Robert Venturi, épica de la vulgaridad

Si a usted no le gusta la arquitectura ‘moderna’
o, mejor aún, si a usted le aburre la arquitectura ‘moderna’ (y esto es poco
probable, dado que está leyendo este libro), tal vez simpatizará con Robert
Venturi, el arquitecto que amaba Las Vegas. Fallecido en septiembre de 2018 a la
edad patriarcal de 93 años, Venturi fue uno de los padres de ese cajón de
sastre que se llamó ‘posmodernidad’, la única corriente de pensamiento
contemporáneo que tuvo un origen arquitectónico.
Como se sabe, el término ‘posmoderno’ lo terminó de acuñar, de hecho, un arquitecto, Charles Jencks, en un libro panfletario donde se atrevió a ponerle fecha al certificado de defunción del llamado ‘Movimiento Moderno’ o ‘Estilo Internacional’: esa arquitectura anónima, acontextual, desornamentada, social y hormigonada que habían conseguido imponer Le Corbusier y sus colegas, pero que, al parecer, detestaban las clases populares de Europa y América. La fecha era el 15 de julio de 1972, día en que se terminó de demoler uno de los proyectos más emblemáticos del fracaso moderno: el conjunto de viviendas sociales Pruitt-Igoe en San Luis, Missouri, del japonés Minoru Yamasaki. Retransmitida por televisión en una suerte de anticipo de la violenta caída de otra obra de Yamasaki —¡las Torres Gemelas!—, la voladura del Pruitt-Igoe fue también la voladura de los principios de la modernidad.
Ese mismo año de 1972, Robert Venturi, junto a su mujer y socia Denise Scott-Brown y un compañero en la Universidad de Yale, Steven Izenour, habían dado a la imprenta un texto no menos presuntamente antimoderno que la dinamita utilizada en Missouri, aunque sí menos literalmente explosivo: Aprendiendo de Las Vegas. En él demostraban ser los apóstoles de una herejía demoledora que consistía en admirar la instant city levantada en el desierto de Nevada que los arquitectos educados y la inteligentsia en general juzgaban el culmen del mal gusto y la degradación moral.
¿Qué vieron Venturi y Scott Brown en Las Vegas que no habían querido ver sus biempensantes compañeros de generación? El poder de una estética anónima y espontánea, el poder de lo “feo y lo ordinario”, capitalista y banal, pero del que se podían sacar, por lo menos, dos lecciones. De un lado, que había vida más allá de la exquisita geometría pitagórica de los edificios de Le Corbusier y Mies van der Rohe. Del otro, que, por mucho que el paternalismo se hubiera convertido en signo de la disciplina desde los tiempos de John Ruskin, no había nada más aburrido que un arquitecto moralista.
En su heterodoxia, Aprendiendo de Las Vegas —titulado otras veces con un elocuente ‘Aprendiendo de todo’— quería ser un manifiesto de la arquitectura que había quedado al margen de las universidades y los libros de historia, pero que, a diferencia de la moderna, resultaba comprensible para todos. Comprensible para la pareja a punto de casarse que se bajaba de su Cadillac en el strip y reconocía la columnata del Caesar’s Palace; para los adolescentes que, tras la fiesta de graduación, atisbaban en la carretera un edificio con forma de donut y sabían que podían tomarse un café; o, mejor aún, para el representante comercial que, asediado por la selva icónica de los neones, leía en letras grandes, muy grandes, ‘Eat’, y se desviaba raudo para comer. Venturi elogió la capacidad de comunicación de la arquitectura de Las Vegas, comparando los edificios-rótulo del strip con las arquitecturas parlantes cuya forma expresaba la función: ejemplificadas por el edificio en forma de donut o de ‘pato’, estas últimas resultaban eficaces pero también literales y, por tanto, previsibles, mientras que las primeras —que Venturi asimiló a la categoría del ‘cobertizo decorado’— se demostraban más flexibles y, al cabo, más sutiles, por menos previsibles, toda vez que en ellas la forma podía seguir siendo estrictamente funcional (el ‘cobertizo’), en tanto que el significado podía transmitirse a través de un rótulo o un cartel autónomo (la parte ‘decorada’). Con ello, Venturi no hacía sino anticiparse a las reflexiones semióticas de algunos pensadores y estetas presuntamente hipermodernos que vinieron después, como Jean Baudrillard o Bruno Latour, para quienes una de las características esenciales de la cultura del capitalismo ‘avanzado’ es, precisamente, la separación tajante entre los significados y los objetos, entre las palabras y las cosas.
Más que una simple alabanza de Las Vegas, el libro de Venturi y Scott Brown era una investigación sobre la posibilidad de que la arquitectura pudiera seguir teniendo un ‘significado’, es decir, que pudiera seguir resultando legible e inteligible para el común de los mortales. Un gran tema (lo sigue siendo hoy) que, con todo, Venturi y su socia no habían sido los primeros en abordar. Buena parte del mérito cabe adjudicárselo a Umberto Eco, que en un libro de 1968, La estructura ausente, había descrito las estrategias de comunicación propias de la arquitectura, y las había visto a la luz de un conflicto planteado por él mismo en un volumen anterior, Apocalípticos e integrados: el conflicto entre la alta y la baja cultura. En rigor, este conflicto era el gran tema de la época, la época de las confusas décadas de 1960 y 1970, en las que la pérdida de la inocencia moderna había dado pie a reflexiones de toda índole sobre la posibilidad de reconectar los dos mundos en los que parecía haberse segregado la ‘cultura’ en Occidente: por un lado, el mundo de las élites, personificado por intelectuales como Adorno o artistas como Pasolini, por poner sólo dos ejemplos de grandes fustigadores de la cultura rápida y kitsch que habían enlatado los medios de producción capitalistas; por el otro, el mundo de la cultura popular, más cercana quizá pero de difícil catalogación, que abarcaba tanto los productos espontáneos de la ciudad capitalista como los productos, no menos espontáneos, de la vida popular en trance de desaparición.
