Crítica y público. ¿Para quién escribe el crítico?

La palabra ‘crítica’ exige
crítica. A poco que profundice en la palabra, al estudioso tal vez le ocurra
algo parecido a lo que San Agustín cuando intentaba definir el tiempo: que si
le preguntaban qué era, era incapaz de explicarlo; y, si no se lo preguntaban,
sabía perfectamente de qué se trataba. ¿Juicio o análisis? ¿Examen de edificios
o etopeya de autores? ¿Práctica razonada o brazo armado de la teoría? La
dificultad de la crítica estriba en que su significado se ha declinado en un
conjunto de connotaciones de índole diversa y que, para mayor desconcierto, han
ido variando a lo largo de la historia. Por norma general, los historiadores
han intentado explicar qué cosa es la crítica atendiendo a la evolución del
concepto en diferentes marcos culturales o bien glosando el trabajo de los
críticos más renombrados. Sin embargo, apenas se han preocupado de aquello que
determina siempre el trabajo de un crítico o, cuando menos, el de un crítico
moderno: su relación con el público.
¿Para quién escribe el crítico? La voz del crítico no clama en el desierto: apela a y presupone siempre una audiencia que define tanto la perspectiva desde la que se emite el juicio como el lenguaje con que se expone; un público que convalida la función del crítico, y que, en último término, condiciona la idea que este tiene de sí mismo como mediador, como intelectual, como propagandista o como especialista. La actividad de la crítica es, por tanto, dialéctica: exige dos polos de cuya relación surgen los modos diversos y a veces contradictorios con los que ciertos sujetos han intentado convencer a otros de algo tan tornadizo como el valor de las obras artísticas o arquitectónicas.
El crítico como mediador
Que el nacimiento de la crítica moderna coincide con el nacimiento del ‘público’ es una tesis bien conocida, que expuso Jürgen Habermas en uno de los libros más influyentes en las ciencias sociales de los últimos cincuenta años: Strukturwandel der Öffentlichkeit (Historia y crítica de la opinión pública). Allí se presentan dos tesis fundamentales: en primer lugar, que el público no es una institución natural sino construida, cuya historia, en cuanto institución burguesa, comienza en la Europa de finales del siglo xvii y se desarrolla en el ecosistema propicio de los cafés y los periódicos; y en segundo lugar, que el público no es una realidad neutral sino potencialmente emancipadora, toda vez que abre un espacio para un debate ‘desinteresado’ a cuyos participantes se les presupone una capacidad de juicio sostenida menos en el rango que en el talento natural. Habermas afirma, en este sentido, que, a diferencia de los procesos de comunicación del Antiguo Régimen, producidos de arriba abajo y que dependían del uso de palabras, insignias y gestos rígidamente codificados de acuerdo al estatus —el protocolo—, la comunicación burguesa tomó la forma de un diálogo donde todo el mundo tenía derecho, virtualmente, a participar: un diálogo entre los iguales que querían acceder al conocimiento.
Como
construcción social inédita, este tipo de diálogo entre iguales exigió un
ámbito propio que, como argumenta Habermas, tuvo que ver menos con las cortes
palaciegas —grandes escenografías para la contemplación del poder y la
convalidación de los prejuicios políticos— que con los pequeños salones donde
la aristocracia ilustrada se entregaba al placer desinteresado de la tertulia y
con los cafés donde se reunían los burgueses entregados al comentario del
periódico, convertido ya en el principal medio de información política y de
formación cultural entre las incipientes clases medias. El hecho de que, en su
oposición a las cortes pomposas, los salones aristocráticos pudieran llegar a
tener una afinidad esencial con los cafés pequeñoburgueses sugiere la condición
de amalgama que desde el principio tuvo el ‘público moderno’. Una audiencia
compuesta por sustancias tan heterogéneas como los nobles cultivados y los
comerciantes aficionados, los padres de familia y las mujeres lectoras (los
salones tuvieron una fuerte impronta femenina), los príncipes de la
iglesia y los humildes pastores de parroquia, es decir, estratos que no tenían
más rasgo en común que su compartida voluntad de estar informados y cultivarse
para llegar a tener una opinión propia y sostenida más en razones que en prejuicios.
Esta primera hornada del público moderno tuvo su floruit en la Gran Bretaña del siglo xviii, lugar y momento donde se dieron a la vez los tres factores que, según postula Habermas, fueron indispensables para la emergencia de la ‘esfera pública’ y, con ella, la crítica: una burguesía con conciencia de clase (formada por comerciantes pero también por clérigos y funcionarios); lugares destinados al intercambio de ideas (en torno a 1700 había en Londres unos trescientos cafés); y, finalmente, una nómina de diarios, gacetas y revistas capaces de llevar la información a todas las capas de la sociedad (el periodismo urbano).
Durante esta primera fase del desarrollo de la esfera pública hubo, en todos los países ilustrados, críticos de relieve, entre los cuales el más singular y tal vez también el más importante fue Joseph Addison, literato y político entre cuyos muchos afanes estuvo la fundación en 1711 de uno de los primeros periódicos modernos, The Spectator. En él publicó críticas literarias y ensayos filosóficos que tuvieron gran acogida tanto dentro como fuera de Gran Bretaña, y en los que Addison demostró ser un maestro de un nuevo modo de relacionarse con la audiencia. En lugar de apelar a la erudición y usar jergas, en sus críticas Addison apelaba a lo que los seres humanos tenían en común: la sensibilidad y la imaginación, fuente de placeres estéticos de los que se podía disfrutar a poco que uno tuviera los ojos abiertos y estuviera dispuesto a cultivarse.
En la empresa crítica de Addison, siempre sostenida en un lenguaje sencillo y un tono llano, la arquitectura desempeñó un papel importante. No tanto porque las preferencias personales del autor le llevaran a escribir sobre edificios, sino porque la arquitectura, junto con la naturaleza, era por aquellos años uno de los grandes campos de batalla en los que se estaba dirimiendo el futuro de una nueva categoría estética: lo sublime. Fascinado por lo grande y amenazador, Addison escribió de arquitectura sin complejos, como un amateur que renunciaba a “entrar en las reglas y máximas establecidas por los grandes maestros del arte, desenvueltas largamente en muchos tratados”,5 para atender, simplemente, a lo que el público podía experimentar por sí mismo: cosas como la grandeza de un edificio respecto a su tamaño, su forma o a la manera en que estaba construido.
Con ello, Addison, saliéndose del marco de los especialistas que hasta entonces había copado el debate arquitectónico, condujo el discurso hacia las formas tal y como las percibía el espectador. Su crítica de arquitectura fue, por tanto, una crítica hecha a partir de los edificios, que intentaba explicar a la gente del común por qué estos producen empíricamente tales o cuales sensaciones, y, por tanto, por qué pueden resultar bellos y sublimes. En este empeño, Addison (que era, como ya se ha dicho, un diletante en el mejor sentido de la palabra) demostró ser un crítico sorprendentemente moderno, como lo fue también por el hecho de que sus escritos se dirigiesen a un público general a través de los periódicos en lugar de hacerlo solo a los arquitectos, artistas o eruditos formados en la tradición de los tratados especulativos y profesionales.
No puede negarse que la crítica forjada a las puertas de la Ilustración por Addison y otros escritores-periodistas fue novedosa, pero sería despreciar la verdad no recordar que esta crítica hundía una parte de sus raíces en la tradición, seguía la estela de otros modos anteriores de ejercer la crítica al tiempo que los enmendaba. Durante el Renacimiento, la crítica había tomado la forma de un trabajo filológico orientado a la exégesis de los textos clásicos, un trabajo cuyo fin, en última instancia, era hallar qué partes de esos textos eran originales y cuáles errores o interpolaciones. Desde este punto de vista, el crítico era el especialista capaz de dar con la verdad, el que tenía ojo para detectar las impurezas y que, precisamente por tenerlo, podía cuestionarse los lugares comunes. Era, en definitiva, el que tenía criterio y juicio.
