Un paseo por la Castellana (hasta la nueva Chamartín)

En 1978, Antón Capitel repasaba en las páginas de Arquitecturas Bis la historia del Paseo
de la Castellana, y lo hacía a la luz de una tensión que sirve para definir en
general al urbanismo contemporáneo: la que se da entre la voluntad formalista y
utópica de la ciudad ‘análoga’ o ciudad de los arquitectos, y la tendencia
inconsciente y pragmática de la ciudad ‘real’ o ciudad del capital. El profesor
Capitel asumía esta dialéctica para denunciar que los intentos de dar forma
arquitectónica al nuevo Madrid habían resultado en fracasos. Primero, el
fracaso de la utopía lírica y autocrática del Plan Bidagor, cuya inanidad fue
directamente proporcional a su ambición. Y después el de la vanguardia asociada
a la revista Nueva Forma, cuya aspiración a recuperar el arte y la
cultura para la ciudad fue desbaratada por las fuerzas ‘inconscientes’ que en
la década de 1960 ya habían transformado Madrid en una urbe desarrollista, una
urbe del capital.
Pasadas más de cuatro décadas, las reflexiones de Capitel siguen resultando pertinentes, aunque lo sean no tanto porque convaliden la mencionada tensión entre ‘lo análogo’ y ‘lo pragmático’ cuanto porque evidencian que, en el caso de Madrid, esa tensión estuvo desde el principio impostada, fue una falsa tensión. Desde su floruit desarrollista, la gran avenida de la ciudad nunca ha sido un eje de edificios, sino de infraestructuras. Tampoco es una calle, ni siquiera un ‘paseo’ —nadie ‘pasea’ por el Paseo de la Castellana—, pues se trata en rigor de un pragmático eje urbano y territorial de comunicación y servicios. La Castellana está hecha de edificios en la medida en que un edificio pueda estar hecho de ladrillos o de otros materiales: de manera física, no conceptual. Y así, más allá de verse como un collage de partes arquitectónicas, la principal avenida madrileña de entenderse mejor como una suerte de ‘cinta de transporte’ urbano —si optamos por la metáfora mecánica—, o de ‘columna vertebral —si se prefieren las analogías naturales— o incluso de ‘río’ —si se uno se ciñe a la connotación hídrica de la palabra ‘avenida—.
De las tres metáforas, la del río es acaso la más precisa, por dar cuenta del origen de la Castellana. La posibilidad crear una gran avenida en el borde oriental de la ciudad dependió en buena medida del hecho de que tal borde no se urbanizara hasta el siglo xviii, habida cuenta de que por él discurrían el Valnegral y la Fuente Castellana que al cabo daría nombre al ‘paseo’: dos arroyos que abastecían de agua de riego a su entorno y que probablemente formaron parte también del sistema de qanats musulmanes. Perdida su condición hídrica a finales del siglo XIX —o cuando menos soterrada—, el paseo de la Castellana fue convirtiéndose en una rambla de corrientes humanas cuyo caudal no dejó de crecer debido al uso del coche, hasta el punto de que el paseo acabara deviniendo en avenida primero y después en implícita autopista.
Desde las visionarias propuestas de Zuazo y Jansen (1929) hasta los últimos planes de ordenación urbana de Madrid (de 1985, 1997 y 2015), pasando por el intento de construir una Castellana anacrónicamente ‘análoga’ a través del ya citado Plan de Bidagor (1941), todos los documentos de planeamiento de la capital han partido de la premisa —o mejor del hecho consumado— de que la Castellana es una avenida de circulación fundamentalmente rodada. Por ello, resulta difícil resistirse a la tentación de tratarla menos como avenida que como strip o canal que se percibe en marcha y a cierta velocidad, y cuya razón de ser sería ligar una serie de acontecimientos visuales, de fragmentos arquitectónicos. Así considerada, la Castellana se presentaría como el fruto de la creatividad del capital, de cierto pintoresquismo espontáneo y eficaz a la hora de funcionar como ‘pegamento’ urbano.
