, en tanto en cuanto no se dejaba claro cómo podían hacerse compatibles la adaptación al medio que constituía el aspecto más valioso de la arquitectura popular con la posibilidad de extrapolarla a otros climas y culturas para volverla ‘universal’. Así que lo más parecido a una respuesta eran nuevos eslóganes de tenores como ‘Ibiza, la ciudad standard. Latinidad y construcción a escala humana’, con lo cual se venía a decir que la arquitectura popular, “espontánea como la naturaleza”, podía procurar una serie de elementos formales estandarizados —la ventana estándar, la puerta estándar, la cubierta estándar, la terraza estándar, la pérgola estándar— que, por ser constantes (invariables como lo eran las condiciones climáticas del Mediterráneo y las necesidades primarias de su campesinado), se ponían anacrónicamente a disposición de los arquitectos modernos, al menos en ese territorio ‘universal’ por indefinido que constituía la ‘latinidad’.

AC sacaría a la luz varios números dedicados a desarrollar estas ideas. Al número 18, publicado bajo el título ‘Arquitectura popular mediterránea’, siguió el 21, sin título, que es una especie de pequeño tratado etnográfico sobre la arquitectura popular de Ibiza cuyo objeto no declarado pero evidente era vincularla a un nuevo tipo de vivienda obrera por venir que depuraría, adaptaría o incluso sustituiría los precedentes nórdicos que hasta entonces habían servido de referencia. En este sentido, el número 21 no deja de ser significativo y, de nuevo, un tanto contradictorio, en la medida en que, siendo su objeto la arquitectura popular balear, está hecho con materiales aportados por el dadaísta vienés Raoul Haussmann y el alemán Erwin Heilbronner; una colaboración que, sumada a la de fotógrafa austriaca Margaret Michaelis, recuerda de nuevo la condición mestiza que, desde el principio, tuvo la invención de lo mediterráneo en Europa y en España.

En esta ocasión, el ir y venir entre cimerios y meridionales se quiso traducir en una reinvención o puesta al día del antiguo mito del Sur, presentando la construcción popular de Ibiza como una suerte de premonición formal de la arquitectura moderna. Con este fin, se estableció entre ambas una relación de parentesco que pretendía hundir sus raíces en razones utilitarias, aunque en realidad la arquitectura popular funcionara —lo mismo que esos castillos castellanos y esos silos y los elevadores tan admirados años antes por Gropius— como una coartada formal susceptible de enriquecer la referencia a la máquina con otras referencias visuales de condición disciplinar. En esta segunda o tercera oleada germánica de la construcción de lo mediterráneo participaron también Alfredo Baeschlin —Ibizenkische Bauernhäuser, 1934—, Walter Segal —colaborador de Hausmann y autor de una influyente casa en Palma de Mallorca, 1942— y, sobre todo, Walter Benjamin, que vivió temporadas en Ibiza entre 1932 y 1933 y que, deslumbrado por el arcaísmo casi místico de su arquitectura popular, y también por la pobreza no menos mística de sus habitantes, dejó huella de sus impresiones en ‘Experiencia y pobreza’, un texto fundamental para entender qué buscaban en Ibiza los contradictorios adalides alemanes de las vanguardias arquitectónicas.

La razón y el estilo

La dialéctica entre el Norte y el Sur, el Zeitgeist y el Volkgeist y lo vernáculo y lo universal se traduce, finalmente, en una contradicción que engloba a las anteriores y que da cuenta de las diferentes valencias conceptuales e ideológicas que tuvo la invención de lo mediterráneo: el conflicto entre la razón y el estilo. La razón, por un lado, y en la medida en que la posibilidad de convertirse lo mediterráneo en un modelo universal se hacía depender de unos ‘invariantes’ o ‘estándares’ fruto de la respuesta primitiva pero creativa y racional a los apremios del uso, del clima y de la geografía. Y el estilo, por el otro, y porque, a fin de cuentas, el propósito de la invención de lo mediterráneo o lo latino era la elaboración de un código de soluciones y formas diferentes del propuesto por la modernidad nórdica, o cuando menos una versión adaptada de este en la que la falta de invención pudiera justificarse al menos con argumentos propios, específicos.

