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Luis Cubillo, un racionalista ecléctico

Eduardo Prieto

“No son genios lo que necesitamos ahora”: el título del famoso artículo publicado por José Antonio Coderch en 1960 vale, en buena medida, para Luis Cubillo de Artega, un arquitecto cuya actitud frente a la disciplina estuvo siempre más cerca del servicio profesional ético que de la ostentación de ideas y soluciones presuntamente innovadoras. Cubillo no era un genio, como tampoco lo fueron sus compañeros de afanes en la España del Franquismo. Pero es probable que aquella España, como se temía Coderch, tampoco los necesitara. A Luis Cubillo se le asocia a una larga serie de obras de notable calidad media, aunque de carácter más bien ecléctico en su atención a las necesidades del encargo concreto: ese tipo de obras que son típicas de lo que suele llamarse un excelente ‘arquitecto de oficio’. Y en parte es cierto. Esto no quita para que Cubillo demostrara ser uno de los arquitectos más innovadores de su generación durante el tiempo y en los contextos donde su militancia racionalista pudo encontrar un acomodo fructífero.

Hasta cierto punto, la distraída recepción de la obra de Cubillo ha tenido que ver con su pertenencia a una generación incómoda, por intermedia. Nacido en 1921, Luis Cubillo fue más joven que los arquitectos de la generación mítica o mitificada de 1913 —la de Aburto, Fisac, De la Sota y Coderch—, a los que habría que sumar Cabrero (1912), Fernández del Amo (1914) y también Sáenz de Oíza (1918). Y fue algo mayor que otros arquitectos como Carvajal (1926), Fernández Alba (1927) o Higueras (1930), que, pese a su casi irreducible heterogeneidad, tuvieron en común su militancia más o menos evidente en una modernidad crítica y de afinidades organicistas. La generación de Cubillo —que es también la de José Luis Romany (1921), José Antonio Corrales (1921) y Ramón Vázquez Molezún (1922)— estuvo a caballo de los maestros y los críticos. Es verdad que, a la hora de ordenar el trabajo de los arquitectos y artistas, el uso de generaciones, pregeneraciones, posgeneraciones, macrogeneraciones y microgeneraciones suele resultar en un franco abuso que la mayoría de las veces no oculta más que pereza mental. Pero, en el caso de Cubillo, la clasificación cronológica no parece del todo descabellada, en la medida en que explica la desabrida posición de un grupo de arquitectos que nunca dejaron de estar a la sombra de Oíza y De la Sota —a los que reconocieron, pese a la corta diferencia de edad, como ´maestros’—, pero que tampoco pudieron llegar a ser modelos para los arquitectos más jóvenes —y también más plástica e intelectualmente agresivos—, como los ya citados Fernández Alba o Higueras.

Ocurre, además, que la figura de Cubillo está un tanto marcada ideológicamente, por cuanto, su militancia con la modernidad coincidió en buen parte con la militancia en la Iglesia de las décadas de 1950 y 1960; una Iglesia, la de Cubillo, que fue socialmente sensible y reformista, pero que, al fin y al cabo, seguía siendo una Iglesia apegada al Franquismo. El tema sobre el conservadurismo o el franquismo de los arquitectos de esta generación sigue haciendo las veces de tabú, atrayendo a unos y repeliendo a otros, pero es imprescindible a la hora de entender para quién trabajaron los profesionales de la época y que se le pedía, en última instancia, a su arquitectura. En el caso de Cubillo, la Iglesia más o menos afín al Régimen fue uno de esos contextos donde, como se ha dicho arriba, su militancia racionalista pudo encontrar un fructífero acomodo.

