Poéticas del confort en la arquitectura

Hoy
en día convenimos en considerar el confort como un concepto objetivo: nos
equivocamos. La historia de la arquitectura de los dos últimos siglos demuestra
que el bienestar, lejos de ser una cuestión puramente técnica —un simple
equilibrio higrotérmico entre las condiciones del clima y las constantes
fisiológicas—, es una idea construida culturalmente. El confort no es, así, una
suerte de algoritmo que pueda calcularse apodícticamente en función de unos
determinados parámetros de temperatura o humedad relativa —o, al menos, no es
sólo eso—, sino un concepto que concierne a factores complejos y heteróclitos,
como la relación de la arquitectura con el cuerpo humano o el modo en que se
conciben en ella la naturaleza y el espacio.
El confort es, además, un término relativo. Cada época ha poseído su propia manera de entenderlo, desde aquel cobijo precario en el que los viejos tratados buscaban el origen de la arquitectura hasta los sofisticados ambientes del diseño contemporáneo, pasando por la comodidad casi sibarítica de la casa victoriana o el habitar ascético de las machines à habiter. En puridad, incluso tal generalización de la idea del bienestar resultaría demasiado arriesgada, pues el debate sobre el confort concebido como un tema específicamente arquitectónico es relativamente reciente en la disciplina. De hecho, a lo largo de la historia no siempre ha estado claro que proporcionar eso que hoy llamamos ‘confort’ fuese la función primordial de los edificios.
Para complicar las cosas, a este carácter artificial y relativo de la idea del confort debe añadirse la polisemia del término, con sus matices variables que dan cuenta de los sentidos con los que cada época lo ha concebido. El propio origen de la palabra contiene en sí misma una suerte de malentendido, pues el término comfort, que ha sido exportado a la mayor parte de lenguas del mundo y que solemos asociar a la cultura inglesa, proviene en realidad de un verbo francés, conforter, en español confortar. La etimología revela así que el sofisticado confort de hoy consistió, en su origen, en un simple consolar, en un socorrer. No fue hasta principios del siglo XVIII que el confort abandonó su prístino sesgo precario, para convertirse en un franco bienestar físico, según un crescendo semántico que pronto haría de él un asunto también psicológico, como demuestra la definición del término que daba en 1770 un diccionario inglés: «Comfort is an state of tranquil enjoyment.» Había sido en Francia, sin embargo, donde por entonces la idea había adquirido un verdadero significado arquitectónico en los interiores rococós: íntimos, acogedores, ajenos ya al fasto ceremonial de las galerías de la corte en Versalles, tan inmensas cuanto incómodas. El ideal de esta nueva manera de concebir el espacio no era ya el conforter (pues no era un mero cobijo lo que se buscaba) ni el bienestar pequeñoburgués (que estaba aún por inventarse), sino el denotado por la convenance y la comodité, dos palabras que denotaban la organización racional de los edificios, su decoro funcional y su adecuación a la pequeña escala del cuerpo. Como se sabe, fue finalmente en Inglaterra, y al calor de la Revolución Industrial, donde la idea de confort adquiriría el sentido que hoy le adjudicamos, convirtiéndose a la postre en un rasgo esencial de la arquitectura y, en general, de la idiosincrasia de aquel país. A partir de entonces, la idea de bienestar resultó ya inseparable de la etopeya nacional: el confort era, cabalmente, ‘confort inglés’. De hecho, aun a principios del siglo XX, el término resultaba indisociable de los ideales británicos, sobre para la órbita germana. Así lo prueban, por ejemplo, los artículos de Adolf Loos sobre la moda londinense o los textos de Hermann Muthesius sobre la arquitectura y las artes decorativas inglesas, recopilados en un libro que, no en vano, se titulaba Das Englische Haus.