La condición filológica de la crítica se mantuvo durante el Barroco, si bien transformada en una actividad sutil que, en los peores casos, se tradujo en la simple glosa de los argumentos de autoridad. En cualquier caso, tanto la crítica humanística del Renacimiento como la crítica retórica del Barroco fueron siempre actividades ejercidas por especialistas y para especialistas. Esta tradición fue la que quebró la crítica moderna iniciada por Addison, que, reacia a sostenerse en argumentos de autoridad o a ceñirse al círculo de los connaisseurs o literati, pretendía basarse en un diálogo abierto, racional y al mismo tiempo subjetivo. Un diálogo que, como ya se ha anticipado, se daba entre ‘iguales’: entre aquellos que, por compartir sensibilidad y formación, podían opinar sobre los aspectos de la vida pública en general y sobre las obras de arte en particular.
En un marco intelectual definido por el escrutinio de los iguales, el crítico no podía contar ya con que la mera inscripción en las cadenas de mando —la cadena de la tratadística culta o especializada— garantizara su influencia. Por primera vez, tuvo que insertarse en una esfera pública potencialmente más amplia, en la que le era imposible seguir dictando ex cathedra porque la audiencia, que había dejado de ser pasiva, podía cuestionar la validez de los argumentos esgrimidos. De este modo, el crítico, formado en una atmósfera de diálogo, pero también de discusión, no podía aspirar en teoría más que a la condición de primus inter pares. Es decir: la condición del que era primero no por rango, sino por ser el más dotado de luces naturales o el más cultivado, y que, en cuanto tal, actuaba como la instancia a la que el público recurría para formar o contrastar sus juicios. De ahí que, durante todo el siglo xviii, los profesionales de la opinión fundada no merecieran el nombre de ‘críticos’, sino el de ‘jueces de arte’, juges d’art o censor of manners and morals, según se llamaba a sí mismo, por ejemplo, Addison. Más allá de su origen como reacción a retórica del poder típica del Barroco, esta idea del crítico como juez o árbitro que, en una disputa del gusto, tenía la última palabra, tampoco era del todo novedosa: pertenecía a una tradición que, oscurecida por los modos filológicos en boga durante el Renacimiento, se retrotraía a cierta idea de la crítica que ya habían defendido los griegos y romanos de la Antigüedad, para quienes el kritikós o el criticus era el capaz de discernir, de cribar el grano de la paja, de separar lo bueno de lo malo.
Nótese que el crítico-juez surgido con la primera modernidad era una suerte de árbitro, de mediador. ¿Entre qué o quiénes mediaba? Mediaba, en primer lugar, entre la obra y el público que no tenía acceso físico a ella, algo que era fundamental en una época ajena a la reproductibilidad técnica del arte y donde las imágenes de las pinturas, las estatuas y los edificios, lejos de moverse alegremente por periódicos, libros o webs como hacen hoy, aún estaban ancladas a lugares concretos. En este contexto, el crítico resultaba una figura indispensable porque evocaba en sus descripciones y juicios las obras que él sí podía contemplar de primera mano, obras que, de este modo, llegaban al público lector a través de palabras. A partir de aquí, el crítico podía ampliar su trabajo de mediación a otros ámbitos —la obra y, sobre todo su autor—, porque se le adjudicaba una capacidad de la que siempre han blasonado los críticos como ejecutoria propia: la capacidad de comprender las intenciones últimas del artista mejor que el propio artista, y, por tanto, el poder de dictaminar si ha conseguido los fines que se proponía. O dicho llanamente: el poder de juzgar si una obra de arte o arquitectura resulta ser, a la postre, buena o mala.
Estos poderes en relación con el público, los autores y las obras pronto convirtieron a los críticos en algo más que en jueces del gusto: hicieron de ellos verdaderos educadores, condición que ya no perdieron o no quisieron perder. Se trató de una metamorfosis fundamental en la naturaleza del crítico, en la medida en que, ampliando el alcance de su trabajo, sentó las bases para trocarlo en la autoridad casi absoluta que llegó más tarde a ser. Que esta transformación hiciera del crítico una figura más antipática, por censora, fue hasta cierto punto inevitable, pues, si se aducía que el crítico era capaz de discernir lo bueno y de convencer al público mediante razones de la bondad de ciertas obras, ¿qué impedía que su actividad enjuiciadora acabara conformando una suerte de canon que definía a priori preferencias del público? Desde esta perspectiva, el crítico ya no podía ser un juez de imparcialidad probada que se limitaba a valorar unos materiales recibidos; era, por el contrario, un agente activo que, más que difundir la idea del ‘buen gusto’, la construía.
El concepto de ‘buen gusto’ o de ‘gusto’ en general fue clave tanto en la crítica como en la estética de la primera modernidad. Los filósofos y los críticos de la Ilustración apelaron al gusto como la capacidad que ligaba los juicios sobre las obras de arte a la sensación experimentada por el sujeto: algo era bello no porque lo dictaminara la tradición, sino porque, simplemente, ‘gustaba’. Aunque no fueran pocos los críticos y filósofos que, como el propio Addison, apelaran a la condición radicalmente subjetiva del gusto, la tendencia generalizada fue alcanzar una solución de compromiso, que pasó por equilibrar los poderes del gusto personal con los del gusto universal.
Tal compromiso se sostenía en la idea de que el gusto no solo pertenecía a la persona particular, sino también al ser humano en general, en cuanto facultad inherente al espíritu y virtualmente infalible. Partiendo de esta premisa, uno de los objetivos de la crítica fue resolver el problema que, desde el principio, se le había planteado a la estética: ¿cómo hacer para que el gusto personal, privado, tendiera a coincidir con el gusto universal, público? En el caso de la crítica, la solución no dejó de ser dificultosa, por sostenerse, simple y llanamente, en la buena fe: la buena fe del crítico a la hora de emitir sus juicios con objetividad, y la buena fe del público a la hora de aceptar los argumentos del juge d’art. Era esta improbable doble buena fe la que permitía que el crítico, mediando entre la obra y el público, y entre el autor y el público, acabara mediando asimismo entre los dos entes, a su manera inasibles, que se querían conciliar: el gusto universal y el gusto personal. En este contexto, el crítico se convertía en una especie de herramienta de homologación estética y de civilización, pues sus juicios reflejaban el gusto universal al mismo tiempo que iluminaban los gustos particulares de los aficionados; todo ello, en principio, sin imposiciones.
Tradicionalmente, se ha considerado que el principal ejemplo de este modelo de crítico mediador tan característico de la Ilustración europea fue Denis Diderot, homme de lettres a quien se debe la empresa descomunal de publicar la Enciclopedia, esa Biblia del pensamiento crítico. Invitado por su amigo el barón Grimm, editor la Correspondance littéraire (una de las primeras revistas de crítica, activa durante casi medio siglo, y cuyo carácter manuscrito y elitista le permitió evitar la censura), Diderot escribió entre 1759 y 1783 una serie de extraordinarias reseñas de los célebres salons d’art, que fueron las primeras exposiciones de arte públicas patrocinadas por las academias parisinas, es decir, por el Estado.
Los Salons no se dirigían al público general, sino al público librepensador de las cortes europeas que querían estar al día de lo que se cocía en el París que por entonces era la capital artística de Europa. Las críticas de Diderot comenzaron siendo reseñas ceñidas a las obras, pero se transformaron en algo muy distinto tan pronto como el autor se percató de la dificultad de su tarea: informar a un público distante, en este caso internacional, sobre obras que ese público no podía ver en persona y que tampoco podría contemplar a través de dibujos y grabados, dado que las publicaciones de la época carecían de ellos.
