Orígenes de la metáfora de la máquina en la arquitectura

Los
edificios no son máquinas. No lo
son, desde luego, si se sigue la definición que da el Essai sur la composition des machines, un liminar y excelente
manual publicado en 1808 por dos ingenieros españoles, Lanz y Betancourt. Allí
la máquina se presenta como un objeto que sirve para aprovechar, dirigir y
regular una fuerza o, dicho con mayor simplicidad, producir un movimiento. A
nadie se le oculta, sin embargo, que en la arquitectura no hay movimiento, y si
lo hay es en un sentido débil o figurado: sólo cuando un edificio se considera
un canal que distribuye ciertos flujos o cuando se pone el énfasis en los
aparatos movibles que lo complementan. En realidad, la distancia entre las
máquinas y los edificios es tan grande que sólo puede cubrirse con metáforas
impropias, pues ni la arquitectura se mueve ni las máquinas se habitan. Y, sin
embargo, las máquinas no han dejado de tratarse como objetos análogos a los
edificios y han mesmerizado a los arquitectos, que han creído ver en ellas no
sólo metáforas sino modelos rigurosos de organización, cuando no objetos
sublimes dignos de imitarse. ¿Qué explica entonces su presencia recurrente en
la teoría de la arquitectura de los últimos tres siglos?
La respuesta exige de cierta exégesis, pues las metáforas de la ‘máquina’ se explican menos por las acepciones contemporáneas del término que por los sentidos que un día tuvo, pero que ha perdido. La etimología los desvela. Como la machine francesa o la macchina italiana, la ‘máquina’ española proviene de la machina romana, y esta a su vez de la majaná griega. Derivado de mijós (μἠος), que significa ‘medio, expediente, recurso’, el vocablo majaná denotaba tanto lo que hoy llamamos una ‘máquina’ como, en general, cualquier medio que permitiese alcanzar un fin. Este es el sentido que, al parecer, le daba Homero al término, antes de que Platón pudiera hablar ya de la majaná cuando se refería a lo que los latinos llamarían Deus ex machina, y de que Sófocles, entre otros, utilizara la palabra para denotar un ardid, una confabulación que consistía en poner de acuerdo intereses dispares para conseguir un objetivo. Análogamente, la majaná comenzó a entenderse por estas fechas como un ensamblaje de partes.
Lo anterior revela muchos de los sentidos que,
con el tiempo, adoptaría en la arquitectura la metáfora de la máquina. No
todos, sin embargo, pues a lo largo de la historia de nuestra cultura la
máquina ha estado siempre acompañada de un concepto gemelo que complementaba
sus significados, el ‘órgano’ (organon,
organum), un término que a los
griegos les hacía pensar en un instrumento, una herramienta o, propiamente, un
órgano musical. Durante mucho tiempo la máquina y el órgano denotaron, en
puridad, lo mismo: un medio para alcanzar un fin, ya fuese una
herramienta o un ardid humano, como cuando Sófocles, en una de sus tragedias,
acusaba al hijo de Laertes de ser un kakon
organon, es decir, un “instrumento de todo tipo de crueldad”. Pero pronto
pasaron a referirse sólo a objetos ordenados y, por decirlo con palabras
anacrónicas, ‘dotados de estructura’. Cuando los discípulos de Aristóteles se
referían a la lógica de su maestro como un organon
querían decir que se trataba de un todo estructurado, además de un instrumento
para pensar.
Fue el propio Aristóteles quien dio al concepto de ‘órgano’ una connotación nueva, que con el tiempo acabaría colocando el significado de la máquina y el organismo en extremos opuestos. El Estagirita traspasó el sentido que hasta entonces había tenido el término ‘órgano’ a otro nuevo y derivado de él, el ‘organismo’, de manera que este pasó a sugerir la idea de un todo, mientras que aquel se identificaba solo con la parte. Tal cambio de sentido favoreció que la idea de totalidad orgánica comenzase a señalar el mundo de lo vivo (el mundo que se configura espontáneamente de ‘dentro afuera’) y, por analogía, también al mundo unitario y autónomo de la obra de arte. Fue, por supuesto, el origen de lo que ahora llamamos ‘organicismo’.
