Tom Wolfe, azote pop

Tom Wolfe vestía de un modo atildado y
anacrónico, casi ridículo. Los impecables trajes blancos, las corbatas de
estrellas no menos blancas sobre fondo azul, el pañuelo en el bolsillo de la
chaqueta, los botines en fin, fueron tal vez el emblema con el que el nieto de
un fusilero confederado quiso expresar su heterodoxia, o tal vez simplemente
—como reconoció un día Gay Talese, otro de los dandis del llamado ‘Nuevo
periodismo’— el modo de hacerse respetar por gentes de variada condición, desde
el obrero hasta el magnate. Llegar a todas las clases, inspeccionarlo todo con
el olfato de un sabueso y dar cuenta de ello con la despiadada agudeza del
cirujano fueron las señas de Wolfe y de aquella generación de periodistas
—Capote, Didion y el ya citado Talese— que dio fe del esplendor capitalista y
consumista de los Estados Unidos, y también de sus muchas miserias.
El periodismo de Wolfe fue un periodismo singular, de corte literario, incluso
vanguardista, rasgos que hacen que sus crónicas escritas hace cincuenta años
sobre temas dispares y menudos puedan leerse hoy tan bien como las novelas que
le procuraron fama y dinero, como La hoguera de las vanidades o Elegidos
para la gloria. Fueron crónicas a las que Wolfe dio la forma de libros,
pero crónicas al fin y al cabo cuya escritura acelerada e impresionista
abordaba la realidad desde muchos y a veces contradictorios ángulos. En la
América de las décadas de 1960 y 1970, esta mirada caleidoscópica tenía, por
fuerza, que alcanzar también a la arquitectura, una disciplina que Wolfe no
dejó de frecuentar de un modo u otro a lo largo de la carrera. Su visión de la
arquitectura y los arquitectos fue crítica, feroz incluso, muchas veces
injusta, pero nunca banal. De hecho, quien quiera hacerse una idea vívida de
las polémicas que se cocieron en la profesión por aquellos años, y de cómo
estas fueron recibidas por la opinión pública, más que buscar en manuales
académicos, debería frecuentar algunos libros de Wolfe.
Debería frecuentar, por supuesto, el vitriólico ¿Quién teme a
la Bauhaus feroz? (1981), la despiadada historia del grupo de arquitectos
expulsados de la Europa totalitaria —con Walter Gropius a la cabeza— que,
contra todo pronóstico, consiguieron que las élites de los Estados Unidos les
entregaran las llaves del reino para llevar a cabo su programa radical de
'empezar de cero'. O El coqueto aerodinámico rocanrol color
caramelo de ron (1965), surgido de la fascinación por la cultura pop y
playera de los años 1960 —la misma que sintió, a su modo, Reyner Banham—, pero
que resulta ser a la postre una caricatura ácida de los edificios de Las Vegas
—los edificios que Wolfe ‘descubrió’ al mismo tiempo que Venturi— y de las
‘casas del futuro’ a la manera de los Smithson o de los ambientes
electroacústicos, amén de otros asuntos interesantemente banales, como la tabla
hawaiana, los dragsters o los coches tuneados. Y también debería
frecuentar libros —ahora que los ambientes psicodélicos parecen haberse puesto
de moda entre los estudiosos de la arquitectura—como Ponche de ácido
lisérgico (1968), una especie de crónica del strip en el que se
embarcaron el escritor Ken Kesey y un grupo de iluminados para atravesar
Estados Unidos de costa a costa con un declarado fin orgiástico-revolucionario:
abrir las puertas de la percepción a través de la ayuda indisimulada del LSD.
Es una lástima que a Tom Wolfe no le haya quedado tiempo para presentar con su escritura precisa y despiadada los escenarios ridículos y amenazantes de los años que corren y de los que están por venir.