¿Cómo hacer crítica de algo que el público no podía observar directamente y que, por tanto, se salía del modelo de la experimentación personal en el que se sostenía en buena medida el concepto de gusto? Recurriendo a los poderes de la palabra; una respuesta bien sencilla y que no deja de sugerir este punto de arbitrariedad que define por naturaleza a la crítica. Usar la palabra, sacarle todo el partido y, de paso, crear un nuevo género, es precisamente lo que hace Diderot, gran literato, en sus críticas salonniers, donde describe con precisión y gracia las obras que contempla con sus ojos, pero también sorprende y divierte introduciendo conversaciones brillantes entre personajes reales (incluidos él mismo y su amigo Grimm). Donde mezcla los géneros literarios, cuenta parábolas y chistes y recurre si es necesario al exabrupto o incluso a la blasfemia elegante. Y donde pasa del examen de las obras a la reflexión personal, y de esta a la filosofía, para acabar tejiendo un tapiz impresionista sostenido en el poder de un discurso verbal que es capaz de dar coherencia al caos de obras, lugares y personajes que campaban a sus anchas en los salons, las primeras exposiciones de arte públicas que fueron patrocinadas por el Estado.
“Le Salon s’ouvre, et la foule s’empresse d’y pénétrer”. El salón se abre y la multitud se da prisa para entrar: Diderot hace del público un personaje más de las complejas tramas de sus reseñas, no sin tildarlo, con cierto desprecio, de foule, es decir, de ‘multitud’ o, como diríamos hoy, de ‘masa’. Este desprecio no deja de ser fruto del elitismo: en los salones artísticos parisinos de mediados del siglo xviii, el público aficionado, que hasta entonces se había resignado a acceder al arte a través de periódicos y libros, estos es, a distancia, acude en tropel a las nuevas muestras donde puede contemplar, en una sola visita, decenas de cuadros y esculturas. Allí se comenta indiscriminadamente, se juzga con o sin tino, y este espectáculo variado y en muchas ocasiones vulgar le resulta a Diderot atractivo a la par que desdeñable, sobre todo porque el público allí convocado hace las veces de muestra que reproduce la estructura de la sociedad y lo que a cada sector de ella le interesa del arte:
"Es una cosa extraña la diversidad de los juicios de la multitud que se junta en un Salón. Después de que uno se pasea una vez por ellos para ver las obras, es siempre necesario pasearse varias veces por la muestra para poder entender algo. La gente de mundo echa un vistazo desdeñoso, deja de lado las grandes composiciones y no se interesa más que por los retratos cuyos modelos se pasean por allí. El hombre de letras hace todo lo contrario: pasa rápidamente por delante de los retratos y presta toda la atención a las grandes composiciones. El pueblo lo mira todo y no entiende nada".
La multitud variopinta que llena los salons es, para Diderot, un objeto de reseña más, y no le faltaba razón al librepensador francés al prestarle tanta atención: con la foule expuesta en la muestra como si fuera un objeto más, se había dado el primer paso para romper las estructuras de mediación de la primera crítica moderna. No tanto porque en las exposiciones el público tuviera, por primera vez, la posibilidad de ver con sus propios ojos las obras y de refutar los juicios del crítico (la posibilidad de refutación era intrínseca a la propia idea de ‘opinión pública’), sino porque las exposiciones, patrocinadas por el Estado y dirigidas por los especialistas de las academias, eran ya en sí mismas ejercicios de crítica basados en la selección de un canon, por efímero que este fuera. Este hecho desmentía el presunto carácter neutral de la mediación, y se complementaba con otro que también tendía a socavar la precaria estructura de la primera crítica moderna: el incremento exponencial de aficionados al arte en los países más cultos de Europa a mediados del siglo xviii. Por supuesto, el paso del elegante public a la desdeñable foule, es decir, el paso del público a la muchedumbre, no dejó de incomodar a autores elitistas como Diderot, cuya audiencia siempre fue la intelligentsia cortesana. Su inquietud tuvo consecuencias.
Hechos innegables como la incomodidad creciente ante la foule cada vez extensa y como el control del gusto a través de la producción de cánones estéticos sugieren que la hipótesis de la crítica mediadora-y-entre-iguales descrita por Habermas no fue nunca más que eso: un modelo de interpretación que, visto con perspectiva histórica, se antoja demasiado utópico. Utópico, en primer lugar, porque el papel relevante que Habermas adjudicó al crítico en cuanto juge d’art implicaba de por sí elitismo; actitud basada en la distancia intelectual y que no hizo sino acentuarse con el tiempo, hasta el punto de que el crítico, separado del público por su propio foso de prestigio, acabó colocado sobre una especie de pedestal. Y utópico, sobre todo, porque (como muestra tan bien el ejemplo de Diderot), conforme las críticas dejaron de valorar pinturas o edificios por todos conocidos y comenzaron a referirse a obras inéditas, el público dependió cada vez más de las palabras: el no ver las obras analizadas les obligó a tener fe en lo que escribía el crítico, que ganó en autoridad lo que perdió de cercanía a su audiencia. De hecho, la mediación del crítico pasó a ser tan imprescindible como para que (el caso de Diderot lo muestra bien) la obra reseñada quedara en segundo plano respecto a la crítica en sí misma.
Todo esto resultará familiar a poco que se mire desde la óptica contemporánea. Como ha escrito Roland Barthes, el crítico moderno no es un espejo que da cuenta simplemente lo que ve o admira, sino que suele ser un creador que, con su escritura, se acaba convirtiendo en una especie de artista vicario, de segundo literato, de metacreador. Lo mismo vale para la crítica de finales de la Ilustración: conforme el lenguaje del crítico se fue haciendo indispensable a la hora de conocer el valor las obras de arte o arquitectura —hasta el punto de llegar incluso a ser más importante que ellas—, el modelo de la mediación como espejo, propio de figuras tempranas como Addison y donde el crítico reflejaba presuntamente el gusto universal, dejó paso a una relación más impura, la mediación como lámpara, donde el crítico iluminaba al público con sus ideas y al cabo corría el riesgo de convertirse en el único foco intelectual.
A estas dificultades que resquebrajan el modelo de mediación utópica propugnado por Habermas debe añadirse, para terminar, otra que, no por evidente, es menos incuestionable: que tanto entonces como ahora el público nunca resulta del todo homogéneo. Más allá de los cafés y las tertulias, la audiencia del crítico fue haciéndose cada vez más compleja, para abarcar no solo a la idealizada comunidad de los iguales cultivados, sino también a los autores y a las gentes del común que sabían leer y querían cultivarse.
Esta transformación de la audiencia, tanto en complejidad como en tamaño, afectó sobremanera a la naturaleza de la actividad crítica, que nunca más (si es que alguna vez había sido así) se volvió a dar solo entre dos polos —el crítico y el público en abstracto—, y que, de hecho, comenzó a depender de la relación, muchas veces más inasible e insatisfactoria, entre tres vértices que, en ocasiones, llegaron a estar muy alejados los unos de los otros: el vértice crítico, el de los especialistas y el de la multitud. Construida con tales vértices, el ‘triángulo de la crítica’ fue la base del complejo entramado de simetrías, jerarquías y equilibrios de conocimiento y poder que sigue definiendo esa necesaria pero incómoda actividad que consiste en explicar con tino y al cabo juzgar estéticamente las obras de arte y de arquitectura.
El crítico como intelectual
La ampliación de la audiencia fue uno de los fenómenos más relevantes para la crítica del siglo XIX, y lo fue hasta el punto de que hizo de la ella la actividad que conocemos hoy. El que el trabajo del crítico comenzara a dirigirse menos a un público cultivado que a una masa curiosa y de gusto potencialmente moldeable dependió de dos procesos complementarios. Por un lado, la alfabetización y, con ella, a la ‘civilización’ de sectores de la sociedad (la pequeña burguesía, los campesinos acomodados) que hasta ese momento habían permanecido en el limbo de la intrahistoria. Por el otro, la clonación, en ámbitos y escalas muy diversos, de las estructuras de transmisión de la crítica cuyo dominio había sido hasta ese momento una prerrogativa de las clases altas ilustradas y los especialistas, como si se tratara de una suerte de privilegio estético de sesgo feudal.
