Vincenzo Scamozzi, ¿pionero del diseño ambiental?

A Vincenzo Scamozzi (1548-1616) se le atribuye la
condición de brillante epígono de Palladio. Es un juicio cabal, si se tiene en
cuenta que el italiano completó algunas obras que el gran arquitecto paduano
había dejado inconclusas a su muerte, su estilo es una imitación personal del
de su maestro y rival, y algunas de sus mejores obras, como La Rocca, hubieran
sido muy otras sin la Villa Rotonda. Con todo, la condición de epígono no
termina de hacer justicia a Scamozzi; menos aún en lo que toca a su condición
de intelectual y a sus aportaciones al campo siempre escurridizo de la teoría
arquitectónica. Scamozzi atesoró la que acaso fue la mayor biblioteca de un
arquitecto en la Italia del siglo XVI, y convencido, como buen vitruviano, de
que la arquitectura es una ciencia especulativa y ‘universal’ que exige a quien
quiera cultivarla la posesión de conocimientos muy amplios, escribió el tratado
más ambicioso que viera la luz durante el Renacimiento, la Idea dell’architettura universale, una enciclopedia avant la lettre de más de ochocientas
páginas que se publicó inacabada un año antes de la muerte de su autor y fue
leída con admiración durante todo el siglo XVII.
Scamozzi no tuvo ni la autoridad de Vitruvio ni la originalidad de Alberti, y esto hizo que la Idea dell’architettura universale quedara postergada respecto a textos mayores como De Architectura y De Re Aedificatoria, a los cuales, por otra parte, debe muchos de sus planteamientos. Sin embargo, cuando se pesan en la balanza los méritos de la Idea y los de otros títulos del Renacimiento, sin duda cambian las tornas: la ambición intelectual y el afán de sistematización de Scamozzi resulta ser mucho mayor que la de un Serlio, un Vignola o un Palladio, y su compromiso con la realidad le sitúa por encima de fabuladores y aficionados como Filarete o Colonna. La Idea, en cualquier caso, es una obra cuyo carácter discursivo y aliento amplísimo la hacen muy diferente de cualquier tratado de su época.
Hay una virtud que distingue en especial a la magnum opus de Scamozzi, y que, ni siquiera en nuestros tiempos antropocénicos y coronavíricos, ha concitado el reconocimiento que merece: su sensibilidad medioambiental. Como cualquier tratado de su época, la Idea aborda los sistemas de proporción y ornamento de la arquitectura —en su momento, las descripciones de los órdenes clásicos fueron lo más admirado del libro—, pero estos temas conviven de una manera ambiciosa con otros muchos de naturaleza ambiental, como la gestión de los recursos hídricos, el diseño saludable y el empleo de estrategias bioclimáticas. Con todo, la originalidad de Scamozzi no está en haber abordado tales temas, pues todos ellos habían sido ya tratados —y con detalle— por una corriente intelectual que hundía sus raíces en lo más profundo de la tradición clásica: la corriente que, desde los tiempos de Hipócrates, había considerado la arquitectura como un instrumento terapéutico, y había pasado al Renacimiento a través del Vitruvio, para devenir un frecuentadísimo lugar común. Fue en esta tradición donde se inscribió Scamozzi, y su primer mérito estuvo, precisamente, en darle un nuevo impulso racionalista y terapéutico en unos tiempos marcados por el giro estilístico que habían impuesto a la arquitectura Serlio, Vignola y, a su manera genial e integradora, Palladio.
Pero el empeño de Scamozzi fue más allá: no reiteró sin más los topoi hipocráticos, sino que los perfeccionó y amplió merced a los saberes matemáticos, ópticos y geográficos que se habían ido elaborando durante el Renacimiento. El resultado fue la Idea dell’architettura universale, una gran obra de síntesis que está a caballo de dos mundos: el de la tradición clásica, que cierra; y el de la modernidad, que a su manera abre. Una obra que transforma el conjunto de ‘buenas prácticas’ heredadas de Vitruvio en un sistema más ambicioso donde la atención genérica a los climas, las aguas y los aires se ensancha y vivifica al calor del análisis riguroso de las características materiales de cada contexto, y de una nueva sensibilidad a la luz y las dimensiones productivas de la arquitectura. En este sentido, la Idea desborda el sistema terapéutico de la tradición clásica, integrándolo en un nuevo paradigma que es a un tiempo geográfico, metabólico y podríamos decir incluso —si no se tratara de un anacronismo— ‘termodinámico’.