Columna vertebral
El Paseo de la Castellana es un río que canaliza
flujos de toda laya, pero también es una columna vertebral que da consistencia
a un conjunto de barrios disímiles. Contra lo que pueda pensarse, esta función
vertebradora fue un descubrimiento tardío. Ni el Plan Castro de 1860 ni la
planimetría subsiguiente, como la de Ibáñez de Ibero (1876), asociaron a la
avenida con ninguna función fuera de la de un paseo de borde, mera prolongación
del salón del Prado construida para el disfrute de lo que Castro denominaba
‘barrios aristocráticos’. Hay que esperar al plano de Emilio Valverde (1900)
para encontrar a la Castellana convertida, potencialmente, en un eje norte-sur
merced a la prolongación realizada en las últimas décadas del siglo XIX con el
objetivo de conectarla con el llamado Camino de Francia. Pero esta intervención
consistió más en la ampliación de una infraestructura que en una ampliación en
verdad urbana, de manera que, para ser el eje estructurante de Madrid, la
Castellana tuvo que esperar a 1933, cuando, en el marco del Plan Zuazo-Jansen,
y a instancias de Indalecio Prieto, se demolió el Hipódromo de la Castellana
que hasta entonces había hecho las veces de fondo de saco del paseo, y comenzó
a urbanizarse lo que, a partir de 1939, se llamaría la ‘Avenida del
Generalísimo’.
Con ello se sentaron las bases para que la Castellana pudiera asumir una de las funciones primordiales que iba a desempeñar enseguida: la absorción de los muchos pueblos y caseríos que desde siempre habían rodeado a Madrid, y también de los asentamientos más o menos informales que habían comenzado a brotar a finales del siglo XIX, tanto por el sur como por el norte de la ciudad. En 1929 Zuazo y Jansen vieron en la ampliación de la Castellana una herramienta eficaz de integración urbana; idea en el que profundizó el propio Zuazo en su Plan Regional de Madrid, finalizado en los últimos meses de la Guerra Civil y que influyó en el Plan de Bidagor. La Castellana pasó a ser la fibra territorial que permitió coser a las tramas geométricamente claras y constructivamente consolidadas del Ensanche los retazos agrícolas de pueblos como Chamartín de la Rosa y Hortaleza y los retales de arrabal como Tetuán y Cuatro Caminos, así como algún pedazo suelto de difícil clasificación, como la Ciudad Lineal.
La condición de la Castellana como pegamento urbano no hizo sino acentuarse durante el desarrollismo franquista y las primeras décadas de la democracia. Ni siquiera la consolidación de la plaza de Castilla en los noventa por medio del presunto cierre monumental del eje urbano, pudo frenar su crecimiento. Por el contrario, la construcción de los cuatro rascacielos entre 2004 y 2009 confirmó la función conglomerante de la Castellana al prolongar de facto el eje hasta su encuentro con la M-30, de tal modo que pudiera incorporarse a la trama urbana el patchwork de islas urbanas, dotaciones dispersas y zonas baldías que quedaban desperdigadas entre los poblados chabolistas de la Ventilla (que se reabsorbieron mediante la creación del barrio de la avenida de Asturias) y la inmensa playa ferroviaria de la Estación de Chamartín.
Utopías del ferrocarril
El caso de Chamartín —en el que enseguida profundizaremos— no hace sino recordar la condición espontáneamente pintoresca de la Castellana en cuanto ‘arteria’ o ‘río’ infraestructural. La principal calle de Madrid no es solo el strip que liga episodios arquitectónicos muy diferentes, y el pegamento territorial que consolidó el patchwork de los alrededores de Madrid: es sobre todo una corriente inmensa y entrópica que va arrastrando todo tipo de objetos en su fluir y al que se abren esas dos ‘riberas’ o frentes urbanos que la dotan de su —siempre un tanto precaria— dimensión arquitectónica. Una corriente que, además, resulta doble, pues por debajo del caudal de calzadas, aceras, árboles, coches y edificios se extiende el caudal de las infraestructuras: las inmensas redes —metro, ferrocarril, agua, alcantarillado— que calan el subsuelo de la gran avenida. Puede decirse que el río visible de la Castellana tiene su pendant imprescindible en una especie de río subterráneo que arrastra los fluidos variopintos y crecientes de la ciudad moderna.
