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Materia y energía: la Bauhaus digital

Eduardo Prieto

En la arquitectura la ‘energía’, lejos de ser un concepto literal, funciona como un artefacto metafórico que permite expresar varios sentidos diferentes y complementarios entre sí. La estética energética es, en primer lugar, una ‘energía de configuración’ gracias a la cual la materia se organiza espontáneamente (la energía que conforma el cristal de cuarzo o en el granito, por ejemplo). En segundo lugar, es una ‘energía de transformación’ que hace que la materia pase por diversos estados (el agua convertida en hielo o en gas) o que pueda transformarse, eventualmente, en un ‘material’ (el petróleo, en plástico; la sílice, en vidrio; la arena, la piedra y el cemento, en hormigón). La energía de transformación atañe a la fabricación de los materiales y también a su puesta en obra (el ladrillo y la argamasa transformados en aparejo), pero deja de actuar cuando, una vez terminada la construcción, la arquitectura empieza a pertenecer al tercer modo de la energía, que implica el paso del tiempo y explica las maneras en que los materiales envejecen sometidos a la entropía: la ‘energía de degradación’. Esta última puede asociarse también a su opuesta, la ‘energía de mantenimiento’ que intenta reparar los efectos de la degradación, y ambas producen efectos diferentes en cada material: el hormigón, por ejemplo, puede mantener su núcleo cuando queda sometido a las fuerzas entrópicas, pero siempre muta en su corteza, adoptando pátinas; las fibras de la madera, por el contrario, tienden a envejecer al unísono, mientras que el vidrio y muchos plásticos permanecen inalterables, al menos en la escala del tiempo humano.

Cada uno de estos sentidos de la energía tiene su propia dimensión estética. La energía de configuración produce, por ejemplo, las bellísimas estructuras de la naturaleza —los cristales o las plantas— que pueden ser imitadas por la arquitectura, ora atendiendo a su forma aparente (mímesis literal), ora a sus leyes internas de formación (mímesis analógica). Por su parte, la energía de transformación es la más común en la arquitectura, pues es la que convierte la materia en materiales, y hace que estos ‘evolucionen’ formando familias constructivas. Finalmente, con la energía de mantenimiento se repara continuamente el edificio para conservarlo en su estado original, a no ser que se deje intencionadamente al albur de los meteoros para conseguir determinado efecto formal, cierta pátina conseguida a través de la ‘energía de degradación’. Ahora bien, en la arquitectura, todos estos procesos energéticos no son ciegos, sino que están dirigidos: se manipulan estéticamente a través de una ‘energía’ complementaria y de origen cultural a la que cabe denominar, a falta de mejor término y haciéndose eco con ello de un vocabulario artístico bastante extendido, ‘energía de expresión’.

Materialistas ‘buenos salvajes’

El enrevesado hilo que va de la energía de configuración a la de mantenimiento, pasando por la de transformación y la de degradación, se hace visible en los estudios sobre los materiales desarrollados durante el intenso pero breve proyecto de la Bauhaus, y es a ellos a los que se va a dedicar este artículo, antes de dar cuenta de los nuevos modos en que la arquitectura explora hoy la materia y la energía a través de lo que popularmente se llama ‘parametricismo’.

La propedéutica de la Bauhaus se hacía depender de una revisión profunda de los esquemas perceptivos tradicionales, fundados en una estética de la distancia (visual) más que en una de la cercanía (táctil), y todo ello con un fin: liberar al alienado hombre moderno por medio de lo que, por aquellos años —los del periodo atribulado y visionario que siguió a la I Guerra Mundial—, Herbert Marcuse definía como la ‘sensualidad emancipadora’, es decir, el disfrute de los sentidos como medio de liberación personal y, a la postre, también política. Esta emancipación implicaba, de entrada, construir una educación estética adecuada al siglo, un nuevo modo de percibir la época donde el hombre dejara de ser un simple sujeto ‘sectorial’: un ‘hombre sin atributos’, empleando el revelador título de la novela contemporánea de Musil. Se trataba de un propósito donde resonaban aún los ecos de las ideas que Schiller había expresado, más de un siglo antes, en sus Cartas sobre la educación estética del hombre, en las que el arte se veía al modo de un antídoto contra el veneno de la unidireccionalidad, de la anomia mecánica a la que la incipiente modernidad parecía abocar al sujeto. Moholy-Nagy lo resumía bien: «El hombre atrofiado, sectorial, debe volver a erigirse en un hombre central que crezca orgánicamente en la sociedad: fuerte, abierto, feliz, como era en su niñez. Sin esta seguridad orgánica, las diferenciaciones crecientes del estudio especializado son una simple adquisición cuantitativa, sin que con ello aumente la intensidad de la vida.»

