Vacaciones totalitarias, 1. Prora, resort nazi

Que el nazismo
quiso ser una utopía es una constatación tan escalofriante como cierta. Para perdurar,
ninguna dictadura puede sostenerse solo en el crimen: debe proponer también
escenarios de felicidad. Esto explica que la utopía de Hitler tuviera lados
oscuros y lados luminosos: encarcelamiento de disidentes pero construcción de autopistas; aniquilamiento de la democracia pero ciudades jardín; muerte al israelita
pero vacaciones pagadas. Fue una
yuxtaposición eficaz, pues al mismo tiempo que canalizaba el instinto humano de
destrucción atendía a la búsqueda, no menos humana, del bienestar. Para los
nacionalsocialistas, el odio al judío y las vacaciones pagadas, lejos de entrar
en contradicción, eran los polos necesarios de la utopía.
Como todas las
utopías, la nazi fue territorial. El Führer soñó con una Alemania extendida por
los inmensos campos ucranianos. Unos campos que trabajarían las razas
inferiores y sobre los que se tenderían un sinfín autopistas para conectar las nuevas
ciudades higiénicas donde vivirían felizmente los súbditos del Reich. En cada ciudad
habría un parque; en cada casa, un jardín; en cada garaje, un Volkswagen
Escarabajo. La utopía hitleriana era una superestructura del bienestar sostenida
en la infraestructura del homicidio. La vida a caballo de la muerte.
Como su
propósito no era tanto la mejora de cada alemán cuanto el perfeccionamiento de
la raza germánica, la utopía nazi se confundió desde el principio con la eugenesia.
Por un lado, la eugenesia ‘dura’ de la eliminación de judíos, gitanos, tullidos
y enfermos mentales. Por el otro, la eugenesia ‘blanda’ del perfeccionamiento
del ‘cuerpo alemán’ a través del descanso, el deporte y los baños de mar y sol.
Que la última no fue la menos importante lo dejó claro el propio Hitler: “Es
necesario que el trabajador se recupere durante sus vacaciones. Quiero un
pueblo con nervios de acero”.
El Führer
pensaba en los nervios de acero de esos cuerpos duros que exhibían las revistas
nazis, mostraban las películas de montañismo ario o idealizaban los
documentales de Leni Riefenstahl. Cuerpos duros y nervios de acero que se
convirtieron en la obsesión de organizaciones estatales escrupulosamente
gestionadas, como aquella Kraft durch Freude — “Fuerza a través de la alegría”—
cuyo objeto fue el fomento del alpinismo, el senderismo, el coche popular y el
descanso playero, es decir, el tipo de ocio al que aspiraban por su parte las
democracias como Francia, donde se había promulgado una pionera ley de
vacaciones pagadas en 1936. No es casualidad que ese mismo año los nazis
acometieran su mayor proyecto de eugenesia blanda: la construcción de una
ciudad de vacaciones en la isla de Rügen.
Mirado desde la
perspectiva nazi, la elección del lugar no podía ser más conveniente. No solo
era un enclave con clima suave y excelentes playas; era un verdadero paraje
‘germánico’. En pleno auge del nacionalismo, Caspar David Friedrich había
pintado las blancas formaciones cretácicas de la isla. Otro romántico, Carl
Gustav Carus, había descrito sus poderosos acantilados y tupidos bosques. Más
tarde, literatos como Elisabeth von Arnim había convertido Rügen en
protagonista de una novela. Y en los tiempos duros de la I Guerra Mundial
arquitectos como Bruno Taut habían querido hacer de aquel territorio una suerte
de refulgente y colorida obra de landart.
Aunque los nazis
se aprovecharon del imaginario de Rügen, su utopía tuvo poco de romántica. Sorprende
que la singular atmósfera de la isla diera pie a un proyecto tan funcionalista,
tan rígido, tan ‘soviético’. Lejos de evocar la presunta arquitectura nacional alemana
—cuerpos cúbicos, tejados inclinados—, el resort nazi se concibió como un interminable
bloque alineado con la playa de Prora a lo largo de cuatro kilómetros. Era una muralla
rectilínea y gris cuyo colosalismo, a priori tan nazi, respondía a un propósito
higiénico más bien trivial: que los trabajadores alemanes tuvieran vistas al
Báltico y disfrutaran del sol y el viento.
Pero no todo sería
para el cuerpo. En su empeño de fortalecer los músculos y templar los nervios,
los trabajadores quedarían inmersos en el aire limpio y las aguas purificadoras,
pero también quedarían sumergidos en el flujo de propaganda de un gran centro
de ceremonias que se abriría a una gran plaza flanqueada por ondeantes banderas
nazis. Nada se dejaría al azar en el proyecto de crear el “nuevo hombre alemán”.
El hombre con cuerpo duro, nervios de acero y cerebro lavado que muy pronto demostraría
sus aptitudes como soldado del Tercer Reich.
La guerra convocó,
en efecto, a los soldados, al mismo tiempo que abocaba a la ciudad de
vacaciones nazi a tener usos muy distintos a los previstos por su arquitecto, el
muy nazi Clemens Klotz. El ‘Coloso de Rügen’ se convirtió en hospital militar
y, tras los grandes bombardeos de 1944, acogió a millares de refugiados de la
devastada Hamburgo. Después, no sabiendo muy bien qué hacer con aquello, las
autoridades de la Alemania Oriental se lo dejaron al ejército para que los
soldados pudieran adiestrarse —bombas y demoliciones reales de por medio— en
las tácticas de guerrilla urbana. Con la reunificación de 1991, surgió la
polémica: mientras que unos propusieron la destrucción completa del enclave,
otros plantearon el cambio de uso o, mejor dicho, la recuperación del uso
original. Triunfaron los últimos, y hoy Rügen es el destino turístico que no
llegó a ser con los nazis.
En el caso
improbable de que usted quiera pasar sus vacaciones en el Báltico, no tiene más
que alquilar una habitación del resort rehabilitado. Fortalecerá su cuerpo, sin
duda, pero a cambio pagará el precio de recibir la visita nocturna de los lares
nazis, guardianes del sitio. ¿No es acaso otra manera de templar los nervios?