Una plaza no es un parque (y la Puerta del Sol tampoco)

La cuestión de qué debe ser una plaza es tan vieja que,
como casi todas las cosas que merecen la pena, cabe buscarla en los clásicos. Cuenta
Heródoto que, cuando el gran Ciro conquistó las ciudades griegas, lo que más le
inquietó de ellas fueron sus lugares para el trapicheo plebeyo, es decir, sus
plazas o ágoras. Está claro que el rey persa prefería los jardines o “paraísos”
a las que se retiraban los nobles a cazar, actividad a su juicio más digna que
la de ese parloteo entre mercantil y político que propician las plazas y que ha
sido siempre signo de las urbes. Lo supo adivinar el mismísimo Sócrates cuando,
contradiciendo a Ciro, escribió aquello de que él “no tenía que nada que ver
con los árboles en el campo, sino con los hombres en la ciudad”.
Heredera de Sócrates más que de Ciro, nuestra
civilización se ha construido con plazas. Pero al mismo tiempo que se miraba en
esos pedazos de campo vueltos de espaldas al resto —así define las plazas
Ortega—, también fue buscando en la naturaleza aquello que la ciudad no podía
darle. El resultado es conocido: las alamedas, fuentes y parques que han hecho
de nuestras urbes un cruce entre plazas y jardines. Así las cosas, podemos
preguntarnos si la reforma de la Puerta del Sol, una de las intervenciones más complejas
que se han llevado a cabo este año en nuestro país, puede considerarse una
plaza, y si habría gustado más a Sócrates o a Ciro, a los apologetas del ágora
o a los del jardín.
No ha gustado, desde luego, a quienes piensan que ese
enclave madrileño debería haber sido una plaza arbolada, y justifican su
preferencia tanto en el hecho incuestionable de que las ciudades han devenido
en islas de calor, cuanto en el recuerdo amargo de las plazas ‘duras’ y sus
pavimentos de hormigón, sus bancos de faquir y en general su aire un sí es no
es mediterráneo y soviético. Y no dejan de tener su parte de razón: trasformar
nuestras urbes en lugares más verdes y sanos es un proyecto necesario, y convertir
la Puerta del Sol en un lugar ecológico podría haber sido un excelente
manifiesto por una nueva cultura urbana.
Con todo, no son pocas las razones que vuelven ese
manifiesto algo improbable e incluso perjudicial. La primera es física: Sol es
uno de los enclaves españoles con mayor densidad de infraestructuras
subterráneas (saneamiento, agua, electricidad, redes, metro, cercanías), su
suelo está literalmente hueco y, siendo imposible plantar árboles, el
‘verdeamiento’ allí solo podría haber sido cromático o ideológico, nunca cierto.
La segunda razón es conceptual: haber hecho de Sol un salón arbolado —como ya
lo fueron en su día la plaza Mayor madrileña y las de tantas otras ciudades
españolas—, habría dificultado ese civismo espontáneo que hacen posible las
plazas y las plazas hacen visible: ¿se imaginan las campanadas de fin de año o la
acampada del 15M en un parque? La tercera dificultad abunda en la anterior con nuevas
preguntas: ¿es la Puerta del Sol el lugar más adecuado para hacer frente a la
isla de calor? ¿No podrían combatirse mejor sus efectos perniciosos plantando
más árboles allí donde se pueda o recuperando las viejas y eficaces estrategias
de protección solar y ventilación natural?
José Ignacio Linazasoro y Ricardo Sánchez, los
arquitectos ganadores del concurso para intervenir en Sol, han sabido
resistirse a la hoy irresistible imagen de un espacio verde. Su voluntad ha
sido responder con eficacia a la proliferación de desorden que hacía de Sol un lugar
irreconocible. “Ni podíamos ni queríamos plantar un jardín”, declara Linazasoro:
“Nuestro objetivo era recuperar la plaza liberándola del ruido visual del
mobiliario que había proliferado sin razón, de los monumentos que se habían colocado
sin tino y de las infraestructuras que habían emergido allí sin sensibilidad alguna
por el contexto”. Un conjunto de desidias y equivocaciones que impedían que la
plaza madrileña pudiera desempeñar su papel fundamental como escenario de la
vida urbana.
En su propósito ilustrado de limpiar, fijar y dar
esplendor a la Puerta del Sol, Linazasoro y Sánchez han actuado sobre todo
sobre aquello que dificultaba la percepción de la plaza. Así, los quioscos de
prensa y quincallería turística se han agrupado en los extremos, mientras que
las esculturas se resituaban, por primera vez, con cordura. Las populares Oso
y el madroño y Mariblanca, dispuestas en los bordes, han quedado rodeadas
por una cinta de bancos bella y eficaz, mientras que la estatua ecuestre de
Carlos III se ha desplazado del eje de la plaza y girado casi 180º respecto a
su posición inicial, de manera que pueda mirar de frente a sus conciudadanos
con el telón de fondo del Edificio de Correos, uno de los mejores que mandó erigir
el rey constructor.
Mención especial merecen la fuente y el pavimento. La
fuente porque, en la mejor tradición barroca, refuerza la centralidad del
monumento ecuestre y propicia la vida que siempre brota en torno al agua, sin
dejar de aludir a aquel primer surtidor que, a mediados del siglo XIX, trajo el
agua del Canal de Isabel II a la capital. Y el pavimento porque es el artefacto
que cose el difícil conjunto, el damero en el que se mueven las piezas del
juego cívico, esto es, las personas que allí se juntan y contemplan. Las mismas
personas que se hacen ciudadanas en las plazas y sin las cuales las plazas
dejarían de ser plazas y los ciudadanos, ciudadanos.