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Utopías de silicio

Eduardo Prieto

Silicon Valley nació en un garaje; hoy es un conjunto de ciudades-estado. Si en sus relatos de precariedad genial con final feliz, Bill Gates, Steve Jobs y Mark Zuckerberg ligaron sus orígenes a los espacios más sórdidos de la casa o la residencia de estudiantes, las grandes compañías surgidas de estos afanes underground y devenidas inmensos depósitos de dinero y poder compiten ahora por levantar sedes que se parecen más a urbes que a edificios, y menos a urbes que a verdaderas utopías del capital. Es el caso de las construidas en California por tres de las cinco empresas más influyentes del mundo: el Apple Park, un inmaculado disco proyectado por Norman Foster e inspirado por Steve Jobs; el Facebook Campus, una topografía habitada que Mark Zuckerberg encargó a Frank Gehry; y el Google Campus, dos montañas artificiales que Larry Page y sus socios pusieron en manos del niño prodigio de la arquitectura global, Bjarke Ingels.

El interés de estas sedes no está en su tamaño ni en que se deban a ‘arquitectos estrella’ o hayan sido pagadas por empresas cuya facturación supera al PIB de muchos países; es decir: no está en lo estadístico o en lo glamuroso. El interés está en lo tipológico y lo social, por cuanto son edificios que dan una respuesta distinta e inquietante a una pregunta que viene siendo oportuna desde mediados del siglo XIX: ¿cómo representa la arquitectura el poder inasible del capital, el poder de aquello que, según Marx, se disuelve en el aire?

La primera respuesta fue espontánea y se tradujo en aquellas humeantes fábricas manchesterianas que causaron tanto malestar en la opinión pública victoriana. Después, una vez que el capital se hizo más presentable y los negocios se fueron llevando a lo financiero, los edificios corporativos dejaron el suburbio industrial para instalarse en las ciudades, y empezaron a mimetizarse con las arquitecturas de prestigio que antes habían servido sólo para el templo y el palacio. Surgió así la sede corporativa con columnatas, frontones y oropeles dorados, que dio pronto paso a una versión moderna en la que las columnas fueron sustituidas por los muros cortina, y los oropeles de nuevo rico por el sofisticado ‘menos es más’. Pero, fuera cual fuera el estilo elegido, nadie dudaba de que las columnatas o los muros cortina, muchas veces aplicados en rascacielos, eran una manifestación del poder del capital con mayúsculas: un poder que no se avergonzaba de serlo y usaba la arquitectura como vehículo de ostentación.

A diferencia de las grandes corporaciones petroleras, inmobiliarias o financieras de antaño, las tecnológicas son reacias a este tipo de demostraciones literales. En apariencia neutral, su poder no está concentrado sino disperso: es un poder blando y cool que resulta ajeno a los templetes y rascacielos. En este sentido, la novedad de las sedes de Apple, Facebook y Google está en que ya no se ciñen a los estilemas genéricos de la imagen del poder duro —las columnatas del banco o el muro cortina de la torre inmobiliaria, todos ellos intercambiables—, sino que son materializaciones de relatos específicos que tienen que ver sobre todo con los valores empresariales acuñados por un ‘visionario’, ya sea el relato del rigor obsesivo de Jobs o el de la conectividad juguetona de Zuckerberg.

El Apple Park da cumplida cuenta de este peculiar determinismo empresarial y personalista. Construido en Cupertino con precisión reiterativa e ingentes sumas de dinero, el elegante disco evoca los productos no menos elegantes, precisos y caros de Apple. De hecho, el edificio hubiera sido muy distinto sin las aportaciones de un Jobs enfermo que entendió el proyecto como un legado personal. De ahí que el poder que manifiesta el disco centralizado y panóptico no sólo pretenda ser blando, sino también insistentemente limpio: limpio por presentable (las actividades impresentables se realizan en las fábricas chinas); y limpio por sostenible, habida cuenta de que el Apple Park es toda una declaración medioambiental que sustituye los aparcamientos en superficie por plantaciones de frutales ecológicos, y procura a los doce mil empleados de la empresa ese ambiente higiénico, sano y místico en el Jobs vislumbraba el aura de la creatividad.

Igual de ecológico, aunque más afín al espíritu hippy de Silicon Valley, es el campus de Facebook en Menlo Park, un edificio con el que Gehry (90 años) ha dado una respuesta inteligente y poderosa a la voluntad de Zuckerberg (35) de fomentar los encuentros imprevistos entre los trabajadores. Lo ha conseguido creando un espacio informal que en ocasiones semeja más un parque infantil que una oficina, pero que no por ello resulta menos controlado. Por su calidad arquitectónica, la mole topográfica de Gehry y Zuckerberg —en cuya cubierta crecen los árboles como signo de la inevitable superstición New Age por lo verde— tendría mucho que enseñar a las dos montañas gemelas que ha proyectado Bjarke Ingels en Sunnyvale y cuyo esquematismo no va mucho más allá de materializar en una imagen naturalista todos los clichés del ‘ideario Google’: desde la conectividad hasta la sostenibilidad, pasando por la flexibilidad y la escalofriante integración de la vida personal y la laboral.

Risueñas al estilo California e impostadas en su hacer de los ideales empresariales un dogma estético, las sedes de Apple, Facebook y Google en realidad no son edificios, sino ‘parques’, ‘campus’ o ciudades. Ciudades-estado incluso que se pretenden autosuficientes en lo energético y en lo social, y que huyen del caos y las complejidades de las urbes tradicionales para regodearse en su perfección formal, en su utopía controlada. En esto al menos, las sedes de las tecnológicas resultan anacrónicas, por cuanto retoman ese modelo de ciudad corporativa y paternalista que se creía superado hace tiempo. Pero quizá el futuro esté precisamente en eso: en vivir dentro de un panóptico blando y limpio como el espacio virtual, y acogedor y despótico como la casa paterna. En vivir como observado desde el centro —desde el ojo— del inmaculado disco de Apple.