Convertido el órgano en otra cosa, la máquina conservó el sentido originario que habían tenido ambos términos: la idea de herramienta o, en general, de artificio. El resultado fue que máquinas y organismos perdieron progresivamente su sinonimia, hasta el punto de que, a finales del siglo XVIII, se referían ya a realidades opuestas: de un lado, lo material, lo estático y lo inerte; del otro, lo espiritual, lo dinámico y lo vivo. La afinidad entre las máquinas y los organismos se resistió, con todo, a desvanecerse, sobre todo en los saberes conservadores y fascinados por el prestigio de lo clásico donde las viejas etimologías aún tenían algo que decir. Ni que decir tiene que fue el caso de la arquitectura.
La máquina en la tradición vitruviana
En la arquitectura, el prestigio de lo clásico
se cifró en buena medida en el tratado de Vitruvio, ‘descubierto’ por Poggio
Bracciolini en 1414 pero que, como Julius von Schlosser señalara hace ya mucho
tiempo, había sido leído y comentado durante toda la Edad Media. Vitruvio
recogió la terminología griega para referirse a lo mecánico, y la tradujo en
términos latinos en una época en la que las máquinas y los órganos todavía
compartían el significado de ‘instrumentos’, aunque en él se hubiesen introducido
ya algunos matices. Para Vitruvio, la distinción entre ambos era de grado —concebía la máquina como un todo compuesto de partes
llamadas órganos— y de tamaño: el órgano
podía ser manejado por un solo hombre, mientras que la máquina, mucho más
aparatosa, exigía el concierto de varios. Lo más significativo, sin embargo, no
fue esta disquisición semántica, sino que Vitruvio entendiera la mecánica como
una parte más de su tratado, de manera que artes como las de mover o alzar
pesos con palancas y grúas, erigir andamios, elevar agua con norias o cócleas,
producir música con órganos hidráulicos como el de Ctesibio, medir el tiempo
con clepsidras o relojes de sol y, sobre todo, poner sitio a las ciudades con
ballestas, catapultas y arietes, se juzgaban competencias tan arquitectónicas
como trazar un pórtico o aparejar un muro. Considerar al arquitecto como un
experto en construir máquinas no era una extravagancia, sino el fruto de la
ingenua y productiva falta de especialización de la época, la misma que explica
el carácter de ‘silva de varia construcción’ del tratado de Vitruvio, que es
por lo demás una gavilla de filosofía epicúrea, medicina hipocrática, mitología
antigua y técnica helenística.
Que la idea del arquitecto multifacético y mecánico se mantuvo durante la Edad Media lo demuestra de manera estupenda el tratado de Villard de Honnecourt, un compendio de lo que ‘un hombre de taller’ del siglo XIII debía saber: desde trazar una bóveda mediante reglas de proporción hasta construir cimbras, andamios y, por supuesto, máquinas de guerra de extraños nombres, como los trabuquetes o los tripancios. estas fechas las aptitudes polifacéticas de los arquitectos comenzaron a interesar también por otras razones. Espoleados por los propios inventores, a veces también por sus crédulos consejeros, los señores supieron ver en las máquinas un medio rápido y relativamente asequible de agrandar sus militarmente dominios. El resultado fue un tratadismo inédito, muy especializado, en el que los hallazgos veraces convivían con soluciones tan osadas como inviables. Se trataba de visiones tecnológicas de máquinas sorprendentes y propósitos inesperados, que se hicieron comunes en los albores del Renacimiento, la misma época que no en vano alumbraría las primeras utopías arquitectónicas de la mano de Filarete o Francesco di Giorgio, y también las bellas máquinas de Leonardo da Vinci.