Todo esto explica por qué, hasta hace poco más de un siglo, todavía se entendía el confort como algo que, en primer lugar, era primordialmente cultural (inglés en particular), y sólo después material. La noción del confort, por tanto, es un artificio construido con esfuerzo y, como tal, tiene su propia historia, pese a que se haya dedicado poco tiempo a dilucidarla, con la excepción acaso de Mechanization Takes Command, publicado en 1948, un libro prolijo y confuso, pero que sigue siendo una referencia en el tema. En él, Sigfried Giedion daba cuenta de la historia del confort con un muestrario inagotable de aquellas invenciones del siglo XIX que, precedidas por el mobiliario rococó, fueron adoptadas por la arquitectura de las primeras vanguardias. Fruto de su época —la de la formación de las historias heroicas de la arquitectura moderna—, la mirada de Giedion incidía en la dimensión técnica del confort y, como tal, se preguntaba, sobre todo, por el papel que desempeñaron las máquinas en el nuevo paradigma formal. Con ello, abría una vía hermenéutica por la que transitaría poco después Reyner Banham en The Architecture of the Well-tempered Environment, de 1961, un ensayo en el que el confort —pese a que apenas aparece citado de una manera explícita— funciona como una especie de bajo continuo conceptual de una fuga que, sin cesar, va de la técnica a la forma arquitectónica, y de esta a aquella.
En relación con el tema del confort arquitectónico sigue habiendo, pues, muchas lagunas historiográficas, con excepción, por supuesto, de la miríada de manuales que sin más siguen la estela de aquel Design with Climate (1963) en el que Victor Olgyay anudó de una manera sistemática el clima y, en general, las cuestiones del bienestar fisiológico con la arquitectura moderna. El posterior desarrollo de la fenomenología arquitectónica, con su énfasis en la relación entre el espacio, el cuerpo y la memoria, y del posmodernismo, con su mirada histórica y cualitativa, no resultaron fructíferos para la investigación de las dimensiones estéticas que insoslayablemente implica la noción de confort, ni con su eminente sentido cultural, con excepción del singular libro de Witold Rybczynski, Home: A Short History of an Idea (1986), que indagó de manera documentada y sugerente la historia del confort en el ámbito doméstico. Ha habido, empero, que esperar a la última década para que, por un lado, la preocupación por el medioambiente y, por el otro, la influencia de la incipiente estética de las atmósferas (teorizada por la filosofía fenomenológica y experimentada por el arte), haya abonado el terreno para que, en relación con el confort, pudiera germinar una nueva perspectiva estética y multidisciplinar. Tal punto de vista se ensayará aquí a través de una brevísima historia del confort en la que se recogerán los diferentes sentidos estéticos y culturales asignados al concepto a lo largo de los dos últimos siglos de acuerdo a una suerte de mapa variable de ‘poéticas’.
La poética del fuego
La
primera de las poéticas del confort es la del fuego. Asociado desde siempre al
origen de la técnica y de la civilización, y a los ritos de fundación de la
ciudad, el fuego es también un símbolo de la arquitectura. Fue Vitruvio quien,
al comienzo del libro II de su De
Architectura, y con el fin de elucidar los orígenes de la humanidad,
planteó la hipótesis de que el fuego o, mejor, el hecho de mantenerlo y
controlarlo, funda las sociedades humanas pues, según él, la magna commoditas que procura la llama encendida
reúne a los hombres, induce a una rápida creación del lenguaje e impele a la
postre a la construcción de asentamientos estables. Esta genealogía que
entrevera energía, sociabilidad y construcción (pero en este orden) no fue, sin
embargo, canónica. De hecho, para los arquitectos resultó más atractiva la
propuesta que Alberti formularía 1.500 años más tarde en su De Re Aedificatoria. A diferencia de
Vitruvio, para Alberti el «principio de congregación de los hombres» no es la
simple fogata, sino «el techo y la pared», es decir, la partitio merced a la cual el fuego, protegido del exterior,
calienta los cuerpos que en torno suyo se arraciman. En Alberti, la
construcción antecede, por tanto, al establecimiento del fuego; es aquella, y
no este, la que asegura el bienestar.