El estudio de la materialidad fue una de las bases fundamentales sobre las que se levantó el proyecto bauhausiano de forjar ingenuos ‘hombres totales’. De hecho, el trato con los materiales, en vez de entenderse como la aplicación ‘práctica’ de unos conocimientos teóricos previos (según había sido el caso hasta el momento), pasó a ser la clave de bóveda del sistema pedagógico de la Bauhaus, como evidenciaba de un modo muy gráfico el programa educativo del centro redactado en 1923, que se sintetizaba en un diagrama de círculos concéntricos donde el estudio de la piedra, la madera, el metal —y también los colores y los sonidos— ocupaba una posición privilegiada.

Los estudios de la materia o los materiales (Materiestudien, Lehre von den Stoffen) desarrollados por Itten, Moholy-Nagy y Albers en la Bauhaus se fundaban en una suerte de primitivismo basado en la creencia de que el hombre tenía una capacidad innata para «desarrollar las energías creativas que hay en su ser»; una confianza inspirada por Rousseau y la mejor tradición pedagógica del siglo xix, desde Pestalozzi hasta Fröbel, pasando por Montessori. En el caso de la Bauhaus, este primitivismo se tiñó de tintes psicologistas debido a la influencia del llamado empirocriticismo, una teoría gnoseológica desarrollada por Richard Avenarius y Ernst Mach, que afirmaba que no existía una realidad objetiva ‘independiente’ del conocimiento, sino una realidad compuesta de sensaciones primarias manifestadas a través de datos ópticos, táctiles o acústicos. Como resumía Mach, eran «los colores, tonos, espacios, tiempos», y no la materia en abstracto, los que se demostraban ser «los elementos últimos, cuyo contexto había que examinar».

‘Examinar el contexto’ de estas sensaciones inmediatas fue el objeto de los llamados ‘estudios de material y textura’ propuestos por Johannes Itten, y sistematizados por su sucesor en la Bauhaus, Lazslo Moholy-Nagy, que consistían en series de materiales organizados según ciertas gradaciones de inspiración muchas veces musical (de nuevo, la música de la materia) y dispuestos sobre tablas o paletas ‘cromáticas’ que iban circulando de mano en mano para que los alumnos pudieran conocer sus texturas al pasar sobre ellos las puntas de los dedos con los ojos cerrados. Como escribía Itten, el resultado era que los alumnos «en breve tiempo mejoraban el sentido del tacto de forma asombrosa». Después, se realizaban «montajes de textura con materiales que contrastaban» entre sí, dando pie a «figuras fantásticas de efecto totalmente nuevo». Los materiales así experimentados eran, en general, los propios de la tradición artesana, aunque también se incorporaron los de origen fabril. La lana, la gasa, la seda, el vidrio, el metal, el cuero, la madera, la piedra, el pelo, incluso la carne, se convirtieron en el objeto de sofisticadas y, con frecuencia, muy bellas presentaciones, que en algunos casos adoptaban una estética cientificista. Tal fue el caso de la Tabla táctil giratoria de dos bandas con valores táctiles (1927), de Walter Kaminski, concebida como una especie de máquina luliana de calcular parejas de contrastes (flojo-compacto, blanco-duro, grumoso-liso, áspero-suave, fibroso-uniforme o nebuloso-vaporoso), o el caso del Tambor táctil giratorio diseñado por Rudolf Marwitz, de función análoga al anterior, o asimismo de la Tabla táctil en dos bandas (1929), de Willy Zierath, una especie de diagrama matemático con el que se pretendía representar las cualidades de cada sensación.

El fin de estos «ejercicios primitivos» era la «instrucción del sentido del tacto» —completamente atrofiado en el hombre moderno, según denunciaba Moholy-Nagy—, y todo ello en un intento de esquivar las contaminaciones culturales que inevitablemente median el jucio sobre los materiales. Se trataba de un diagnóstico y un tratamiento que resonaban con los propuestos por ciertos críticos e historiadores de la generación anterior, como Alöis Riegl, Bernard Berenson o Heinrich Wölfflin (quienes habían adjudicado a lo táctil o háptico un papel privilegiado en el arte), y que también anticipaba en cierto modo las funciones cruciales que años más tarde Maurice Merleau-Ponty asignaría al sentido del tacto en su Fenomenología de la percepción.

En el caso de Moholy-Nagy, esta propedéutica de sesgo háptico se tradujo en un riguroso método para erigir sobre bases ciertas los principios de la composición artística. Para ello recurrió a un conjunto de categorías más o menos precisas —expuestas en su texto programático, no en vano titulado Von Material zu Architektur (De lo material o del material a la arquitectura, traducido al español como La nueva visión)— que servían para describir las principales valencias que adoptaba la materialidad en el arte y la arquitectura. Estos principios eran la ‘estructura’, la ‘textura’ y la ‘factura’. La ‘estructura’ hace referencia a las características de la superficie que traslucen cómo crece o se forma la materia prima, por ejemplo, las vetas de la madera o la apariencia compuesta del granito (o sea, el resultado de la energía que aquí se ha denominado de ‘configuración’); la ‘textura’ tiene que ver con las características que expresan cómo se ha tratado técnicamente el material, esto es, la superficie martillada o pulida del metal, o la ondeada del carbón (es decir, el resultado de la energía de ‘transformación’, incluida su dimensión ‘expresiva’); y, finalmente, la ‘factura’ se da solo cuando se conjugan las dos anteriores: así, la factura de la madera pulida abarca tanto su estructura (veteado) como su textura (pulido).