Tendemos a considerar las lucubraciones tecnológicas de Leonardo como el producto de un genio personalísimo, cuando en realidad no fueron sino el fruto más depurado de una tradición de utopías tecnológicas que hundía sus raíces dos siglos antes y que se había materializado en una literatura prolija y sorprendente. De ella formaron parte títulos como el Bellifortis de Konrad Kyeser (1405), el Texaurus Regis Franciae de Guido de Vigevano (1335) o el anónimo Liber Machinarum et Mecanica, cuyas páginas recogen invenciones de lo que hoy denominaríamos la ‘ciencia ficción’ del medievo, desde escaleras plegables o escafandras para buzos, hasta esos carros y torres artillados en los que Guido de Vigevano confiaba recuperar los Santos Lugares, y que al parecer otros utilizaron con más éxito contra los herejes husitas. Esta tradición seguía viva en el Renacimiento: Brunelleschi, por ejemplo, fue tan apreciado por su pericia como constructor como por su faceta de inventor de máquinas, y Vasari recuerda que antes de enfrentarse con el gran reto de voltear la cúpula de Santa Maria del Fiore ya había maravillado a los florentinos por su capacidad de construir relojes y maquinarias escenográficas muy complejas, una habilidad de la que más tarde se ufanarían asimismo Alberti y Leonardo.
Con todo, a mediados del siglo XV la tradición de los talleres medievales se vio trastornada por la llegada de una corriente más especulativa, sostenida en buena parte en el propio tratado de Vitruvio, y que pronto transformaría la relación entre la arquitectura y las máquinas, al menos ideológicamente. En el Vitruvio, los arquitectos encontraron un texto completo y fiable que exponía la arquitectura clásica, pero que aludía a procedimientos constructivos en buena medida olvidados y a edificios que en su mayor parte había desaparecido. Al carecer de ilustraciones, el texto vitruviano estaba abierto también a una exégesis gráfica que dio pie a muchos malentendidos y no menos invenciones. Éstos afectaron especialmente al Libro X, el dedicado a las viejas máquinas romanas, de las que apenas había otros testimonios que los rastros dejados en la tradición mecánica medieval, pero que los italianos del siglo XVI pretendieron describir con improbable rigor arqueológico. Es el caso de los grabados del Vitruvio de Fra Giocondo o Cesare Cesariano y sobre todo de las bellísimas láminas dibujadas por Palladio para la edición del tratado a cargo de Daniele Barbaro, publicada en Venecia en 1567, que mostraban las herramientas cuyo uso los humanistas atribuían a los antiguos (el gnomon, la regla de Eratóstenes) o máquinas mucho más complejas y fascinantes, como los órganos neumáticos o los relojes mecánicos, presentados como si fuesen artificios de la época romana cuando en realidad no eran sino copias de las máquinas contemporáneas.
Pero, por mucho que encandilase a los humanistas y se ilustrase con mimo, el Libro X del Vitruvio ya era a mediados del siglo XVI un texto anacrónico. El espíritu de la época estaba cada vez más alejado del saber casi universal exigible al ‘hombre del taller’ del medievo, y prefería demandar al arquitecto los saberes específicos de su oficio, que no versaban ya de máquinas sino de construcción y, sobre todo, órdenes ‘a la romana’, una tendencia de la que dan cumplida cuenta los tratados más exitosos de la época, los de Serlio, Vignola y Palladio, en los que las máquinas no eran ya objeto de estudio.