El paso de la razón al estilo no era difícil en la medida en que la arquitectura popular mediterránea podía interpretarse como un catálogo de elementos espontáneos e imperfectibles que cabía reinterpretar para combinarlos en función de la economía, siguiendo a tal efecto ese desiderátum que, desde los tratados fisiocráticos del siglo xviii hasta el Werkbund, pasando por los estudios ergonómicos del taylorismo, aludía a la “economía del gesto”. Desde este punto de vista, las soluciones tipológicas, formales y constructivas de la casa popular mediterránea podían verse como un conocimiento susceptible de extrapolarse más allá de contextos y climas, un conocimiento transversal capaz de sostener, mutatis mutandis, la nueva arquitectura moderna, en especial la destinada a la habitación obrera. Aquí, la dificultad mayor estribaba en el hecho de que la arquitectura popular del Mediterráneo, por mucho que resultara abstraída o descompuesta en sus elementos estandarizados, presuponía cierta noción de ‘estilo’, es decir: obligaba a adoptar una estética que no siempre casaba bien ni con las necesidades del programa ni con las tradiciones del lugar, ni siquiera dentro del propio contexto de ‘lo mediterráneo’.

Las tensiones a las que conducían a racionalización a través de los elementos, por un lado, y la imposición de un estilo a través de las formas y acabados, por el otro, se evidencian bien en la recepción que tuvo este estilo ‘mediterráneo’ en los dos focos modernos, el nórdico y el meridional, y se videncia asimismo en los pocos ejemplos construidos a que dio pio esta obsesión por lo mediterráneo presente en una parte de la arquitectura española de aquellos confusos y conflictivos años. Para referirse a la recepción del ‘estilo’, basta con recordar las agrias y politizadas polémicas que se dieron en Alemania a cuenta de la Colonia Weissenhof, cuyas villas presuntamente obreras, que en realidad no tenían de mediterráneas más que el color blanco, fueron anatemizadas por los ultraconservadores del Bund für Heimatschutz, por cuanto recordaban paisajes y modelos ajenos a la tradición germana. Así, para Schultze-Naumburg, la Weissenhof era como un pueblo mediterráneo; para la sección bávara del Bund für Heimatschuzt, un Araberdorf, un poblachón árabe. Y es que, como Don Quijotes, Schultze-Naumburg y su grupo creían ver gigantes donde no había más que molinos: confundían el fruto de las obsesiones estéticas e higienistas de Centroeuropa con la importación y puesta al día de una presunta arquitectura mediterránea, y todo ello en razón del ‘estilo’ que ambas compartían.

La incomprensión, sin embargo, era mutua. En Italia, arquitectos como Figini y Capponi, buscando la adaptación al medio, intentaron ahormar los modelos centroeuropeos a la tradición latina, reinterpretando el esquema de la casa pompeyana con patio para producir una arquitectura más luminosa y abierta y que, por ello mismo, resultara “más espiritual”. El objetivo no era otro que la smeccanizacione del Estilo Internacional, una ‘desmecanización’ capaz de propiciar un modo de vida basado en “el disfrute de la belleza” y asociado a la vida al aire libre. Muy semejante fue la postura en España, donde literatos como Ernesto Giménez Caballero y Moreno Villa plantearon desde muy temprano la necesidad de adaptar los esquemas nórdicos a la realidad del país, modesta por no decir que miserable, aunque esto supusiera poner entre paréntesis la atracción emanada por unas arquitecturas foráneas que, a primera vista, parecían tener mucho en común con las de la tradición mediterránea. Un planteamiento cabal que, como ya se ha señalado, fue exacerbado por García Mercadal y Sert, contaminados en buena medida por el impulso ideológico de Le Corbusier, en su búsqueda de una latinidad esencial que fuera al mismo tiempo una lección de lógica, moralidad, vida y estilo.

Si la recepción ideológica del estilo ‘mediterráneo’ fue compleja, no lo fue menos su expresión material, tal y como evidencian algunas obras de Josep Lluís Sert, entre todos los miembros del GATEPAC quizá el más fascinado por la arquitectura popular griega que pudo ver de primera mano en el crucero-CIAM de 1933 (el mismo CIAM, por cierto, que conduciría a ese documento tan absolutamente falto de ‘mediterraneidad’ veraz que fue la Carta de Atenas). Guiado por su fascinación, Sert enseguida ensayó la modernidad latina o mediterránea en una serie de proyectos de vivienda, entre ellas las celebradas Tres viviendas en Garraf, presentadas prolijamente en el número 19 de AC, en 1935, como una muestra de la nueva arquitectura adaptada al clima, el paisaje y los hábitos del obrero levantino. Su ambición fue grande, aunque, por mucho que estas tres viviendas hayan querido presentarse como un fruto maduro de una ‘modernidad alternativa’, no dejan de resultar tan contradictorias como los propios discursos mediterráneos en los que se sostenían.

