Vacaciones totalitarias, 4. Songdowon, verano en Corea del Norte

De todas las vacaciones
totalitarias, las más inquietantes son acaso las de Corea del Norte. Tan
inquietantes como los líderes del Régimen, una suerte de reyes estalinistas que
ejercen el poder de manera más despiadada que el zar Pedro el Cruel. Tan
inquietantes como la población norcoreana, convertida a fuerza de
adoctrinamiento y terror en una masa de marionetas. Y tan inquietantes como las
ciudades del país, prefabricadas, ostentosas y coloristas pero que no por kitsch resultan menos eficaces en cuanto
escenografías del poder, teatros impolutos por los que se mueven millares de marionetas
perfectamente acompasadas para honrar con sus coreografías al Querido Líder.
Que los líderes,
población y ciudades de Corea del Norte provoquen tal inquietud, que no sepamos
interpretarlas, que causen desazón intelectual y moral, son indicios seguros de
que tales líderes, población y ciudades se han estetizado. Corea del Norte, de
hecho, se ha convertido en una inmensa obra de arte. Arte político, por
supuesto, y a su manera también conceptual, que culmina esa doble tendencia que
ya Walter Benjamin constatara en su examen de los totalitarismos europeos: que
la política se estetiza al mismo tiempo que la estética se vuelve política.
En la empresa
estético-política de Corea del Norte, el autor, el crítico y el marchante son
el mismo sujeto, el Querido Artista que en el pasado se llamó Kim Il-sung, ayer
se llamaba Kim jong-Il y hoy se llama Kim Jong-un. El primero, el padre, mantuvo
a raya a los americanos en una guerra que dejó el norte de la península coreana
en ruinas, y después edificó un sistema de represión extrema y culto al líder.
El segundo, el hijo, sin levantar en ningún momento el pie del cuello de los
norcoreanos, tuvo más veleidades artísticas y ordenó el embellecimiento de la
capital, Pionyang, por medio de rascacielos vacíos, ostentosos edificios
estatales y monumentos de toda laya inspirados en la estética del hormigón
estalinista y china, pero con guiños al capitalismo del vidrio y el acero.
Por su parte, el
tercero, el nieto —acaso el más artista de los tres—, se ha propuesto el
perfeccionamiento de Pionyan como obra de arte total —“la ciudad más bella, más
limpia y más segura del mundo”— y la mejora de esas obras de arte que son en sí
mismos los desfiles y manifestaciones de apoyo al líder; actos en los que decenas
de miles de personas, arropadas por fuegos de artificio, edificios Potemkin y
cánticos patrióticos, se mueven al unísono como si fueran tiller girls, aquellas chicas que sincronizaban sus piernas en los espectáculos
de variedades de los años cuarenta. Sigfried Krakauer, el agudo crítico de la
Alemania de entreguerras, denominó a tales coreografías “ornamento de las
masas”.
Pero Kim Jong-un,
lejos de contentarse con seguir la estela artística de su padre y abuelo, ha
ideado nuevas maneras de hacer arte político o política artística. En los
últimos años, conforme iba creciendo la tensión nuclear y se producía un hasta entonces
impensable acercamiento a Donald Trump, el Gran Líder ha ensayado una variante
del ornamento de las masas en la que la escenografía toma una apariencia más
globalizada y los cuerpos ya no parecen marionetas movidas por hilos sino incluso
personas dotadas de albedrío. Hasta el momento, el ejemplo más perfecto de este
arte innovador ha sido el Songdowon International Children’s Camp —así, en
inglés—, una ciudad de vacaciones frente a las cristalinas aguas de otra ciudad
políticamente estetizada o estetizada políticamente, Wunsan, en el mar del
Japón.
La idea del proyecto no puede ser más ingenua
y al mismo tiempo más aviesa: invitar a “los niños del mundo” a unas estupendas
vacaciones para que su experiencia feliz desmienta el prejuicio de que Corea
del Norte es una dictadura pobre y cruel. En este empeño, las webs oficiales y los posts de turoperadores más bien
sospechosos no pueden sino constatar las excelencias del enclave: playas
cuasitropicales, exquisitas piscinas
olímpicas, grandes trampolines, parques acuáticos que rivalizan con los occidentales,
generosas zonas verdes, suelos impolutos que a ningún papa le daría apuro
besar, neutrales edificios playeros blancos y de líneas rectas, de esos que es
fácil encontrar en Benidorm, y por aquí y por allí chavales en bañador.
La impresión,
por supuesto, es engañosa. Como las buenas obras de arte, el campo de Songdowon
no es solo forma, sino también fondo. Y es precisamente el fondo el que vuelve
coherente la obra a fuer de hacerla inquietante, el que aclara el sentido de la
operación estética. Así, los denominados “niños “del mundo” invitados
graciosamente por Kim Jong-un provienen de Rusia, China, Nigeria, Mongolia y
Siria. El bañador es una anécdota, porque normalmente los chavales llevan
uniformes azules y rojos con pañuelitos sanfermineros bajo sus cuellos
amenazados y sus caras de inexpresivo pavor. Las habitaciones, las aulas, las
cocinas, los pasillos, casi todo, están presididos por los retratos de los Queridos
Líderes, cuyos ojos no dejan nada por escrutar. Y la parte más importante del
conjunto, el teatro, no es otra cosas que el receptáculos de esas coreografías
de loa al poder con las que los norcoreanos aprenden desde muy pequeños el
oficio de tiller girs. Si después de
leer estas líneas, usted está interesado en el arte político o la política
artística, solo tiene que clicar “How to send your child to summer camp in
North Korea”. El país de las vacaciones de vanguardia le abrirá sus puertas.