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Olafur Eliasson, ars meteorologica

Eduardo Prieto

Vivimos en una época de contaminaciones figurativas, de préstamos y raptos que no sólo se dan entre las disciplinas que antes quedaban agavilladas bajo el título tranquilizador y más bien banal de ‘mundo del arte’, sino que se extienden a la economía, a la ciencia y también al universo de los objetos cotidianos. Por supuesto, esto no ha sido siempre así, pues a los momentos que sabían conjugar las diferentes prácticas artísticas, sucedían otros en los que, por el contrario, se prefería acentuar lo característico de las disciplinas, levantando muros teóricos entre ellas antes de que el interés apuntase de nuevo a la colaboración entre las artes.

Hoy resulta evidente que el péndulo de esta oscilación estética se demora del lado de la amalgama y la contaminación, según se demuestra en fenómenos tan diversos como la ‘esculturización’ literal de la arquitectura y el proceso paralelo de ‘arquitectonización’ de la escultura, las performances que por doquier se confunden con el espacio urbano, la fotografía devenida sin más pintura (y la pintura, fotografía), e incluso la naturaleza adulterada en las repugnantes obras de Gunther von Hagens o Damien Hirst, casos que, lejos de contarse en la nómina de lo ejemplar, dan cuenta de la mezcolanza entre las artes en su sentido más banal.

Así y todo, la relación entre las disciplinas artísticas puede canalizarse también de otros modos, menos interesados en la simple mímesis y el comercio de formas desde unos campos a otros que en el trabajo multidisciplinario sobre los conceptos y herramientas que las prácticas artísticas comparten entre sí. A esta sensibilidad pertenece la sugerente, celebrada y, todavía abierta obra del polifacético artista danés Olafur Eliasson (1970).

La arquitectura y la naturaleza son los dos extremos entre los que se tensa esta singular obra. La arquitectura dejó su impronta en la formación del artista, marcada tanto por la fenomenología y el posmodernismo como por el universo formal de la Glässerne Kette y las geometrías complejas de Buckminster Fuller y Frei Otto. Como era de esperar, este turbión de citas aquitectónicas estuvo presente desde el principio en la obra del danés, particularmente en aquellas instalaciones que, como Your Spiral View (2002) o Music Wall (2005), recuperaron para el arte contemporáneo el motivo romántico-expresionista de los minerales cristalinos. Por su parte, la relación de Eliasson con la naturaleza ha resultado aún más determinante en su trabajo, habida cuenta de que para él lo natural no consiste tanto en una cantera de formas alternativas a las convencionales cuanto en el telón de fondo donde sus instalaciones se insertan o el foco de energía con el que se activan. Así, la poética luz del norte, la geometría rigurosa de los monótonos bosques escandinavos, las masas entrópicas de los volcanes de Islandia, además de ser temas repetidos con insistencia en las bellas colecciones de fotografías como Jokla o las Cartographic Series, son también el escenario y la materia que ponen en funcionamiento obras como Your Invisible House (2005), una geometría pitagórica que se recorta contra el telón de fondo de un paisaje extremo, o Quasi Brick Wall (2000), un biombo emplazado en un bosque cuyas teselas poliédricas de vidrio reflejan y tornasolan la luz.

 Con estos ejemplos, Eliasson no hace sino poner al día la estética nórdica de la naturaleza según había sido pergeñada por los románticos del siglo xix, cuya influencia no sólo resulta patente en el manido concepto de Gesamtkunstwerk (la ‘obra de arte total’ a la que Eliasson también aspira) sino también en la recuperación de categorías estéticas tan añejas como las de lo pintoresco o lo sublime, presentes en artificios como The Glacierhouse Effect versus the Greenhouse Effect (2005), un pequeño pabellón de nieve cristalizada que recuerda, en una escala casi doméstica, a las masas informes de hielo representadas en los cuadros de Caspar David Friedrich, y, sobre todo, The New York City Waterfalls (2008), una ambiciosa aunque finalmente decepcionante instalación en la que Eliasson convirtió una de las pilas del puente de Brooklyn en una improbable catarata urbana.


