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Madre madera

Eduardo Prieto

Antaño la madera no sólo era un material de construcción común, sino ‘el material’ por antonomasia. La propia etimología de la palabra nos lo recuerda, pues ‘madera’ viene de materia, y esta de mater, que para los romanos no sólo era la ‘madre’, sino la cualidad de lo maternal, es decir, el ‘origen’, la ‘materia prima’. Así que cuando mentamos la madera estamos en el fondo refiriéndonos tanto a la materia con que se hacen las cosas en general como a un material específico que tiene vida en sí mismo.

El mayor atractivo de la madera a lo largo de la historia ha consistido precisamente en el hecho de que es el único material vivo usado en la construcción, y el único también que es estructural desde su propio origen. ¿Qué es el árbol sino una viga empotrada en el suelo y diseñada para resistir la acción del viento? Junto a las ventajas de esta condición intrínsecamente mecánica de la madera están las derivadas de su fácil manipulación. Descortezados para usarlos como rollizos enteros en los pilares; cortados y escuadrados en celosías, tablones o lamas; fragmentados en tejas, sacaduras y chillas para cubiertas y paredes: desde siempre los árboles han sido transformados de modos diversos en función de épocas y lugares.

La sabiduría popular supo depurar su uso a lo largo del tiempo, pero fue precisamente cuando la construcción con madera alcanzaba uno de sus mejores momentos, a mediados del siglo xix, que la emergencia de los nuevos materiales propinó al añejo material un golpe formidable. El acero primero, después el hormigón armado, ocuparon su lugar, y su reino, antes casi absoluto, pareció reducirse a las funciones vicarias de revestimiento, muchas veces sólo dentro de los confines de lo vernáculo. Por supuesto, el proceso se agravó allí donde la tradición maderera ya se había perdido: en la década de 1950, en España —antaño el país de las sofisticadas carpinterías de lazo— se llegó a prohibir el uso de la madera para fines estructurales. De ser el material por antonomasia, la madera pasó a ser una excepción, cuando no una especie de frivolidad romántica.

Con todo, sería el desarrollo de la industria el que permitiría a la madera tener una segunda vida. A mediados del siglo xix, el empleo de entramados ligeros a la manera del balloon frame (un sistema explicable  por la producción seriada de clavos de acero y la invención de los aserraderos de vapor) fue el primer paso de la creciente de industrialización de la madera, que tendría otros dos hitos ya en el siglo xx: la aparición de los procesos de laminación —que permitió al material competir estructuralmente con el acero y el hormigón armado—, y el desarrollo de los sistemas de panelización, que no sólo hicieron posible rigidizar los entramados ligeros —los tableros estructurales hacen las veces de diafragmas—, sino que dieron pie a ambiciosas propuestas de prefabricación cerrada, como el General Panel System de Konrad Wachsmann, reforzando, por otro lado, los procesos industriales de producción por componentes gracias a los contrachapados o los tableros de fibras y partículas, hoy presentes por doquier.

Estos inventos propiciaron el retorno progresivo a la madera, un fenómeno que comenzó a ser evidente en la década de 1980, pero que con la llegada del nuevo siglo ha experimentado una sensible aceleración. ¿Qué razones explican este inesperado regreso? La primera es una nueva actitud ante el que quizá sea el mayor reto en los usos arquitectónicos de este material: el problema de la durabilidad. Como material orgánico que es, la madera se degrada por la acción de hongos, insectos y meteoros, especialmente los rayos ultravioleta, que tienden a extraer progresivamente el dibujo de las vetas y a teñir los tablones expuestos a la intemperie con un característico color gris o marrón oscuro. El optimismo tecnológico ha llevado a creer que este proceso de cambio podía ser evitado gracias a sustancias químicas —pinturas, barnices, lasures, aceites de poro abierto— o recurriendo a sofisticados composites, soluciones susceptibles de mantener contra viento y marea la imagen brillante de una chapa de madera bien barnizada. La realidad, sin embargo, es tozuda: no existen fachadas estables de madera, y cuando las hay es porque se ha previsto con inteligencia su evolución, y se han mantenido adecuadamente, siempre con costes; de ahí que el problema de la durabilidad dependa menos de la tecnología que de la actitud con la que se aborde.

De las pátinas a la robotización

Hoy asistimos a tal cambio de actitud. En los edificios construidos con madera cada vez más se tiende a aceptar la aparición de la inevitable pátina, y en ocasiones incluso se la considera una virtud estética, como en tantas obras de Zumthor. Aceptar la pátina no implica, sin embargo, asumir la degradación del material (la reducción progresiva del espesor de las tablas puede controlarse mediante la elección adecuada de la escuadría, el tipo de corte y su forma), lo cual exige que el uso de la madera por los arquitectos sea ahora menos intuitivo y se haga depender de las prescripciones de ciertas ingenierías especializadas. En otros casos, el cambio ideológico ha consistido en la recuperación de viejas técnicas de tratamiento del material, como la protección con caolín o el termoendurecido mediante la carbonización superficial, que ya no se realiza por artesanos —por ejemplo, la vieja tradición japonesa del shou sugi ban—, sino mediante procesos controlados en autoclave.

La segunda razón que explica el retorno del material es el desarrollo de los nuevos sistemas estructurales de madera contralaminada. Son paneles de gran formato constituidos de varias capas de piezas encoladas en sentidos diferentes, de manera que su comportamiento mecánico resulta óptimo. A las ventajas que de por sí tiene un elemento superficial frente a uno lineal (menos juntas, facilidad de montaje) se suman en estos sistemas los derivados del propio proceso de fabricación: no se trata ya de unidades surgidas de una cadena de montaje al uso, sino producidas con brazos robotizados conectados a softwares de CAD, de manera que es posible fabricar ‘a la carta’ los elementos que constituyen el edificio, sin que se incrementen los costes. Esta fabricación aditiva robotizada ha permitido acabar con el lastre asociado a los sistemas cerrados del tipo Wachsmann, y explica en buena medida el éxito que los contralaminados están teniendo no sólo en viviendas unifamiliares, sino también en ámbitos antes vedados a la construcción con madera, como los edificios en altura. A tal éxito ha contribuido asimismo la posibilidad de incorporar aislamiento térmico en el alma de los paneles o incluso las instalaciones, de manera que el panel de madera sea a la vez estructura, cerramiento y aislamiento, como en la construcción tradicional.

Sin embargo, es probable que esta vuelta a la madera no se hubiese producido sin el concurso de otras dos circunstancias: las exigencias de sostenibilidad, por un lado, y la ideología de la hapticidad, por el otro. Si el respeto al medioambiente aconseja utilizar la madera por su buen comportamiento energético (su conductividad térmica es 0,13 W/m.K, frente a los 0,80 del ladrillo), su capacidad de almacenar dióxido de carbono (más del 50 % del peso de un árbol es carbono) y su carácter renovable siempre y cuando se extraiga en bosques certificados, la ideología de la hapticidad la reivindica —nunca ha dejado de hacerlo— por el romanticismo que su color, textura e incluso olor, distintos según la especie, suponen frente a la presunta homogeneidad de los materiales industrializados. Por todo ello, aunque es cierto que la madera no será más la madre de la arquitectura, es probable que al menos recupere en parte el lugar que la industrialización mal entendida le hizo perder.


Publicado originalmente con el título “Madre madera. El retorno de un material intemporal”, en Arquitectura Viva 159 (2014).