Como es conocido, la institución que dio impulso a la carrera de Cubillo fue la fundación benéfica Hogar del Empleado, creada por el jesuita Tomás Morales en 1946, y cuyo Oficina Técnica, dedicada a la promoción de vivienda social, se puso en manos, a partir de 1954, de un grupo de arquitectos recién graduados y con la sensibilidad social de los cristianos de base: Francisco Javier Sáenz de Oíza, Manuel Sierra, José Luis Romany y Adam Milczynski, a los que se sumaron un año después el propio Cubillo y ocasionalmente Vázquez Molezún. Desde ella, estos jóvenes arquitectos —que, como en el caso de nuestro protagonista, tenían ya cierta experiencia en la vivienda privada— proyectaron y construyeron, colegiadamente, ambiciosas colonias en la periferia de Madrid.

La relación de este talentoso grupo con el Hogar duró una década, en la que se forjaron como arquitectos, tanto técnica como, digamos, ideológicamente. A través del Hogar, el grupo pudo ponerse al día de lo que estaba ocurriendo en la Europa del momento: Vázquez Molezún viajó a Brasil con el objetivo de conocer la nueva arquitectura que allí se está levantando de la mano de Lucio Costa, y Romany y Cubillo lo hicieron a Copenhague y Estocolmo, donde ambos se empaparon del racionalismo nórdico. También a través del Hogar estos arquitectos tuvieron la posibilidad de enfrentarse pronto, y en la entonces apremiante realidad, al problema de la vivienda social, construyendo proyectos de fuste, como el Poblado de Calero (1958). Esto familiarizó al equipo con los rigores de la modulación y los afanes de la construcción, los alentó a experimentar, dentro de un orden, con los tipos, y al cabo los reafirmó en su creencia de que la mejor arquitectura para atender las necesidades de la población más desvalida era esa que muy vagamente se llamaba ‘moderna’.

El Hogar del Empleado fue, por tanto, el caldo de cultivo para que la creatividad de Cubillo y la de sus compañeros pudiera enfrentarse a problemas más ambiciosos. La oportunidad llegó pronto: tras recibir el encargo del Poblado Dirigido de Canillas en 1955 y quedar entre los finalistas del Concurso de Viviendas Experimentales convocado en 1956 por el Ministerio de Vivienda [imagen 1], Cubillo se convirtió en uno de los arquitectos de confianza del falangista Julián Laguna, el Comisario de Ordenación Urbana de Madrid que por entonces fungía de castizo y precario Barón Haussmann. Fue siguiendo la estela de Laguna como Cubillo acabó enrolado en la que, a la postre, resultó ser la mayor —si no la única— utopía arquitectónica acometida por el Régimen (más allá del Valle de los Caídos): la construcción de miles de viviendas sociales patrocinadas por el Estado pero definidas por un descarado compromiso con la modernidad racionalista.

Racionalismo ‘povera’: la vivienda social

Hasta su incorporación a esta pseudovanguardia liderada por Laguna en connivencia con otro eficaz gestor y agitador falangista que, como el anterior, tendría un corto recorrido en el cargo, Luis Valero —director del Instituto Nacional de la Vivienda—, Cubillo había desarrollado más de una treintena de proyectos: iglesias parroquiales, sobre todo, pero también un puñado de edificios de viviendas para promotores privados. Su primer encargo importante en solitario llega ese mismo año de 1955, cuando Laguna le pide el proyecto para un poblado en los suburbios de la zona norte de Madrid, Canillas, y es en este proyecto donde Cubillo introduce, por primera vez de una manera personal y convincente, algunos de los ingredientes más característicos de su lenguaje, en cualquier caso los más innovadores.

Lejos del pintoresquismo ensayado por De la Sota en el poblado de Fuencarral B, pero también lejos del rigorismo abstracto propugnado por Oíza en el proyecto gemelo de Fuencarral A —ambos inmediatamente anteriores—, la traza del poblado de Canillas combina, en un esquema sometido en general a la orientación al Mediodía, diferentes tipos edificatorios. Casas unifamiliares, bloques y torres de vivienda colectiva dibujan un tapiz que aspira a la riqueza volumétrica de los proyectos holandeses y escandinavos de la modernidad, pero que la total precariedad económica y los plazos disparatados acaban convirtiendo —como ocurre en la mayor parte de los míticos poblados de estos años— en una paupérrima imitación de sus modelos. Pese a que el recurso al bloque abierto y al rigorismo heliotrópico constituían de por sí una adhesión a los principios modernos —y también un modo eficaz de construir rápidamente sin atender a molestas ordenanzas de manzana—, las innovaciones de Cubillo en Canillas fueron fundamentalmente de índole plástica.