Durante el siglo XIX, ambos procesos —la alfabetización de la masa y la clonación de los medios— se conjugaron para constituir un público amplísimo, que abarcó desde los sectores más cultos y privilegiados hasta los propietarios rurales con cierta formación, y que dispuso de sus propios espacios para la recepción y el comentario de las obras de arte, distribuidos por todo el escalafón social. Espacios como los cafés, que siguieron manteniendo el estatus de lugares por antonomasia de lo público, si bien ahora dignificados, muchas veces incluso monumentalizados, como escenario del poder blando de las élites urbanas. Pero también espacios como las tertulias que, más allá de los cenáculos aristocráticos, se trasladaron a las casas de la burguesía o se inscribieron en los propios cafés a la manera de conventículos dentro de conventículos.
¿Qué se hacía en los cafés y en las
tertulias destinadas a este nuevo público? Fundamentalmente lo que se venía
haciendo en ellos desde comienzos del siglo xviii,
leer y comentar los periódicos, actividades que no hicieron sino ganar
protagonismo hasta convertirse en las piezas fundamentales de la
infraestructura económica y política de la crítica decimonónica. A partir de
mediados del siglo xix, esta
infraestructura se hizo imprescindible: el público ya no se contaba por miles,
sino por cientos de miles, las mismas cifras con que, para atender a esta
audiencia potencial, se tiraban los periódicos y las revistas, gestionados ya
como grandes empresas. En este contexto, el público pasó a ser, a los ojos del
crítico, un ente que, por extenso, resultaba más bien indefinido; y, desde la
perspectiva del público, el crítico pasó a ser un ente contradictorio: el
mediador cercano cuya opinión seguía en la columna diaria o semanal y, al mismo
tiempo, el pope lejano y nimbado de prestigio cuyos dictámenes atendía con disciplina,
cuando no con reverencia. Estas simetrías y contradicciones resultaban lógicas:
en un mundo donde la producción de la cultura, cada vez más compleja, tendía a
convertirse en un objeto de consumo asequible por todas las capas lectoras, el
público necesitaba guías, referencias de criterio, y eran precisamente los
críticos —los antiguos juges d’art— los que respondían a esta necesidad
o incluso a esta ansiedad de la influencia.
El siglo XIXfue la edad de oro de la crítica. Fue el siglo de las subjetividades fuertes que formaban el gusto general y que, en su prestigio, se presentaban como objetivas. En Francia, Prosper Merimée, Théophile Gautier y Charles-Augustin Sainte-Beuve, entre otros, rigieron, a veces despóticamente, el mundo de la crítica literaria a través de publicaciones periódicas de gran tirada. Semejante papel desempeñaron otros grandes escritores, como Samuel Taylor Coleridge y John Ruskin en la cultura anglosajona, o como Heinrich Heine en la Alemania posromántica. Todas fueron figuras de gran protagonismo e influencia en su tiempo y aun después, y que sugieren tanto la identificación que el público llegó a tener con ciertos críticos, como la madurez que el sistema de la crítica llegó a alcanzar en los países más cultos de Europa a mediados del siglo xix.
Sin embargo, no todo durante el siglo sopló a favor de la figura del crítico. En los mismos años en que Ruskin peroraba ex cathedra, la popularización del gusto artístico (fruto precisamente del trabajo de los críticos) dio pie a un cambio de sensibilidad que, a medio plazo, hizo del crítico una figura más compleja, más incómoda y hasta cierto punto también más amenazada. Desde los tiempos de Diderot, la entrada de la foule en la esfera de la cultura había sido contemplada con recelo por la intelligentsia, que desde el primer momento fue consciente de que la ampliación del espectro de la audiencia podía dificultar la tarea de formar el gusto general, y al cabo deformar o quebrar el triángulo basado en el precario equilibrio entre el crítico, los especialistas y la multitud. El peligro latente al desarrollo de la foule y de sus gustos era que la formación del canon dejara de verse como un consenso dirigido desde arriba, para tomar la forma peligrosa de una pugna entre los gustos de la masa y los de la élite; una pugna que afloró con toda su fuerza latente en el siglo xx.
No todos los
críticos se sintieron amenazados por la emergencia de la foule, ni
tampoco sorprendidos por ella. El protagonismo de la multitud en el sistema de
la crítica ya había sido advertido, con la condescendencia que oculta el
desdén, por Diderot, pero fue el crítico más agudo del siglo xix, Charles Baudelaire, quien por
primera vez asumió el fenómeno como una realidad insoslayable, y propuso
construir sobre él un nuevo modo de hacer y valorar el arte. Fascinado por ese
cuento de Edgar Allan Poe, ‘El hombre de la multitud’, donde la masa
se transforma en un personaje amenazador y a un tiempo atractivo, Baudelaire,
en sus reseñas, convirtió a la foule en la nueva protagonista e
introdujo temas peculiares de la modernidad, como la entrega delirante a la
multitud, la fusión del espectador con el tráfago de la ciudad y, sobre todo, a
la figura del flâneur, para quien
"La multitud es su medio, como el aire lo es para el pájaro, o el agua para el pez. Su pasión y su profesión es esposarse con la masa. Para el perfecto flâneur, para el observador apasionado, constituye un gran placer el encontrar acomodo en lo numeroso, en lo ondulante, en lo dinámico, en lo fugitivo y lo infinito (...) El observador es un príncipe que por doquiera disfruta de su incógnito".
El asunto de la fusión con la foule, de la entrega al anonimato de la ciudad, escondía toda una declaración de principios: lejos de yacer en la los lugares comunes sancionados por la cultura, la belleza se hallaba en el banal e inmenso “diccionario de la vida moderna”. Lo cual traía aparejado dos cosas: que el público que comenzaba a comportarse como masa podía ser en sí mismo un principio de creación y reflexión; y que el escenario característico de la acción de esa masa, la ciudad y los paisajes a ella asociados, podían ser, como reconocía Baudelaire, fuentes de una belleza aún por descubrir:
Raramente he visto representada con tanta poesía la solemnidad natural de una gran ciudad. La majestad de las piedras puestas unas sobre otras, de los obeliscos de la industria que vomitan su humo contra el firmamento, los prodigiosos andamios de los monumentos en reparación que aplican sobre el cuerpo sólido de la arquitectura su propia arquitectura dotada de una belleza tan paradójica, el cielo tumultuoso, cargado de cólera y de rencor, la profundidad de las perspectivas aumentada por el pensamiento de todos los dramas que allí tienen lugar, los elementos complejos de los cuales se compone el doloroso y glorioso decoro de la civilización.
Las masas urbanas no solo se movían entre los grandes monumentos o a la sombra de las chimeneas industriales; convertidas en sí mismas en un espectáculo digno de contemplarse (como evidencia la iconografía impresionista de la época), ocupaban las calles de la ciudad y también los espacios del cada vez más poderoso sistema público del arte: los salons de pintura, los museos y las grandes exposiciones. Como había sabido detectar Diderot, las masas constituían en sí mismas una suerte de espectáculo estético, aunque la estetización que empezaron a sufrir desde que Baudelaire pusiera en ellas su objetivo no consiguiera neutralizar la condición amenazante que seguía teniendo para los críticos.
Amenazante en el sentido de que, frente a la presencia fluctuante de la masa de gustos fáciles y cuya relación con el disfrute artístico tendía a tomar la forma de un consumo inmediato, el crítico, cuando se sentaba a escribir, no podía recurrir a otros poderes que los de su subjetividad engranada en el sistema de propagación de ideas de los periódicos y las revistas. Que en aquellos años los periódicos y los libros tuvieran ya una gran influencia no desvanecía del todo la inquietud del crítico, al que no cuesta imaginar formulándose preguntas como las siguientes: ¿cómo llegar a ese público cada vez más convencido de que el arte, lejos de ser objeto de contemplación y reflexión, podía consumirse rápida y superficialmente? ¿No dificultaba este cambio de perspectiva la labor del crítico —su propia condición de crítico— hasta el punto de hacerla imposible?
