Vacaciones totalitarias, 3. Camp Siegfried, nazis en América

El nazismo fue
desde luego una de las formas del nacionalismo, pero esto no quita para que
Hitler y sus secuaces creyeran en la validez universal de sus, digámoslo así,
principios. Hubo un tiempo incluso en que el nazismo contó con muchos
simpatizantes fuera de Alemania. No solo entre los fascistas de Mussolini y Franco,
sino también en los países anglosajones, con los que Hitler intentó
congraciarse merced a esa mezcla de paternalismo y desdén que los primogénitos
suelen aplicar a sus hermanos.
La Internacional
Nazi tuvo cierto éxito. En Gran Bretaña, el establishment
se vio forzado a hacer frente a la Unión Fascista Británica de Oswald Mosley y
su mujer Diana Mitford, amiga de Hitler e íntima de los también filonazis
duques de Windsor. En Irlanda, el IRA colaboró con los servicios secretos
alemanes en el empeño común de debilitar al Imperio Británico. Y en los Estados
Unidos, el apoyo a Hitler fue tan importante como para alimentar las ilusiones
de una filial autóctona, el Partido Nazi de América, y para sostener una popular
liga pronazi —la German American Bund— cuyo lema resultará familiar al lector: ‘American
First’.
En su novela, La conjura contra América, Philip Roth plantea
una escalofriante contrautopía: ¿qué habría pasado si las elecciones de 1939
las hubiera ganado Charles Lindbergh, el ultraderechista héroe de la aviación,
en lugar de Franklin D. Roosevelt? La hipótesis de Roth no deja de tener cierto
fundamento: en 1939 eran más los aislacionistas que los probritánicos en los
Estados Unidos, y la German American Bund había conseguido reunir en Madison Square
Garden a 20.000 simpatizantes que esgrimieron sus esvásticas en el corazón de
Nueva York.
Hay varias
maneras de explicar estas incómodas afinidades. Por entonces seguía muy viva la
crisis económica que no en vano había dado alas al nazismo alemán, y el debate
sobre la neutralidad de los Estados Unidos se confundía con las proclamas sobre
la conservación de los ‘valores americanos’ y la resistencia frente al
comunismo internacional. A reforzar la filia germánica ayudaba también la
demografía, pues los inmigrantes de origen alemán eran la minoría más amplia de
los Estados Unidos y se preciaban de mantener sus costumbres. Con todo, es
probable que el efímero esplendor nazi en América no habría sido tal sin el
apoyo logístico y la financiación encubierta del Tercer Reich, que impulsó no
solo grandes manifestaciones como la de Nueva York sino también una red más
sutil y eficaz de campamentos nazis para jóvenes, versión hard del escultismo o versión light
de los lager de las Juventudes
Hitlerianas, según se mire.
De los
campamentos repartidos por los Estados Unidos, el más célebre fue el bautizado
como Sigfrido, héroe de la mitología germánica. Camp Siegfried se instaló en
Yaphank, una pequeña población al este de Manhattan que se jactaba de su pedigrí,
pues había sido colonizada por inmigrantes alemanes. En la enfermiza mente de
los filonazis, los tupidos bosques de Yaphank evocaban los de Teotoburgo donde
los germánicos habían obtenido su primera gran victoria, en tanto que las
casitas de madera y tejados a dos aguas recordaban las construcciones típicas
de la Selva Negra. Este injerto de Alemania en Long Island gustó tanto que los
descendientes de alemanes comenzaron a llegar por millares al campamento:
bastaba con tomar el tren fletado a tal efecto en la neoyorquina Penn Station.
Es fácil hacerse
una idea de las actividades del inquietante campo de verano. Aunque el enclave
no tuviera esas montañas que tanto admiraban los nazis, sí contaba con
exuberantes florestas por las que hacer senderismo. El deporte al sol y al aire
fresco moldeaba los cuerpos duros “y con nervios de acero” en los que creía Hitler.
Los juegos paramilitares —sobre todo el ancestral tiro con arco— instruían a
los niños en la violencia controlada. Un portalón con el lema ‘Herzlich
Wilkommen’ —es imposible no pensar en el ‘Arbeit Macht Frei’ del umbral de Auschwitz—
daba la bienvenida al lugar, y en su interior calles con el nombre de Hitler,
Goebbels o Goering y amplias plazas con banderolas hacían posible los mítines en
las que los chavales con esvásticas al hombro desfilaban a golpe de Sieg Heil! ante
la mirada orgullosa de sus padres. Por las noches, los monitores hacían la
vista gorda para que los intercambios sexuales entre los jóvenes propiciaran
una nueva generación de perfectos arios. Bajo la piel de un vivac de boy scouts con praderas verdes, árboles
frondosos, fogatas y tiendas de campaña, latía todo un mecanismo de
adoctrinamiento y eugenesia.
Por supuesto, tal
mecanismo estaba sentenciado desde el momento en que la política de Roosevelt no
era, ni mucho menos, la de apaciguamiento. El 7 de diciembre de 1941 los
japoneses bombardearon Pearl Harbour. De inmediato fueron encarcelados los pocos
líderes nazis de América que aún seguían en la calle, y la opinión pública se
entregó al belicismo. Incluso el fascista Lindbergh se puso al servicio de su
país contra japoneses y alemanes. Los campos nazis de Long Island, Nueva Jersey,
Pennsylvania y Wisconsin cerraron para siempre. Así y todo, las huellas de la
“conjura contra América” permanecieron durante mucho tiempo bajo la forma de
ideologías en apariencia neutrales. Baste un dato para constatarlo: el Camp
Siegfried perdió su nombre para convertirse en el German Park, una urbanización
de lujo que, hasta hace apenas cinco años, se vanagloriaba de no aceptar más
que a residentes de origen alemán. La eugenesia había dejado paso al derecho de
admisión.