Se trataba, en el fondo, de una cuestión de comunicación, de una cuestión de ‘hablas’: ¿cómo podían entenderse ambos universos? ¿Hasta qué punto los lenguajes tradicionales —ya fueran los de las élites o los del ‘pueblo’— seguían resultando válidos? Las preguntas valían también para la arquitectura y, en este contexto, Venturi y Scott Brown lo tenían claro a la hora de decantarse por uno u otro polo. Su respuesta consistía en integrar la arquitectura en la cultura popular, reivindicando las humildes pero poderosas hablas populares —en este caso el lenguaje de los neones y los casinos de Las Vegas—, aunque esto supusiera desbancar de sus tronos a los historiadores que levantaban cánones, a los popes que peroraban desde la universidad y a los críticos que daban sus plácets a los edificios.
Esta pretensión no dejaba de ser paradójica en Venturi, alumno y profesor de las universidades más elitistas del mundo y autor de libros que sólo leyeron los arquitectos más cultivados. De hecho, Venturi fue el historiador, el pope y el crítico que él mismo había despreciado implícitamente en Aprendiendo de Las Vegas. Y lo fue, sobre todo, en su mejor libro, Complejidad y contradicción en la arquitectura, publicado en 1962: un singular manifiesto, a medias histórico y a medias crítico, cuyo prologuista, Vincent Scully, definió como un “libro típicamente americano, rigurosamente pluralista y fenomenológico en su método” que “probablemente es el texto más importante sobre arquitectura desde Hacia una arquitectura”. El elogio puede parecer desmesurado, pero era exacto: Complejidad y contradicción ha sido el libro más influyente de los últimos cincuenta años, aunque —como también le pasó al texto de Le Corbusier— no siempre se hayan entendido bien las intenciones últimas del autor. En este caso: mantener los lazos de continuidad entre el pasado y el presente —tal y como había propuesto el poeta y crítico T. S. Eliot, tan admirado y citado por Venturi—, para devolver a la disciplina la riqueza diacrónica que había tenido en tiempos menos deterministas y desacomplejados, donde se era capaz de conciliar polos opuestos (‘esto y aquello’ es uno de los lemas del libro; el mismo, por cierto, que había utilizado Walter Gropius cuarenta años antes) y donde la simplificación no era una virtud, sino una rémora: el signo de una “arquitectura blanda”.
La obra maestra de Venturi consiste, así, en un sutil y polémico repaso, libremente diacrónico y sostenido en la potencia de su aparato visual, a los estilos y autores complejos y contradictorios que le gustaban al estadounidense: entre los primeros, el Helenismo o el Manierismo; entre los segundos, Miguel Ángel, Borromini, Lutyens o… ¡Le Corbusier! Es decir, estilos y autores que habían sabido moverse en cierta heterodoxia, acrisolando temas, motivos e inquietudes muy diversos en una arquitectura dinámica y viva. Una arquitectura que, lejos asimilarse al lema castrador de Mies van der Rohe, ‘Less is More’ (menos es más), materializaba el eslogan opuesto: ‘Less is a Bore’ (menos es un aburrimiento).
Los edificios de Venturi no son aburridos. Con su cubierta a dos aguas, su sutil simetría y su falsa fachada que anticipó la idea del ‘cobertizo decorado¡, la casa que levantó para su madre en 1962 —su primera obra importante— fue ya un manifiesto contra los principios de la modernidad. Después vinieron obras en la línea de Aprendiendo de Las Vegas, donde exploró la condición semiótica de la arquitectura, como los Almacenes Best y su inmenso rótulo. Progresivamente, el arquitecto fue decantándose hacia el clasicismo, ya fuera de una manera abstracta, como en el Gordon Wu Hall y sus mosaicos de colores, o de un modo casi literal, como su exitosa y sutil ampliación de la National Gallery de Londres, terminada en 1991. Ese mismo año el jurado del Premio Pritzker le concedió el galardón en solitario, una ofensa flagrante a Denise Scott Brown. Venturi criticó el relegamiento de su esposa, pero no dejó de acudir a la ceremonia de entrega, en un gesto tan complejo y contradictorio como la arquitectura que decía defender.
Más allá de sus edificios (en realidad, muy poco imitados, y que, en el fondo, tienen poco que ver con la posmodernidad más vulgar), hoy el influjo de Venturi sigue produciéndose a través de sus ideas, que han devenido lugares comunes. De hecho, los temas preferidos del estadounidense, como el del creador eximido de responsabilidad, la defensa de la cultura popular, la obsesión por la comunicación. La exacerbación del modelo del ‘pato’ —la arquitectura grotesca de los iconos— o el énfasis en lo contradictorio, hace ya tiempo que han perdido su sentido arquitectónico para confundirse con el credo de nuestro tiempo. La posmodernidad fracasó como estilo pero triunfó como ideología. El ejemplo de Venturi lo demuestra mejor que nada.