Esta doble perspectiva conduce a una dicotomía fructífera. Mientras que para Vitruvio la commoditas es, en un principio, procurada directamente por el fuego, sin necesidad de mediaciones construidas, para Alberti no puede concebirse fuera de las paredes de una casa. La idea de ‘confort’ del primero es, por decirlo así, energética; la del segundo, tectónica. Sin embargo, ambos comparten la hipótesis de que la civilización consiste en poner entre paréntesis la naturaleza, generando un microclima controlado dentro de un clima imprevisible. Que ambas posibilidades están íntimamente ligadas lo demuestran muchos ejemplos de la iconografía imaginada de las arquitecturas prístinas, como aquellas tiendas de pieles o cabañas de madera, que no son sino construcciones que resguardan en su interior el fuego civilizatorio. Como acertadamente advierte Luis Fernández-Galiano en su liminar El fuego y la memoria, el confort es a partes iguales una cuestión energética y tectónica: depende tanto de la combustión como de la construcción.
En la casa tradicional, esta poética del fuego se convierte en una suerte de topología: las habitaciones se jerarquizan en función de la proximidad a una fogata que no sólo calienta, sino que transforma los alimentos, forja y repara los utensilios y hace posible, en fin, toda la alquimia doméstica. El fuego es a la vez el centro funcional y simbólico del hogar. Pero el bienestar que procura es precario: genera un ineficaz gradiente de calor que organiza injustamente los espacios y los inhabilita durante muchos meses al año. Así ocurrirá durante muchos siglos, al menos hasta que, a finales del siglo XVIII, la técnica ancestral de la fogata sea perfeccionada gracias a los tiros inducidos, el uso de ladrillos refractarios y otras innovaciones que encontraron su primer campo de aplicación en Inglaterra.
Estas mejoras de la ingeniería del fuego doméstico no fueron más que el primer paso de las grandes transformaciones que a lo largo del siglo XIX sufriría la noción de bienestar. Entre ellas, la que mayor impacto tuvo fue la invención de los sistemas de calefacción centralizados pues, con los radiadores, el calor dejó de estar asociado a la fogata, perdiendo su condición visible y simbólica. Los gradientes de la lumbre que hasta entonces había segregado las casas en zonas habitables o inhabitables dejaron paso a la homogeneización térmica del espacio y, con él, a la ruptura de sus tradicionales jerarquías representativas. Esto, por supuesto, produjo una crisis simbólica. Aunque pronto se adoptaron las nuevas técnicas de climatización —sobre todo por la pequeña burguesía, que no tenía ningún estatus representativo que mantener—, fueron muchas las reticencias y también los anacronismos a los que esta coyuntura dio lugar. Entre ellos, algunos fueron fruto del puro esnobismo, como el de buena parte de la aristocracia inglesa, que se resistió hasta principios del siglo XX a incorporar los radiadores, también la electricidad y los cuartos de baño, a sus mansiones. Otros, sin embargo, respondieron de raíz a la súbita pérdida de las funciones simbólicas del fuego, originando soluciones de compromiso: algunas absurdas, como darle a los radiadores la forma de una chimenea, y otras simplemente redundantes, como duplicar las fuentes de energía, según se advierte de manera paradigmática en las casas de Frank Lloyd Wright, en las que el confort fisiológico se confía a un sistema convencional de radiadores —eficiente e invisible—, mientras que el confort ideológico sigue dependiendo de la presencia tranquilizadora de la gran chimenea en torno a la cual se organizan los espacios.