Para llevar a cabo su propósito, el autor de la Idea no puede menos que hacerse eco de las prácticas de su tiempo, reinterpretando la tradición. Como Quevedo en su contexto, también Scamozzi “escucha con sus ojos a los muertos”, y entabla con ellos una conversación fructífera. Vitruvio, Cicerón, Horacio, Virgilio, Marcial, Heródoto, Plutarco, Euclides, Ptolomeo, Polibio, Estrabón, Pausanias, Platón, Aristóteles, los Plinios, Hipócrates, Galeno, Avicena, Catón, Varrón, Columela: las voces de todos ellos y muchas más están presentes en la Idea, que en este sentido cabe considerar como una crestomatía razonada donde las sentencias de los arquitectos, literatos, matemáticos, geómetras, historiadores, geógrafos, filósofos, médicos y geóponos de la Antigüedad conviven con las de las autoridades del primer Renacimiento y las de los tiempos harto alejandrinos que a Scamozzi le tocó vivir.
Este recurso a las citas no busca —como tantas veces ocurrió durante el Renacimiento— la convalidación retórica de lugares comunes. Al contrario: el propósito de Scamozzi está menos en sostener ciertos dogmas sobre la autoridad de nombres incuestionables que en vivificar argumentos universales para explicarlos con detalle e integrarlos en un sistema reflexivo a la vez que práctico. De ahí que el italiano, obsesionado por escribir un tratado en la mejor tradición clásica —un tratado narrativo por encima de gráfico—, lleve a cabo una doble y admirable operación. Por un lado, rehace, desde su peculiar sensibilidad medioambiental, muchos términos tradicionales e inventa nuevas palabras para describir con precisión todo tipo de realidades: desde los vientos dominantes de un lugar hasta los modos muy diversos con que la luz configura los ambientes de un edificio. Por otro lado, agrupa los temas de acuerdo a un innato afán de orden. Un orden que, al intentar abarcarlo todo —del territorio al detalle constructivo—, se traduce en una teoría “dall’habitare” que al mismo tiempo implica una pionera teoría del diseño ambiental sostenida en un principio clave: los edificios están modelados por el entorno en la misma medida en que el entorno queda modelado por los edificios.
El análisis del entorno: el clima
La teoría del entorno de Scamozzi parte de un análisis
convencionalmente vitruviano. Haciendo suyos los topoi del helenismo, Vitruvio había incluido en su tratado una
parte terapéutica derivada de las tesis higienistas que había expuesto
Hipócrates en Sobre los aires, el agua y
los lugares. El principio filosófico de la medicina hipocrática era que el
cuerpo (physis) y la naturaleza (physis) formaban parte, en cuanto micro
y macrocosmos, del mismo sistema, de lo cual se derivaba un concepto clave: la
salud como equilibrio entre los cuatro elementos (aire, fuego, tierra, agua) de
la naturaleza y los cuatros ‘humores’ (sangre, bilis amarilla, bilis negra,
flema) del cuerpo humano. Se creía que este equilibrio quedaba roto por una
dieta inadecuada, ingiriendo venenos y, sobre todo, habitando en lugares
insanos. De ahí que las tesis de Hipócrates dieran pie a una topografía médica
que, más que la curación en sentido moderno, tenía por objeto la prevención, y
que dependía, para ser efectiva, de la elección de lugares o ambientes
adecuados para vivir y construir.
En el tratado de Vitruvio, este ambientalismo hipocrático —ambientalismo fisiológico, ecológico y cósmico a la vez— constituía menos una teoría que una casuística. Una casuística, por otra parte, muy ambiciosa, que determinaba los criterios de salubridad del agua al mismo tiempo que dictaminaba sobre las orientaciones al sol y los vientos, y abordaba lo que hoy llamamos ‘urbanismo’. En su prolijidad, la casuística vitruviana suponía toda una lección de medicina geográfica, que además podía vincularse con unos ritos —los del genius loci— que desde tiempos inmemoriales se creía que habrían practicado los griegos y romanos a la hora de erigir sus ciudades, lo cual contribuía al prestigio de la teoría so capa de su antigüedad.
