Semper altius!

Semper altius! Elevarse ha sido una de las pulsiones
humanas desde que nuestra especie bajó de los árboles. Nunca volvimos a dormir
entre las ramas, pero a cambio erigimos sucedáneos de la naturaleza cada vez
más altos: edificios que desde el principio pusieron en entredicho el sentido
común y por ello mismo resultaron cautivadores. Los zigurats babilónicos, las
agujas góticas, la torre Eiffel, los rascacielos de Chicago, han conforman
nuestro mito vertical: son ídolos de la tribu que no dejan de fascinarnos. Pero,
como a cualquier ídolo, la tribu ha contemplado las torres y rascacielos no
solo con fascinación, sino también con miedo. Babel simbolizó la ambición
humana y concitó el odio divino; Notre-Dame ascendió hasta el cielo en la misma
medida en que escondió gárgolas y jorobados; y el Empire State representó tanto
el esplendor tecnológico cuanto las tinieblas del capitalismo. Que hoy lo
vertical nos sigue suscitando una mezcla pareja de amor y temblor lo sugiere bien
una noticia que vitupera a la vez que elogia a Babel: el Gobierno chino ha
declarado el fin de la construcción en altura al mismo tiempo que se erigían en
Nueva York un puñado de rascacielos de última generación, las slender towers.
El vituperio de las Babeles por parte de los mandarines chinos es quizá un gesto de cansancio: el de una nación entregada a un desarrollismo voraz que ha destruido en buena parte sus ciudades tradicionales —el casco de Pekín, el Bund de Shanghái— para erigir megalópolis tecnocráticas cuyo skyline se limita a emular el de Manhattan. Aunque la de los rascacielos sea una enfermedad global, en China se ha dado con la virulencia que solo es posible en el capitalismo dirigido, de manera que la antigua Catay cuenta hoy con cien de los edificios más altos del mundo.
Aunque los chinos estén orgullosos de sus rascacielos, tras su orgullo late una doble incomodidad. Una es técnica y tiene que ver con las dificultades de mantenimiento de este tipo de construcciones y su fragilidad frente al clima y el terrorismo. La otra es identitaria y atañe al hecho de que los rascacielos sean símbolos de la modernidad tanto como de la contaminación cultural con Occidente. Son ambas incomodidades las que explican que el mandarinato comunista haya prohibido los rascacielos de más de 500 metros, limitado sobremanera los de más de 250 y permitido los que excedan los 100 solo cuando resulten totalmente seguros y se ajusten a la escala urbana.
Aunque la retórica de esta prohibición se sostenga en los lugares comunes de la economía, la funcionalidad y la sostenibilidad, tiene una indisimulable carga política. Para los directores de la oficina china de Planificación Nacional, los rascacielos representan ‘lo desmesurado’, ‘lo extravagante’ y, sobre todo, ‘lo extranjero’. Es decir: son el síntoma de esa contaminación cultural que ahora se pretende erradicar de arriba abajo, como casi todo en aquel país. No en vano, el reciente anatema vertical forma parte de un proceso que empezó en 2014 cuando el mismísimo presidente Xi Jinping denunció la arquitectura “extravagante y xenocéntrica”, y que continuó en 2019 con la prohibición de clonar los monumentos de Europa. Se trata de una política de Estado cuyo propósito de moderación podría sintetizarse con un improbable eslogan: renunciar a los rascacielos por mor de Confucio.
Y todo esto mientras en Manhattan siguen creciendo supertalls y slender towers, Babeles del capital cristalizado que han desmentido los pronósticos de una manera inquietante. El 11-S hizo que las Casandras de turno hablaran del fin de la edificación en altura, pero ocurrió justo lo contrario, y entre 2005 y 2020 se levantaron más rascacielos —y más altos— que nunca. También en Nueva York, una ciudad deprimida que experimentó un inesperado floruit ascensional gracias a los superricos que —como niños que contemplan su pecera— querían disfrutar de las gloriosas vistas cenitales sobre Central Park pagando por ello lo que hiciera falta.
Brotó así la primera generación de los nuevos tótems de cristal, como el One 57 (306 metros) de Christian de Portzamparc y el 432 Park Avenue (426) de Rafael Viñoly. Son rascacielos residenciales que compiten con el Empire State pero se levantan sobre solares muy estrechos, de suerte que su esbeltez (relación ancho/altura) oscila entre el 1/15 y el 1/20: todo un despropósito estructural que obliga a macizar las paredes, colocar ciclópeos amortiguadores y diseñar fachadas como alas de avión. Las mismas y costosísimas soluciones que ha tenido que asumir la segunda generación de slender towers, representada por el recién terminado 111 West 57th (435) de SHoP Architects: un elegante monolito vítreo que se clava en primera línea del frente urbano más famoso y cotizado, y cuya altura es 23 veces su ancho, lo que lo convierte en el rascacielos más esbelto del mundo.
Monumentos al negocio amén de negocios en sí mismos, las slender towers contradicen el sentido común: su sobredimensionada estructura lo ocupa todo; derrochan energía a raudales, y el viento bambolea sus terrazas como el mar un yate. Pero sabemos que el sentido común no ha sido nunca un obstáculo para los ricos. En especial para los de esa subclase cinéfila tan impresionada por la Torre de Mordor como para pagar 240 millones de dólares por un ático en la corona neoyorquina. Un ático desde el que contemplas Gotham y sientes que la dominas.
Al final, la clave es menos la economía que el poder, y por ello resulta difícil escoger entre un tótem a lo Trump y un no-tótem a lo Confucio. ¿Es peor el desaforado pintoresquismo vertical de la nueva Nueva York que la vuelta al orden de los mandarines que creen que los edificios deben expresar los valores nacionales? La globalización, una vez más, nos pone en un brete.