De todas estas redes subterráneas, solo la de ferrocarril puede asociarse de manera genuina con el paseo de la Castellana. Ya el Plan de Zuazo y Jansen de 1929 —asumido en parte por los planes de Indalecio Prieto para transformar la capital— concibió la Castellana como un eje ferroviario enterrado y de unos siete kilómetros de longitud cuyos dos polos serían la Estación de Atocha levantada en 1892 y la nueva estación que se planteaba construir en Chamartín como alternativa a la del Norte. Postergado por la guerra y las carestías de las dos primeras décadas del Régimen de Franco, el proyecto solo pudo materializarse en 1967, con la construcción del edificio de Corrales y Molezún y un ‘túnel de la risa’ in nuce que trajo consigo tanto los nuevos apeaderos de Recoletos y Nuevos Ministerios cuanto los enlaces directos con la línea Madrid-Zaragoza en Coslada y la línea Madrid-Irún en Las Matas. Con esta intervención, que a su manera materializaba lo planeado durante la II República, la Castellana subterránea se convirtió en el elemento de conexión territorial de la ciudad con la circunvalación ferroviaria. Advenía así el reparto de flujos del Madrid contemporáneo.
Acrecentada por los proyectos ferroviarios, la posición estratégica y territorial de la principal calle de Madrid no ha hecho sino acentuarse. En 1992, con ocasión de la Exposición Universal de Sevilla y la creación de la nueva red de AVE, Rafael Moneo inauguró la ampliación de la vieja Estación del Mediodía o Atocha. Obra fundamental para estructurar la ciudad, la de Atocha fue una difícil empresa que, allende de su vocación cívica y simbólica —mucho mayor que la de la lacónicamente funcionalista Chamartín de Corrales y Molezún—, dio cuenta con su gran escala del inmenso trazado subterráneo que ya tenía por entonces la Castellana y que se iría completando con las muchas ramificaciones de la línea ferroviaria que se han ido acometiendo desde los noventa, entre ellas la duplicación del ‘túnel de la risa’ —conectado a la Estación de Sol— y la construcción de un tercer túnel, el del AVE, que unirá las estaciones situadas en los dos extremos del eje más caudaloso y entrópico de Madrid.
El Distrito Norte como síntoma
Pero, más allá de Atocha y de las sucesivas
ampliaciones de los trazados subterráneos, la intervención que confirma el
sentido ferroviario y territorial de la Castellana es el soterramiento de las
playas de Chamartín para dar pie a un nuevo barrio —MNN, Madrid Nuevo Norte— y
a una nueva estación. Se trata del proyecto más ambicioso y complejo que se va
a llevar a cabo en Madrid desde la década de 1960, pero probablemente también
uno de los más desalentadores. A lo largo de veinticinco años, se reconvertirán
327 hectáreas de uno de los extremos de Madrid, con el propósito de integrar en
la trama urbana un fragmento de la ciudad tradicionalmente marginado pero
atractivo por su situación estratégica. Atractivo en cuanto puerta de acceso
que quiere equilibrar la ciudad por su parte septentrional, tanto en lo que
toca a la circulación cuanto a lo que atañe a los usos y dotaciones, además de
acomodar en la zona un gran parque o ‘pulmón verde’, por utilizar la expresión
que gusta tanto a los políticos. Esta gran operación —‘Operación Chamartín’ fue
de hecho uno de los nombres que ha recibido el empeño a lo largo de sus más de
treinta años de dificultosa gestación— se financiará con las plusvalías
derivadas del cambio de uso y titularidad del suelo; todo ello sin que las
Administraciones tengan que embarcarse en inversiones inasumibles, dado que los
principales agentes de la operación inmobiliaria son privados.