Pese a que, aparentemente, la tríada estructura/textura/factura, con todas sus reminiscencias constructivistas, parecía definir mejor las características de los materiales naturales que los artificiales, el interés de los artistas de la Bauhaus se acabó centrando sobre todo en los productos industriales, cuyas potencialidades estéticas aún no se habían explorado. De hecho, el propósito de libros como Von Material zu Architektur y, en general, de toda la escuela, era «transformar los elementos materiales de la cultura industrial» en categorías plásticas elementales como «el volumen, la superficie, el color, el espacio y la luz», susceptibles de combinarse para formar obras artísticas o arquitectónicas. El reto era hacer expresiva el nuevo tipo de materialidad surgida con la Revolución Industrial, de manera que el ‘simbolismo del material’ diera cuenta tanto de su propio origen sintético como «del nuevo contenido social de la producción». El goce estético en el que tantos artistas de vanguardia basaban la emancipación del hombre alienado se hacía así depender de un primitivismo natural que, paradójicamente, se acababa nutriendo del entorno técnico-urbano de la modernidad: el entorno del ‘equilibrio químico’, la ‘máquina en general’ o la ‘chimenea humeante’, es decir, el de todos aquellos motivos modernos a los que, a la manera de los futuristas, se les podía adjudicar un valor positivo. Esto implicaba desinteresarse de lo subjetivo para prestarle toda la atención posible a los aspectos cuantitativos, incluso económicos, de la producción artística y arquitectónica, un cambio de enfoque donde se evidenciaba la influencia del Constructivismo ruso y de las teorías de Alexander Bogdánov.

De todo ello daba cuenta la distinción entre ‘materia’ y ‘material’ introducida por Josef Albers cuando se hizo cargo de los talleres de Moholy-Nagy en la Bauhaus. A diferencia de los ejercicios con la materia, orientados al conocimiento sensorial de superficies y texturas, los ejercicios con el material investigaban aquellas propiedades que, como la estabilidad, la resistencia o la durabilidad, expresaban sus «energías internas». La hipótesis de Albers era que, si se llegaba a conocer tales energías, resultaría posible calcular la llamada ‘economía del material’ para utilizar los recursos «con las menores pérdidas y recortes posibles».  El désideratum de tal economía era muy sencillo: «Nunca debería sobrar en modo alguno algo desaprovechado, pues de lo contrario el cálculo no sería exacto». Gracias a la economía material, la ‘forma subjetiva’ que definía el arte de antaño dejaría paso a la ‘forma económica’ moderna, un cambio de nomenclatura que, para artistas tan agudos como Moholy-Nagy, suponía también un verdadero cambio ideológico: «El artista de ayer se preocupaba poco de, por ejemplo, el cálculo exacto del peso de su obra (…) Pero en la Bauhaus se aprendía también a prestar atención a estos aspectos, y cada gramo ahorrado —en caso de igual resultado— significaba con frecuencia una pequeña victoria del creador.»

La ‘forma económica’ suele ser también una forma ligera. De ahí, que la economía de los materiales bauhausiana pueda asociarse a la de otros movimientos más tardíos que se han inspirado tanto en las prestaciones de los materiales industriales como en el modo en que la materia se organiza en los organismo vivos; movimientos que con el tiempo ha adoptado un sesgo medioambiental y cuya sensibilidad puede resumirse en la célebre pregunta que Richard Buckminster Fuller hizo a Norman Foster a propósito del peso de su edificio (cuestión esta que, sin duda, podrían también haber planteado Moholy-Nagy o Albers a sus alumnos de la Bauhaus). Pero la dimensión económica de los materiales va más allá del peso: implica una determinada orientación estética —hacia la ligereza, incluso hacia la molecularización de los materiales—, además de un método específico para transformar eficientemente dichos materiales en formas arquitectónicas. Entrevista por Henry Van de Velde a finales del siglo xix, la tendencia estética de los materiales hacia la ligereza y, por tanto, también hacia la paradójica inmaterialidad, se aprecia de manera evidente en aquellos productos que no tienen una tradición de uso en la cultura humana y que, por así decir, carecen de ‘historia’. Esto explica la querencia de los profesores y estudiantes de la Bauhaus por materiales como el plexiglás o el aluminio, donde hallaron un recurso para cumplir el soñado ideal moderno de ligereza y al mismo tiempo abrir caminos que apuntaban a otra de las grandes aspiraciones de la vanguardia, la construcción del espacio.