Admirador de Vitruvio, Scamozzi asumió como suyas las tesis hipocráticas. Dedicó buena parte del Libro II de la Idea a explicar la salubridad y la prosperidad de las ciudades en relación con el clima y el entorno; introdujo en el Libro III —sobre palacios y villas— un sinfín de recomendaciones sobre la orientación solar, la exposición a los vientos y la calidad de las aguas; y en todo momento estudió estos asuntos merced a una casuística muy semejante a la esgrimida por Vitruvio. Así y todo, el enfoque de la Idea trasciende en muchos aspectos a De Architectura. En primer lugar, porque la vocación discursiva de Scamozzi le lleva a profundizar en las tesis hipocráticas. No se limita a repetir lugares comunes, como habían hecho en general los pocos tratadistas —Alberti y Palladio— que hasta entonces habían abordado las cuestiones medioambientales, sino que los explica con detalle, sin resultar mezquino a la hora de asignarles espacio en su tratado y procurando perfeccionar o inventar los términos requeridos por su discurso ambiental. En segundo lugar, porque Scamozzi no trata el corpus hippocraticum como un artículo de fe: lo corrige si es necesario, y, sobre todo, lo amplía para dar cuenta de los hallazgos de la ciencia y la técnica de su época. Y, finalmente, porque Scamozzi trabaja los materiales medioambientales —los nuevos y los de la tradición— con un objetivo fundamental que dota de coherencia a su propósito: la elaboración de una teoría del entorno que dé cuenta de una manera ordenada de las características materiales y culturales de cada contexto.
Scamozzi hace depender su teoría del entorno de dos momentos íntimamente relacionados, el análisis del lugar y la descripción del lugar, que se acompañan de un tercero que cifra el objetivo último del arquitecto, la construcción del lugar. El análisis del lugar atañe a dos escalas complementarias. Por un lado, la del clima, que abarca las dimensiones ‘macro’ del problema —altitud, latitud, meteorología en general—; por otro lado, las escalas ‘medias’ y ‘micros’, que tienen que ver con las características del terreno, la disponibilidad de aguas, la calidad del aire, la presencia de vegetación y la historia previa —metabólica, paisajística y cultural— de cada lugar. Ambas escalas se abordan recurriendo a una ciencia a la que Scamozzi da la mayor importancia en su tratado: la geografía. Por sus vínculos con la astronomía, la geografía atiende a la forma y el movimiento de la Tierra, así como a su relación con el resto de los astros, fundamentalmente el sol, a la vez que explica las características climáticas de cada país y región, y, ayudada por las ciencias naturales, tiene en cuenta, a la postre, los factores que, a pie de tierra, modelan los lugares, sobre todo el agua y los vientos. Como explica Scamozzi, la geografía procura una poderosa visión integradora a la que no pueden ser ajenos quienes quieran construir:
"El geógrafo debe tener un total
conocimiento de las formas, climas y regiones, y, gracias a la filosofía
natural, de la naturaleza de las aguas y del aire, de manera que pueda dar
razón de todas las cualidades de las partes susceptibles de habitarse en la
Tierra. Todos estos aspectos son también de suma importancia para el
arquitecto".
De todos los aspectos atendidos por la geografía, el
más importante, el estudio clima, tenía en la época de Scamozzi una larga
tradición a sus espaldas. Forjado durante la Antigüedad griega y desarrollado
durante la Edad Media gracias a la ciencia islámica, el concepto de clima había
encontrado durante el Renacimiento el mejor humus cultural, técnico y económico
para crecer al calor de las exploraciones atlánticas, si bien había mantenido
en buena medida su sentido original. En el siglo V a.C., Parménides había
dictaminado que la esfera celeste se dividía en cinco klimata —‘inclinaciones’ del sol— correspondientes a otras tantas
franjas de la latitud terrestre, de las cuales tres —la ‘tórrida’ ecuatorial y
las dos ‘gélidas’ polares— se creían inhabitables, en tanto que las otras dos,
las ‘templadas’, resultaban propicias a la habitación humana. Este esquema tuvo
tanto éxito, que no dejó de ser perfeccionado durante toda la Antigüedad:
Aristóteles, en sus Meteorológicas,
definió con mayor detalle los cinco climas de Parménides, que, más tarde, de la
mano de Ptolomeo, pasaron a ser siete por mor de la precisión, antes de que
Estrabón siguiera ampliando la lista con otros cuatro. Desde que fuera
sistematizada por Ptolomeo, la noción de clima había comportado dos sentidos
esenciales: el literal o puramente geográfico de situar las ciudades de acuerdo
a su latitud, y el ‘climático’ tal y como lo entendemos hoy, donde cada latitud
se liga a unas características meteorológicas recurrentes, a un ambiente.