Este giro hacia la especificidad de la disciplina coincidía además con la emergencia de una figura, el ingeniero, que poco a poco fue cubriendo los campos que el arquitecto desdeñaba o ya simplemente ignoraba, para ir esculpiendo su propio perfil. Para los romanos, el ingenierum era el que servía un artefacto miliar; era, literalmente, ‘el hombre de la máquina’, y ésta fue también la condición de los primeros ingenieros ‘modernos’, tanto los especialistas de fortificaciones cada vez más demandados desde la invención de la artillería como los charlatanes que durante el Renacimiento fueron de corte en corte ofreciendo sus servicios. Salomón de Caus (famoso por sus autómatas) o nuestro Juanelo Turriano no eran ya arquitectos que, en calidad de tales, sabían construir artefactos, sino verdaderos especialistas en idear máquinas. No es casual, por otra parte, que el acmé de estos ‘hombres de la máquina’ se produjera en la época en que se pusieron de moda los gabinetes de curiosidades o wunderkammern, pues los singulares artefactos que tales hombres eran capaces de construir (aunque fuesen en su mayor parte de dudosa utilidad) eran considerados como objetos maravillosos que remedaban los poderes de la naturaleza o competían con ellos. Así, en los estantes de las cámaras regias convivían sin aparente conflicto los naturalia (topacios ahumados, lágrimas de ciervo, bezoares, cuernos de unicornio o de rinoceronte, mandrágoras, piedras de sapo o de testículo de castor) con los artificialia (autómatas de toda clase, relojes artísticos y otras chucherías mecánicas), clasificados a menudo de una manera que recuerda el orden absurdo de la enciclopedia china evocada por Borges. Lo demuestra, por ejemplo, la colección de Federico I de Prusia, que tenía las siguientes secciones: “I. Objetos torneados, II. Objetos de historia natural, III. Figuras, IV. Relojes artísticos y objetos raros, V. Planos y cuadros, VI. Tejidos de las Indias Orientales, VII. Monedas, VIII. Modelos mecánicos”.
Las wunderkammern serían, sin embargo, el canto de cisne de ese gusto por lo esotérico que en su día habían demostrado también los griegos cuando hablaban del ‘ángel’ de las máquinas o llamaban ‘magos’ a sus artífices, expresiones que empleaba aún el poeta Alexander Pope en una fecha tan tardía como 1712 al referirse a ciertas arquitecturas improbables en su sátira The Rape of the Lock: “Crystal domes and angels in machines”. Pero, pronto, la fascinación por lo maravilloso y lo oculto quedaría barrida por la objetividad del nuevo sistema cartesiano, que haría de lo mecánico su principal modelo conceptual. La penetración de la metáfora de la máquina sería muy intensa, especialmente en Francia, y pronto acabaría extendiéndose desde sus primitivos dominios en el campo de la filosofía hasta saberes en principios muy alejados, como la historia natural o la teoría del arte.
En la arquitectura, la eclosión del cartesianismo condujo a una vuelta al tratado de Vitruvio, interpretado ahora como un modelo de racionalidad constructiva. Fruto de este renovado interés fue la publicación Les dix livres d’architecture de Vitruve, corrigés et traduits nouvellement en Français, editados por Claude Perrault en 1673, que se acompañaban con espléndidas ilustraciones de las viejas máquinas de Ctesibio o Filón de Alejandría vistas a la luz del saber del momento en una especie de proyección tecnológica del presente al pasado. En la edición de Perrault, el Vitruvio era menos un documento arqueológico que una especie de modelo intemporal refrendado por la racionalidad de sus principios, y menos un argumento conservador que una buena coartada para aplicar a la arquitectura los fundamentos del cartesianismo mecanicista. Autor él mismo de sofisticados artefactos (un sideróstato, “una máquina para aumentar el efecto de las armas de fuego” o relojes de agua), Claude Perrault era, de hecho, un ferviente partidario de la hipótesis del ‘universo-máquina’ de Descartes; de ahí, que considerase que los principios de organización, disposición lógica y funcionalidad atribuibles a los mecanismos podían convertirse en las razones de la nueva arquitectura. Su propósito no fue tanto reanudar los lazos entre la arquitectura y la mecánica, como convertir de veras a la arquitectura en una suerte de mecánica. La idea, por supuesto, trajo cola.
La metáfora del reloj
Cuando Perrault editaba el Vitruvio, el mecanicismo se había
convertido ya en una verdadera ideología. Su éxito se debía al carácter
intuitivo y sugerente de la imagen del universo-máquina que el propio Descartes
había identificado con un reloj, entroncando de este modo con una metáfora que
tenía ya una larga tradición en Occidente y que habría de resucitar en una
segunda y más intensa vida durante la Ilustración. El objeto de la admiración
de Descartes no eran, por supuesto, las clepsidras o el reloj de sol descritos
puntillosamente por Vitruvio, sino el mucho más complejo horario mecánico,
conocido acaso desde la época de Arquímedes y perfeccionado al parecer en el
Medio Oriente islámico, aunque los testimonios que lo acreditan estén trufados
de orientalismo (se dice, aunque parece un cuento de las Mil y una noches, que Al Haroun regaló a Carlomagno un reloj con
autómatas, y que Al-Jazari y Al-Saati
construyeron en el siglo XIII dos aparatosos artilugios mecánicos para medir el
tiempo).