La respuesta a estas preguntas fue un tanto inopinada: en lugar de entregarse a los gustos de la masa, el crítico exacerbó su elitismo distanciándose de las audiencias y ocupando la parte superior del sistema de la crítica, que, de este modo, pasó de tener la figura de un triángulo a tomar la de una pirámide. Todo ello con un objetivo primordial: oponerse tanto al gusto banal de la foule como a la retórica de los lugares comunes del arte que había ido fomentando, por repetición, los poderes públicos a través de las exposiciones y, sobre todo, la instrucción escolar.
Esta huida hacia adelante trajo consigo un cambio de calado: que los críticos, cada vez más alejados del público por sus gustos y su posición en la pirámide del prestigio cultural, asumieran una actitud paternalista perfectamente compatible con la de enfant terrible. No contentos con escribir sobre literatura, arte o arquitectura, comenzaron también a dictaminar sobre la vida en general. Así, a la transformación del público en masa los críticos respondieron erigiéndose en ‘intelectuales’, es decir, en figuras seguras de sí mismas en la medida en que se consideraban por encima de las normas de gusto establecidas —por encima del bien y del mal estéticos—y cuyas opiniones extremas y muchas veces dogmáticas les conferían a la postre un nimbo de autoridad. De este modo, la racionalidad del juicio pasaba a un segundo plano respecto a su originalidad o su radicalidad a la hora de ponerse al margen de la tradición y de los gustos presuntamente adocenados del público, y en este nuevo contexto, como escribe Terry Eagleton, la crítica cambió radicalmente, en la medida en que
"ya no podía seguir consistiendo en debatir mediante juicios verificables de acuerdo a un conjunto de normas públicas compartidas, desde el momento en que el acto de enjuiciar algo en sí mismo se ha teñido de una racionalidad muy sospechosa, y desde el momento también en lo que la fuerza del arte busca es precisamente subvertir dichos principios normativos".
En este paradójico dictar las normas sin atender a normas, y en este estar cada vez más lejos del público para tener una influencia cada vez mayor en él, se fundó el prestigio del crítico como intelectual, un modelo característico del siglo xix y que, probablemente, tuvo en el británico John Ruskin su mayor exponente. Intelectual y crítico, Ruskin se hizo famoso por su defensa apasionada de Turner en unos años en que el sistema del arte juzgaba los paisajes atmosféricos del británico como simples obras sin acabar. Se propuso después transmitir al público general el amor por el gótico que había sido característico de las élites inglesas desde finales del siglo xviii, y lo consiguió hasta el punto de convertir las bóvedas de crucería, los pináculos y las vidrieras en los motivos del presunto estilo nacional británico. No contento con esto, y conforme iba teniendo éxito en su campaña de descrédito del arte renacentista, Ruskin escribió violentos alegatos contra la sociedad industrial, y en paralelo defendió, con poético anacronismo, la artesanía y el trabajo manual en las dos primeras obras de crítica moralista de arquitectura que merecen tal nombre, The Seven Lamps of Architecture y The Stones of Venice, que fueron leídas con reverencia durante medio siglo.
Siempre a contracorriente (una más o menos calculada contracorriente), el sofisticado y elitista Ruskin se preocupó también por las clases desfavorecidas, y fue autor de agresivas críticas sociales que le convirtieron en respetado adalid del socialismo. Sus herramientas para llegar a ser la voz más oída y respetada en Gran Bretaña fueron su inmenso talento como escritor y su habilidad para utilizar los medios de comunicación más apropiados a la hora de conectar con los distintos estratos del público. A las audiencias cultivadas se dirigía con sesudos tratados como Modern painters, ilustrados por su hábil mano de dibujante; a los interesados en la arquitectura, a través de las lecciones teñidas de un didáctico y convincente moralismo de The Seven Lamps, y de los artículos publicados en revistas más o menos especializadas; al público culto en general, mediante las reseñas que iba publicando anualmente en las Notes on the Royal Academy, y las conferencias a las que asistía una enfervorizada audiencia, compendiadas después en libros como The Political Economy of Art; y a las clases medias y los obreros, escribiendo textos que rayaban en panfletos, como Fors Clavigera. En todos ellos, resultaba siempre presente la inconfundible voz del autor, modulada en tonos que iban desde la evocación poética hasta la jeremíada; una voz que encontraba eco en el público ayudada por el trabajo de los hábiles editores que Ruskin —auténtico superventas— tuvo a lo largo de su larga carrera.
Leída en Gran Bretaña, pero también en Francia y, sobre todo en Alemania y Austria, la obra del británico fue el caldo de cultivo de la nueva generación de críticos que habría de tener protagonismo en la Europa del fin-de-siècle. De hecho, figuras ya plenamente ‘modernas’ como Karl Kraus y Adolf Loos no se entenderían sin la influencia del modelo de crítica moralista inaugurada por el autor de The Seven Lamps of Architecture, a cuya influencia personal se sumó la que ejercía la civilización anglosajona en general, tan admirada por su sólida opinión pública. En este contexto, lo que aportó la Viena fin-de-siècle (aquella en la que según Kraus, se vivían los “últimos días de la Humanidad”) fue la completa hipóstasis de los críticos, que se acabaron convirtiendo en gurús a los que se escuchaba con menos complacencia que estremecimiento.
Gurús como Loos,
el primer arquitecto con una voz pública poderosa —de hecho, el primer
arquitecto intelectual—, al que el público seguía puntualmente no tanto para
conocer el valor de una ciudad, un edificio, una pintura, una silla, una
alfombra, un abrigo, un aplique o el alfiler de una corbata (tal era el rango
en que ejercía Loos su crítica), sino para ponerse al día acerca de la
condición de los tiempos convulsos que se acercaban, los tiempos de la
‘modernidad’ y del ‘futuro’. Desde este punto de vista, el crítico era menos un
intelectual que una especie de profeta, casi de sacerdote, a veces también de
Casandra, al que no bastaba con escuchar sino que había que seguir; una
condición que confirman el tono unas veces proféticos y otras simplemente sarcásticos
de los escritos siempre breves, claros, inteligentes y dogmáticos que Loos fue
publicando en revistas de guerrilla más o menos fracasadas, como Das Andere,
y, sobre todo, en los periódicos y gacetas más importantes de la Viena de
su tiempo. Textos que se acompañaron de conferencias y otras declaraciones
públicas en las que Loos, siempre a contracorriente de lo que él consideraba
los prejuicios de la época, actuaba de enfant terrible o de mandarín,
según fuera el caso.
Más allá del talento comunicativo y el poder de sus ideas, ¿qué hizo posible la poderosa influencia de críticos como Loos en el público en general? Fundamentalmente un entramado complejo que, en la Viena de principios del siglo xx, resultaba especialmente pregnante y eficaz, y que estaba formado no solo por los críticos y los autores, sino también por un exigente público culto y una masa letrada ávida de curiosidades, amén de una red de publicaciones extensa y variada, y una infraestructura promovida y costeada por el Estado o por la burguesía, que se materializaba en óperas, auditorios, teatros, museos, salas de exposiciones y el propio espacio público de la ciudad. A ello se sumaba —como recuerda Ernst Gombrich— el hecho de que en la Viena de aquellos años y en general en el mundo germano, el arte fuera una realidad cercana a las clases medias, en cuanto herramienta indispensable de civilización.
Por supuesto, todo este complejo coincidía casi literalmente con lo que hoy denominamos el ‘mundo de la cultura’. De hecho, la ‘cultura’ fue el éter necesario para que las opiniones de los críticos intelectuales pudieran llegar a todos los públicos. Con sus tentáculos de diferente longitud y forma (el periódico, la revista, el libro, el panfleto), la cultura se introducía en el palacio del aristócrata y en la buhardilla del estudiante, pasando por la trastienda del tendero o el piso del burócrata. Colonizaba las calles y las plazas de la ciudad, pobladas de edificios cívicos y monumentos, y entraba en las aulas de los colegios y las universidades, donde los alumnos se instruían con mayor o menor entrega en los cánones del gusto. Después subía hasta los estudios y despachos de los especialistas y los poderosos que producían y reproducían los veredictos del crítico, hasta remontarse, finalmente, al propio crítico, al que, ya fuera como enfant terrible como ‘mandarín’ o como ‘pope’, se le adjudicaba el papel de protagonista de todo el tinglado, aunque en realidad hiciera ya mucho tiempo que no estuviera en condiciones de controlarlo. De hecho, el auge del sistema de la cultura trajo consigo una consecuencia paradójica: si por un lado ensalzaba la figura del crítico-intelectual, por el otro tendía a minar los cimientos de su libertad de juicio, al hacerlo depender de los ‘medios’ privados y de la infraestructura pública de la cultura, que eran, al fin y al cabo, los que le pagaban el sueldo. El crítico podía ser la pieza más representativa del engranaje de la cultura, pero no era el que lo movía.
