Reinos de lo híbrido. Paisajes más allá del monumento

“Todo
está en la naturaleza”. Lejos de agotarse en su solemnidad decimonónica, la
célebre sentencia de John Ruskin sigue siendo pertinente. No solo porque, como
discípulos lejanos del pensador inglés, sigamos profesando el culto romántico a
lo natural; también porque, a estas alturas, sabemos ya que lo que llamamos
‘naturaleza’ es, en rigor, una construcción en la que han cabido y siguen
cabiendo todos tipo de prejuicios filosóficos, artísticos y aun económicos. Si
Ruskin veía en la naturaleza un repositorio de bondades y bellezas con las que
ningún artificio podía competir, nosotros la vemos menos como un objeto que se
nos resiste o nos educa que como la compleja amalgama en la que hemos
proyectado nuestros valores, nuestras inquietudes, nuestras esperanzas,
nuestras frustraciones. Hemos liberado a la naturaleza de su pureza y autonomía
para convertirla en una realidad mestiza, compleja, híbrida. Es decir: en un
objeto cultural.
El adjetivo ‘híbrido’ no es inocente en este contexto. El recientemente fallecido Bruno Latour lo utilizaba para dar cuenta de nuestro mundo contemporáneo, un mundo en el que tenemos que habérnoslas con objetos de difícil clasificación y, por tanto, muy incómodos. Por ejemplo, el agujero de ozono, la atmósfera recalentada, un virus de laboratorio, los cíborgs. Objetos que no son del todo artificio, pero tampoco del todo naturaleza, sino una cosa entre ambos y que por ello pueden adscribirse a lo que Latour, con humor tolkieniano, denominaba el ‘Reino Medio’, el reino de lo híbrido.
Hay muchas maneras de pensar lo híbrido, tantas como escalas, pero en lo que toca a la naturaleza —el Reino Medio por antonomasia—, lo híbrido se encarna en un concepto casi tan antiguo y tan complejo como ella, el ‘paisaje’. Para el arquitecto, para el artista, pero también para el ciudadano que durante periodos se convierte en turista y a veces en viajero, la naturaleza se presenta como ‘paisaje’, como esa realidad que brota poco a poco merced a la acción humana sobre el medio natural. Una acción ligada sobre todo a la agricultura pero en la que, desde la Revolución Industrial, también han tenido su parte las ciudades y las infraestructuras, y cuyo resultado es una suerte de ‘segunda naturaleza’: el paisaje que habla tanto de la vida de la Tierra como de nuestra vida como especie parásita, como especie trabajadora, como especie creadora. Lo advirtió Georg Simmel cuando Ruskin aún vivía: la naturaleza no es muy distinta de nosotros; leer el paisaje es leer la cultura.
Leer la cultura a través del paisaje, leer el paisaje de la cultura, leer la cultura del paisaje, son tres acciones que requieren miradas híbridas. La mirada del geógrafo, por ejemplo, tan hábil a la hora de relacionar factores diversos como el suelo, el clima y el trabajo. También la del arqueólogo, habituada a leer la historia en estratos. La del ecólogo, afín a la complejidad. La del ingeniero, que encuentra oportunidades en la topografía. La del agricultor, ceñida a lo hiperespecífico. O incluso la del artista conceptual, que ve donde otros solo han mirado. Con todo, la más amplia y transversal, precisamente por moverse entre los ‘entres’ que son propios del Reino de lo Híbrido, tal vez sea la del arquitecto o la de los que miran como arquitectos, que es la que conecta escalas diferentes y crea formas a partir de ellas. Formas que cobijan la vida humana.
Como los edificios, también los paisajes que construimos nos acaban amparando con soluciones que trascienden la protección climática, la pura funcionalidad. Sobre todo en lo simbólico. Los paisajes garantizan nuestra subsistencia, pero asimismo alimentan las memorias, las expectativas, los imaginarios. Son signos de realidades profundas, testimonios vivos de las antiquísimas relaciones que hemos establecido con el medio, cifras de la construcción de nuestra cultura. Y así, del mismo modo en que las ciudades, los edificios, los objetos que hemos decidido conservar porque contienen de manera ejemplar nuestro pasado son patrimonio, también lo son los paisajes. Y en la medida en que estos señalan lo singular, advierten de algo importante y traen a la memoria lo que una vez fuimos y en buena medida seguimos siendo, no son solo objetos patrimoniales: son, en puridad, monumentos.