Fuera como fuere, lo cierto es que los relojes mecánicos modernos fueron un invento occidental, y que el hallazgo que los dotó de exactitud y simplificó su mantenimiento se produjo hacia 1300 gracias a la invención del áncora. Exactos y fiables, los relojes dejaron de ser juguetes regios para convertirse en verdaderos medidores del tiempo humano. Fueron célebres en su siglo el reloj monumental de la catedral de Estrasburgo (1352) o el astrarium de Giovanni de Dondi (1348), relojes astronómicos que intentaban reproducir de manera precisa los movimientos de los cuerpos celestes, y a la vez relojes de figura que imitaban, a menudo acompañándose de música, las acciones de los seres vivos. Desde entonces, los relojes pasaron a ocupar un lugar prominente en las ciudades, integrados en los campanarios y las torres, atalayas desde donde marcaban con tanto rigor como teatralidad el ritmo de la vida cotidiana.
No es casualidad, claro está, que la época en que se construían estos grandes relojes fuese la misma en que Konrad Kyeser o Guido de Vigevano sorprendían a las cortes de Europa con sus quimeras mecánicas; un tiempo de crisis que, sin embargo, estaba bajo el ensalmo de las máquinas y que, en este sentido al menos, prefiguraba el Renacimiento. La popularidad de los relojes fue tal que pronto se trascendió su carácter pragmático para dar pie a un conjunto de nuevas y potentes metáforas culturales. La más relevante consistió en concebir el cosmos como una machina mundi, ese inmenso reloj que más tarde Descartes convertiría en la imagen más poderosa de su filosofía natural. Postular tal machina mundi no significaba, sin embargo, recaer en el materialismo, sino lo contrario, pues la metáfora exigía que el mecanismo tuviera una perfección que sólo podía procurarle un relojero divino: el único capaz de ponerlo en marcha y, en su caso, darle cuerda. En puridad, no se trataba de otra cosa que de actualizar el viejo argumento teleológico del diseño y la creencia de que Dios era el garante de la armonía del mundo, aunque ahora el argumento se escribiese en unos términos puestos al día.
La metáfora del reloj sirvió también para ilustrar los atributos del Creador, las dichas del paraíso o virtudes cristianas como la sabiduría o la templanza, según explicitan libros muy leídos en su época, desde el Horologium devotionis circa vitam Christi, del dominico Berthold de Friburgo, o el Horologium sapientiae de Enrique Susón, ambos del siglo XIV, hasta el Relox de príncipes que escribió fray Antonio de Guevara a principios del siglo XVI, un libro en el que el reloj, símbolo de la prudencia y la moderación, se presenta como uno de los pocos inventos (junto a la vida en comunidad, el alfabeto, las leyes y los barberos) que la Antigüedad había aceptado unánime y pacíficamente. La manía de los relojes llegó a ser tal que contaminó incluso a la literatura que por entonces estaba en boga, la del amor cortés. Prefiguración de algunos delirios surrealistas, la identificación de las máquinas con la pulsión sexual fue recogida por algunos poemas del siglo XIV, como L’horloge amoreuse (el reloj enamorado), alegoría que representaba el amor mediante imágenes mecánicas: la belleza de una dama, por ejemplo, provoca el deseo en el corazón del enamorado de igual manera que una pesa de plomo pone en marcha un reloj.
Sin ser nunca del todo olvidadas,
estas analogías se complementaron con otras que daba cuenta de nuevos
intereses, sobre todo la posibilidad de simular la vida mediante autómatas.