En el ocaso de su carrera, Cubillo reconoció que los proyectos de estos años en general y Canillas en particular fueron el fruto de trabajar hojeando la monografía de Arne Jacobsen traída de Copenhague; reconoció, de hecho, que la estética inicial de las viviendas, sobre todo la de los bloques bajos, era “absolutamente danesa”. Y en efecto, es danés el uso de pocos y grandes huecos en las fachadas, que se vacían en toda su altura (para evitar la construcción de alféizares y cargaderos) y que son abstractos casi a la manera del neoplasticismo (del mismo modo, al menos, en que lo son las viviendas Soholm II o la Casa Upton-Hansen, de Jacobsen, ambas construidas en 1954) [3, 4, 5]. Y también es danés el empleo de materiales naturales, fundamentalmente el ladrillo, y, de un modo sorprendente, también los aplacados de cerámica y, sobre todo, la madera, un rasgo de voluntarismo háptico que singulariza a Cubillo entre los compañeros del grupo de Laguna.

En efecto, los bloques bajos de Canillas poseen un único gran hueco a cuyo dictado geométrico se somete la modulación (y en parte también la distribución de la casa) y que consiste en una sencilla pero eficaz composición neoplástica de un rectángulo de piezas cerámicas inmaculadamente blancas y otros dos rectángulos, más pequeños, definidos por la abstracción de sendos planos de persianas de madera [6]. Más atrevida aún es la composición de los bloques altos, definidos por los grandes paños que quedan entre los muros de carga con canto visto, en los cuales Cubillo —adelantándose en dos años a las viviendas en la calle Juan Sebastián Bach, de Coderch, pero con un rendimiento mucho peor, en todos los sentidos—, coloca una superficie continua de carpinterías y lamas de madera, distribuida en tres bandas verticales y otras tantas horizontales. Pensada para aportar calidez y variedad cromática, la solución hubiera funcionado perfectamente en Copenhague o en Oslo, pero se mostró particularmente inadecuada y vulnerable en los suburbios madrileños.

También innovadora, pero mucho más eficaz, fue la decisión de invertir la pendiente de las cubiertas, un gesto que, en lo que tiene de alusión al tejado elegantemente inclinado, resuena tanto con las diagonales neoplásticas postuladas por Van Doesburg como, de nuevo, con las referencias nórdicas —véanse, en este caso, la primera fase de las viviendas Soholm, construidas por Jacobsen en 1950—, aunque Cubillo lo justificara por la necesidad de juntar las bajantes y los conductos de ventilación en el núcleo de la casa. Comoquiera que sea, el gesto dota a las viviendas de una inesperada sutileza, por cuanto crea una elegante línea de sombra de sección variable que funciona como una suerte de alero visual [9]. Por lo demás, en las viviendas de Canillas, como en las de todos los poblados dirigidos, es imposible encontrar la calidad constructiva de los modelos nórdicos: por norma general, la estructura se resuelve con muros de medio pie de ladrillo visto; los forjados son de viguetas prefabricadas de ínfima calidad; las fachadas suelen consistir en medio pie de fábrica, cámara de aire sin aislamiento y un trasdosado interior de tabique hueco sencillo; y los elementos de transición o singulares —como las cubiertas inclinadas propuestas por Cubillo— se hacen casi siempre con un doble tablero de rasilla, a la manera ‘catalana’.