La poética de la higiene
La
evolución de la poética del fuego demuestra que el bienestar depende, al cabo,
tanto de cuestiones técnicas como intelectuales. Cabe, así, hablar de un
imaginario del confort, en el que lo objetivo se entrevera con lo irracional,
la innovación con la tradición y la fisiología con la memoria. Uno de los pasos
mayores en la construcción de este imaginario fue el redescubrimiento de la
noción de higiene a finales del siglo XVIII merced a las nuevas terapias
basadas en el uso —podríamos decir que casi indiscriminado— de la ventilación,
con el fin de evacuar las ‘miasmas’ que, según se creía entonces, transmitían
las enfermedades a través del aire. Con la noción de higiene, el confort adoptó
un nuevo matiz terapéutico que desbordaba el sentido tradicionalmente térmico
del concepto, y que resonaba con la incipiente medicalización que, también por
aquellas fechas, estaba sufriendo la arquitectura.
En la Inglaterra victoriana la alarma por los miasmas que producían los fogones y las chimeneas perpetuamente encendidos en las casas coincidía con otro tipo de alarma de índole social o incluso moral, que no sólo asociaba la idea de la higiene a la salud del cuerpo individual, sino también a la salud (salvación) del cuerpo de la sociedad, sobre todo en un contexto en plena transformación y falto de referencias, como era el de la Revolución Industrial. Concebido como una exigencia moral, el confort tendió, por primera vez, a ‘democratizarse’ y, así, durante toda la primera mitad del siglo XIX era más probable encontrar una prisión, un asilo o un hospital con calefacción centralizada y sistemas de ventilación, que una casa. Esto pone en evidencia, asimismo, la indisoluble relación entre los panópticos y los pantérmicos, es decir, entre las arquitecturas del control visual del cuerpo y las del control de su bienestar.
Para liberarlas de los ácidos carbónicos, las casas vitorianas se llenaron de conductos y rejillas por los que penetraba el aire exterior de acuerdo a unas exigencias de ventilación que hoy nos parecen absurdas. En un tratado sobre «viviendas sanas», cuya primera edición data de 1880, el ingeniero británico Douglas Galton afirmaba que para ventilar una habitación adecuadamente eran necesarios 50 pies cúbicos por minuto y persona, una cifra que contrasta con los 15 pies por minuto y persona que se recomiendan hoy en día para casas cuya estanquidad es muchísimo mayor que la de las construcciones del siglo XIX. Banham ha puesto de manifiesto cómo la introducción de estas estrategias de ventilación, con toda su maquinaria asociada, no supuso ninguna revolución formal para la arquitectura. En realidad, el nuevo aparataje fue adoptado con un pragmatismo que evitaba los conflictos formales, de acuerdo a un principio que, en general, fue muy sencillo: en los ámbitos que no tenían ‘historia’ —fundamentalmente los aseos— era lícito mostrar el aparataje mecánico, pero en los demás —marcados por su condición ‘representativa’— los conductos y las rejillas de ventilación debían disimularse o bien ocultarse en las entrañas de la casa (falsos techos, tabiquerías dobles, suelo), de igual modo que los tubos de agua caliente o los radiadores se mimetizaban en plafones o en falsas chimeneas por respeto a los añejos valores simbólicos asociados al fuego.
La poética de la higiene fue, en buena medida, una poética del camuflaje. La maquinaria del confort no alteraba las formas tradicionales de la arquitectura, ni socavaba su carácter representativo. Por ello resultaba estéticamente neutra: quedaba reducida a la condición de una especie de tramoya energética que hacía posible el funcionamiento de la escena, pero cuyo destino era permanecer oculto. El ideal de esta nueva poética se inspiraba, así, en la estética el Nautilus, el submarino imaginado por Julio Verne, de maquinaria sofisticada y perfecta, pero cuyas habitaciones, decoradas y amuebladas según el ideal del confort y el decoro, resultaban indistinguibles de las de cualquier casa burguesa.
