Reyner Banham, a vueltas con el futuro

Que el futuro también envejece
se evidencia en lo que el tiempo hace con las personas, escuelas y teorías que
antaño vimos como adalides del porvenir y hogaño entrevemos con la curiosidad
de quien observa los ejemplares de otra época en las polvorientas vitrinas de
un gabinete de curiosidades. Borges escribió que la gloria es una de las formas
del olvido, y el olvido será sin duda el destino último de Reyner Banham;
mientras tanto, la figura y las ideas del barbudo tecnófilo y hippie
siguen resistiendo el envite del tiempo, como si convalidasen la autoproclamada
condición del británico como profeta del ‘futuro inmediato’.
¿Cuáles son las razones que hacen de Banham una figura tan pop, tan diferente, tan atractiva? Una tiene que ver con sus temas —el entorno, la energía, la estética de la técnica—, que hoy reconocemos como parte de nuestra arqueología del saber. Otra es su talento narrativo, que garantiza la legibilidad de sus libros. La tercera razón atañe a la imagen que forjó Banham de sí mismo: la del erudito divertido que igual departía con Pevsner y Summerson en un cóctel —pajarita al cuello— que recorría el desierto de Nevada en bicicleta —barbas al viento— o posaba en cueros en aquella burbuja climatizada que era un hogar pero no quería ser una casa. A las anteriores cabe añadir una última razón, menos previsible pero acaso más importante, que es la distancia que el tiempo ha puesto entre lo que Banham pensó y lo que nosotros pensamos de Banham: una distancia que merece el nombre modesto y exacto de malentendido.
El primer malentendido es el de Banham como develador de lo moderno. Nacido en 1922, el británico no construyó la modernidad heroica sino que se gestó en su seno para enfrentarse a ella con la actitud que los hijos suelen tener con los padres: la devoción pero también el rechazo. Devoción y rechazo son, en puridad, lo que Banham sintió hacia Nikolaus Pevsner, el mentor que dirigió una tesis doctoral llamada a ser el libro que desmitificaría el funcionalismo del que Pevsner había sido, precisamente, fautor. Ese libro, Theory and Design in the First Machine Age (1960), fruto de la formación de Banham como ingeniero aeronáutico y pupilo del Instituto de Arte Courtauld, no pudo tener un argumento más polémico: lejos de encarnar el ‘espíritu de la época’, los arquitectos modernos se habían comportado como seguidores encubiertos de la tradición académica en la que, no en vano, se había formado. Sus edificios, dictados por principios de orden compositivo y programático, no habían conseguido actualizar el potencial revolucionario de la técnica moderna, y, así las cosas, el Movimiento Moderno no había sido sino un fracaso.
Quitar el velo que cubría las contradicciones modernas fue sin duda un mérito en los tiempos del funcionalismo, pero esto no significa que Banham se colocara fuera de la modernidad. Más bien lo contrario: su postura fue la del guardián de las esencias modernas que no encontraba en el establishment más que una banda de traidores a la estética de los futuristas, esa estética maquinista, obsolescente y verdadera que esperaba su cumplimiento final. De manera que, como el buen profeta que quiso ser, Banham proclamó el fin de la primera era de la máquina tanto como auspició el advenimiento de una segunda cuyos tótems serían menos el coche y el aeroplano que el microondas y la plataforma petrolífera.
En su empeño por cumplir el destino la modernidad pese a la resistencia de los modernos, Banham fue sensible como pocos a las novedades intelectuales de su época. No creyó en el Zeitgeist de Pevsner y Giedion, pero compartió la fe moderna en el determinismo tecnológico, que sin embargo interpretó siempre —y he aquí el segundo de los malentendidos— en clave estética. Para Banham, no era en el mundo de la ciencia sino en el de las formas donde se habría de dirimir el futuro de la arquitectura, y esto explica el carácter militante de su trabajo. Primero, en su vindicación de los futuristas; después, en su interés por el pop; más tarde, en su revisión del aire acondicionado; a continuación, en su apología de las megaestructuras; luego, en su manifiesto por Los Ángeles; y ya al final, en su tozudo alegato por el high-tech.
De todas las batallas que dio Banham, las más cercanas a nosotros han resultado ser las que se juzgaron, en su tiempo, menos importantes, lo cual no deja de ser una nueva fuente de malentendidos. Así, por ejemplo, la batalla por el aire acondicionado y las redes eléctricas en The Architecture of the Well-tempered Environment (1969), un relato lleno de lagunas historiográficas en el que se estudia la posibilidad de una estética de la energía como genealogía alternativa de lo moderno. Pese al título, el libro no es en ningún modo afín a las preocupaciones ecológicas de la que época en que fue escrito, ni tampoco a las nuestras, pues la energía en la que Banham creía era la de los combustibles fósiles, entonces baratos. Tampoco es ‘ecológico’ Los Angeles: The Architecture of Four Ecologies (1971), un manifiesto en favor de las autopistas, las gasolineras y los automóviles que no puede ser más ajeno a la sostenibilidad contemporánea, pero que se enfrentó con audacia al problema, tan de entonces y tan de hoy, de explicar cómo los seres humanos construyen sus entornos
Banham no fue un antimoderno, ni un tecnócrata, ni un ecologista. Fue un profeta de la modernidad futurista cuyo advenimiento creyó ver, con poco tino, en muchas corrientes de su época, amén de un esteta refinado que confió, un tanto anacrónicamente, en la coherencia entre formas y técnicas, y un adalid de las megaestructuras que, al mismo tiempo que nos enseñó a leer las ecologías urbanas, cultivó las burbujas del aire acondicionado y se complació en la estética del derroche energético. Estas complejidades, estas contradicciones, estos malentendidos, lejos de ser solo de Banham, son también nuestros, y esto es precisamente lo que ha salvado al británico de la incómoda gloria del olvido.