Richard Buckminster Fuller, gabinete de curiosidades

Mencionar a Richard Buckminster Fuller es mencionar a un amateur
que quiso cambiar el mundo, es evocar a un visionario comprometido con el
fatigoso oficio de sorprender sin descanso, de reiterar los asombros. También
es evocar la idea no menos fatigosa de la arquitectura como el arte de la
innovación continua y la del arquitecto como un especialista en anticipar el
futuro, como un profeta. Es evocar incluso las décadas de la boyante
tecnocracia y del consumismo glotón, los años aburridos y felices del
desarrollismo en Occidente circa 1960 que hoy contemplamos con nostalgia
desde nuestros tiempos interesantes y turbios... Las anteriores son todas
evocaciones que se compadecen bien con Fuller, pero que no terminan de explicar
el poderoso atractivo que sigue teniendo un personaje que hoy se ve tan
anacrónico. Un personaje que fue menos ducho en innovar o anticipar el futuro
que en fracasar. Fracasar con talento, sin duda, pero fracasar al cabo.
Ocurre con Fuller algo semejante a lo que sigue ocurriendo con otro adalid de la tecnocracia pop, en tantas cosas afín, Reyner Banham: que sus incoherencias, anacronismos y boutades —que no perdonaríamos a otras figuras menos glamurosas— quedan ocultas tras el nimbo deslumbrante de los egos de sus autores. Egos que, por supuesto, convalidan esa solemne apelación que hoy carece de contenido pero sigue teniendo su público, «¡Hay que ser absolutamente modernos!», en su momento proclamada por otro de los grandes expertos en fracasar, Arthur Rimbaud.
Tanto para Fuller como para Banham ‘ser absolutamente modernos’ no era una llamada retórica; era una expresión con un significado muy preciso que en el caso de Banham suponía llevar a término los ideales del Futurismo para que el Zeitgeist mecánico se pudiera convertir en ‘estilo’ a través del delirante high-tech de Archigram o del high-tech corporativo de un Foster, en tanto que para Fuller comportaba toda una redefinición de la palabra ‘arquitectura’ para incluir en ella lo que Le Corbusier y compañía no habían sabido o querido asimilar: la maquinaria, la prefabricación, la optimización de recursos, la ligereza. En su empeño, tanto Fuller como Banham se salieron de la horma del Movimiento Moderno y ensayaron su propia modernidad: la modernidad radical e ingenuamente tecnocrática que tenía que ver con la cultura pop. Esto los convirtió en outsiders, y ya se sabe que tanto los outsiders como los profetas tienen asegurado su lugar en el Olimpo siempre y cuando sepan resistirse al mainstream que a veces es Maelström.
Tal cosa, precisamente, ocurrió con Fuller: por desinterés o convicción, no transigió con la arquitectura canónica o profesional, y esto le colocó en una posición de marginalidad que el tiempo —que todo lo transforma— ha convertido en una posición de prestigio profético. Hasta el punto de que Fuller ha acabado siendo tildado de visionario de la sostenibilidad, incluso de ‘profeta del Antropoceno’.
No hay, sin embargo, muchas razones que justifiquen tal rango, y para mostrarlo basta acaso con acudir a la más ambiciosa —y más brillantemente fracasada— de sus propuestas, el sistema de casas Dymaxion, cuya primera y torpe versión, esbozada en el significativo año de 1928 —pocos meses antes de que Le Corbusier y Mies construyeran la Villa Saboya y el Pabellón de Barcelona—, contenía ya los temas en los que Fuller trabajaría durante los siguientes veinte años. Se trataba de aerodinámicas casas-cúpula cuya planta circular se justificaba con el argumento oportunista de que reflejaba la estructura de un universo que ya no era euclidiano y ortogonal sino relativista y curvo. Las casas Dymaxion —y su secuela, las Wichita— estaban recubiertas con el mismo aluminio con el que se revestían los aviones, amén de disponer de un sofisticado núcleo de ventilación mecánica coronado con una suerte de veleta. Su aspecto de platillo volante de serie B dejaba —y sigue dejando— una extraña impresión hecha a partes iguales de fascinación y desasosiego.
Por su eficacia en la gestión de los recursos, la arquitectura unheimlich de las Dymaxions y sus variantes ha sido considerada pionera en la búsqueda de la autonomía energética. Y hay razones para ello, habida cuenta de sus semejanzas con las solar houses repletas de gadgets que habrían de venir después; y habida cuenta también de que las casas, levantadas sobre un mástil, no tocaban el suelo. Pero los argumentos ‘sostenibles’ acaban aquí. Sobre todo cuando se tiene en cuenta que para Fuller el futuro de la ciudad era en rigor una no-ciudad compuesta por dymaxions o wichitas separadas unas de otras cual cabañas de colonos. Este extremo apunta a un hecho que debilita la imagen de Bucky como profeta sostenible: a pesar de que abogaba por una visión holística de la realidad, el maestro americano no se dio cuenta de que la sostenibilidad no depende de la eficiencia de los edificios y las máquinas, sino del modelo de ocupación del territorio y la densidad de las infraestructuras. En esto, el barón Haussmann o Joseph Bazalgette fueron mucho más modernos que Fuller.
Por supuesto, ni la dymaxions ni la wichitas llegaron a fabricarse en masa. Y el mismo destino tuvo el célebre coche Dymaxion, compañero formal y conceptual de las casas, cuyo deslumbrante planteamiento y cuidadosa factura no convencieron a ningún fabricante. Tampoco puede decirse que tuviera mucho éxito el sistema de proyección cartográfica de Fuller —denominado asimismo Dymaxion—, pese a la genial intuición de la que partía. Y, en cuanto a las no menos geniales estructuras geodésicas y de tensegridad, su impacto en la arquitectura no ha ido mucho más allá de algunos pabellones del propio autor, algunas instalaciones de Olafur Eliasson o algunas estructuras de Norman Foster. Ni siquiera la visión de la ‘Nave espacial Tierra’ resulta del todo convincente, porque si bien es cierto que Fuller fue de los primeros en entender nuestro planeta como algo frágil y con recursos limitados, no es menos cierto que su proyecto era confiar el rumbo de la Nave a la casta de los ingenieros, presuntamente más neutral y eficaz. Con ello,volvió a demostrar esa confianza ingenua en los poderes salvíficos de la ingeniería sobre la que se sustenta la tradición tecno-optimista de Occidente, que es la misma que le llevó a concebir distopías tan absurdas como la cúpula sobre Manhattan.
Pese a su afán de pensar de otra manera la realidad para
transformarla, Fuller no consiguió que sus inventos y visiones cambiaran de
ningún modo la vida de las personas. No consiguió que fueran relevantes. En
este sentido, el destino de Bucky recuerda al de otros grandes
polímatas, como Athanasius Kircher, cuyas invenciones en su día tan admirables
han acabado siendo patrimonio exclusivo de los eruditos, almacenadas a buen
recaudo en el gabinete de curiosidades de la historia.