Atmósferas materiales

Modelar el espacio es el propósito de los experimentos cinéticos de Moholy-Nagy en la Bauhaus, esculturas de madera, cristal y, sobre todo, metales irisados y plásticos translúcidos, en las que resultaba «visible el primer estadio de un juego de luz que se forma libremente en el espacio, originado por el material espejante y reflectante». El encantamiento mecánico del espacio que buscaba Moholy-Nagy no era azaroso; implicaba, por el contrario, un control riguroso de los efectos ópticos y cromáticos para que la luz y la materia pudieran combinarse en la proporción justa y generar un ambiente con carácter, un propósito, por cierto, que fue también el del Barroco más efectista (véase, por ejemplo, la Capilla Cornaro de Bernini en Roma). Pero, a diferencia de las escenografías barrocas —estáticas y definidas por materiales de origen natural—, las pinturas de luz de Moholy-Nagy y Gabo o de la escultura cinética en general eran artefactos en movimiento, semejantes a máquinas y construidos con materiales artificiales. Valga el ejemplo del célebre Modulador Luz-espacio construido por Moholy-Nagy entre 1922 y 1930 después de haber desarrollado innumerables esculturas estáticas de plexiglás retorcido que fueron un hito en la indagación de las posibilidades estéticas de los materiales industriales, pese a que su efecto estético descansase en procedimientos un tanto precarios y heterodoxos, como pintar las finas láminas de plexiglás con óleo o aprovechar las pequeñas grietas y burbujas de los plásticos para conseguir efectos dinámicos con la luz.

Así manipulados, los materiales pueden presentar una disposición atmosférica, una tendencia a transformar su entorno inmediato con pragmatismo. Desde este punto de vista, que prima el ‘efecto’ sobre la ‘esencia’, importa poco que el material proceda de la naturaleza o de la fábrica, y que se trate con herramientas artesanales o maquínicas. A fin de cuentas, como escribe con lucidez Baudrillard, en las sociedades industrializadas todos los productos naturales han encontrado ya su equivalente funcional en versiones artificiales —la lana sustituida por el nylon; la piedra, por el hormigón; la madera, por la formica—, y la «oposición entre sustancias materiales-sustancias sintéticas» no es ya más que «una oposición moral». Por ello, el antiguo prestigio de los materiales —el prestigio genealógico del origen o, como lo define Baudrillard, el prestigio ‘de la trascendencia’— deja paso al ‘prestigio del ambiente’, de igual modo que la esencia cede todo el protagonismo al efecto.

La consideración de la materialidad desde su efecto ambiental ha abierto camino a desarrollos más flexibles que los tradicionalmente adjudicados a la estética de los materiales naturales. La materia puede aparejarse, como hace Moholy-Nagy en sus esculturas cinéticas, hasta resultar inmaterial, o simplemente asociarse o yuxtaponerse a otras materias conformando un assemblage de carácter un tanto surrealista, como ocurre en el dormitorio que Loos diseñó para su mujer, en tantos ejercicios de la Bauhaus o, de un modo especialmente transgresor, en la Space House (1933) de Frederick Kiesler, donde algunos materiales de origen industrial —el caucho, la esponja, el rayón o el hule—, nunca hasta entonces usados en la arquitectura doméstica, se usan para configurar un ambiente confortable ‘de otro modo’. En la Space House, la esponja de caucho de color parduzco, de un centímetro de espesor, se utiliza en una cortina del salón principal, pues insonoriza y a un tiempo permite la ventilación; en el baño, una esponja de caucho azulado hace las veces de moqueta, mientras que las cortinas del dormitorio están hechas de endurette, una especie de seda que repele el agua y vuelve lechosa la luz.

En ambientes de este tipo, el material resulta valioso en la medida en que provoca un desplazamiento simbólico, al quedar descontextualizado y producir sensaciones inesperadas en un espacio en el que, quizá, se esperaba ‘otra cosa’. Así ocurre también con la arquitectura contemporánea más interesante en su trato con los materiales, desde los collages surrealistas que Frank Gehry aplicó a las fachadas de sus primeras casas, hasta la tenaz y fructífera insistencia de Jacques Herzog y Pierre de Meuron en investigar todas las familias materiales que la cultura y la técnica modernas ponen a disposición de los arquitectos, convirtiéndolos en la clave que vincula la forma con la materia, y la materia con el ornamento: los cantos telúricos agrupados en gaviones; los vidrios curvados y serigrafiados con motivos vegetales o cristalinos; los plásticos que, activados por la fibra óptica, parecen cobrar vida; las maderas biseladas, raspadas, moldeadas y presentadas en series a la manera de los ejercicios táctiles de la Bauhaus; las innumerables muestras, en fin, de otros tantos procesos de tanteo, embriones abortados de proyectos expuestos en vitrinas a la manera de un gabinete de historia natural o una Wunderkammer barroca.