Más allá de Loos o Kraus en la Viena fin-de-siècle, fueron muchos los críticos intelectuales que llegaron a tener peso social en la Europa de la primera mitad del siglo xx. Por su ambición, y por el modo en que el público los siguió durante muchos años, cabe citar a José Ortega y Gasset y Eugenio d’Ors en España, mientras que en el mundo anglosajón podría hacerse lo propio con T. S. Eliot y George Orwell, en Francia André Gide y Jean-Paul Sartre —verdaderos mandarines de las letras— y en la cultura alemana figuras tan diversas como Theodor W. Adorno, Siegfried Kracauer o Walter Benjamin. Más o menos exitosos, todos ellos fueron conscientes de la gran dificultad que el sistema de la cultura imponía al crítico: si, por un lado, el sistema era imprescindible para que el crítico pudiera tener una voz pública, por otro, tal sistema, en cuanto entramado político-económico, podía llegar a amenazar la libertad de juicio. De Ortega y Gasset a Benjamin, todos estos críticos dieron asimismo testimonio de dos fenómenos fundamentales para entender el siglo xx: la entrada de las masas en el sistema de capitalismo hiperconsumista, al que ayudó a desarrollarse; y la entrada del propio capitalismo en la cultura, a la que convirtió en un rentable nicho de negocio.
Las respuestas a estos retos fueron diversas. La opción de Eliot y Adorno fue cultiver le jardin, es decir, acentuar su condición de intelectuales independientes para intentar mantener su cada vez más precario nimbo de prestigio y, con él, su también cada vez más precaria libertad de juicio. Otros optaron por la marginalidad (o bien quedaron arrumbados a ella), como Benjamin. Hubo asimismo quienes se entregaron, sin más, al sistema: los intelectuales orgánicos como Sartre y tantos otros. Y hubo quienes, finalmente, renunciaron al público general para centrarse en nichos de audiencia concretos, actuando unas veces de propagandistas y otras de especialistas. Entre todas las opciones, las dos últimas fueron quizá las más interesantes y paradójicas, por cuanto en ellas la crítica pareció perder su condición moderna —es decir, su condición abierta y dialéctica— para retrotraerse en buena medida al mundo de los eruditos que había sido típico de la vieja crítica renacentista y barroca. Es una mutación que merece estudiarse con detalle.
El crítico como propagandista
Para que un crítico se convierta en propagandista o actúe simplemente como tal deben concurrir dos condiciones. La primera afecta a la función de la crítica en sentido amplio, de la que ya no se espera que sea objetiva, sino que se comprometa con un programa estético o ideológico concreto, de manera que el crítico deje de ser solo juez para asumir el papel, bien contradictorio, de juez y parte. La segunda condición tiene que ver con el público: como el crítico propagandista tiende a dirigirse a los nichos de público más susceptibles de aceptar sus proclamas partidistas, también tiende a renunciar al público general, es decir, en función de sus intereses o propósitos tiende a seleccionar las audiencias con las que espera tener más éxito.
Por supuesto, la arquitectura no fue nunca ajena a la propaganda partidista y canalizada a través de los tratados, los ensayos, los cenáculos y las querelles. Lo novedoso de la propaganda arquitectónica moderna estuvo en su proceso de institucionalización; un proceso que, siguiendo el modelo de la crítica literaria y artística, dio pie a un sistema propio de cultura o, cuando menos a ese subsistema arquitectónico dentro del sistema de la cultura en general. Compuesto por revistas, exposiciones y congresos especializados, este subsistema comenzó a construirse a mediados del siglo xix, cuando la fundación de las escuelas politécnicas, por un lado, y la transformación de los gremios en asociaciones profesionales, por el otro, propiciaron la emergencia de un público especializado pero relativamente amplio de arquitectos, que fue la audiencia de las primeras revistas profesionales con plena ejecutoria institucional, como The Builder en Gran Bretaña, La Révue Générale de l’Architecture en Francia o La arquitectura española, El eco de los arquitectos y más tarde Arquitectura en España.
Es cierto que, en sus primeras etapas, estas publicaciones fueron poco más que meros compendios de noticias y de materiales. Pero esto no quita para que pronto se convirtieran en el escenario de esas encendidas batallas sobre los estilos que fueron características del siglo xix y que no hicieron sino acentuarse con las vanguardias. Activos y conscientes del papel que desempeñaban los medios, los arquitectos modernos utilizaron esta infraestructura para transmitir su ideología a todos los estratos de la profesión, recurriendo unas veces a revistas que eran simples órganos de los conventículos estéticos, y recurriendo otras a publicaciones profesionales que, so capa de dar cumplida cuenta de las novedades de la época, acababan funcionando como manifiestos solapados. Este último fue el caso de L’Esprit Nouveau, paradigma de publicación militante cuya aspiración, sin embargo, fue llegar a un público amplio, cosa que no resulta extraña si se tiene en cuenta que su director, Le Corbusier, siempre se consideró, por encima de arquitecto y pintor, un homme de lettres, es decir, un intelectual.
El empeño de los críticos propagandistas de acotar el público para orientar su mensaje supuso ventajas de calado: no solo en lo que tocaba al lenguaje empleado, que podía ser casi tan arbitrario como se quisiera (siempre que no se saliera de las hablas especializadas), sino también por la posibilidad de acrecentar el efecto propagandístico de las revistas y manifiestos sirviéndose de los colegios profesionales, las asociaciones o los grupos de afines. En unos casos, esto se tradujo en exposiciones que, como las del Werkbund alemán, se aprovecharon de las infraestructuras culturales preexistentes o bien las crearon ad hoc. Y en otros se materializó en fructíferos encuentros entre los líderes de las corrientes vanguardistas, habida cuenta del carácter precario y personalista que tuvo en sus comienzos la modernidad arquitectónica. De esto último dieron cumplida cuenta iniciativas como los CIAM, que, de encuentros de carácter un tanto festivo, casi parties, pasaron a ser verdaderas instituciones dirigidas por maestros de la propaganda como Sigfried Giedion.
El público al que se dirigió la propaganda moderna estuvo formado sobre todo por profesionales de la arquitectura o bien intelectuales interesados en ella. Sin embargo, pronto la batalla comenzó a darse también en los escurridizos escenarios de la opinión pública, y, a la hora de llevar la propaganda a audiencias más amplias, desempeñaron un papel fundamental las exposiciones. No solo porque las exposiciones, como los viejos salons d’art, estuvieran abiertas a todo tipo de público, sino fundamentalmente porque se procuró que quedasen avaladas por el prestigio de los museos y otras instituciones privadas o públicas muy bien relacionados con los grandes medios periodísticos, con los mejores críticos y, por tanto, también con el público general.
Como ejemplo de infiltración fructífera de la arquitectura moderna en el sistema general de la cultura no debe dejar de mencionarse el trabajo de Philip Johnson, verdadero adalid de lo moderno en los Estados Unidos y que, acompañado por el historiador y propagandista Henry-Russell Hitchcock, en 1932 organizó en el MoMA la célebre exposición ‘Modern Architecture: International Exhibition’, que llevó la obra de Le Corbusier, Mies, Gropius, Oud y Wright, al público estadounidense. Con esta muestra, a las que enseguida se añadieron otras no menos exitosas dedicadas a la estética de la maquina o a la carrera de Mies van der Rohe, Johnson creó, prácticamente de una tacada, el modelo de la exposición de arquitectura contemporánea, y creó asimismo una densa red de influencia en la cual se fueron enredando, entre otros, críticos de la talla de Lewis Mumford, Ada-Louise Huxtable y, más tarde, Paul Goldberger. Fue la malla, huelga decirlo, sobre la que se sostuvo en buena medida la edad de oro de la crítica de arquitectura en los Estados Unidos.