La historia de la intervención da cuenta, por su complejidad y sobre todo su desenlace, de la crisis del modelo de gestión del suelo urbano. Si tradicionalmente se había optado por consorcios públicos o concesiones que permitían la explotación del suelo público por parte de los inversores privados a cambio de un canon, en la operación Chamartín —ligada en primera instancia a un concurso convocado en 1993 y cuya parte arquitectónica se encomendó a Ricardo Bofill—, se pensó en un modelo muy distinto: el suelo público quedaba desafectado para convertirse en objeto de comercialización por parte de una sociedad mercantil que asumía la mayor parte de la carga inversora y compensaba económicamente a la entidad propietaria del suelo, Adif. En buena medida inédito, este el modelo traía consigo la semilla de la discordia, pues implicaba desde el principio un conflicto de intereses: el de los promotores privados, con su voluntad de conseguir la mayor edificabilidad posible para hacer rentable la operación; y el interés de las entidades públicas —en este caso el Ayuntamiento de Madrid—, preocupadas por que una parte considerable de esa nueva edificabilidad se dedicara a vivienda social y quedara enmarcada en sus planes urbanísticos. Si a este conflicto se suman los cambios de Gobierno, la redacción de planes generales, las crisis económicas y los peculiares devenires de los agentes privados, el resultado no ha dejado de ser el previsible: un proceso que ha ido languideciendo a lo largo de treinta años y que solo en última instancia, durante la alcaldía de Manuela Carmena, se salvó por el pragmatismo de creer que, a esas alturas, hacer algo era mejor que no hacer nada.
Es cierto que el proyecto aprobado reducía la edificabilidad al tiempo que aseguraba la construcción de más vivienda protegida y más zonas verdes, amén de hacerse eco de las inquietudes contemporáneas por la movilidad. Pero no es menos cierto que la preocupación cuantitativa —verdadero leitmotiv del proceso— ha arrumbado a un segundo lugar la cuestión del sentido urbano y formal que se le debía dar a la operación, no en vano el último o penúltimo episodio de la historia del eje más importante de Madrid. Un sentido que no se puede asimilar al simple compromiso entre los agentes implicados, ni al pacto entre los intereses privados y lo públicos, pues concierne a la pregunta fundamental de si, en lo que toca a una operación que va a definir durante siglos la huella de trescientas hectáreas de suelo urbano, el hecho de que se haga algo —de que se haya encontrado una salida honrosa a una situación estancada— resulta suficiente.
Abundando en al asunto cívico, no deja de sorprender la desproporción entre el tiempo que consumía la distribución cuantitativa y económica —parte del león de Madrid Distrito Norte— y la relativa rapidez con que, conforme se parecía llegar a un acuerdo, se lanzaban imágenes del proyecto. Dar forma a una ciudad no es asunto fácil, y, como hemos visto, la Castellana, en cuanto eje de circulación y consolidación territorial, se ha mostrado siempre escurridiza a la planificación. Pero esto no debería haber quitado para que, en los cientos de hectáreas del suelo ferroviario de Chamartín —un entorno bien acotado y ligado a una sola operación—, se hubiera dado un debate público sobre el diseño, sobre la forma urbana. Esto, sin duda, habría exigido más tiempo —un recurso al parecer inasumible en un proceso que ha consumido ya tres décadas—, y habría pasado por convocar concursos abiertos —algo prescindible cuanto los gestores del suelo son privados—, pero habría ayudado, cuando menos, a atenuar la falta de carácter del proyecto que va a llevarse a cabo.
Un proyecto, el de MNN, que, por otro lado, no puede ser más implícitamente consciente de sus limitaciones, pues se ha planteado desde el principio menos como una aserción que como una suma de correcciones. En primer lugar, la corrección de las densidades edificatorias para crear complejidad y vida urbana, cuyo resultado ha sido una ecléctica combinación de tipos y tramas que pretende remedar la imagen —que no la estructura real— de las ciudades ‘exitosas’. La corrección, después, de los usos, para evitar la ominosa zonificación del planning moderno, pero haciendo depender el empeño más de una mezcla cuantitativa que de una forma urbana convincente. Y por último la corrección de los modelos de ciudad basados en el automóvil, el asfalto y los pavimentos duros, mediante una serie de estrategias —zonas verdes, movilidad pública— que responden a los criterios de esa sostenibilidad que ha acabado siendo tan socorrida tanto para los políticos como para las empresas. El resultado es una propuesta que, si en lo temático resulta pertinente, en lo formal no parece ir más allá de crear cierto orden extendido —cinco kilómetros de isla urbana—, cierto perfil en altura —se construirán trece rascacielos de más de cien metros, entre ellos el más alto de España— y cierto plano de suelo que consigue un buen porcentaje de mancha ‘verde’. Todo ello pasado por la imagen, probablemente atractiva para el gran público, de cierto manhattanismo contemporáneo, por amable y sostenible.