De lo ambiental a lo medioambiental

Los materiales pueden presentar, como acaba de verse, una capacidad para interactuar con su entorno inmediato y al cabo transformarlo: una disposición ambiental. Otra cosa es su dimensión medioambiental o ‘termodinámica’, que expresaría el modo en que la energía se relaciona con los materiales, modelando su superficie, atravesándolos o siendo atraída y atrapada por ellos. Así, mientras que los materiales tradicionales como la piedra o el ladrillo se caracterizan por su masa térmica —la capacidad de almacenar energía en forma de calor—, muchos materiales sintéticos y ligeros tienden, por el contrario, a oponer poca resistencia al paso de la energía y, si no se combinan con otros compuestos con mejores prestaciones, suelen resultar poco eficientes en el acondicionamiento de los edificios.

Pero la disposición medioambiental de los materiales, o lo que Iñaki Ábalos denomina ‘materialismo termodinámico’, rebasa la dicotomía entre la masa y la ligereza y su relación con el calor. De hecho, el perfeccionamiento de envolturas ventiladas y el desarrollo de nuevos plásticos y de cerramientos de vidrio con tratamientos electrocrómicos o con materiales de cambio de fase, por poner solo algunos ejemplos, señalan un futuro en el que la ligereza y el rendimiento energético podrían llegar a aliarse. Este futuro se intuye ya en las envolventes de ETFE de edificios como el Arena Stadio en Múnich, de Herzog & de Meuron, o el Edificio Media-TIC de Enric Ruiz-Geli, definidos por cojinetes de plástico translúcido hinchados con gas que son capaces de aislar de manera eficiente y de dar una respuesta adecuada a las condiciones variables de temperatura o iluminación. En otros casos, como ocurre con los citados materiales de cambio de fase, no se busca tanto modificar la estética tradicional como hacerla más eficiente, aunque estas mejoras del rendimiento energético no se perciben por los ojos; son solo higrotérmicas: no tienen una dimensión formal o estética en la medida en que la potencialidad de estas sustancias no está en trabajar por sí solas, sino en actuar como aditivos que mejoran las prestaciones de los materiales convencionales. Las sales parafínicas, por ejemplo, pueden aumentar la inercia térmica de los paneles de yeso laminado o de las placas cerámicas sin aumentar sensiblemente su espesor ni modificar sus propiedades macroscópicas: en estos casos, la buscada molecularización de los materiales acaba siendo literal, pero no se traduce en ninguna innovación estética.

La disposición medioambiental presenta una última valencia, que recoge la historia energética de los materiales, el currículum de las metamorfosis experimentadas desde su nacimiento en la naturaleza o la industria (energía de configuración o de transformación) hasta su muerte (energía de mantenimiento). Se trata de un currículum que tiene que ver con la ‘memoria’ del material, y que podría definirse con un término que la tradición hilozoísta no tendría inconveniente en hacer suyo: el ‘ciclo de vida’. Según haya sido la ‘vida’ de un material, este tendrá mayor o menor energía embebida en su interior, lo cual, extrapolado a un conjunto de materiales, serviría para medir, hasta cierto punto, el ‘nivel de sostenibilidad’ de un edificio. De este modo, la evaluación del ciclo de vida da pie a una especie de ‘contabilidad energética’ de la arquitectura, que debería complementarse, al menos teóricamente, con la contabilidad de los procesos metabólicos de los edificios y las ciudades en relación con su entorno y con las personas que los habitan.

Nuevos modos de materialidad

La economía de los materiales y su disposición ambiental y medioambiental, así como el ciclo de vida, son aspectos que, según se ha ido viendo, recogen desde puntos de vista complementarios los modos con que se expresa la energía de transformación en la arquitectura. Economía, medioambiente y ciclo de vida son conceptos que también se recogen en un nuevo modo de tratar la forma y la materia, el ‘diseño computacional’, una variante del parametricismo que saca partido de las prestaciones de los materiales, sometiéndolos a la nueva potencia de cálculo y a las herramientas de fabricación robotizada para generar configuraciones inéditas que optimizan los recursos disponibles. En principio, el diseño computacional permitiría responder a la aspiración a la ‘forma económica’ de la Bauhaus o de Buckminster Fuller y, como tal, resuena con las preocupaciones actuales por la contabilidad energética, el origen ecológico de los materiales y su ulterior reciclaje. Esta aspiración contemporánea a sintetizar la forma a partir de la materia y la energía tiene, sin embargo, un precedente lejano en el tiempo: las especulaciones sobre la síntesis de la forma de Gottfried Semper.