Scamozzi hereda y perfecciona la noción clásica del clima. De una parte convalida la división de la tierra en franjas de latitud, pero de la otra enmienda las tesis de los antiguos utilizando los datos obtenidos gracias a las aventuras equinocciales del Renacimiento. Las enmienda, en primer lugar, mostrando su escepticismo ante la idea de que en el mundo haya cinco, siete u once climas, habida cuenta de la diversidad de factores —no solo la latitud o inclinación del sol— que determinan el ambiente de un lugar. “La concurrencia de las causas universales con sus efectos”, argumenta en este sentido, “no siempre se da del mismo modo, puesto que hay muchos accidentes geográficos que la pueden alterar, como la variedad de los sitios montañosos o llanos, los mares, los lagos o los ríos grandísimos, los vientos y otras cosas semejantes”. O, por decirlo con nuestras palabras: los microclimas son tan determinantes como el clima.
La misma actitud crítica mantiene Scamozzi en relación con la condición inhabitable de las latitudes ecuatoriales y tropicales, otro prejuicio heredado de la Antigüedad que ya habían puesto en entredicho los geógrafos árabes de la Edad Media y que el arquitecto italiano desmonta por la vía de los hechos: contra lo que habían pensado Parménides y Aristóteles, “también en la línea equinoccial se habita cómodamente, tal y como pone de manifiesto, por experiencia, el descubrimiento de nuevos países” en América..
A estas críticas se añade la relacionada con la creencia de que el clima determina el carácter de los pueblos y al cabo hace a unos superiores a otros; idea planteada por Hipócrates y que habían hecho suya los geógrafos y arquitectos, pero que Scamozzi asume sin demasiada convicción. Es verdad, reconoce el italiano, que el clima determina la salud de los cuerpos y la prosperidad de los países, pero no lo es menos que resulta casi imposible encontrar un lugar climáticamente perfecto, pues “ninguna región en el mundo posee todo lo necesario para vivir o para la comodidad del habitar”. Sin embargo, esto no impide que Scamozzi acabe entregándose a cierto chovinismo, como ya había hecho antes que él Vitruvio: aunque no haya climas perfectos —argumenta—, puestos a elegir, los mejores serían los templados de Europa y, entre ellos, el de Italia, “porque solo ella disfruta de la mayor parte de las cosas necesarias” (Ídem). Se trata, por supuesto, de un ejemplo más de ese complejo de superioridad italiano que fue tan típico del Renacimiento, y que en este caso se sostiene sobre una coartada medioambiental.
El análisis del entorno: el agua y el aire
Si el análisis del entorno comienza con el clima en
general, pronto pasa a centrarse en una escala menor: la del lugar definido por
un terreno, una meteorología, unos recursos y un paisaje concretos. Tampoco en
esto Scamozzi resulta del todo original: como antes que él los tratadistas
clásicos, lee el contexto a través de su relación con la tierra, el agua, el
fuego y el aire, es decir, desde el prisma de los cuatro elementos clásicos o,
como él mismo escribe, de “la buena temperie de’quattro elementi”. De los
elementos de la cuaterna, Scamozzi trabaja sobre todo con los dos que desde los
tiempos de Hipócrates se venían considerando los fundamentales, por ser —se
pensaba— los que contribuían más a la salubridad o insalubridad de los lugares:
el agua y el aire.
La Idea contiene toda una teoría del agua, elemento que, en palabras de Scamozzi, “supera y domina al resto”. No solo porque, como afirmara ya Tales de Mileto, está en el origen de todas las cosas y es fuente de vida y prosperidad, sino porque el agua, descontado su influjo benéfico, puede ser el más poderoso instrumento de destrucción en la Tierra. Una fuerza imparable que, como evidencian tantos fenómenos, desde las lluvias torrenciales hasta las catástrofes míticas como el Diluvio, “devora y consume las piedras y rocas, y corrompe y disuelve todo en la tierra, cubriéndola e inundándola”.
Scamozzi aborda la relación del agua con la arquitectura a través de las escalas diversas que van desde lo territorial hasta lo local. Lo territorial atañe, fundamentalmente, a las ciudades, donde el líquido elemento desempeña papeles beneficiosos —los canales, ríos y los mares hacen posible la vida y la evacuación de los residuos, amén de favorecer el comercio— y asimismo perjudiciales —el agua, cuando se estanca, produce miasmas; cuando se agita demasiado, conduce a las crecidas—. Por su parte, lo local tiene que ver con los manantiales, riachuelos, estanques y acequias que garantizan el riego de las parcelas, y con las cisternas y fuentes ornamentales que dan de beber al tiempo que limpian el cuerpo y “alegran el ánimo”. A la hora de describir los fenómenos ligados al agua, Scamozzi ensaya, en todo momento, nuevos términos —habla de agua ‘fluida’, ‘de marea’, ‘impulsada por el viento’, ‘quieta’, ‘estancada’— y deja patente, como ciudadano veneciano que es, una poco disimulada fascinación por el líquido elemento que lo emparenta con otros autores del periodo, como Leonardo da Vinci, Filarete o el Padre Sigüenza.