Monumentalidad en tono menor
Por
supuesto, dotar al paisaje de condición patrimonial y conmemorativa no deja de
ser algo dificultoso. En lo material, porque en el paisaje la conservación
exige ampliar la escala, señalar límites, de algún modo ‘ponerle puertas al
campo’. En lo logístico, porque las ‘puertas’ instaladas en el paisaje depende
de la Administración, obligada a emplear grandes recursos en su conservación y
a tratar con intereses casi siempre encontrados. Y en lo conceptual, porque
hacer del paisaje un monumento implica, en buena medida, convertirlo en relato,
iluminarlo con una inevitable dosis de ideología, y la pregunta entonces es qué
tipo de ideología debe ser esta, con todos las incertidumbres y contradicciones
que este tipo de decisiones implica en las sociedades actuales, sociedades de
crítica y crisis.
Así y todo, los monumentos-paisaje no dejan de tener ventajas con respecto a los monumentos convencionales. Una de ellas es su —digámoslo así— ‘baja intensidad simbólica’, que tiene que ver con que un paisaje, a diferencia de un busto, una estatua, una tumba, una iglesia o un palacio, no está ceñido a personas con nombre —un nombre del poder o la ‘alta cultura’—, ni tampoco a un periodo de periodo concreto, sino que es una cifra de un trabajo colectivo, por lo general anónimo, que se extiende a lo largo de mucho tiempo. La monumentalidad del paisaje no es estentórea, sino más bien silenciosa; es una monumentalidad en ‘tono menor’ y, por ello, menos expuesta a las revisiones del anacronismo político, a la cultura de la cancelación. Otra de las ventajas del paisaje-monumento es —tal vez sea esta la expresión— su ‘amplitud semiótica’, el hecho de que el mensaje que transmiten los paisajes, a pesar de ser poco intensos en lo ideológico —o precisamente por ello— pueden llegar a públicos muy extensos. No solo porque resulte difícil resistirse al atractivo de la belleza de cultivo, un bosque, una ribera o el mar; también porque, de inmediato, uno puede identificarse con ellos, pues todos, en mayor o menor medida, pertenecemos a un pasado agrario, a la cultura que construyó esos paisajes. Unos paisajes que, en este sentido, podemos denominar ‘democráticos’. Otra de las ventajas de los paisajes-monumentos es —valga el término— su ‘conectividad’, pues, lejos de agotarse en los objetos en sí mismos, crea lazos entre ellos: tiene un carácter extendido que propicia los tránsitos y amplia la escala de la conmemoración. Ligada directamente a la anterior, la última ventaja sería —llamémosla así— el ‘potencial narrativo’ de los paisajes-monumento, por cuanto la conexión entre objetos y los desplazamientos por el territorio que aquella propicia pueden moldearse mediante discursos que no se agotan en la lógica de la visita al hito, sino que inciden en el movimiento en sí mismo, en la contemplación dinámica del paisaje. En el machadiano “se hace camino al andar”.
De todas estas ventajas, las más operativas son, acaso, las dos últimas. La conectividad porque hace posible la creación de conjuntos culturales de nueva índole, donde lo valioso no es la suma de cada elemento sino las interacciones entre ellos y los espacios de transición paisajística que se dan al desplazarse de un punto a otro. Esta conectividad es híbrida, da pie a discursos abiertos, multidisciplinares; de ahí su potencial narrativo. La narración puede darse de muchas maneras. Puede enfocarse en la dimensión visual del paisaje, entroncando con la lógica pictórica, tan añeja pero aún eficaz, de los ‘miradores’. Puede centrarse en la componente agraria, en el trabajo material de construcción paisajística, y aproximarse de esta manera a la antropología y la etnografía. Puede ser también medioambiental, en la medida en que cualquier paisaje contiene prácticas sobre el entorno e ideologías sobre el modo de entenderlo, y tiene implicaciones ecológicas y microclimáticas. En paralelo, puede interesarse en la producción local, en las especies cultivadas y su gestión, y dar así una respuesta a las aspiraciones de la sostenibilidad contemporánea. El relato puede, por supuesto, ser arquitectónico, y desvelar cómo los edificios son expresiones simbólicas de cierta cultura material. Y puede ser asimismo social, en la medida en que elaborar un discurso sobre un fragmento de territorio significativo es una manera de suscitar apego, de crear identidad preservando ciertos modos de vida, sin dejar por ello de propiciar nuevas oportunidades. Oportunidades que en buena medida se deben a la atracción de visitantes, al hoy en parte denostado ‘turismo’.
“Se hace camino al andar”: turismo de itinerarios.
