Rudolf Steiner, profeta

Como desconfiamos de los profetas, y Rudolf Steiner
lo fue, su figura resulta hoy no solo anacrónica sino también desconocida. Lo
es pese a su perfil de hombre tan polifacético (‘multidisciplinar’ se diría con
la cursilería de hoy) como contradictorio, capaz, por un lado, de desbrozar la
epistemología kantiana o de inventar nuevos métodos para el cálculo de
estructuras de hormigón y, por el otro, de describir de manera minuciosa —gracias
a las informaciones obtenidas de ultratumba— la vida de las tribus perdidas de la
Atlántida y los poderes del dios Arimán, o de defender, sin asomo de ironía —y
gracias de nuevo a sus buenas conexiones con el más allá— , que el odio que
profesaba Marx al capitalismo se debía a una vida anterior de su karma en la que el filósofo alemán había sido un terrateniente expropiado.
Nacido en 1861 en el entonces Imperio Austrohúngaro, Steiner supo conciliar su vocación esotérica y romántica con un raro rigor lógico que le llevó a intimar pronto con el pensamiento de Hegel, Nietzsche y, sobre todo, Goethe, de cuyas obras completas fue respetado editor con tan sólo 23 años. Su carrera como filósofo visionario o visionario filósofo se lanzó en torno a 1900, cuando rompió con la teosofía de Madame Blavatsky para fundar su propia secta, la Antroposofía, extraño doctrinal en la que las tesis más absurdas sobre los espíritus que, al parecer de Steiner, poblaban el mundo, el submundo y el transmundo, se fundían con una saludable filosofía práctica basada en la euritmia de los cuerpos y las mentes y que dio pie a la creación de toda una rama de la pedagogía, aún hoy con fieles en todo el mundo.
Esta extraña y atractiva mezcolanza explica su fama entre el público de la Europa de preguerras, orondo en su bienestar y ávido de compensar el materialismo del momento con, digamos, emociones fuertes que solían traducirse en una espiritualidad un tanto esnob. Fue, en realidad, esta fama adquirida por Steiner gracia a su prolífica carrera como autor y conferencia de masas, y no una verdadera vocación, la que convirtió al visionario en un arquitecto, toda vez que sus acólitos le pidieron que proyectase su propio Bayreuth, el Goetheanum, que acabaría siendo una de las construcciones más singulares del siglo XX.
Singular por el modo en que combinaba un programa de utopismo romántico con una geometría de raigambre teosófica y a un tiempo moderna. Y singular también porque, a través de la madera y después el hormigón armado, Steiner supo forjar el estilo más extremado del Expresionismo alemán, utilizando metáforas que, mucho más tarde —una vez despojadas de su carga simbólica y antroposófica—, harían suyas los arquitectos del organicismo por otras razones: la metáfora de la concha, la del crustáceo, la del árbol o incluso la del esqueleto, y también la metáfora del hormigón en bruto como material biológico y cultural. En este sentido, el Steiner seguidor de Goethe y de la Naturphilosophie romántica acabó convirtiéndose en una suerte de precursor involuntario de la primera arquitectura que quiso ir más allá de los dogmas de la modernidad.
Poco antes de morir en 1925, y poco después también de que, en una extraña sesión de terapia, intentara curar Franz Kafka de sus inquietudes existenciales, Steiner hizo su última profecía: el advenimiento del fin de la Europa civilizada. En cierto sentido, no se equivocó. Cuando el Goetheanum se terminó en 1929 —muy cercana ya la llegada de los nazis al poder—, el extraño edificio resultaba ya una obra anacrónica, fuera del tiempo en el que vivió Steiner pero introducida en ese tiempo mítico al que el profeta y arquitecto tanto se afanó por pertenecer.
Publicado
originalmente con el título “Un profeta moderno. The Life of Rudolf Steiner”, en Arquitectura Viva
157 (2013).