Atmósferas y trampantojos

Por supuesto, esta antología no estaría completa sin citar la obra que hizo célebre a Eliasson: aquel sol artificial que en 2003 alumbró la Sala de Turbinas de la Tate Modern de Londres, y cuyo éxito arrollador sirvió a la postre para poner el dedo en la llaga de las carencias del arte contemporáneo, y sus consuetudinarias dificultades para hacerse inteligible al público común. En este sentido, The Weather Project resultaba de una lectura ejemplarmente sencilla al recrear el sol, o mejor dicho, los meteoros producidos por el sol, merced a la reflexión en un espejo de un intenso haz luminoso colimado a través de un semicírculo coloreado. Este artificio convertía la geometría de la nave en una especie de naturaleza miniaturizada pero sublime, y al espacio del museo en una atmósfera neblinosa y extrema que envolvía los cuerpos con su densidad estética. Desde luego, es cierto que parte de la eficacia artística de la instalación estribaba en el inmediato shock perceptivo producido por la atmósfera, pero no lo es menos que este inevitable efectismo no descansaba, como en tantos casos vacuos, en una impresión facilona y efímera, sino en una rigurosísima puesta en escena en la que paradójicamente lo natural emanaba de lo artificial, y lo artificial de lo natural.

El caso de la Tate puso también de manifiesto que la ambición atmosférica de Eliasson requiere de herramientas inéditas y de escenarios más amplios que los propios del arte convencional y que, por tanto, es más acertado entender sus instalaciones como objetos multidisciplinarios, crecientemente complejos y, en cuanto tales, aspirantes inevitables a la condición de arquitecturas. Con este programa, Eliasson sigue la estela de aquellos artistas que, como James Turrell o Anish Kapoor, han convertido el espacio en el protagonista de sus instalaciones, pero señala asimismo su propio camino, al entroncar con una tradición más antigua que se remonta tanto al pitagorismo del Renacimiento, con sus geometrías poliédricas, como al ilusionismo barroco, con sus juegos de trampantojos y su efectismo ambiental.

Como las obras de Bernini o de Guarini, las de Eliasson se nutren de ciencias dispares, desde la perspectiva a la mecánica, que colaboran con el arte con fines complementarios: recrear la naturaleza (como ocurre, por ejemplo, en Beauty, de 1993, donde un haz luminoso se descompone y se licua en el ambiente), someter al espectador a una experiencia de desorientación perceptiva (como en el caleidoscopio cristalino de La situazione astispettiva, de 2003) o bien experimentar con ambientes extremos (como los producidos en Sonne statt Regen, de 2003, o Your Atmospheric Colour Atlas, de 2009). Tal disposición multidisciplinaria convierte en arquitectónico el arte de Eliasson también en relación con sus estrategias de trabajo, algo de lo que da fe el propio taller berlinés del artista, convertido en un espacio por el que transitan especialistas de toda índole, y que inevitablemente se parece menos al estudio de un pintor o un escultor tradicional que a la oficina de un arquitecto o incluso a la bottega de un artista del Renacimiento.

Visto el ascendiente de la arquitectura sobre el arte de Eliasson, cabe ahora preguntarse, de un modo simétrico, sobre la influencia de su arte en la arquitectura. Por supuesto, esta es evidente en aquellos casos en los que el danés ha colaborado en la creación de edificios, como el desalentador pabellón de la Serpentine (2007), diseñado con Kjetil Thorsen, o la exuberante y poliédrica fachada del Palacio de Congresos de Reikiavik (2011), proyectada junto a Henning Larsen y formada por módulos cristalinos cuyos reflejos de la luz del Ártico se prolongan en un techo caleidoscópico. Con todo, estas colaboraciones, por muy afortunadas que resulten, palidecen frente al ideal estético que suponen para la arquitectura contemporánea las instalaciones más desmaterializadas de Eliasson, aquellas en las que los límites del espacio se confunden con los de la forma, cediendo su lugar a levísimas atmósferas en las que los cuerpos semejan flotar.

Sin duda, la época de los ardores formalistas y de la hipertrofia icónica parece haber quedado hoy atrás, de ahí que el modelo atmosférico pueda resultar pertinente en su interés por las propiedades cambiantes del espacio según que la luz, el aire o el agua incidan sobre él, y en el protagonismo concedido a los aspectos sinestésicos (activos) de la experiencia corporal frente a los meramente visuales. Bajo esta perspectiva, el ars meteorológica de Eliasson apunta a una improbable arquitectura meteorológica, que aspiraría a cumplir el significado del étimo compartido por ambas, esto es, ser como las nubes, devenir aire.


Publicado originalmente con el título “Ars meteorologica. Naturaleza y arquitectura en la obra de Olafur Eliasson” en Arquitectura Viva 141 (2012).