Que
los relatos puedan traducirse en los usos y costumbres del peor turismo —el
turismo desarrollista de la ‘España fea’—, es uno de los peligros que deben
sortearse a la hora de reprogramar cultural, social y económicamente los
paisajes-patrimonio. De hecho, alejar los paisajes singulares del turismo
convencional, optando por el conservacionismo puro o imponiendo dificultades,
es un mecanismo conocido y en buena medida pertinente, sobre todo cuando se
trata de enclaves de especial fragilidad ecológica. En otros casos, se ha
optado por imponer, desde arriba —desde una visión singular y elitista— una
cultura de respeto a lo local, de arraigo en la cultura material de cada
enclave, con resultados que, los de César Manrique en Lanzarote, no solo han
dado pie a fecundas y muy singulares “obras de arte total”, sino también a un
verdadero cambio de mentalidad, a una asunción radical sobre las consecuencias
de habitar en lugares excepcionales. Con ser muy valiosos, y en algunos casos
inevitables, los anteriores modos no agotan la relación contemporánea con el
turismo de paisaje, igual que no lo agotan las variedades del turismo de masas.
De hecho, es posible encontrar modelos distintos. Distintos porque se alejan de
los mecanismos de intensificación y concentración en polos que son propios del
turismo convencional; y distintos también porque se resisten a convalidar las
estrategias del conservacionismo puro del que procura protegerlo todo, del que
intenta “pone puertas al campo”. Se trata de modelos que, por el contrario,
explotan la dimensión continua, extensa, conectiva de los paisajes y se apoyan
en relatos híbridos más abiertos y cuyo fundamento es la idea de itinerario.
Considerado con perspectiva, el turismo de itinerario es casi tan antiguo como la humanidad. Desde hace décadas, la arqueología viene demostrando —valga el caso célebre de Stonehenge— que las sociedades humanas se movieron al ritmo de las estaciones, frecuentando santuarios en los que se fundieron el paisaje y la arquitectura, la naturaleza y el rito. Esta cultura del tránsito perduró de muchas maneras, y en Occidente es posible encontrarla, a muchas escalas y en muchos momentos, en las peregrinaciones, tanto en su versión más ambiciosa y sofisticada (el camino de Santiago, por ejemplo) cuanto en la más modesta pero más diseminada de las romerías locales, que en su momento colonizaron el territorio con hitos —santuarios, ermitas— casi siempre colocados en lugares de gran belleza paisajística. A esta familia pertenecen ejemplos contemporáneos tan bien programados y relevantes como la Ruta del peregrino en el corazón de México, una intervención que merece glosa.
Desde hace doscientos años, una media de dos millones de personas recorren cada año los más de cien kilómetros que conforman esta singular ruta que, desde la sierra de Jalisco, desemboca en el Santuario de la Virgen del Rosario, después de atravesar paisajes bellos y escarpados. Fenómeno espontáneo como la mayor parte de las peregrinaciones en todo el mundo, la ruta del peregrino se conformó como Ruta digamos que oficial, solo recientemente. En 2008, las autoridades regionales aprobaron una inversión de cinco millones de euros con el objeto de construir infraestructuras que dieran servicio a los peregrinos a través de un proyecto amplio de itinerario paisajístico y cultural. Confiado a los arquitectos locales Derek Dellekamp y Tatiana Bilbao, este proyecto tuvo una fuerte impronta colaborativa. No solo trabajaron en él arquitectos como Christ & Gantenbein, el después pritzker Alejandro Aravena o los ya citados Dellekamp y Bilbao; se invitó también a artistas de renombre, como Ai Weiwei, así como a paisajistas como Taller TOA, e incluso a un diseñador industrial, encargado del diseño de objetos menudos. La idea era dotar de nueva vida a la tradición moderna de la síntesis de las artes.
Tan diversas como sus autores y los enclaves donde se construyeron, las intervenciones pueden, sin embargo, clasificarse en familias. La primera son los hitos de condición escultórica que jalonan el paisaje desde el comienzo de la ruta. Unos invocan la idea de santuario, como la Capilla Abierta de la Gratitud, obra de Dellekamp y Bilbao —un homenaje a las estelas de la Ciudad Satélite de Barragán y Göeritz, y una evocación libre de los campos de menhires y otros antiquísimos lugares de peregrinación—, o también como el poderoso Círculo Vacío, situado en un bosque al final de la ruta, donde Dellekamp y Montiel entroncan con las tradiciones del minimalismo y el landart por medio de un objeto perfecto que tiene tanto de arquitectura como de paisaje. La segunda familia son los miradores: la sutil rampa de Ai Weiwei en Estanzuela—a medias camino y a medias bancal—; la espiral truncada de HHF en el Mirador del Diablo o la poderosa estructura de hormigón del Mirador Las Cruces, de Alejandro Aravena, que contempla el paisaje a la vez que se nutre del agua de lluvia recolectada en su aljibe. La tercera familia es acaso más modesta pero no menos importante, y comprende las instalaciones de servicio a los peregrinos, desde aseos hasta albergues, pasando por cocinas. Todos ellos responden a una lógica constructiva cuyo sentido último es la disminución del impacto ambiental en los paisajes tan bellos, y en general bien conservados, que componen el camino.