Las premuras cuantitativas han impedido una lectura pausada, cualitativa, de esa difícil parte de la ciudad y de su relación con la Castellana, eje territorial de Madrid. ¿Es adecuado que el nuevo distrito dependa de una calle, la de Agustín de Foxá, que discurrirá a lo largo de la fachada de quinientos metros de la nueva estación y luego por varios kilómetros para morir en una suerte de fondo de saco? ¿Es el manhattanismo de un downtown amable el carácter que necesita esta parte de la ciudad? ¿Se puede resolver la anomia urbana con mecanismos tan lábiles como los de este proyecto? ¿No es cierto que la distribución pintoresquista de manzanas cerradas y rascacielos confunde la densidad con la compacidad? ¿Resulta razonable que una intervención que elimina las playas del ferrocarril quede convertida de facto en una isla? ¿Merece la pena soterrar las vías para dar pie a un parque que, de momento, no tiene más carácter que la de ser una extensión verde y decorativa en el plano de Madrid? ¿No debería haberse aprovechado la estructura lineal del enclave para hacer de él un corredor ecológico y de servicios que pudiera conectar el futuro Bosque Metropolitano con la Castellana y reforzar así el sentido territorial de esta avenida?
Son preguntas que los promotores de MNN seguramente podrán responder, aunque lamentablemente no lo pueda hacer por sí mismo el proyecto, y que en cualquier caso se pueden formular también al calor de la reciente adjudicación del proyecto de la nueva Estación de Chamartín, el edificio-infraestructura más ambicioso que van a acometer las Administraciones públicas en los próximos veinte años. Fruto asimismo de unos tiempos marcados por la complejidad administrativa y económica, el concurso se convocó con las mejores intenciones por parte de Adif, entidad cuya larga experiencia en este tipo de dotaciones se tradujo en un exigente pliego de requisitos funcionales, estructurales, constructivos y medioambientales que a la postre no han servido para que las propuestas, salvo excepciones, pudieran atender con éxito a la compleja situación urbana del entorno de la estación.
Un lugar tan determinado por la huella ferroviaria, y un urbanismo tan falto de carácter como el de MNN, requerían que el nuevo Chamartín matizara su condición de gran infraestructura con la de una arquitectura que instalara un verdadero orden urbano a su alrededor. Dar cuenta de las exigentes agendas técnicas y sostenibles del concurso no ha sido garantía para que la mayor parte de las propuestas hayan afrontado en verdad la cuestión del diseño de la ciudad, ni para que hayan entendido la fuerza que la forma urbana puede tener a la hora de salvar de la entropía a un fragmente tan dado a ella como es este de Madrid. El concurso constituía, en este sentido, una excelente ocasión para dotar de carácter a un enclave urbano que ni lo tiene ni parece que lo vaya a tener, y la pregunta es si, habida cuenta de unos resultados urbanísticamente insuficientes, no habría sido necesario un debate más profundo sobre qué puede significar una estación como la de Chamartín en un entorno tan difícil: un debate que podría haber tomado la forma de una suerte de ‘concurso del concurso’.
Las huellas de las decisiones urbanas quedan impresas en las ciudades durante siglos, y la cuestión aquí es si esta responsabilidad mayúscula no debería propiciar otros modos de hacer y de pensar más parsimoniosos, pero también más fecundos. El remate implícito de la Castellana —la avenida territorial del Madrid— habría necesitado una arquitectura de orden, una arquitectura ‘análoga’, que corroborase y al mismo tiempo pusiera en crisis la condición pragmática y territorial que siempre ha tenido la Castellana: columna ósea, pegamento urbano y gran infraestructura del capital y de la capital.