Auspiciada por las instituciones culturales, los poderosos medios generalistas y las grandes voces públicas, esta edad de oro propició el benéfico retorno del crítico a su condición de ‘mediador’. Sobre el humus moderno preparado por la labor proselitista de militantes como Johnson o Hitchcock, creció en los Estados Unidos una nueva generación de críticos definidos por su objetividad, su moderación y su eclecticismo. Críticos como los ya citados Huxtable (la primera crítica de arquitectura a tiempo completo en un gran periódico) y Goldberger (su heredero como gran figura en los medios), dos voces que utilizaron sus tribunas fijas en The New York Times o Time no solo para escribir con sobresaliente juicio y notable independencia sobre los edificios y arquitectos más señeros de la época, sino también para alentar debates o apoyar campañas ciudadanas; todo ello fomentado por un contexto donde la participación del público tenía un verdadero arraigo.
Muy diferente al de los Estados Unidos fue el caso de Europa, donde la difusión de la arquitectura dependió, por norma general, de revistas especializadas que asumieron una postura militante o de ‘tendencia’, como las influyentes y por otro lado excelentes L’architecture d’aujourd’hui, Casabella-Continuità o Nueva Forma. En su trabajo en estas y otras cabeceras, y al calor del intelectualismo exacerbado de las décadas de 1960 y 1970, los críticos fueron alejándose cada vez más del público general para devenir exégetas sutiles que el cabo se acababan comportando como verdaderos agitadores en esas querelles entre funcionalistas, organicistas, estructuralistas o posmodernos tan que fueron tan frecuentes por aquellos años. Muchas veces, este partidismo estético se trufó de un partidismo político literal que no solo infectó a la crítica, sino también a la historia como disciplina. La infección fue tan generalizada que, incluso uno de los intelectuales más partidistas que en el mundo hayan sido, Manfredo Tafuri, la acabó denunciando en su examen de la “crítica operativa”.
A estas alturas —más o menos los años 1960— la crítica de arquitectura se había fragmentado en dos grandes ramas con objetivos y públicos diferentes: de un lado, la nueva crítica mediadora, fundamentalmente estadounidense, ligada a los grandes medios de comunicación y capaz de llegar a una audiencia general; del otro, la crítica operativa, poética o militante, vinculada al mundo del análisis y la reflexión propiamente arquitectónicos, constreñida al ámbito de las revistas de tendencia, y destinada fundamentalmente a profesionales y especialistas.
El crítico como especialista
Las raíces de este último tipo de crítica, la militante, deben buscarse en la creación de las primeras publicaciones especializadas. También puede buscarse en las actividades de propaganda que, utilizando en parte los medios profesionales ya disponibles y en parte creando otros nuevos, tuvieron lugar en el contexto de los debates sobre el estilo de la primera mitad del siglo xx. Hay asimismo una tercera fuente de crítica endogámica que resulta fundamental por la posición hegemónica que ha llegado a tener: la crítica ejercida por los especialistas de la academia, esto es, los teóricos y los historiadores de la arquitectura cuyo público no es otro que los teóricos y los historiadores de la arquitectura.
Se trata de una
crítica cuya genealogía, un tanto diferente a la de los tipos ya estudiados,
merece la pena recordar. Ligada desde el principio a las nociones de ‘público’
y ‘gusto’, la palabra ‘crítica’ se incrustó en la filosofía moderna gracias a
Inmanuel Kant, que utilizó el vocablo en sus tres obras mayores. Para Kant, la
crítica era la herramienta fiscalizadora que sometía a rigurosa prueba las
verdades convertidas en lugares comunes, con el objetivo de dictaminar, en
último término, si tales verdades estaban sostenidas en principios adecuados y
si, por tanto, podían convertirse en leyes universales. El uso de la crítica
por Kant tenía que ver con el proyecto específico de someter al tribunal de la
razón todo el edificio de pensamiento humano, de ahí que pronto adoptara el
sentido genérico de dar cuenta de algo, revisar sus fundamentos y ponerlo en
cuestión mediante el análisis de sus principios; todo ello de acuerdo al
espíritu de una época cuyo sentido último, como reconocía un testigo
privilegiado, el enciclopedista D’Alembert, era dudar de todo:
"Se está produciendo una gran efervescencia (...) Desde los principios de las ciencias naturales a los fundamentos de la religión revelada, de la metafísica al buen gusto, de la música a la moral, de las disputas teológicas a los asuntos del mercado, de las leyes de los príncipes a las de los pueblos: todo está en discusión, todo se analiza, todo se examina".
En cuanto examen radical, la crítica puede aplicarse a cualquier objeto. A la razón humana, como hizo Kant, pero también a la sociedad, a la política e incluso a la crítica en sí misma, como se está ensayando aquí. Con todo, donde la crítica filosófica encontró un campo abonado para su aplicación fue en el sistema de la cultura, hasta el punto de acabar convertida en ‘crítica cultural’. La crítica cultural debe mucho a obras como Culture and Anarchy, de Matthew Arnold, o a los textos de variada condición que, principalmente en la órbita alemana, escribieron autores como Walter Benjamin o Siegfried Kracacuer, pero no llegó a ser una disciplina madura hasta mediados del siglo xx, de la mano de los filósofos de la Escuela de Frankfurt, algunos de los cuales, como Herbert Marcuse, frecuentaron también la academia americana. En los Estados Unidos, la exigente pero también atractiva teoría cultural germana acabó fecundando la variopinta gavilla de disciplinas que conforman las ciencias sociales contemporáneas: desde el estructuralismo hasta el psicoanálisis, pasando por la hermenéutica, el feminismo o los estudios poscoloniales.
Que esta ‘crítica cultural’ acabara aplicándose a la arquitectura fue solo cuestión de tiempo, y, en su nuevo contexto, la palabra ‘crítica’, según se venía empleando hasta el momento, cambió radicalmente de sentido. Ligada en origen a la acción de explicar y valorar razonadamente los edificios, la crítica subvertida en cultural criticism pasó a consistir en cualquier indagación teórica o teórico-práctica relacionada con la arquitectura. Esto tuvo dos consecuencias fundamentales: por un lado, el historiador y el teórico pasaron a reconocerse, cada vez más, como ‘críticos’ en sentido amplio; por otro, la crítica asumió un protagonismo inédito en los departamentos universitarios que hasta el momento se habían declarado, simplemente, de ‘teoría’ y de ‘historia’.
Confundir la crítica con la teoría y la historia trajo cambios de calado también en lo que toca a la relación del estudioso con la arquitectura y con el público. En cuanto a la arquitectura, porque el crítico ‘cultural’, en lugar de escribir sobre edificios contemporáneos, prefirió hacerlo sobre obras y figuras del pasado, y, en algunos casos, ni siquiera sobre edificios, sino sobre reseñas, glosas o historias de los edificios, sus autores y el sistema socioeconómico que los había generado, de tal modo que la crítica devino una suerte de metacrítica de la arquitectura en general. Y en lo que concierne al público, porque, enroscada sobre sí misma, esta metacrítica ignoró a las audiencias generales para dirigirse a los estudiosos de la arquitectura. Con este cambio de intereses, el triángulo de la crítica que con mayores o menores dificultades se había ido manteniendo desde los tiempos de Diderot (el triángulo del crítico, los especialistas y el público general) perdió uno de sus vértices, para reducirse a esa línea continua que, desde el investigador, llega a la comunidad de investigadores, y desde esta hasta aquel.