El espacio que Scamozzi dedica al agua en su tratado y la pasión que pone en dar cuenta de ella no hacen, sin embargo, que su análisis resulte menos convencional. Aunque el italiano se esfuerce por elaborar un vocabulario técnico e intente cubrir todos los aspectos del problema, el agua sigue siendo para él algo muy parecido a lo que había sido para un Hipócrates y un Vitruvio. No ocurre lo mismo en la aproximación de Scamozzi al aire —el segundo de los elementos fundamentales de su análisis del entorno—, donde introduce novedades de interés. La primera es la distinción, tan moderna, entre aire y atmósfera, que el autor funda en la atención a dos escalas diferentes. Está, por un lado, el aire o aria genérica que ocupa “desde la superficie de la tierra y del agua considerados esféricamente hasta la región del fuego”, es decir, hasta la región del vacío celeste. Y, por el otro, está el aire de la región habitada —“aria che participiamo nell’habitato della terra”—, que es el que deben tener en cuenta los que aspiren a hacer arquitectura.
A partir de aquí, Scamozzi reclama que el “architetto sia metheorico” y, puestos a pedir, que sea también médico, pues manipular el ambiente resulta ser cosa compleja. Reconocer la complejidad del aire es, de hecho, la segunda novedad que aporta la Idea; una novedad que tiene que ver menos con el lado terapéutico del problema —ya planteado por Hipócrates y Vitruvio, y que Scamozzi simplemente convalida— que con su lado perceptivo o ambiental. Es cierto, escribe el italiano, que el aire es un elemento que define la salubridad de un lugar —el aire corre siempre el riesgo de devenir mal aire, malaria, miasma o influenza—, pero no es menos cierto que, más allá de los beneficios o perjuicios que pueda causar, el aire tiene una dimensión cualitativa: debe ser uno de los instrumentos fundamentales del proyecto de arquitectura. Y debe serlo porque el aire no es un vacío —como habían creído algunos filósofos de la Antigüedad—, sino una realidad corpórea que define el ambiente humanizado en el que nos movemos. Hay, así, aires que son vehículos del calor, otros del frío; hay aires que permiten la contemplación del paisaje, otros la dificultan; hay aires que producen inquietud, otros tranquilizan; hay aires, en fin, que se alían con los rayos del sol para acentuar la luminosidad y vivacidad del edificio y sus estancias, otros simplemente la debilitan hasta volverla mortecina. De todas estas bondades materiales, terapéuticas, espirituales y perceptivas del aire da cuenta Scamozzi en su tratado, y lo hace de manera especial en algunos pasajes que resultan sorprendentes por su concentración:
"Aire bueno es el que resulta
alegre a la vista, y es propicio a la fertilidad y la conservación de los seres
humanos y también de los animales y las plantas; es el que es claro y adecuado
para la visión, de manera que permite ver a lo lejos sin que lo enturbien las
nieblas ni las emanaciones; es también el que es suave y adecuado para la
respiración, sin que dé olor ni enfermedad; es, asimismo, el que resulta muy
ligero y dado a moverse con facilidad y a pasar de una parte a otra, tanto a la
intemperie como en los interiores, y sobre todo cerca de pantanos; y es el que
es sutil y templado, a medio camino entre el calor y el frío, porque así
recreará las virtudes del alma y las partes del cuerpo".
Es mucho lo que Scamozzi espera del aire, y esto explica las matizaciones
del italiano respecto a uno de los temas ambientales de la Antigüedad: el
estudio de los vientos. Haciéndose eco de la tradición terapéutica y geográfica
del helenismo, Vitruvio había postulado ocho vientos fundamentales; Scamozzi
postula dieciséis, número que toma de Pietro Apiano y otros geógrafos del
Renacimiento que habían preferido inspirarse en las cartas náuticas más que en
las directrices abstractas de los tratados clásicos. Con ello, se conseguía
mayor precisión a la hora de describir los fenómenos reales, al tiempo que se
exportaba a la geografía un instrumento de utilidad innegable, la rosa de los
vientos, cuyo uso Scamozzi decide extrapolar, por su parte, a la arquitectura.