Tras ello estaba la idea de que la mecánica podía ser una especie de introducción
a la anatomía, habida cuenta de que las máquinas se concebían como
prolongaciones de la capacidad de movimiento y trabajo del hombre, y se
consideraban, por tanto, análogas a los miembros del cuerpo y referibles a sus
mismos principios vitales. Esta opinión, que implicaba de hecho una
interpretación unitaria del universo biológico y mecánico (y, con ella, de las
ideas de máquina y organismo), dio pie a otras de las imágenes más poderosas
delineadas en la filosofía cartesiana, la de la bête machine, que encontraría en los sofisticados autómatas de
Jacques Vaucanson (por ejemplo, el pato capaz de digerir y excretar) o en El hombre máquina de Julien La Mettrie
sus ejemplos más celebrados.
Por todo ello, no desbarra Lewis Mumford cuando escribe que el reloj, no la máquina de vapor, es la clave de la moderna edad industrial. Mumford no se refiere, por supuesto, a la importancia del invento en la transformación de los procesos industriales, sino en cómo el reloj expresaba metafóricamente el ambicioso esquema epistemológico del mecanicismo. Basándose en el principio de que los discursos veraces debían construirse sobre ideas claras y distintas, Descartes había postulado un programa de alcance universal basado en “descubrir todo el mundo visible tal y como solamente fuese una máquina en la que nada hubiera que considerar sino las figuras y los movimientos de sus partes”. El corolario fue un concepto que pronto comenzó a aplicarse no sólo a la metafísica o la filosofía natural, sino también a la medicina, a la teoría política y a la arquitectura: la noción de ‘sistema’, es decir, la idea de una suma de partes organizadas deductivamente de acuerdo a principios ciertos y que se armonizaban entre sí para conseguir un propósito. Pero, ¿acaso no era este el significado de la vieja noción griega de la máquina-órgano? Tras un fatigoso ir y venir por la historia, los extremos de la cadena volvían a encontrarse.
A estas alturas resulta evidente que entre las descripciones de máquinas de las ediciones renacentistas del Vitruvio y los textos abiertamente cartesianos de Claude Perrault mediaba un mundo: el que iba de la simple imitación de la forma de las máquinas a la inspiración en sus principios abstractos de diseño. Cuando Perrault ilustraba su edición del Vitruvio con los andamios y grúas que su contemporáneo Ponce Cliquin había ingeniado para construir la columnata del Palacio del Louvre estaba sugiriendo algo que trascendía la mera funcionalidad: la idea de que los edificios, al igual que las máquinas, eran conglomerados de partes organizadas según principios, o sea, sistemas concebidos racionalmente para cumplir una función y que, por tanto, podían ‘calcularse’ o ‘componerse’ con objetividad.
Fue una idea que no sólo se aplicó a la arquitectura, sino también a la pintura, y de una manera ciertamente chocante. Comentando un texto del tratadista Du Fresnoy —quien había hablado de la “máquina del cuadro”—, otro tratadista contemporáneo, Roger de Piles, escribía en 1668: “A nuestro autor no le falta razón cuando utiliza la palabra ‘máquina’. Una máquina es un ensamblaje perfecto de varias piezas para producir un mismo efecto. Y la disposición de un cuadro no es sino el ensamblaje de varias partes que debe efectuarse atendiendo a su concordancia y exactitud para producir un bello efecto”. La ‘máquina del cuadro’ era, por tanto, la concepción del “todo junto”, de ahí que pudiera sostenerse una ‘ciencia’ para ensamblar dichas piezas adecuadamente, una especie de “mecánica de la pintura” (Arasse 2008: 197-8). Es posible, por supuesto, cambiar el término ‘cuadro’ por ‘edificio’, y ‘pintura’ por ‘arquitectura’, sin que la metáfora pierda su sentido, y esta es precisamente la jugada intelectual que late bajo las tesis mecanicistas de Perrault, Ledoux y, ya en el siglo XIX, Durand, quien no en vano entendía el cálculo formal de la arquitectura como un “mecanismo de composición”.
