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Los estadios de Qatar

Eduardo Prieto

Los mejores espectáculos no son los de la naturaleza; son los del hormiguero humano en las celebraciones deportivas. Las más deseadas hoy son las del fútbol, que alcanzan su clímax en los mundiales, acontecimientos deportivos al mismo tiempo que máquinas ideológicas por las que se propaga el poder blando para llegar allí donde no alcanza el fuerte. Máquinas ideológicas que dependen de los escenarios del combate con el balón: los estadios deportivos.

Que los estadios son algo más que simples contenedores de masas ha quedado patente en Catar. Su propósito, como el de tantas arquitecturas de la globalización, ha sido crear identidad a través de monumentos instantáneos que propician la homologación internacional del Régimen y construyen ‘relatos de país’ en un lugar con apenas historia. Hace cien años, Ortega y Gasset advirtió del “origen deportivo del Estado”; y sigue teniendo razón: los estadios de Catar han sido escenarios del deporte, pero sobre todo han sido máscaras de la política. 

Como cualquier máscara, los estadios de Catar han mostrado a la vez que han ocultado. Lo que han ocultado es la realidad de un país de penumbras, comprometido en el empeño, harto improbable, de conciliar progreso y teocracia. Y lo que han mostrado es la imagen compensatoria de esa penumbra a través de la arquitectura luminosa de los edificios deportivos: el Estadio Al Janoub, de Zaha Hadid Architects; el Estadio Lusail, de Foster+Partners, y los estadios 974 y el Al Thumana, de los españoles Fenwick+Iribarren. Todas ellos ejemplos de esa arquitectura-espectáculo que se consume velozmente, de pantalla en pantalla, a golpe de clic.

Pese a su vocación de singularidad, ninguno de estos estadios ha sido singular. No lo han sido por sus innovaciones tipológicas, pues se han limitado a reproducir esquemas acreditados. No lo han sido por su modo de enfrentarse al clima, más allá del empleo de estrategias de ventilación natural cuya eficacia pondrán a prueba las tormentas del desierto. Y no lo han sido tampoco por sus mecanismos formales, que han seguido la tónica de generar simbolismo merced a relatos sobre el país anfitrión o sobre metáforas naturales que pueden intuir con facilidad toda clase de públicos.

A lo anterior podría objetarse ‘¿Por qué más? ¿No basta conque un estadio funcione y transmita ciertos mensajes?’. La objeción estaría justificada si no fuera porque se han dado casos de estadios más complejos y valiosos, que han ayudado incluso a la construcción del espacio público. Así las palestras griegas, lugares destinados a la lucha física y a la controversia intelectual, que ocupaban un enclave señalado en el ágora. Así los anfiteatros romanos, elementos primarios del espacio público de la urbs, que no se consideraban construcciones instantáneas sino monumentos a largo plazo. Y así también los edificios deportivos de la Barcelona y el Pekín olímpicos, que se diseñaron como parte de una estrategia muy ambiciosa de monumentalización e higienización de la ciudad.

En Catar no se han dado estrategias semejantes. Los estadios se han concebido como objetos ensimismados que no han contribuido a estructurar el espacio público, ese ‘pegamento’ físico y simbólico que tanto escasea en Doha. Esto no quita para que los organizadores hayan atendido a la pregunta inevitable en este tipo de acontecimientos — ¿qué hacer el día después?—, y para que su respuesta haya sido, al cabo, la parte más innovadora de los mundiales: una vez entregada la copa al ganador, los estadios comenzarán a reciclarse. Unos, como el 974, se desmontarán para construir con sus piezas viviendas sociales, en tanto que otros —la mayor parte— reducirán a la mitad su aforo para hacer sitio a clínicas, centros comerciales, auditorios y hoteles de lujo. Las autoridades cataríes ligan este proceso de ajuste razonable a una “estrategia de sostenibilidad”, aunque resulte inevitable pensar que la sostenibilidad que les interesa sea menos la social que la financiera. Ortega nos advirtió sobre el origen deportivo del Estado; hoy, los hechos demuestran el origen económico del deporte. Una vez más.