Vacaciones totalitarias, 2. Artek, agitprop playero

Mencionar Crimea es mencionar la guerra ominosa de
Ucrania, es conjurar la Carga de la Brigada Ligera en otra guerra ocurrida hace
casi doscientos años, es convocar imágenes incómodas como la de Stalin,
Roosevelt y Churchill repartiéndose el mundo en el palacio de los zares en
Yalta, o la de un Mijaíl Gorbachov noqueado en su dacha de vacaciones mientras
Yeltsin paraba los tanques a las puertas de la Duma en Moscú. Pero el nombre de
Crimea no se agota en lo luctuoso. Para los rusos y ucranianos, la bella
península del mar Negro evoca también ciertas felicidades ligadas al clima,
trae a la memoria la promesa de esplendor mediterráneo en un país de nieves.
Crimea es, en
efecto, mediterránea. Sus temperaturas se mantienen suaves durante todo el año,
y la presencia del mar y las montañas dota a la isla de microclimas que están
regulados por un flujo constante de brisas. Esto explica que, desde principios
del siglo XIX, Crimea fuera el destino preferido para pasar el verano. Los
aristócratas llegaron primero para construir palacios como el Vorontsov, una
casa de campo inglés trasplantada a una colina al sur de la isla. Después
arribaron los burgueses para colonizar las feraces laderas con villas de corte
italiano. Y al final aparecieron los enfermos en busca de aire limpio, algunos
tan célebres como Anton Chéjov, que vivió sus últimos años en una bonita casa
de Yalta.
De manera que sobre
los bellos parajes de Crimea, mediterráneos pero con un punto de exotismo
oriental, crecieron construcciones de riviera
no muy diferentes de las de la Costa Azul o el litoral ligur. El aire de
familia se lo concedían sus muros blancos, sus torrecillas vagamente
renacentistas y sus pérgolas abiertas al mar, pero no era solo esplendor lo que
había tras esta pantalla de hedonismo pompier,
pues las villas y palacios solían tener por vecinos edificios más siniestros: los
sanatorios en los que los tuberculosos aspiraban a sanarse, casi siempre con
los peores pronósticos. Las bellas costas de Crimea contenían muchos Castorps,
Naphtas y Settembrinis confinados en las particulares montañas mágicas del mar
Negro.
Las primeras
décadas del siglo XX, obsesionadas por la salud, enriquecieron el programa
sanitario de Crimea con un nuevo tipo de dotaciones, las ciudades de vacaciones
para niños, cuyo objeto no era tanto curar como prevenir, es decir, fortalecer
los cuerpos merced al contacto con el sol, el aire puro y la naturaleza. Una
muestra más de la eugenesia blanda tan de la época, que enseguida se tradujo en
la creación de varias instituciones oficiales. Una de ellas, el campamento
Artek de Yalta, fundado en 1924 por el educador y comisario del pueblo Soloviov,
estaba llamada a tener protagonismo insólito en la Rusia soviética.
Al principio,
Artek contó con instalaciones modestas. Era un palacete-sanatorio que apenas se
distinguía de los de los contornos y que en nada sugería la imagen de
modernidad que por entonces pretendía transmitir el Régimen. El enclave, sin
embargo, comenzó a crecer tan pronto como las ideas eugenésicas arraigaron en
el imaginario de la Revolución. Empeñados en construir un mundo nuevo, los
ideólogos comunistas se dieron cuenta de que la mejor manera de hacerlo era diseñar
un nuevo ‘hombre soviético’, perfeccionado a través del cuidado del cuerpo y
adiestrado en el uso de las máquinas para que pudiera convertirse en el
perfecto trabajador estajanovista. Inevitablemente, este proyecto se tradujo en
propaganda, y es imposible no asociar las fotografías de los niños desnudos
bajo el sol de las playas de Yalta con esos cuadros en los que Aleksandr Deineka
pinta jóvenes fornidos que miran un horizonte colonizado por zepelines y
aeroplanos. El progreso de los cuerpos ligado al progreso de las máquinas.
Dotado de este
aparato ideológico, Artek no hizo sino crecer hasta convertirse en el mayor
campo de vacaciones de la Unión Soviética y también en uno de sus principales
focos propagandísticos, hasta el punto de que ya en 1937 acogiera un nutrido
grupo de niños refugiados de la Guerra Civil Española. La evacuación del
enclave entre 1941 y 1945 no supuso más que un parón en un proceso de desarrollo
sin freno que condujo a que, a finales de los años sesenta, Artek contara con
150 edificios, entre ellos hospitales, escuelas, piscinas, gimnasios, estadios
y, por supuesto, un estudio cinematográfico en el que se producía toda suerte
de material agitprop. Que a estas
alturas hubieran pasado por Artek unos 300.000 niños de más de 70 países muestra
lo importante que había llegado a ser todo aquello en cuanto eficaz máquina de
adoctrinamiento y en cuanto aún más eficaz máquina de propaganda. Fueron, de
hecho, muchísimos los ‘invitados de honor’ con los que contó Artek: desde Yuri
Gagarin o Indira Gandhi hasta Jawaharla Nehru y Ho Chi Minh, amén de los
inevitables jerarcas del Partido Comunista. Las imágenes de Stalin, Molotov y
Breznev rodeados de niños en pantalones cortos son escalofriantes.
La caída de la
URSS no supuso el cierre de unas instalaciones formadas por un conjunto inmenso
y ecléctico de edificios desperdigados por las colinas de Yalta. Pero sí le
quitó utilidad, por cuanto el discurso eugenésico y cosmopolita en el que se
sustentaba no terminaba de casar con los tiempos nuevos y los nuevos
propietarios, el Gobierno de Ucrania. De ahí que la invasión de la península en
2014 viniera a asegurar el futuro de Artek. Desde entonces, Vladimir Putin no
ha dejado de invertir en la ciudad de vacaciones, y los niños rusos que pasan
por allí se cuentan por decenas de miles. ¿Es la continuación de una historia
inquietante o el comienzo de otra historia más inquietante aún?