La belleza de las máquinas
La
metáfora de la máquina, sin embargo, no siempre se interpretó del mismo modo, y
el caso de la recepción en Gran Bretaña de las ideas cartesianas resulta en
este sentido sintomático. En las islas, el énfasis no se puso sólo en carácter
racional de la composición de las máquinas, sino en que de estas surgía una
nueva fuente de belleza basada de la funcionalidad. Francis Hutcheson fue el
primero en hablar de esa “belleza de las máquinas” que tanto éxito tendría a lo
largo del siglo XIX. La estructura de un mecanismo, la precisión con que
consigue ciertos fines con los medios estrictamente necesarios, supone, para
Hutcheson, una forma de gozo racional. “Todos experimentan cierto placer”,
escribe, “cuando observan que un diseño ha sido llevado acertadamente a la
práctica a través de un posible mecanismo, aunque ello no les reporte la menor
ventaja”. De hecho,
las máquinas no agradan porque produzcan un beneficio, sino porque traslucen
“la esencia de la sabiduría humana”, una sabiduría que consiste en “la persecución
de los fines mejores a través de los mejores medios”. Para demostrarlo utiliza
un ejemplo previsible, el reloj, un mecanismo muy complejo que concierta con
precisión tres movimientos —el horario, el minutero y el segundero— y
cuya belleza tiene un fundamento evidente: “la uniformidad o unidad de la causa
en medio de la universidad de efectos”. El reloj no es bello por el lustre de
su armazón de caoba o el brillo de sus pesas de bronce, sino porque su
organización refleja nuestra propia racionalidad.
Esta idea
fue pronto reformulada en una clave funcionalista. David Hume sigue a Hutcheson
en su convicción de que el placer estético es, en puridad, un sentimiento moral
pero, a diferencia de aquel, halla que la belleza de las máquinas no consiste
en la evidencia de su organización racional, sino en su propia utilidad, una
utilidad que, dada la capacidad empática del hombre, nos causa placer tanto si
nos favorece directamente a nosotros como si lo hace a otros. Este énfasis en
la utilidad es importante, porque sienta las bases de la ideología
funcionalista que, a partir de aquí, comenzará a hacerse fuerte en la filosofía
británica. Para que se produzca esta belleza mecánica y utilitaria, Hume sólo
pone una condición: que se refiera a objetos fríamente funcionales, anónimos,
sin las pretensiones suntuarias que, por ejemplo, habían tenido los autómatas o
los relojes artísticos de las wunderkammern.
Y, así, concluye: “La conveniencia de una casa, la fertilidad de un campo, la
fuerza de un caballo, la capacidad, la seguridad y la rapidez de un velero,
constituyen la principal belleza de estos objetos. En estos casos, el objeto
que calificamos de bello agrada solamente por su tendencia a producir cierto
efecto”.
Para Hutcheson, por tanto, la belleza mecánica consistía en el placer estético producido por la disposición racional de las partes; para Hume, en la utilidad. Entre ambos se sitúa un pensador no menos célebre, Adam Smith, que acepta las tesis funcionalistas de Hume, pero no considera que sean incompatibles con la estética de Hutcheson, y pone de nuevo el énfasis en la sensación placentera que se deriva de un objeto por el mero hecho de que este concebido racionalmente para cumplir un fin. Lo demuestra con un curioso ejemplo arquitectónico: cuando entramos en una habitación donde las sillas están colocadas en el medio, pese a que esta disposición sea funcional, nuestro impulso (o al menos el de los hombres del siglo XVIII) es colocarlas con los respaldos contra la pared. La razón es que nuestra mirada no soporta el desorden, por mucho que este sea el resultado de la más rigurosa funcionalidad. El fenómeno evidencia, por tanto, que necesitamos menos “la conveniencia” que “la disposición misma de los objetos que la originan”.