Semper desarrolló ante litteram una idea paramétrica de los materiales en la que la atención a la funcionalidad y la cultura técnica de la época se fundía con las exigencias artísticas, de acuerdo a una ecuación que era a medias determinista y a medias arbitraria. Según Semper, la configuración de la forma (Gestaltwerdung) se derivaba de un proceso complejo en el que debían tenerse en cuenta factores diversos, muchas veces heteróclitos entre sí; un proceso al que Semper no tuvo empacho en dar una forma algorítmica, concibiéndolo con un cálculo sui géneris por el cual, si se introducían las variables adecuadas, podía obtenerse un producto formal sincero, un producto ‘con estilo’. Así, para Semper toda obra de arte era «el resultado de un número indefinido de agentes o de poderes, que son las variables mediante las cuales adopta su forma», y cuya determinación pasa por un algoritmo morfogenético, Y =  C (x, y, z, t, u, w…), en el que Y representa el resultado formal, C «las exigencias de la obra basada en ciertas leyes de la naturaleza, idénticas en todo tiempo y circunstancia» (por ejemplo, la forma de un vaso, que es, en general, independiente del material con que se realice) y, finalmente, el conjunto de variables x,y,z,t… da cuenta de «las diferentes vías por las cuales se alcanza su forma», es decir, los componentes  de la forma que, como la materia, «no son en sí mismos forma». Considerado desde su aspecto material o energético, este parametricismo in nuce parece implicar, por utilizar un término posterior de Theodor Lipps, una ‘mecánica estética’ en el que las formas, siempre mudables, pueden solidificarse o volverse estables en el momento en que se ajustan de la mejor manera posible a las fuerzas que actúan sobre ellas, y, desde este punto de vista, el trabajo del arquitecto, artesano o diseñador consistiría en encontrar la forme juste, por así decir, la forma que diese cuenta de un modo óptimo de una determinada exigencia material.

Heredero de esta tradición, pero dotado de herramientas de cálculo mucho más poderosas que los meritorios algoritmos con los que Semper pretendía acotar el problema de la forma, el diseño computacional contemporáneo es ahora capaz de encriptar tanto las propiedades de los materiales como sus límites de puesta en trabajo, lo cual permite, desde el principio, definir en qué rango puede construirse algo que sea mecánicamente óptimo. Como escribe uno de los adalides de esta nueva escuela, Achim Menges, «esta interconexión esencial entre los requerimientos físicos ideales y la forma material de la naturaleza presenta un fuerte contraste con la práctica habitual de la arquitectura, caracterizada por una relación jerárquica que prima la concepción intelectual de la forma sobre su materialización física».  Además, el diseño computacional, lejos de ser una mera ampliación de los tradicionales programas de diseño asistido por ordenador, supone, en cierto sentido, una ‘revolución’ respecto a ellos, por cuanto implica varias mejoras: en primer lugar, el paso del simple modelado de objetos predefinidos al control o modelado de procesos; en segundo lugar, la posibilidad de un diseño de comportamientos mecánicos y energéticos en lugar de un mero diseño de formas; y, finalmente, el paso de la definición de construcciones digitales estáticas a la definición de sistemas más abiertos y flexibles que permiten la retroalimentación de la información durante el proceso de diseño, es decir, el tanteo formal definido desde el inicio de dicho proceso por las prestaciones y las limitaciones reales de los materiales.

Desarrollado a partir de estos principios, el pabellón ICD/ITKE en Stuttgart (2010), de Menges y Knippers, es una sutil estructura tensiactiva formada por una red de puntos de articulación cuya disposición responde a las propiedades mecánicas de las láminas de madera contrachapada con que está construido. Estas láminas se han ensamblado de tal modo que las partes flectadas y las traccionadas se alternan a lo largo de su longitud; así, las solicitaciones locales de las partes tensionadas de cada tira de madera pueden asumirse por la tira adyacente, lo que hace posible un aumento considerable de la eficacia estructural del sistema. Además, para evitar los puntos de concentración de los momentos flectores, la posición de las juntas va variando a lo largo de la estructura, de lo que resulta una piel especializada que se ha construido a partir de 500 piezas de tamaño y forma distintos, fabricadas sin mucho esfuerzo por un robot industrial.

Del ejemplo anterior puede deducirse uno de los aspectos que diferencian el modo moderno de tratar los materiales (la Bauhaus, en su versión más productiva) del diseño computacional contemporáneo (una Bauhaus digital, si se quiere). En el primero, la búsqueda de la ‘forma económica’ tendía a llevarse a cabo mediante la seriación, es decir, mediante la repetición de un tipo óptimo; en el segundo, la estandarización no es relevante, habida cuenta de la facilidad con que las herramientas de cálculo pueden responder a cada caso concreto, y de la posibilidad de que los sistemas de fabricación robotizada construyan sin grandes sobrecostes tantas piezas como sean necesarias por muy diferentes que sean entre sí, y las combinen según geometrías de gran complejidad. Así ocurre, por ejemplo, en las instalaciones diseñadas por el estudio Gramazio & Kohler, formadas por la yuxtaposición de elementos de madera, piedra, cerámica u hormigón, cortados y apilados con exactitud milimétrica por un robot que sigue un patrón de montaje algorítmico para generar formas sorprendentes que recuerdan a las propuestas en algunos ejercicios de economía material de la Bauhaus. Todo ello hace posible, como advirtiera ya hace tiempo Mario Carpo, personalizar los diseños, convertir cada solución singular en un prototipo; de ahí que esta síntesis entre el material, la forma y la ejecución pueda interpretarse como una especie de artesanía digital en la que los carpinteros y los canteros tradicionales habrían acabado siendo sustituidos, como se temía Ruskin, por robots, aunque sin que esta sustitución implique por fuerza —a diferencia de lo que pronosticó Ruskin— una merma en la singularidad de cada edificio. Bajo esta perspectiva, la construcción y la fabricación formarían parte del mismo proceso, y la Gestaltwerdung de Semper —la posibilidad de configurar la forma a través de algoritmos— se volvería viable gracias a una nueva ‘materialidad digital’.