Uno de los frutos más indeseables de este cambio en el significado de la palabra ‘crítica’ ha sido la extrapolación a otros ámbitos de los medios y lenguajes de comunicación propios de la academia. El artículo o paper de las revistas indexadas, vinculado en origen a los congresos científicos y demás conventículos de especialistas y a veces de eruditos, ha pasado a ser el instrumento unánime no solo para estudiar la arquitectura, sino para escribir sobre ella en general. Los efectos en la disciplina no han podido ser más desgraciados: por un lado, la reducción de la antes amplia, matizada e interrelacionada colección de tribunas públicas (el periódico, la revista profesional, los anales de investigación, el libro, la radio, la televisión, cada una con su público) a una sola, la académica del paper; por el otro, la generalización de un lenguaje que, por buscar cierta neutralidad, ha perdido las cualidades que antaño se le exigían tanto a la escritura crítica como a la académica: la claridad, el tino, la flexibilidad, la diversidad de registros, la audacia y, en el mejor de los casos, también la belleza literaria. En la noche donde los críticos se convierten en investigadores y los investigadores en críticos, todos los gatos acaban siendo pardos.
¿El crítico como público?
Este relato sobre de las metamorfosis del compuesto crítico-público no estaría completo sin dar cuenta de un fenómeno cuyo alcance solo comenzamos a atisbar: la digitalización de los medios. El acceso directo y democrático a las redes ha alterado la política, la sociedad y la economía y, por supuesto, ha cambiado también los modos en que se emite y se transmite la información. El sistema jerarquizado que garantizaba que los periódicos, las radios o las televisiones tuvieran la exclusiva de la difusión informativa ha dejado paso a una malla tejida con los filamentos innumerables que ligan al emisor con el receptor. Una malla que, como no se han cansado de proclamar los ciberutopistas desde los primeros tiempos de Internet, sería esencialmente democrática, amén de creativa, toda vez que rompería con el monopolio ejercido por los grandes medios, al tiempo que cambiaría la condición de los receptores de la información, que dejarían de ser entes pasivos para convertirse en agentes activos dentro del proceso comunicativo.
Aunque el tiempo esté demostrando que la Red puede controlarse tanto o más que los medios tradicionales, y que la ‘creatividad’ indiscriminada de los cibernautas termina muchas veces alimentando fenómenos como la posverdad, lo cierto es que, en lo que atañe a la crítica arquitectónica, la digitalización podría resultar beneficiosa en cuanto poderoso antídoto contra uno de los grandes males de nuestro tiempo: la especialización. Beneficiosa en dos sentidos: porque, operando con lo inmediato y lo discontinuo, podría ampliar el alcance de los medios tradicionales y enriquecerlos con nuevas herramientas de crítica y divulgación; y porque, al facilitar este acceso a la información, la Red podría combatir la endogamia de la crítica académica, devolver al público general su protagonismo y al cabo hacer posible que la transmisión del valor tomase otros caminos más allá de los tradicionales.
Caminos alternativos que no serían solo de ida y vuelta, y no irían solo de arriba abajo, como antes, sino que se enredarían para conformar una malla multipolar, discontinua y horizontal; una malla afín al tipo de diálogo abierto que se da entre ‘iguales’. En este sentido, el público de las redes digitales se parecería al público que, con libertad y haciendo uso de su imaginación, comentaba las noticias literarias y artísticas en los cafés y las tertulias del siglo xviii, es decir, el público utópico en quien Habermas fiaba la primera modernidad.
Con todo, el paralelismo entre el primer público moderno y el público digital no acaba de sostenerse. Es cierto que la facilidad a la hora de emitir y difundir opiniones y de crear comunidades de afines que es propia de Internet fomenta la participación y aun podría llegar a reforzar la idea misma de lo ‘público’. Pero no es menos cierto que los procesos comunicativos de los que depende la participación digital tienden, por su propia naturaleza, a eliminar cualquier agente intermedio: el mensaje fluye directamente del emisor al receptor, y del objeto al público, y en su movimiento de ida y vuelta va tejiendo como una tela informe y laberíntica de opiniones directas donde no hay espacio para las figuras del juge d’art, el censor of manners o el ‘intelectual’, es decir, las figuras en las que basó la primera crítica moderna.
En cuanto espacio virtual de la opinión directa e indistinta en la que todo el mundo puede emitir juicios y llegar potencialmente a todos los públicos, la Red es refractaria a la mediación. Lo es porque el objetivo del crítico digital ya no puede ser —como lo fue para el crítico moderno— formar o cultivar el gusto del público, sino simplemente reproducir la información y agruparla por familias de preferencias afines. De este modo, más que valorar, lo que hace el crítico de la Red es seleccionar, y no tanto porque considere que sus preferencias sean mejores por atinadas o profundas, sino porque quiere mejorar sus opciones de llegar a determinado público: su público. De ahí que el fin último del crítico aficionado que se mueve a gusto en el océano digital sea ‘construirse un perfil’ que, en su especificidad, le garantice tener eco entre cierta audiencia de afines, la que conforman sus followers. En las redes contemporáneas, el gusto ya no se cultiva, sino que se da por hecho o, como máximo, se genera por aclamación sumando el número suficiente de átomos de ‘Me gusta’. El resultado es que el crítico, perdido el pedestal que llegó a tener, tiende a disolverse en el público, del mismo modo en que cada uno de los sujetos que conforman el público, gracias a su poder para opinar indiscriminadamente en la Red, en el fondo aspira a convertirse en una suerte de crítico.
Por todo ello, en lugar de un gusto compartido, en lugar de cierto consenso racional, lo que alientan las redes en lo que atañe a la crítica es una atomización, una radicalización de las diferencias que tiene como correlato la yuxtaposición de las opiniones y de los gustos diversos entre los cuales el público, igualmente atomizado, elige en función de sus preferencias. Que en este contexto no hay lugar ni para las síntesis ni para las mediaciones, y mucho menos aún para la jerarquía implícita a la crítica tradicional, lo demuestra el declive más o menos evidente que hoy experimentan las revistas especializadas, los suplementos culturales de los periódicos y, en general, la figura del crítico, ya sea en su faceta utópicamente mediadora, ya en la presuntuosamente intelectual.
El efecto último
de todo esto es, cuando menos inquietante, al menos en un sentido. Lejos de
poner en aprietos a la endogámica crítica académica, las redes han dado pie a
una cómoda segregación: la que se da entre la crítica hiperintelectualizada del
paper ligado a la jerga cada vez más oscura e inoperante de la
universidad, y la crítica aficionada, tantas veces naíf o maliciosa, de los blogs
y las redes sociales. Una segregación que, tanto por uno como por otro extremo,
apenas deja espacio para el trabajo del crítico mediador, al que unos, los
académicos, juzgan despectivamente como simple ‘divulgador’, y al que otros,
los bloggers y sus variantes, tildan directamente de ‘elitista’. Un crítico, en cualquier caso, que se ve
rebasado por un contexto en el que lo determinante ya no son los análisis y las
opiniones fundadas, sino el manejo de datos a través de perfiles, plataformas y
redes. Se trata de un contexto que da pábulo a la idea, repetida ya muchas
veces, de la ‘muerte de la crítica’.
Con todo, es posible que, pese a que el entorno digital tienda a sustituir la crítica por un grotesco clon algorítmico, haya todavía espacio para una disciplina capaz de llegar a un público amplio a través de las redes. Una disciplina que no se reduzca a la mera elección entre preferencias de consumo accesibles a golpe de clic —el famoso ‘me gusta’— y, con ello, a la ominosa repetición de las mismas imágenes, las mismas opiniones ‘personales’ y los mismos lugares comunes proclamados con el mismo júbilo de quien descubre la pólvora. También es posible, aunque menos probable, que la jungla de opiniones sin cuento que hoy es Internet acabe siendo de una manera u otra domesticada o civilizada, y que de este proceso surja una crítica nueva.
¿Quién es el crítico? ¿Para quienes escriben los críticos? Las respuestas a estas preguntas no solo definen el arte o la arquitectura contemporáneas; definen también la propia sociedad. Si la crítica está en crisis es porque también lo está el mundo en que vivimos, y tanto en uno como en otro caso no parece que la mejor respuesta sea la nostalgia.