Las construcciones de las vanguardias modernas heredaron de la casa del siglo XIX este ideal a la vez mecánico y decoroso. También en buena parte de la arquitectura del Movimiento Moderno la maquinaria de las instalaciones se escondía: seguía siendo una mera tramoya energética puesta al servicio ahora de una búsqueda estética cuyo argumento era la noción de espacio continuo y homogéneo. Pero, como la nueva isotropía espacial requería de ámbitos abstractos y visualmente controlados, los conductos y las rejillas acababan siendo confinados entre los límites del gran invento de la modernidad madura, el falso techo, esa camara horroris o, en palabras de Slavoj Zizek, ese ‘tercer espacio’ que contiene todo lo que resulta residual e indecoroso, pero que resulta imprescindible para alcanzar aquella continuidad térmica de los ámbitos interiores en que los modernos cifran la posibilidad de una arquitectura ‘internacional’ o ‘universal’, es decir, independiente del clima o el contexto. El continuum espacial y el continuum térmico acababan, así, hermanándose.
La coincidencia de lo térmico con lo espacial resultó también evidente en la ergonomía, la nueva ciencia que, surgida con la Revolución Industrial, estudiaba los datos biológicos y tecnológicos aplicados a problemas de mutua adaptación entre el hombre y los artefactos por él creados. Era una disciplina de consenso que mediaba entre el espacio tradicional asociado al cuerpo humano y el de las máquinas, y, por tanto, también una suerte de higiene espacial que delimitaba los ámbitos compartidos por organismos y mecanismos, para optimizar sus movimientos, contando sus pasos en una especie de coreografía destinada tanto a optimizar el trabajo como a evitar un gasto innecesario de la energía corporal.
La poética del hábitat
El
caso de la ergonomía pone de manifiesto cómo la noción de bienestar está
irremediablemente asociada a la configuración del espacio arquitectónico y al
tipo de seres y objetos que lo habitan. En lo que llevamos de esta brevísima
historia del confort, este se ha concebido, fundamentalmente, como el resultado
de un microclima artificial y auspiciador de aquella magna commoditas en el que Vitruvio buscaba el origen de la
arquitectura. Desde esta perspectiva, la noción de confort era indisociable de
la idea de un espacio cerrado, separado de la naturaleza a través de una
barrera tectónica (la partitio de
Alberti). Con la modernidad, este sentido se diluye de una manera paradójica.
Herederas al cabo de la obsesión victoriana por al aire libre e influidas por
la anacrónica ideología roussoniana, las vanguardias aspiran a recuperar los
lazos con la naturaleza, pero dudan entre el ideal de la homogeneidad térmica
basado en la creación de un ambiente completamente artificial, y el ideal del
gradiente, con su precaria sectorización de la casa en función de la posición
del foco de energía. Los conductos sepultados en los falsos techos, las
técnicas de aislamiento radicales —por ejemplo, el mur neutralisant de Le Corbusier— y, en fin, la ideología
anticontextualista, inducían a la homogeneización; por su parte, la estética de
la transparencia, el pintoresquismo, las terrazas y los solarios, el ideal deportivo a ellos asociados,
daban cuenta del ideal de vida al aire libre.
Tal conflicto fue sólo provisional: acabó decantándose del lado de la homogeneización merced a la eficacia ciega de los nuevos sistemas de aire acondicionado. Pero mientras duró, el ideal de vida en la naturaleza sirvió para matizar la noción de confort, según un proceso que supuso tantas ganancias como pérdidas. Entre las pérdidas estuvo el fin de la vieja tradición de los filtros arquitectónicos—las persianas, las contraventanas— de la casa burguesa, que hasta entonces había sido capaces de atenuar satisfactoriamente el gradiente entre el clima exterior y el microclima de la casa, pero que fueron sustituidos, sin más, por el pan de verre lecorbusiano y los muros cortina; entre las ganancias, la reconsideración ideológica y estética del efecto benéfico del clima en el cuerpo humano: no sólo del aire —como habían buscado obsesivamente los victorianos— sino, sobre todo, de la luz del sol.