Materiales ‘inteligentes’

El sueño contemporáneo de generar la forma algorítmicamente no deja de ser un modo de hacer verosímil una vieja pretensión de Henri Bergson que, como se ha visto, recuperaron Deleuze y Guattari, y que han puesto al día Sanford Kwinter y Manuel Delanda: la de definir la materia como un conjunto de «modificaciones, perturbaciones, cambios de tensión o de energía, y nada más». En los años del pop, esta posibilidad se confió al plástico, un compuesto moldeable y susceptible de combinarse con otras sustancias, de admitir colores intensos y de mantener en el tiempo sus propiedades higiénicas; de ahí que fuese utilizado incluso como arma ideológica. El plástico, convertido en un material vulgar, ha perdido hoy buena parte de su atractivo promisorio, pero esta desafección por parte de los arquitectos no deja de resultar un tanto contradictoria, pues es precisamente ahora cuando los extraordinarios avances en la llamada ‘ciencia de materiales’ están convirtiendo los plásticos, sus derivados y sus mezclas —y en buena medida también otros materiales más tradicionales como el vidrio o el hormigón— en sustancias dotadas de propiedades hasta hace poco impensables.

Entre ellas, las más revolucionarias son las que dotan al material de la capacidad de contener ‘información’ o ‘memoria’. Es cierto, como ya se ha señalado, que cualquier material, aunque sea el extraído directamente de la tierra, contiene ya una memoria inherente a las transformaciones sufridas desde su origen al fin de su ‘vida’, es decir, la que tiene que ver con el desde la ‘energía de configuración’ hasta la ‘energía de mantenimiento’. Sin embargo, en el caso de los nuevos materiales esta memoria tiene un sentido casi literal: implica la posibilidad de que una sustancia ‘recuerde’ estados anteriores, de manera que pueda adaptarse a los cambios de ambiente o de uso. Un caso muy básico sería el de los polímeros elásticos y resilientes, dotados de ‘memoria de forma’, y capaces, por tanto, de recuperar su configuración original tras haber sido sometidos a grandes deformaciones, o de modificar su comportamiento en función de variables como la temperatura.

Una familia análoga sería el de los ya mencionados materiales de cambio de fase, dotados de una especie de ‘memoria térmica’ gracias a su capacidad de almacenar la energía de su entorno en forma de calor latente; materiales como las sales parafínicas que, al cambiar de estado, cambian también de aspecto, volviéndose opacas o translúcidas. Pero el caso más sofisticado y extremo sería, quizá, el de los materiales adaptables cuya memoria depende de su hibridación con seres vivos, como los hormigones biológicos autorreparables. En ellos, el material base incorpora unas microcápsulas cerámicas que contienen esporas y el sustrato que mantiene a estas vivas, de tal modo que las esporas permanecen en estado latente hasta que entran en contacto con el agua —la misma que produce, por ejemplo, la corrosión de las armaduras— y, en ese momento, comienzan a producir de manera natural la calcita que va reparando el hormigón, sellando grietas y pequeñas coqueras.

A los anteriores habría que sumar los materiales dotados no tanto de memoria como de una capacidad de especializar sus partes como si se tratara de un organismo vivo: es el caso de los llamados  hormigones configurados en gradiente, en los que es posible distribuir espacialmente y a voluntad diferentes sustancias o bien grados de porosidad de una matriz de cemento, conformando transiciones suaves que atienden a los requerimientos específicos de cada parte (los requerimientos de la cara comprimida o flectada de una viga, por poner un ejemplo clásico). Surgido de la tecnología aeronáutica, este tipo de especialización permitirá en el futuro ahorrar material, dando cumplimiento a la vieja promesa moderna de la ‘economía de los materiales’ —de ‘colocarlos allí donde se necesita’—, y, en la medida que afecta a la densidad y capacidad calorífica, traerá aparejado también mejoras sustanciales de la transmitancia y el aislamiento termoacústico. Por ello, es previsible que se acaben utilizando en cerramientos arquitectónicos compuestos por un único material susceptible de responder a todos los requerimientos; cerramientos construidos muy probablemente con técnicas de diseño computacional e impresoras 3D.