Cubillo siguió la misma tónica en otras obras realizadas para el Hogar del Empleado, como la Colonia Puerta Bonita (1958) —basada en el mismo ritmo de ventanas rigurosamente neoplásticas en su geometría y nórdicas en su materialización— o en el Poblado Mínimo de Vallecas (1958), donde al arquitecto modera el alcance de su ambición plástica, por cuanto los huecos reducen sustancialmente su tamaño y pasan a adaptarse escrupulosamente a la retícula modular que define el edificio tanto en planta como en alzado, y por cuanto la ambiciosa piel de madera ensayada en Canillas se sustituye por un sencillo pero menos problemático antepecho de tablones del mismo material, que evoca, una vez más, las viviendas en Soholm de Jacosen.

Los proyectos más innovadores de Cubillo son, sin duda, los de los años de mayor precariedad económica. No hay aquí paradoja, en la medida en que fueron también los años de mayor libertad plástica: la que concedió el siempre pragmático Julián Laguna a su equipo, que no tenía más limitación, precisamente, que la absoluta precariedad de medios y la urgencia con que tenían que redactarse y ejecutarse los proyectos, que en verdad no era poca. El resultado, con todo, fue una serie de proyectos excepcionales, que estuvieron definidos por una misma sensibilidad moderna declinada de modos diferentes: desde la suavidad de tintes vernáculos de De la Sota en Fuencarral hasta el rigorismo abstracto de Sáenz de Oíza en Entrevías, pasando por el neorrealismo con acentos a lo Neutra de Vázquez de Castro en Caño Roto, el monumentalismo modular de Leoz y Ortiz en Manoteras o la estetización neoplástica dulcificada por la materialidad nórdica que ensayó el propio Cubillo en Canillas.

Los poblados dirigidos son, en este sentido, un buen sitio donde tomar el pulso a la modernidad española de posguerra. No para convalidar, sin más, la conocida tesis de que la introducción de la modernidad en España coincidió con la emergencia de sus primeros críticos, sino, más bien, para enmendarla, dando cuenta de la militante pluralidad de intereses de los jóvenes arquitectos de vanguardia de aquellos años, admiradores en unos casos de la modernidad canónica representada por Oud o Le Corbusier, en otros de la elegantemente manierista propugnada por Richard Neutra o Arne Jacobsen, o finalmente devotos de la modernidad neorrealista, en el amplio espectro implicado por el término, que defendieron de diferentes maneras Figini & Pollini o Ignazio Gardella, entre otros. En realidad, la generación de Cubillo recibe la modernidad como una colección de fragmentos que cada arquitecto puede utilizar a discreción, pero, desde el punto de vista ideológico, la modernidad que recibieron fue más bien una sola. Es probable que, por cronología y referencias, los jóvenes como Cubillo, en su racionalismo ‘social-povera’, fueran desde el punto de vista historiográfico críticos de la primera modernidad, pero lo cierto es que ni militaron como tales ni tal vez fueron nunca conscientes de serlo. De hecho, se esforzaron por parecer lo contrario: adalides de esa modernidad todavía por definir, y que, en aquella España de 1950, no consistía más que en un puñado variopinto de edificios construidos y otro puñado de recortes disímiles sacados de revistas de arquitectura.

Eclecticismo desarrollista: la vivienda privada

Fruto de la precariedad de medios, del pragmatismo de las autoridades y del entusiasmo de unos jóvenes arquitectos entregados a la causa moderna, el experimento de los poblados dirigidos fue tan singular y, al cabo efímero, que, aún hoy, cuesta digerirlo, como demuestra su acomodo poco convincente en la historiografía. Se trata de un ejemplo indigesto porque no termina de encajar bien ni en el relato de la adopción de la modernidad en la España ni en el desarrollo de los estilos o poéticas personales que terminaron desarrollando los arquitectos protagonistas de aquella empresa. Así, poco hay del De la Sota amablemente vernáculo de Fuencarral A en el De la Sota radicalmente abstracto e industrialista de sus años maduros; del Vázquez de Castro neorrealista en Caño Roto en el posterior Vázquez de Castro tecnológico y un tanto brutalista; o del Carvajal pragmático de Almendrales en el obsesivamente organicista Carvajal que hoy tanto admiramos. Con Cubillo, sin embargo, el contraste evidente entre el militante racionalista de Canillas y el moderado arquitecto profesionalista de otros encargos oculta una permanencia de intereses más profunda, que conviene explicar.