Pero la Ruta del Peregrino no es solo un conjunto de edificios que placen a la vista y alivian el tránsito de los peregrinos. Es, en rigor, un paisaje-monumento que se convierte en tal desde el momento en que se dota de intensidad simbólica merced a sus hitos. Unos hitos que recuerdan, al cabo, que el paisaje nunca es solo naturaleza, sino un verdadero híbrido cultural que manifiesta el trabajo y las creencias humanas a lo largo de los siglos. Desde este punto de vista, las intervenciones de la Ruta no construyen el camino; en puridad, lo que hacen es intensificarlo, simbolizarlo, volver visible lo que antes pasaba desapercibido. Son, por decirlo así, signos de acentuación que no construyen el paisaje sino que lo pautan, y que, gracias a su poder simbólico y su atractivo estético, abren la Ruta a los viejos peregrinos tanto como a los nuevos con intereses en buena medida profanos: los turistas.
Distinta por geografía, alcance y condición al camino mejicano es el itinerario —o mejor dicho, la red de itinerarios— de las llamadas Rutas turísticas nacionales de Noruega, que propician un viaje extraordinario por los mejores paisajes del país nórdico y al mismo tiempo responde con eficacia a un problema que, cada vez más, deben encarar las sociedades avanzadas: el abandono progresivo de los territorios agrícolas o forestales —y con ellos, el mundo rural— una vez que las redes de carreteras tradicionales son sustituidas por autopistas o líneas de ferrocarril de alta velocidad. En el caso noruego, la respuesta fue el reciclaje de las viejas carreteras y su resignificación como itinerarios que hacen posible una percepción lenta, interesada, empática —y por ello mismo rentable— del paisaje.
Con este propósito, se estableció un recorrido selectivo a lo largo de más de dos mil kilómetros, que serpentea por la costa tanto como profundiza en las montañas, y que, como es habitual en estos casos, está constituido por tres familias de intervenciones: hitos, miradores e infraestructuras de servicio. Estas intervenciones pautan las diociocho rutas turísticas del sistema, y en ellas han desempeñado un papel destacado algunos de los mejores arquitectos noruegos, como Snohetta, Reiulf Ramstad Arkitekter y Jensen & Skodvin, así como verdaderos maestros de la arquitectura internacional, como Peter Zumthor. En general, su trabajo está definido de por un diseño que podemos definir ‘minimalista’ en la medida en que se traduce en la mínima ocupación del suelo y consiste en pequeñas actuaciones de pautado, que dirigen la mirada y abren perspectivas inéditas al paisaje, al mismo tiempo que lo pautan. Como en el caso mejicano, el itinerario noruego ha dado una vida contemporánea a la vieja idea de la síntesis de las artes, y junto al trabajo de los arquitectos es posible encontrar el de artistas renombrado como Louise Bourgeois, lo cual convierte a algunos jalones del itinerario en verdaderas muestras de arte al aire libre.
La
Ruta del Peregrino en México y las Rutas turísticas nacionales de Noruega son
dos ejemplos que muestran el potencial de los itinerarios turísticos. Un
potencial que tiene que ver con las características que, más arriba, hemos
asociado a los ‘paisajes-monumento’. En primer lugar, su baja intensidad
simbólica, que los vuelve resistentes a la contaminación política e ideológica.
En segundo lugar, la ‘amplitud semiótica’, que les permite conectar con
públicos muy amplias, más allá de elitismos y populismos. Por supuesto, también
la ‘conectividad’, que establece vínculos de largo alcance que doten al
territorio de sentidos nuevos o que vuelvan visibles los antiguos. Por otro
lado, el ‘potencial narrativo’, que enriquece los territorios depauperados con
nuevos significados, con expectativas, a la vez que saca a la luz la memoria de
los lugares. Finalmente, el ‘tono menor’, que evita las declaraciones
estentóreas y opta por una actitud de ‘reciclaje’. Reciclaje de
infraestructuras y enclaves de todo tipo, sean estas carreteras, fábricas o
dotaciones agrícolas.
Este tono menor resulta de especial importancia en un momento en que somos conscientes de que nuestra intervención sobre el territorio debe consistir menos en construir a secas que en construir sobre lo construido, y por ellos la creación de itinerarios puede ser una alternativa razonable a los viejos modelos de apropiación (y expropiación) turística del territorio. Los itinerarios no violentan la preexistencia, sino que la vuelven visible y, con ello, añaden una capa más de significado a los paisajes hechos de naturaleza y cultura, de contemplación y trabajo, de presente y de futuro. A los paisajes-monumento de ese Reino de lo Híbrido en lo que, por fuerza, tenemos que vivir.