Por todo lo anterior, no resulta extraño que en los últimos tiempos se haya ido generalizando una expresión un tanto pretenciosa, pero que sugiere bien el comportamiento de este tipo de compuestos dotados de capacidad de reaccionar a su ambiente: ‘materiales inteligentes’. Con la ‘inteligencia’se pondría al día el viejo discurso hilozoísta en la medida en que, en estos materiales, la ‘vida’ parece expresarse en una energía espontánea de configuración capaz de reaccionar ‘creativamente’ a su ambiente o incluso anticiparse a él. Es una posibilidad hoy remota y que no deja en cualquier caso de ser inquietante, pero a la que han dado rienda suelta (de hecho, demasiado suelta) algunos arquitectos, que en esto demuestran ser herederos de la modernidad radical, atmosférica y obsolescente, de los futuristas.

Es del caso de ‘Barba: Life in a Fully Adaptable Environement’, una utopía de Winy Maas que, partiendo de la noción de la burbuja protectora asociada al cuerpo, sueña con que la materia cambie y se rehaga al mismo tiempo en que lo hacen los gustos y deseos individuales. La idea de fondo es que, a través de la nanotecnología y los biomateriales ‘inteligentes’, puedan crearse ambientes ‘espejo’ que reflejarían los estados del cuerpo humano, con la consecuencia de que el metabolismo ‘interno’ corporal se ampliaría a una suerte de metabolismo ambiental o atmosférico que, a la postre, daría pie a un modo distino de entender la arquitectura, que ya no sería cuestión de crear refugios o construcciones simbólicas estáticas y separadas del cuerpo, sino configuraciones variables y obsolescentes de masa-energía que se adaptarían al cuerpo como si fueran vestimentas ambientales. En este sentido, ‘Barba’ sería una especie de visión ingenua y radicalizada del sueño burbujeante del habitar presentado en 1965 por Rayner Banham y François Dallegret en ‘A Home is not a House’ (de hecho, el nombre ‘Barba’ proviene de un cómic naif de los años 1970, ‘Barbapapa’, cuyo protagonista es un ser blando, coloreado y polimérico, una especie de burbuja viva).

‘Barba’, un ambiente donde la materia resulta ser menos ‘inteligente’ que ‘sirviente’, es una utopía posmoderna que convierte el hiperconsumismo, el nomadismo y la construcción de relatos personales efímeros en el argumento de una estética que quizá acabe siendo posible, pero que tal vez no resulte deseable. Comoquiera que sea, la propuesta de Maas no deja de expresar algunas de las aspiraciones del ‘nuevo materialismo’, desde la asociación de la materia con la energía hasta la molecularización, pasando por la adaptabilidad, y todas ellas dan cuenta, a su vez, de una aspiración más general: la de romper las barreras entre la forma, la materia y la energía que secularmente han definido la arquitectura.

Por supuesto, romper tales barreras no puede ser cuestión de puro voluntarismo; implica, por de pronto, repensar la idea de ‘forma’, que ya no sería sólo el plano de fachada que se muestra al espacio perspectivo (sentido clásico), ni la envolvente plástica que empaqueta programas y cubre estructuras (sentido moderno), ni la membrana autónoma dotada de significado (sentido posmoderno), ni siquiera el volumen esculpido en función de requerimientos diversos (sentido paramétrico), sino una realidad capaz de responder a su ambiente. Más que una geometría, una fachada o un mensaje, es decir, más que una realidad asociada con la superficie que define contornos, envuelve habitáculos y convierte un objeto en algo visualmente acotado, la forma sería así un material de densidad variable y dotado de un inevitable espesor termodinámico y simbólico; un material que, en lugar de definirse en relación con la ‘superficie’ (el plano de fachada o la piel), podría entenderse mejor como una ‘profundidad’.

La superficie habla de planos y de vacíos: los planos construidos con muros o membranas aislantes, y los vacíos que quedan entre ellos (un modelo, por decirlo así, newtoniano); la profundidad habla de gradaciones en un continuo: diferentes niveles de densidad que conducen a diferentes condiciones cualitativas (un modelo, por decirlo así, leibniziano). La superficie implica una tectónica en la que los materiales son unidades inertes, casi sin masa y sometidos a la geometría; la profundidad hace de los materiales objetos con propiedades activas, como si fueran una especie de unidades termodinámicas muy densas pero cuyo valor está en su eficacia, en su capacidad para crear un efecto y construir un ambiente con ciertas cualidades. Conseguir tal profundidad vinculando forma, materia y energía —y no delinear sin más un improbable ‘nuevo estilo’ visual asociado a un determinado material— es el sentido final de una estética energética que, en lugar de percibirse sólo con los ojos, se vería, como escribió Emerson, a través de cada poro de la piel.