Sin alambradas no hay Telépolis

Las épocas, los siglos, pueden
definirse a partir de sus propias manías u obsesiones. Si la peculiar manía del
siglo XIX fue, como sabemos, la historia, al siglo XX le correspondió una
particular obsesión por el espacio. La centuria que, desengañados, abandonamos
hace poco, comenzó siendo la época dorada de las ciudades cosmopolitas y de las
fronteras abiertas en la que, como todavía recordaba Stefan Zweig en su Mundo de Ayer, a ningún viajero se le pedía el
pasaporte. Pronto siguió a este apacible tiempo el terrible periodo de la
geopolítica. Las líneas virtuales de los mapas fueron blindadas, destruidas y
recompuestas una y cien veces en una maniaca fruición espacial. El fatídico
recuerdo de la guerra de trincheras trajo consigo las estructuras de las líneas
geopolíticas de la posguerra que, como cremalleras acorazadas, se cosían sobre
el efímero patrón de las fronteras de una Europa cuyos pueblos eran mudos
testigos de la impotencia creciente frente a una tecnología capaz no sólo de
destruir, como antaño, los baluartes y las murallas, sino de aniquilar por
completo las ciudades y los territorios. En este contexto, el control político
fue concebido como el ejercicio de un dominio literal del espacio desplegado a
través de técnicas tan burdas pero a corto plazo efectivas como la construcción
de alambradas y muros, de los que, sin duda, fue símbolo el ya mítico Muro de
Berlín, barrera física que resguardaba el virtual telón de acero que separaba a
los dos mundos en pugna.
A pesar de que, con la caída del Muro,
pareció que una nueva época iba a iniciarse, las instancias de dominación
espacial de la antigua política no fueron abandonadas. Pronto, la impotencia y
el miedo aconsejaron la construcción de nuevos muros. Es conocido el caso
israelí: una muralla de 721 kilómetros que sigue en un 20% el trazado de la
antigua Línea Verde surgida del armisticio árabe-israelí
de 1949 y que en el 80% restante se adentra en el territorio cisjordano. Casos
semejantes siguen manteniendo con vida al modelo: la frontera electrificada
entre las dos Coreas, las alambradas de Ceuta y Melilla o el nuevo muro que se
ha erigido para segregar a las favelas de las zonas decentes de São Paulo. Sin
embargo, entre todos estos ejemplos, el caso más singular, por la sofisticación
y la coherencia ideológica con que se está levantando, es la frontera entre
México y Estados Unidos, reforzada últimamente con 200 cámaras de vigilancia
que, una vez conectadas a la red, permitirán que, al menos, 100.000 voluntarios,
desde la privacidad de sus hogares, puedan colaborar cívicamente en el control
de un segmento de 1.254 millas de frontera.
La noticia no es sorprendente en
cuanto a su fondo pero es extraordinariamente reveladora con respecto a su
forma. Nos hemos acostumbrado a la idea de que la emergencia, primero, y el
espectacular desarrollo, después, de los sistemas de comunicación contemporáneos
acabarían por alterar, necesariamente, el modelo de relaciones políticas,
sociales y económicas establecido por la rígida tradición del dominio a través
del espacio. Al espacial siglo XX seguiría,
de este modo, un siglo XXI virtual definido por el potencial emancipador de las
nuevas redes capaces de flexibilizar, deformar plásticamente e, incluso, romper
de manera definitiva los caducos mecanismos de participación ciudadana,
mediados tradicionalmente a través del juego de representación de los partidos
políticos y las estructuras simbólicas de la ciudad.
Sin embargo, a pesar de sus promesas
de virtualidad cívica, las teleutopías (Ciberia,
Telépolis, etcétera) han producido hasta el momento resultados mediocres. A la
creciente hipertrofia de la red no ha seguido el esperado reequilibrio de los
territorios ni el desarrollo de nuevas maneras de hacer ciudad pensadas a
partir del modelo potencialmente emancipador de la infidelidad espacial. Por el
contrario, la explosión de la concentración demográfica de las ciudades y las
bolsas de pobreza y desigualdad en ellas contenidas, apuntan más bien a una
re-escritura de los problemas en términos espaciales. Según la ONU, en 2020
habrá nueve metaciudades con más de 20
millones de habitantes, muchas de ellas en los llamados "países
emergentes". Y la coyuntura también alcanza a las ciudades occidentales.