Concebido por los modernos como una metonimia de la naturaleza, el sol daba cuenta de la idea del retorno a lo ingenuo, pero también (es la época de la segunda oleada de medicalización de la arquitectura) de otras ideas de índole terapéutica. La más importante de ellas interpretaba la helioterapia —que había sido fundada por dos médicos, Arnold Riklin y Friedrich Lahmann, a mediados del siglo XIX— y, en general, la vida al aire libre, en términos biológicos, concibiéndola como una fuente para recuperar aquellos ‘placeres esenciales’ que, según Le Corbusier, la ciudad industrial había arrebatado a los hombres. Para volver a disfrutar de tales placeres había empero que transformar todo el ambiente humano, ‘restituyendo’ la naturaleza a la ciudad, colonizando con bellos horizontes y praderas los grandes espacios surgidos de liberar el suelo urbano gracias a los grandes bloques residenciales, y dando pie así a un escenario tan idílico como al cabo imposible («Il faut planter des arbres!» propondría enfáticamente Le Corbusier). A este principio habría que añadir otro, de importancia no menor, fundado en el del ajuste psicofisiológico de las funciones del habitar a los ciclos solares, de acuerdo a una clave que era higienista y cósmica a partes iguales, y que se convertiría en un emblema recurrente en la obra lecorbusiana, como muestran los bellos grabados del Poema del ángulo recto o los esquemas que dan cuenta de la geometría de las Unités d’habitation.
En este contexto místico-solar una nueva palabra, entresacada del lenguaje científico, adquirirá protagonismo: el hábitat. Para Le Corbusier diseñar una ciudad —a la postre un ecosistema más— implicaba construir un ‘hábitat correcto’ sobre «terrenos sanos, resistentes e inmunizados por la naturaleza». Lo natural hacía aquí las veces de «principio de vacuna», protegiendo a lo urbano de aquellas enfermedades infecciosas que, como el hacinamiento, la «luz enferma» o la polución, eran una consecuencia de la especulación capitalista con el espacio. De ahí que, frente a las viviendas insalubres de París o los solares estrechos y sombríos de Buenos Aires, Le Corbusier —al igual que Hilberseimer o Meyer— propusiera los grandes bloques abiertos a la luz y al nuevo paisaje de la ciudad. Simbolizado con ese gran ojo que traza en muchos de sus planos, el paisaje se acababa, así, convirtiendo en una especie de gran cuadro incorporado a la casa a través de los mismos ventanales por los que se colaban los rayos del sol. El sol: ese gran disco en movimiento que, con su energía inagotable, alimenta y a la vez desinfecta los espacios habitados.
A través del mito heliotécnico, la noción de confort dejó de construirse sólo en torno a lo mecánico, para declinarse con un sesgo biológico que anticiparía, en muchos sentidos, el posterior bioclimatismo y, con él, la consideración tanto de las técnicas activas de acondicionamiento climático —la ‘regeneración energética’, en la jerga de Banham— como de las estrategias pasivas de ‘conservación’ y ‘selección’. Ambas dimensiones formarían parte de aquellas visiones integradoras que, a partir de la década de 1950, intentarían refinar y sistematizar la idea de confort desde un punto de vista científico con el fin de eliminar los titubeos y las incoherencias modernas. Entre ellas destacaría la de Victor Olgyay, cuyo Design with Climate daría pie, por primera vez, a una noción holística del confort, dando cumplida cuenta de su relación variable con las latitudes y las tradiciones constructivas locales a través de un concepto fisiológico cierto: el bienestar como equilibrio higrotérmico entre las condiciones del clima y las constantes humanas. Esta idea del confort fue, por supuesto, esa especie de koiné o pidgin, de mínimo común múltiplo sobre el que posteriormente se construiría buena parte del lenguaje de la sostenibilidad.
La poética de las atmósferas
Esta
pequeña historia de la construcción cultural de la idea de confort no estaría
completa sin tratar los aspectos fenomenológicos, también existenciales, que
implica el término. En las últimas dos décadas —conforme el vocabulario del
confort pasaba a formar parte del lenguaje, más amplio, de la ‘sostenibilidad’—
ha ido adquiriendo un cierto interés en la arquitectura la noción de
‘atmósfera’, importada tanto de la estética contemporánea de la naturaleza como
de algunas corrientes del arte. Desde el nuevo punto de vista, el confort
dependería de la construcción de un ambiente que, sin embargo, no consistiría
ya en el equilibrio entre las constantes fisiológicas y las condiciones de un
clima o un microclima (temperatura, humedad relativa, velocidad del aire, nivel
de arropamiento), sino en la atención cualitativa al resto de los factores que
atañen a los sentidos humanos: las texturas, los olores, los sonidos o la luz.