Así, en las Casas en Garraf, la adaptación al clima, lejos de confiarse a los grandes muros de piedra dotados de inercia térmica —muy útiles para hacer frente a esos cambios bruscos de temperatura que sufren las Baleares—, se hace depender de un convencional cerramiento de doble hoja, pensado más para aislar que para regular la temperatura a través de la masa. Por su parte, las pérgolas tan admiradas en la casa popular mediterránea —generosas y casi siempre dotadas de vegetación— se transforman en una terraza tan alta como estrecha, de dudosa utilidad y que recuerda más a un solárium higienista centroeuropeo que a un sombrajo balear o levantino. En cuanto al paisaje, además del inmaculado color blanco de la fachada (¿blancura mediterránea o higienista?), y de la evidente concesión a lo vernáculo que suponen los zócalos de mampostería, las casas no se integran en absoluto en el terreno —como lo hacen, en su modestia, las verdaderas casas populares—, sino que se posan en un plinto de piedra que permite regularizar el asiento para mantener la pureza cúbica de las construcciones: un recurso que, en el fondo, tiene que ver con mecanismos de corte clasicista. Finalmente, en lo que se refiere a la adaptación a los hábitos obreros que sugiere la disposición de la planta las viviendas, esta no deja de responder a un esquema más bien convencional, pensado para el asueto y no para el trabajo, y que se contenta con mimetizar esas distribuciones de las casas ibicencas que un poco más tarde publicarían Hausmann y Heilbronner en AC, como pone de manifiesto el cuerpo semicircular proyectado de la fachada: una alusión al forn, al horno vernáculo, que aquí adopta usos improbables como el de chimenea y ducha. Por lo demás, los interiores de las casas se aliñan, por mor de la fotografía, con cántaros de barro cocido y sencillos muebles de corte popular, que, unidos a los suelos de baldosa hidráulica y los techos de bóveda catalana, contribuyen a dotar de un agradable pero tal vez impostado carácter ‘mediterráneo’ a todo el conjunto.

Resultado al cabo de una componenda difícil entre la imitación de los modelos centroeuropeos y la imitación en la arquitectura popular, el proyecto en Garraf sugiere bien las dificultades para convertir la ideología en estilo. El fin del GATEPAC tras la guerra civil, y la postergación del proyecto moderno en España durante algunos años, conducirán a un cambio radical de argumentos y modelos, que implicará cierto retorno a lo ‘castizo’ en sus términos más decimonónicos. Con todo, el influjo de lo mediterráneo, y de lo popular en general, no dejará de estar presente ni en el debate sobre la arquitectura ‘nacional’ a lo largo de los años 1940 ni en el retorno a una modernidad más serena que se producirá en las dos décadas posteriores. Prueba de ello son algunos proyectos dirigidos por el Servicio Nacional de Regiones Devastadas, amén de la utopía agraria y en parte mediterránea que fueron los pueblos de colonización, ejemplos donde la reflexión sobre lo mediterráneo, sin dejar de ser, en el fondo, muy semejante a la planteada una o dos décadas antes, se usó con fines ideológicos opuestos y dio lugar a estilos muy diferentes. Habrá que esperar a arquitectos como Bonet Castellana o Coderch en España —ejemplos acaso de un primer ‘regionalismo crítico’ de tintes latinos—, y a la nómina de arquitectos franceses e italianos críticos de los CIAM —o, por lo menos, los más influidos por las propuestas renovadoras del Team 10—, para que lo mediterráneo se pueda expresar, con mayor convicción, como un fruto maduro. Aunque, cuando lo haga, ya no será para convalidar la modernidad, sino para refutarla en parte, o cuando menos, para convertirla en una cosa diferente, más afín a ese imaginario de la cultura de masas que, a finales de los años 1950, hizo del Mediterráneo menos un reclamo para la intelligentsia que una especie de utopía vacacional para las clases medias.

Los visionarios modernos quisieron que el Mediterráneo, más que un lugar, fuera una idea clara y distinta. Sin embargo, las contradicciones entre el Norte y el Sur, el Zeitgeist el Volkgeist, lo vernáculo y lo universal y la razón y el estilo acabaron haciendo de la invención de lo mediterráneo —utopía de los sentidos, edén burgués que buscó enraizarse en la cultura campesina— algo en verdad menos ambicioso: una lábil impregnación visual, psicológica y hasta ética, que fue útil precisamente por lo que tenía de contradictoria, pero que a la postre resultó incapaz de producir un ‘estilo’ verdadero.