Un país, dos almas

Durante siglos, Japón no fue solo la porción más
lejana del lejano Oriente; fue también la más misteriosa, pues sus autoridades
se preocuparon de protegerla de los mercaderes, misioneros y soldados europeos
que intentaban convertir el país en un protectorado. La prudencia japonesa hizo
que, más tarde, la apertura del país a la Revolución Industrial y al
intercambio cosmopolita no fuera una decisión impuesta desde fuera, sino un
acto de voluntad política que se tradujo en una de las metamorfosis más
extraordinarias que haya experimentado una nación a lo largo de la historia.
La metamorfosis lo trastocó todo. La economía, que
pasó de estar sostenida en la agricultura, la artesanía y el comercio, a depender
de la industria. La sociedad, que sustituyó los valores y ritos feudales por
los burgueses. La cultura, que fue infiltrándose de la filosofía y arte de
Occidente. Y asimismo la arquitectura, forzada a atender al crecimiento de las
ciudades y a la irrupción de las tecnologías foráneas con respuestas que no
gustaron a todos, de manera que pronto hubo voces voces que se lamentaron de
que el bucólico paisaje de aldeas y pequeñas ciudades representado en las
estampas de Hiroshige y Hokusai hubiera sido sustituido por el territorio desastrado
de la modernidad. Como la España del desarrollismo, también Japón se volvió
feo.
Los ambivalentes resultados de la modernización dieron
pábulo a la tradicional suspicacia japonesa frente a lo extranjero, y animaron
a los intelectuales del país a seguir protegiendo lo propio. Lejos de devenir
en imitación servil, la relación con lo foráneo siguió el modelo de “un país,
dos sistemas”, y así, el Japón que en lo económico seguía a Europa, en lo
cultural se preciaba de cuidar sus propias tradiciones. Este difícil equilibrio
explica que la irrupción de los estilos arquitectónicos de Occidente tuviera un
alcance limitado.
De hecho, durante la primera mitad del siglo XX, puede
decirse que la arquitectura japonesa influyó más en la occidental que al revés.
Lo sugiere el caso de Frank Lloyd Wright, que vio en la arquitectura de Japón
un modelo anticlásico y digno de admiración. Lo sugiere también el ejemplo de Bruno
Taut, que en la década de 1930 vivió en el país y escribió un asombrado, elogioso
e influyente libro sobre el habitar japonés. Y lo sugieren los autores locales
como Tanizaki, que en su Elogio de la sombra comparó los tipos de retrete
y los modos de defecar orientales y occidentales, para ensalzar la comunión con
la naturaleza propia de la casa japonesa y denunciar el aislamiento de la europea.
Nótese que, en todos estos autores, el Japón que interesaba a Occidente y el
Japón que se defendía de Occidente no era el profundamente trastornado por la
industrialización, sino el tradicional, en trance de desaparecer. Al exotismo y
al tradicionalismo siempre le han gustado los cantos de cisne.
El verdadero canto de cisne del aislamiento japonés
fue Hiroshima. Al hongo atómico siguió el hongo cultural que infestó el país con
los códigos estéticos de Occidente. No es casualidad que el fin de la guerra
diera pie a la ‘occidentalización’ profunda de la arquitectura japonesa. Y no
es casualidad tampoco que la primera obra del arquitecto que guio este proceso,
Kenzo Tange, fuera un monumento a los muertos de Hiroshima. Influido por Le
Corbusier, Tange creyó en los edificios levantados sobre pilares, en el
hormigón visto y en las grandes infraestructuras, y contribuyó con eficacia a
la reconstrucción de su patria. Su arquitectura expresiva casó bien con el desarrollismo
de las décadas de 1950 y 1960, y en cierto sentido puede considerarse heroica.
De ahí su influencia en los arquitectos más jóvenes, como Kikutake, Kurokawa e
Isozaki, que por un tiempo soñaron con inquietantes ciudades de hormigón,
levantadas en el aire o posadas sobre el mar, cuya impronta futurista está
patente, por ejemplo, en la Capsule Tower en Tokio, una suerte de ilustración
de Blade Runner avant la lettre.
Si Tange y sus discípulos encarnaron el optimismo
desarrollista del Japón posbélico, un arquitecto más joven, Tadao Ando,
representó una conciencia arquitectónica más crítica, acaso más madura.
Espíritu autodidacta, Ando asumió el lenguaje de Occidente y siguió confiando
en las virtudes del hormigón, pero no renunció a la tradición japonesa. Sus
edificios son sensibles a la naturaleza pero no por ello menos monumentales, resultan
fluidos sin dejar de ser solemnes, como si en ellos se conciliasen el Panteón de
Roma y el palacio de Katsura. Por ello, la arquitectura de Ando contrasta con
la de Toyo Ito, su estricto contemporáneo, que es radicalmente innovadora,
formalista, desinhibida, y expresa bien tanto la condición ultratecnológica de
la sociedad japonesa como su atomización nómada en el marco del Tokio globalizado
e incomprensible. El Tokio de Lost in Translation.
Ito y Ando representan bien las pulsiones
contradictorias que caracterizan al Japón actual. Un país en el que el culto al
orden social convive con el más creativo desorden urbano, el desenfreno
ultracapitalista quiere ser compatible con la quietud sintoísta, y la entrega a
la globalización no es óbice para el respeto a las tradiciones. Son rasgos que a
su manera sigue expresando la arquitectura de los más jóvenes: la de SANAA y
sus construcciones atmosféricas que se conciben como paisajes; la de Sou
Fujimoto y sus juegos formales y tipológicos; y la de Junya Ishigami y sus instalaciones
tan desmaterializadas que parecen desafiar a la propia arquitectura. Son solo
algunos de los ejemplares más sobresalientes del ecosistema complejo, vibrante
y en buena medida refractario a las taxonomías, que es hoy la arquitectura
japonesa.