Pompeya, viaje a la cápsula del tiempo

Gracias al tiempo, gran escultor, incluso las
catástrofes pueden resultar beneficiosas. De no ser por la explosión que el 24
de agosto del año 79 reventó el Vesubio y arrojó toneladas de piroplastos sobre
la patricia ciudad de Pompeya, nuestro conocimiento de la civilización de Roma
no habría sido el mismo. Sabríamos menos de sus ciudades, pues lo que se ha
conservado en Pompeya no son edificios y calles, sino una urbe entera tal y
como se habitaba justo antes de su destrucción creativa. Sabríamos asimismo
menos de su arquitectura, pues lo que Pompeya exhibe no son tanto ruinas cuanto
edificios cuyas proporciones, mosaicos y pinturas hablan de ciertos modos de
ver el mundo. Y, sobre todo, sabríamos menos de su vida cotidiana, pues esos
edificios y esas calles cobijan un prolijo universo de objetos vulgares, desde
pendientes hasta braseros, desde lamparillas hasta triclinios, que en su
humanidad casi nos hacen tocar el cuerpo, el rostro, la vestimenta y los gestos
de las personas que se tragó la ceniza del Vesubio.
Desde que nuestro Carlos III —entonces Carlos VII de
Nápoles— patrocinara los primeros trabajos de excavación, son pocos los que han
podido sustraerse del ensalmo de Pompeya en cuanto aire hecho de historia. Si
Goethe asimiló sus construcciones a delicadas casas de muñecas, Le Corbusier
encontró allí nada menos que catedrales, en tanto que Herman Melville pensó que
aquella ciudad era como cualquier ciudad y vio en sus restos el hábitat de un
arquetipo: la Humanidad con mayúsculas, siempre la misma en cualquier sitio.
Todos ellos se movieron fascinados por la gran cápsula de tiempo que es
Pompeya, pero ninguno lo hizo como ha podido hacerlo el fotógrafo Luigi Spina,
que, más allá de estrépitos turísticos, se paseó por aquellas calles y casas en
un perfecto silencio humano durante el confinamiento de 2020, como si dentro de
la cápsula de tiempo se hubiera instalado otra burbuja temporal aún más
inquietante.
La ciudad silente, doblemente vaciada y por eso
misteriosa por partida doble, que ha sabido leer Spina se acaba de presentar en
un libro que cabe considerar excepcional, Pompeya. Lo ha editado La
Fábrica con cuidado exquisito, y no es un título de arqueología, ni de
historia, ni de arquitectura, sino un relato de imágenes que, en la mejor
tradición de los fotolibros, recorre los interiores de más de setenta domus
pompeyanas, para retratar los efectos variables de la luz natural, el juego
poético de las ruinas, los detalles insólitos de la arquitectura, las marcas insospechadas
de la entropía y, sobre todo, la singular y poderosa atmósfera de Pompeya: una
atmósfera de vacío que sabe hablar de la pulsión hedonista pero llamada a ser
trágica de quienes, como quería Melville, tal vez se nos parezcan demasiado. ¿Somos
nosotros también Pompeya?