La mejor manera de hacerlo consiste en comparar sus obras de vivienda de corte ‘social-povera’ —definidas por su lenguaje de raigambre neoplástica y nórdica, y encargadas por instituciones públicas como el Instituto Nacional de la Vivienda o por fundaciones eclesiales de aliento público como el Hogar del Empleado— con los proyectos de vivienda hechos para atender encomiendas privadas en una época, la del desarrollismo cuyo impulso urbanizador se había dejado en manos de promotoras y bancos. En las viviendas privadas de Cubillo, el compromiso militante con el lenguaje del racionalismo se matiza, para acabar traduciéndose en un eclectismo que no sólo permite atender adecuadamente los gustos del promotor, sino también responder a los requisitos formales impuestos tanto por la tipología como por los contextos urbanos consolidados, tan diferentes a los de los terrains vagues donde se habían levantado los míticos poblados dirigidos y sus secuelas.

La adaptación ecléctica tan característica de Cubillo se advierte, por ejemplo, en dos proyectos de vivienda urbana estrictamente contemporáneos del Poblado de Canillas: el edificio en la calle Modesto Lafuente 28 y el bloque de la calle Cavanilles 17 y 19. En el primero, Cubillo reinterpreta en planta, con elegante abstracción, el esquema de tradicional de la vivienda pequeñoburguesa de Madrid —portal noble, gran vestíbulo, zona de estar y ‘salón’ diferenciados, organización pragmáticamente simétrica en torno a patios de luces— , para proponer unos alzados definidos por la disposición, también en rigurosa simetría, de un cuerpo central de terrazas voladas y dos laterales de limpio aparejo de ladrillo: un esquema que resuena, en general, con las soluciones de fachada del Madrid del racionalismo del ladrillo, y, en particular, con las soluciones que Gutiérrez Soto había convertido, ya por estas fechas, en un esquema éxitoso y reclamado por las promotoras. Por su parte, el bloque en la calle Cavanilles, bastante banal en su planta adaptada a un solar irregular, resulta plásticamente más ambicioso que del Modesto Lafuente, en la medida en que introduce motivos neoplásticos en dos elementos fundamentales del alzado: por un lado, las terrazas, que ocupan toda la fachada y se proyectan de la rasante con mayor atrevimiento para mostrar sus superficies inferiores de color blanco; por el otro, la esquina que, en un gesto de abstracción, se resuelve con un paño de ladrillo que discurre desde el zócalo hasta la coronación. Resulta, en este sentido, casi inevitable comparar este edificio con el bloque de apartamentos que, ese mismo año de 1955, había comenzado a construir un jovencísimo Javier Carvajal en la plaza de Cristo Rey, aunque en este la composición en planta, la articulación volumétrica y la paleta de materiales están resueltos con mayor solvencia y valentía plásticas.

El lenguaje de estos proyectos era ecléctico en la medida en que aunaba tendencias de distinto origen y vocación formal: el pragmatismo de la vivienda burguesa con la vocación de sencillez de las organizaciones modernas; el lenguaje consolidado de las terrazas con los planos flotantes del neoplasticismo; la materialidad de los alzados urbanos del racionalismo madrileño con la abstracción de los estilemas modernos provenientes de Centroeuropa. Es bastante probable que el resultado convenciera a los comitentes, pero lo es bastante menos que convenciera al propio Cubillo. Así lo sugieren, al menos, sus indagaciones en años posteriores, en los que parece como si el arquitecto quisiera, de algún modo, mantener su militancia racionalista, transformando algunos de los hallazgos de Canillas o Entrevías, o bien tomando como referencia algunos proyectos ejemplares de la modernidad nórdica. Esto resulta patente, por ejemplo, en su proyecto para un edificio de viviendas en la calle Málaga 8 y 10, de 1958, donde la regularidad del solar hizo posible plantear una planta limpia y rigurosa en la que el patio tradicional de luces, cuadrado, dejaba paso a una grieta abierta entre las dos paredes medianeras opuestas, y donde Cubillo ensaya un alzado rigurosamente neoplástico, formado por la superposición de franjas horizontales dibujadas en todo el ancho de la fachada, a la manera del proyecto de edificio de oficinas propuesto por Mies en 1923 y también a la manera de las Oficinas Jespersen & Son, construidas por el admirado Jacobsen en 1953.      

