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Vacaciones totalitarias, 3. Camp Siegfried, nazis en América

Eduardo Prieto

El nazismo fue desde luego una de las formas del nacionalismo, pero esto no quita para que Hitler y sus secuaces creyeran en la validez universal de sus, digámoslo así, principios. Hubo un tiempo incluso en que el nazismo contó con muchos simpatizantes fuera de Alemania. No solo entre los fascistas de Mussolini y Franco, sino también en los países anglosajones, con los que Hitler intentó congraciarse merced a esa mezcla de paternalismo y desdén que los primogénitos suelen aplicar a sus hermanos.

La Internacional Nazi tuvo cierto éxito. En Gran Bretaña, el establishment se vio forzado a hacer frente a la Unión Fascista Británica de Oswald Mosley y su mujer Diana Mitford, amiga de Hitler e íntima de los también filonazis duques de Windsor. En Irlanda, el IRA colaboró con los servicios secretos alemanes en el empeño común de debilitar al Imperio Británico. Y en los Estados Unidos, el apoyo a Hitler fue tan importante como para alimentar las ilusiones de una filial autóctona, el Partido Nazi de América, y para sostener una popular liga pronazi —la German American Bund— cuyo lema resultará familiar al lector: ‘American First’.

En su novela, La conjura contra América, Philip Roth plantea una escalofriante contrautopía: ¿qué habría pasado si las elecciones de 1939 las hubiera ganado Charles Lindbergh, el ultraderechista héroe de la aviación, en lugar de Franklin D. Roosevelt? La hipótesis de Roth no deja de tener cierto fundamento: en 1939 eran más los aislacionistas que los probritánicos en los Estados Unidos, y la German American Bund había conseguido reunir en Madison Square Garden a 20.000 simpatizantes que esgrimieron sus esvásticas en el corazón de Nueva York.

Hay varias maneras de explicar estas incómodas afinidades. Por entonces seguía muy viva la crisis económica que no en vano había dado alas al nazismo alemán, y el debate sobre la neutralidad de los Estados Unidos se confundía con las proclamas sobre la conservación de los ‘valores americanos’ y la resistencia frente al comunismo internacional. A reforzar la filia germánica ayudaba también la demografía, pues los inmigrantes de origen alemán eran la minoría más amplia de los Estados Unidos y se preciaban de mantener sus costumbres. Con todo, es probable que el efímero esplendor nazi en América no habría sido tal sin el apoyo logístico y la financiación encubierta del Tercer Reich, que impulsó no solo grandes manifestaciones como la de Nueva York sino también una red más sutil y eficaz de campamentos nazis para jóvenes, versión hard del escultismo o versión light de los lager de las Juventudes Hitlerianas, según se mire.

De los campamentos repartidos por los Estados Unidos, el más célebre fue el bautizado como Sigfrido, héroe de la mitología germánica. Camp Siegfried se instaló en Yaphank, una pequeña población al este de Manhattan que se jactaba de su pedigrí, pues había sido colonizada por inmigrantes alemanes. En la enfermiza mente de los filonazis, los tupidos bosques de Yaphank evocaban los de Teotoburgo donde los germánicos habían obtenido su primera gran victoria, en tanto que las casitas de madera y tejados a dos aguas recordaban las construcciones típicas de la Selva Negra. Este injerto de Alemania en Long Island gustó tanto que los descendientes de alemanes comenzaron a llegar por millares al campamento: bastaba con tomar el tren fletado a tal efecto en la neoyorquina Penn Station.

Es fácil hacerse una idea de las actividades del inquietante campo de verano. Aunque el enclave no tuviera esas montañas que tanto admiraban los nazis, sí contaba con exuberantes florestas por las que hacer senderismo. El deporte al sol y al aire fresco moldeaba los cuerpos duros “y con nervios de acero” en los que creía Hitler. Los juegos paramilitares —sobre todo el ancestral tiro con arco— instruían a los niños en la violencia controlada. Un portalón con el lema ‘Herzlich Wilkommen’ —es imposible no pensar en el ‘Arbeit Macht Frei’ del umbral de Auschwitz— daba la bienvenida al lugar, y en su interior calles con el nombre de Hitler, Goebbels o Goering y amplias plazas con banderolas hacían posible los mítines en las que los chavales con esvásticas al hombro desfilaban a golpe de Sieg Heil! ante la mirada orgullosa de sus padres. Por las noches, los monitores hacían la vista gorda para que los intercambios sexuales entre los jóvenes propiciaran una nueva generación de perfectos arios. Bajo la piel de un vivac de boy scouts con praderas verdes, árboles frondosos, fogatas y tiendas de campaña, latía todo un mecanismo de adoctrinamiento y eugenesia.

Por supuesto, tal mecanismo estaba sentenciado desde el momento en que la política de Roosevelt no era, ni mucho menos, la de apaciguamiento. El 7 de diciembre de 1941 los japoneses bombardearon Pearl Harbour. De inmediato fueron encarcelados los pocos líderes nazis de América que aún seguían en la calle, y la opinión pública se entregó al belicismo. Incluso el fascista Lindbergh se puso al servicio de su país contra japoneses y alemanes. Los campos nazis de Long Island, Nueva Jersey, Pennsylvania y Wisconsin cerraron para siempre. Así y todo, las huellas de la “conjura contra América” permanecieron durante mucho tiempo bajo la forma de ideologías en apariencia neutrales. Baste un dato para constatarlo: el Camp Siegfried perdió su nombre para convertirse en el German Park, una urbanización de lujo que, hasta hace apenas cinco años, se vanagloriaba de no aceptar más que a residentes de origen alemán. La eugenesia había dejado paso al derecho de admisión.