Para Smith, este comportamiento innato explica además nuestra afición por las pequeñas máquinas y “otras chucherías como los relojes de mano” (hoy diríamos iphones), pues tales objetos el placer no está en la utilidad, sino en su “capacidad para lograr el objetivo al que están destinadas”. La aplicación a la arquitectura resulta, para Smith, evidente: el gozo que se deriva de examinar “un gran palacio” no estriba en la funcionalidad real que consigue para “complacer los deseos y dar gasto a los más frívolos caprichos”, sino en la manera racional y grandiosa en que se consiguen tales fines, por muy frívolos que sean. En este caso, la belleza funcional no está en los fines en sí mismos, sino en los medios racionales que se ponen para conseguirlos. Adam Smith lo explica con elocuencia: “Si consideramos la satisfacción real que son capaces de ofrecer todas estas cosas, haciendo abstracción de la belleza de la disposición concebida para promover dicha satisfacción, siempre resultará sobremanera despreciable y superflua. Pero rara vez la vemos desde este ángulo abstracto y filosófico. En nuestra imaginación, tendemos a confundirla con el orden, con el movimiento regular y armonioso del sistema, con la máquina y la economía por medio del cual se genera”.
Empático y a la vez racionalista, el funcionalismo británico se forjó en la época en que, no en vano, comenzaba el despegue de la Revolución Industrial. De hecho, el mismo año en que Adam Smith publicaba su obra sobre la riqueza de las naciones (1776) James Watt ponía en marcha su primera máquina de vapor, a la que habrían de seguir de inmediato la locomotora, y que se complementaría con la extraordinaria mejora en la producción de materiales como el acero y el vidrio (figura 13). Ello explica en parte el creciente éxito de las tesis funcionalistas, primero en Gran Bretaña y después en EE UU, donde con el tiempo se confundirían con las del organicismo, aunque en buena medida su base filosófica seguirían siendo las razones que habían establecido Hutcheson, Hume y Smith.
Visto lo anterior, es fácil concluir que a finales del siglo XVIII la metáfora arquitectónica de la máquina se interpretaba de dos modos complementarios. El primero era de carácter compositivo, formal, e incidía en el hecho de que tanto las máquinas como los edificios eran totalidades compuestas por partes diferenciadas pero que se armonizaban para cumplir un fin. Es el mismo principio que permitía a Descartes entender el universo como si fuera una máquina, a De Piles concebir un cuadro como una “máquina bien compuesta”, a Perrault tratar los edificios como mecanismos y, más tarde, a Durand concebir el diseño como un “mechanisme de composition”. Desde esta perspectiva, lo relevante era la articulación interna del objeto, el hecho mismo de haberlo compuesto de una manera racional, y no tanto el beneficio material que pudiera obtenerse gracias a ello. El segundo modo de la metáfora de la máquina, el funcionalista, ponía el énfasis precisamente en el resultado que tanto los artefactos como la arquitectura producen. Por eso Hume podía decir que una “casa conveniente” (es decir, útil) presenta el mismo tipo de belleza que un velero bien aparejado, un cultivo cuidado con esmero o un robusto caballo percherón.
Por supuesto, los dos modos de la metáfora dependen el uno del otro: la disposición racional de una máquina o un edificio sólo tiene sentido por su utilidad; y ésta no sería posible sin la adecuada articulación interna del objeto. Con todo, fue inevitable que los arquitectos atendiesen más a las diferencias que a las semejanzas, lo que dio pie a dos corrientes hermanadas por su mutua admiración por las máquinas, pero enfrentadas por su actitud diferente hacia la tradición clasicista. Con su acento en la organización de las partes, la analogía formal o estructural sería afín a una reinterpretación de los principios del clasicismo en términos racionalistas. Por su parte, la analogía funcionalista abriría caminos ajenos a las convenciones y los principios abstractos de la teoría tradicional. Fundamentalmente francesa e italiana, la primera estaría representada por figuras como Lodoli, Laugier, Ledoux o Durand; anglosajona en buena medida, la segunda sostendría buena parte del organicismo posterior, desde Coleridge hasta Sullivan, pasando por Greenough. Paso a paso, ambas irían fecundando a la modernidad arquitectónica en un ir y venir fatigoso pero fructífero.
Publicado
originalmente con el título “La ley del reloj. Orígenes de la metáfora de la
máquina en la arquitectura” en Cuaderno de notas 16 (2015).