Menu
X

Artículos

Libros

Reseñas

X

Un país, dos almas

Eduardo Prieto

Durante siglos, Japón no fue solo la porción más lejana del lejano Oriente; fue también la más misteriosa, pues sus autoridades se preocuparon de protegerla de los mercaderes, misioneros y soldados europeos que intentaban convertir el país en un protectorado. La prudencia japonesa hizo que, más tarde, la apertura del país a la Revolución Industrial y al intercambio cosmopolita no fuera una decisión impuesta desde fuera, sino un acto de voluntad política que se tradujo en una de las metamorfosis más extraordinarias que haya experimentado una nación a lo largo de la historia.

La metamorfosis lo trastocó todo. La economía, que pasó de estar sostenida en la agricultura, la artesanía y el comercio, a depender de la industria. La sociedad, que sustituyó los valores y ritos feudales por los burgueses. La cultura, que fue infiltrándose de la filosofía y arte de Occidente. Y asimismo la arquitectura, forzada a atender al crecimiento de las ciudades y a la irrupción de las tecnologías foráneas con respuestas que no gustaron a todos, de manera que pronto hubo voces voces que se lamentaron de que el bucólico paisaje de aldeas y pequeñas ciudades representado en las estampas de Hiroshige y Hokusai hubiera sido sustituido por el territorio desastrado de la modernidad. Como la España del desarrollismo, también Japón se volvió feo.

Los ambivalentes resultados de la modernización dieron pábulo a la tradicional suspicacia japonesa frente a lo extranjero, y animaron a los intelectuales del país a seguir protegiendo lo propio. Lejos de devenir en imitación servil, la relación con lo foráneo siguió el modelo de “un país, dos sistemas”, y así, el Japón que en lo económico seguía a Europa, en lo cultural se preciaba de cuidar sus propias tradiciones. Este difícil equilibrio explica que la irrupción de los estilos arquitectónicos de Occidente tuviera un alcance limitado.

De hecho, durante la primera mitad del siglo XX, puede decirse que la arquitectura japonesa influyó más en la occidental que al revés. Lo sugiere el caso de Frank Lloyd Wright, que vio en la arquitectura de Japón un modelo anticlásico y digno de admiración. Lo sugiere también el ejemplo de Bruno Taut, que en la década de 1930 vivió en el país y escribió un asombrado, elogioso e influyente libro sobre el habitar japonés. Y lo sugieren los autores locales como Tanizaki, que en su Elogio de la sombra comparó los tipos de retrete y los modos de defecar orientales y occidentales, para ensalzar la comunión con la naturaleza propia de la casa japonesa y denunciar el aislamiento de la europea. Nótese que, en todos estos autores, el Japón que interesaba a Occidente y el Japón que se defendía de Occidente no era el profundamente trastornado por la industrialización, sino el tradicional, en trance de desaparecer. Al exotismo y al tradicionalismo siempre le han gustado los cantos de cisne.

El verdadero canto de cisne del aislamiento japonés fue Hiroshima. Al hongo atómico siguió el hongo cultural que infestó el país con los códigos estéticos de Occidente. No es casualidad que el fin de la guerra diera pie a la ‘occidentalización’ profunda de la arquitectura japonesa. Y no es casualidad tampoco que la primera obra del arquitecto que guio este proceso, Kenzo Tange, fuera un monumento a los muertos de Hiroshima. Influido por Le Corbusier, Tange creyó en los edificios levantados sobre pilares, en el hormigón visto y en las grandes infraestructuras, y contribuyó con eficacia a la reconstrucción de su patria. Su arquitectura expresiva casó bien con el desarrollismo de las décadas de 1950 y 1960, y en cierto sentido puede considerarse heroica. De ahí su influencia en los arquitectos más jóvenes, como Kikutake, Kurokawa e Isozaki, que por un tiempo soñaron con inquietantes ciudades de hormigón, levantadas en el aire o posadas sobre el mar, cuya impronta futurista está patente, por ejemplo, en la Capsule Tower en Tokio, una suerte de ilustración de Blade Runner avant la lettre.

Si Tange y sus discípulos encarnaron el optimismo desarrollista del Japón posbélico, un arquitecto más joven, Tadao Ando, representó una conciencia arquitectónica más crítica, acaso más madura. Espíritu autodidacta, Ando asumió el lenguaje de Occidente y siguió confiando en las virtudes del hormigón, pero no renunció a la tradición japonesa. Sus edificios son sensibles a la naturaleza pero no por ello menos monumentales, resultan fluidos sin dejar de ser solemnes, como si en ellos se conciliasen el Panteón de Roma y el palacio de Katsura. Por ello, la arquitectura de Ando contrasta con la de Toyo Ito, su estricto contemporáneo, que es radicalmente innovadora, formalista, desinhibida, y expresa bien tanto la condición ultratecnológica de la sociedad japonesa como su atomización nómada en el marco del Tokio globalizado e incomprensible. El Tokio de Lost in Translation.

Ito y Ando representan bien las pulsiones contradictorias que caracterizan al Japón actual. Un país en el que el culto al orden social convive con el más creativo desorden urbano, el desenfreno ultracapitalista quiere ser compatible con la quietud sintoísta, y la entrega a la globalización no es óbice para el respeto a las tradiciones. Son rasgos que a su manera sigue expresando la arquitectura de los más jóvenes: la de SANAA y sus construcciones atmosféricas que se conciben como paisajes; la de Sou Fujimoto y sus juegos formales y tipológicos; y la de Junya Ishigami y sus instalaciones tan desmaterializadas que parecen desafiar a la propia arquitectura. Son solo algunos de los ejemplares más sobresalientes del ecosistema complejo, vibrante y en buena medida refractario a las taxonomías, que es hoy la arquitectura japonesa.