Los ambientes arquitectónicos no serían, de este modo, aquellos ‘hábitats’
biológicos soñados por algunos modernos, sino ámbitos completamente
artificiales: campos de sensaciones donde tiene lugar un determinado juego
estético.
El ideal de tales ambientes no es la ataraxia higrotérmica, sino la transgresión perceptiva. El confort deja de ser el listón del bienestar para convertirse en una especie de punto de no retorno del que conviene a toda costa alejarse pues, en la nueva escala de sensaciones, es precisamente el confort el que marca el cero. En realidad, lo que interesa a los especialistas en crear ambientes es lo que está por encima del bienestar —el placer o, mejor, el exceso de placer— o lo que está por debajo de él —el dolor—, no el insustancial y reprimido término medio. Así lo fue, al menos, para aquellos que, en las décadas de 1960 y 1970 y al calor de las performances más transgresoras, exploraron con fines estéticos tales espacios excitados por encima o por debajo de la línea del confort: atmósferas complejas y desdibujadas que respondían a estadios alterados de la conciencia, desde las brutales alucinaciones provocadas por el LSD hasta la banal desorientación del ambiente de una discoteca. En todos ellos, el confort —asociado, sin más, a la convención burguesa— presentaba sólo una definición negativa: era la medida de ese estado de normalidad que se pretendía a toda costa franquear.
Estas investigaciones anticipan, en muchos sentidos, la noción contemporánea de ‘atmósfera’ pergeñada por la filosofía fenomenológica —Schmidt, Böhme, Seel, Sloterdijk—, en la que la noción de ambiente adquiere también un sentido existencial que abarca todas las dimensiones del ser humano, también la memoria y la imaginación, con lo que entronca al cabo con muchas de las ideas que, a lo largo de las décadas de 1960 y 1970, habían propuesto los teóricos de la arquitectura fenomenológica, particularmente Christian Norberg-Schulz. Como escribe Martin Seel, las atmósferas son «una forma de notar correspondencias existenciales a través de los sentidos y mediante las emociones» que consiste en «el aparecer de una situación compuesto de temperaturas y olores, de sonidos y de transparencias, de gestos y símbolos que tocan de un modo u otro a quienes están inmersos en esa situación». Aquí lo importante no es tanto la condición material de lo construido como su capacidad de crear situaciones perceptivas cualitativas y susceptibles de almacenarse en el recuerdo para, más tarde, ser evocadas a discreción. El hombre no vive, así, en los edificios; tampoco en la ciudad o en el campo: habita realmente en las múltiples atmósferas que todos ellos contienen.
Con todo, antes de ser importada con este nuevo sesgo desde la filosofía, influyendo a la postre en la obra de SANAA, Peter Zumthor o Herzog & de Meuron —por poner sólo algunos ejemplos señeros—, la noción de atmósfera tenía ya su prosapia arquitectónica. Con su burbuja, Reyner Banham —quizá influido por el tan conocido como absurdo Orgón de Wilhelm Reich— había sido de los primeros en soñar la posibilidad de reducir la arquitectura a una primigenia versión atmosférica: una cabaña elemental de plexiglás y aire acondicionado que hacía las veces de manifiesto del informalismo. La madriguera tecnológica de Banham —que anticipa experimentos contemporáneos como las casas termodinámicas de Philippe Rahm— pretendía demostrar que tanto la forma como las tradiciones simbólicas eran prescindibles para la arquitectura y que, en puridad, también lo era en sí misma la disciplina, pues bastaba con la membrana transparente y el núcleo portátil de servicios contenidos en la burbuja para responder a todas las necesidades fisiológicas. La arquitectura podría, así, perder su condición tectónica, para volver a ser, como quería Vitruvio, sólo ígnea.