La misma querencia —podríamos decir casi que nostalgia— neoplástica y nórdica cabe advertir en dos obras construidas en los años subsiguientes, que son quizá de las más logradas de Cubillo. La primera, construida en 1958, fue el en su tiempo controvertido, y hoy asumido casi con indiferencia, bloque de usos mixtos situado en la esquina entre la calle Carretas y la plaza de Jacinto Benavente, en pleno corazón histórico de la capital. Aquí, y más allá de las evidentes alusiones al lenguaje del neoplasticismo, la referencia a las estructuras en bandas horizontales de las Oficinas Jespersen se complementa con otras referencias menos previsibles pero igualmente reveladoras, como la retícula del bloque de viviendas en la calle Harar en Milán, construido por Luigi Figini y Gino Pollini en 1955, o como el riguroso damero del edificio que, también en 1958, acababa de construir Egon Eiermann en el Hansaviertel de Berlín.

La segunda es el bloque de viviendas en la calle General Moscardó 20 —construido en 1965 junto a Ramón Bescós—, quizá la mejor muestra del eclecticismo racionalista de Cubillo, pragmático y a un tiempo innovador. Pragmático a la hora de importar, de nuevo, el esquema de la casa burguesa madrileña, en la medida en que mantiene los patios de luces interiores y la pseudo o micro enfilade formada por el despacho, el estar y el salón. E innovador por cuanto somete este esquema convencional a un lenguaje de gran exigencia plástica, que da pie a una planta de gran belleza, repleta de hallazgos, que confirma el carácter ‘pictórico’ que tradicionalmente se ha adjudicado a las composiciones de Cubillo. En este sentido, resulta pedagógico comparar la planta de estas viviendas con otra planta más o menos coetánea del siempre pragmático y ecléctico Gutiérrez Soto —maestro de la vivienda burguesa madrileña— y con una, muy anterior, de Zuazo, que podría representar los orígenes del modelo. Menos convincente resulta el alzado del edificio, que, si bien mantiene la disposición en bandas horizontales de los bloques anteriores —reduciendo hábilmente el volumen de fachada a un cuerpo limpiamente poligonal que parece flotar entre los edificios colindantes—, no consigue mantener la excelencia en la selección de materiales y modulaciones, y acaba convertido por ello en un áspero collage. En efecto, quizá no merezca otro nombre que el de collage la difícil alternancia de las bandas ocupadas por carpinterías de lamas metálicas blancas que se deslizan sobre paños de ladrillo visto, y, por otro lado, las bandas ocres del revestimiento cerámico diseñado por el escultor Arcadio Blasco —colaborador habitual de Cubillo—, cuya modulación cuadrada contrasta incómodamente con la marcada horizontalidad de las celosías y las hiladas del aparejo.

Este puñado de obras da cuenta del difícil empeño de Cubillo, que fue también el de algunos de sus compañeros de generación: fundir los estilemas heterogéneos pero de raíz marcadamente moderna —el hueco o el plano neoplásticos, la transparencia en planta, la sencillez volumétrica, el tono retórico ‘menor— en el crisol de una tradición asentada y eficaz en términos inmobiliarios: la de la vivienda burguesa. Un empeño que se tradujo en un eclecticismo incómodo, por no encajar en los modelos de la modernidad unánime de los manuales, pero fructífero, al fin y al cabo, en su capacidad para dar cuenta de la realidad. Un eclecticismo, en cualquier caso, que merece ser estudiado con atención.