Que para resolver los problemas sociales no basta con enchufar a los pobres a la red lo ponen en
evidencia hechos como la revuelta de las barriadas de la periferia de París en
2005. La "chusma" que prendió fuego a las banlieues durante tres semanas, no protestaba por
estar segregada digitalmente del resto de la
sociedad, sino por estarlo espacialmente.
Victor Hugo escribió que la verdadera
historia de la civilización está en las alcantarillas. Nuestras alcantarillas
son hoy las fronteras. Es en este contexto donde la noticia sobre las
alambradas virtualizadas de México adquiere un sentido más amplio. Al
desmantelamiento de las estructuras que configuraban las ciudades según el
modelo de la modernidad (en el que el espacio público era todavía un espacio cívico de intercambio ideológico) ha
seguido la mercantilización del mismo, originando éste, a su vez, una
inevitable privatización, aún en vías de desarrollo pero cuyas consecuencias
pueden adivinarse ya en muchas ciudades de España. Con estas premisas, la
tradicional política del espacio acaba siendo reemplazada por una verdadera
industria, un spatial management orientado
a construir dispositivos capaces de satisfacer las demandas específicas de
algunas comunidades privilegiadas. Estos dispositivos adquieren la forma
de guetos dorados diseminados periféricamente al
antiguo espacio moderno de la ciudad -y, en ella, las reservas espaciales del centro histórico-,
atenuando las desventajas de la falta de centralidad por la creciente potencia
comunicativa de las nuevas redes virtuales. Mientras tanto, la brecha digital acrecienta la brecha espacial que
separa a las comunidades más ricas de las más pobres. El desarrollo de los
dispositivos espaciales acaba implicando, así, la construcción de barreras y
murallas que impiden que el espacio residual pero deseado de los guetos
privilegiados sea invadido por los otros.
La geometría de la desigualdad que
antaño seguía un eje vertical se fragmenta hoy en una malla de relaciones
horizontales. Las fronteras ya no son límites impuestos tras una guerra
territorial, sino trazos calientes e inestables, zonas de fricción entre placas
desiguales, entre mundos cualitativamente distintos e inconmensurables entre
sí. Las fronteras son líneas potencialmente ilimitadas en su extensión pero
carentes de espesor, en cuyo diseño la realidad despliega tozudamente su
astucia. A estas alturas, podemos afirmar ya que el modelo consuetudinario de
control político, ejercido a través del espacio, no va a ser sustituido sin más
por ningún sistema virtual. Por el contrario, el destino de ambos es
entremezclarse, contaminarse mutuamente. En el caso de la frontera mexicana,
los recursos de control territorial se perfeccionan y complementan con las
nuevas herramientas propias de una globalización cuyas redes virtuales socavan y, a la vez, refuerzan los tradicionales
dispositivos físicos y espaciales, con el resultado paradójico de que la
destrucción del espacio moderno debido al desarrollo de esas mismas redes
cibernéticas acaba suponiendo una extraña vuelta a la geopolítica.
Recapitulemos: en la frontera entre
México y Estados Unidos se han colocado, de momento, 200 cámaras para vigilar
un segmento de 1.254 millas del total que corresponden a la frontera entre
ambos mundos (iba a escribir países). Me
gustaría terminar diciendo algo ahora acerca de los 200.000 ojos que, a día de
hoy, colaboran desinteresadamente en el control de este nuevo limes. Desde luego, estas 100.000 personas, unas
en Tejas, otras, incluso, en Australia, disfrutan de las ventajas de la
globalización y parece que a ellos la red sí les está emancipando realmente. Su
bienestar no es virtual. Asistimos, en este caso, al reverso digital de la
revuelta de París que recordábamos más arriba: si la chusma banlieusard clamaba por salir del gueto, los
vigilantes domésticos de Tejas luchan por no perder las ventajas del sistema,
por no salirse de él, por no desespacializarse. Las
herramientas virtuales, controladas por unos, se utilizan con el fin de que los
privilegios no sean compartidos por los otros. El desalentador resultado es que
el potencial emancipatorio de la red se ha perdido prematuramente,
convirtiéndose ésta en un mero digital management, es
decir, un nuevo y sofisticado instrumento de dominación. Sin alambradas no hay
Telépolis.
Publicado originalmente con el título "Las tecnologías avanzan, los muros crecen" en El País (06/08/2009).