«Un hogar no tiene por qué ser una casa». Referidas a su madriguera, estas palabras de Banham dan cuenta de un desplazamiento simbólico de la idea de confort. Reducido a la condición de manto climático, el hogar es como una segunda piel que conserva el calor, envolviendo directamente los cuerpos. Sobran, por tanto, las mediaciones espaciales o tectónicas de la arquitectura, que ahora puede reducirse a su quintaesencia atmosférica. El confort se convierte, de este modo, en una cuestión de pieles especializadas que tienden a ser miniaturizadas y encapsuladas hasta convertirse en simples vestidos o en trajes como el de los astronautas: esa especie de arquitectura perfecta y portátil.
El confort portátil es sólo un ideal, pero señala una tendencia que es muy propia de nuestro tiempo: la de aislarse del exterior con el fin de construir una atmósfera artificial, concebida no ya como ese ambiente de transgresión sensorial que defendía los vanguardistas de los años 1960, sino como un entorno de equilibrio y homogeneidad. Lo que en él se pone entre paréntesis no es, sin embargo, la naturaleza, sino esa segunda naturaleza que para el hombre es la ciudad y ante la cual se siente enajenado o, en el mejor de los casos, desamparado. Descreído de las urbes industriales y de las megalópolis, el hombre moderno se repliega en la burbuja o aspira —como soñaron Finsterlin o Kiesler— a retornar al útero materno con una arquitectura blanda, de cómodos recovecos y opuesta al cabo a la transparencia higiénica y heliotrópica de la modernidad.
Pero antes, en su elogio optimista de la ciudad moderna, el siglo XIX había creado los grandes invernaderos, los pasajes de Benjamin, los grandes pabellones de las exposiciones universales, esas grandes estructuras, en fin, que resguardaban del exterior y creaban en su interior un mundo en miniatura, climáticamente controlado y expuesto a las estrategias de presentación de las mercancías, pero manteniendo la ilusión de seguir viviendo en contacto con la naturaleza. Como esta arquitectura anticipa cabalmente la de los centros comerciales, los aeropuertos, los parques de atracciones y otros lugares genéricos de hoy, resulta lógico que Peter Sloterdijk haya sugerido que la burbuja o el invernadero son la mejor metáfora para dar cuenta de nuestro mundo, nunca como hoy tan expuesto a las corrientes imparables del flujo del capital, y nunca tan temeroso de las consecuencias que aquellas pueden acarrear. En la globalización, la transparencia aspira a convivir de una manera improbable con el aislamiento y la climatización, como sugería la gran burbuja con la Fuller proponía cubrir Manhattan, cuya piel no protegía ya los cuerpos individuales, sino el gran cuerpo social, manteniéndolos en conserva —confortable— de acuerdo a un ideal civilizatorio que, no en vano, sigue hoy expresándose con el término, un tanto ajado ya, de ‘Estado del Bienestar’. La magna commoditas descrita por Vitruvio, la que surge de reunirse en torno a la fogata —o de cobijarse en la burbuja—, puede así volver a ser el principio que anuda arquitectura y sociedad.
Desde la metáfora del fuego a la de la atmósfera, pasando por las poéticas de la higiene o del hábitat, esta historia parcial y brevísima del confort sugiere que el bienestar no es un concepto objetivable ni aislable en la probeta del técnico o el científico, sino una noción compleja, formada por capas diversas que se entremezclan: fisiológicas, constructivas, estéticas, existenciales, sociales. La historia del confort es, de este modo, una suerte de versión reducida de la historia de la cultura.
Publicado
originalmente con el título “La cultura del bienestar. Poéticas del confort en
la arquitectura de los siglos XIX y XX” en Cuadernos de proyectos arquitectónicos
4 (2014).