Por supuesto, Scamozzi no utiliza la rosa de los vientos como un navegante: no le interesan las derrotas de los galeones, sino el efecto del viento en los edificios. Para él, la rosa de los vientos es una herramienta intuitiva que no puede faltar en ningún plano, pues tiene la virtud —cuando en ella se hace coincidir la dirección del viento septentrional con el Norte geográfico— de indicar al mismo tiempo la orientación eólica y la solar. Todo ello para que el lugar quede ligado material y cósmicamente con las coordenadas geográficas y con los elementos esenciales del clima, de manera que el arquitecto pueda tomar las decisiones adecuadas en sus proyectos.
La descripción del entorno: geografía y corografía
Los libros II y III de la Idea dell’architettura universale contienen un análisis a medias
convencional y a medias novedoso del clima y de factores ambientales como el
agua y el aire. Pero contienen también un método de descripción geográfica que
constituye una de las aportaciones más originales del autor. Original porque da
cuenta de uno de los rasgos más personales de Scamozzi como arquitecto y
teórico: su extremada sensibilidad hacia el paisaje. Y original porque lleva al
campo de la arquitectura enfoques y métodos alumbrados por algunas de las
ciencias del Renacimiento, fundamentalmente la geografía.
La sensibilidad paisajística de Scamozzi atiende, en primera instancia, a las grandes composiciones que se perciben a distancia: al concierto volumétrico y lumínico de las montañas y las colinas con las llanuras, a los claroscuros que tiñen las nubes cuando las atraviesa la luz, a la relación armónica que los edificios entablan con su entorno. Es decir, a motivos paisajísticos en buena medida afines a los de la pintura veneciana del paisaje que se había desarrollado merced a Giorgione, Palma o Tiziano. Scamozzi probablemente tenía en mente las Arcadias de estos artistas a la hora de abordar sus descripciones, aunque tal vez su sensibilidad fuera más afín a la de un Leonardo da Vinci, en su amor por la naturaleza real, no la inventada. De hecho, cabe imaginar a Scamozzi en una pose semejante a la de Leonardo: lápiz en mano para retratar los lugares mediante apuntes agavillados luego en voluminosos cuadernos o taccuini. Esas notas y dibujos no se referían tanto a la parte arcádica de la naturaleza que tanto gustaba a los pintores y dilettanti de la época, obsesionados por lo clásico, cuanto a las características de paisajes reales, en particular los del Véneto donde Sansovino, Palladio y el propio Scamozzi habían levantado sus villas.
Se trataba de paisajes modelados, artificiales, construidos mediante el concurso de la hidráulica, la agricultura y la ganadería; por eso, en la Idea dell’architettura universale, las descripciones de lugares atienden a las colinas, las llanuras y los ríos en la misma medida en que atienden a los elementos creados por el hombre: las plantaciones ordenadas de árboles y viñedos; los canales, los pueblos, aldeas y lugares que han ido creciendo en torno a ellos; las carreteras y caminos que los comunican entre sí y con ciudades como Vicenza, Padua o Venecia. No es el ideal o simplemente soñado el paisaje que interesa a Scamozzi, sino el real y productivo.
Hay otro rasgo peculiar en la sensibilidad paisajística de Scamozzi: su capacidad para percibir los factores, en primera instancia ocultos, que moldean el territorio, las fuerzas naturales que, por medio del clima, el agua, el aire y la luz, dan su forma concreta a cada lugar. En este sentido, el propósito de Scamozzi es semejante al que, mutatis mutandis, se propondrían tres siglos después pintores como Paul Klee: no pintar lo visible, sino manifestar las fuerzas invisibles que modelan la realidad.
¿A qué herramientas recurre Scamozzi para llevar a cabo su ambicioso propósito? A las del dibujo, pero sobre todo a las de la geografía. Uno de los retos a los que habían enfrentado los geógrafos del Renacimiento había sido pasar del análisis general de la Tierra —la cosmografía matemática— a la descripción particular de las regiones y ciudades, propiamente geografía o topografía. Había varias razones para enfrentarse a tal reto, y la mayor era la necesidad de dar cuenta de los descubrimientos que se habían ido produciendo desde que los portugueses se echaran a la mar a principios del siglo XV y, sobre todo, desde que Colón descubriera América. De hecho, las cartas de Colón a los Reyes Católicos, impresas con gran éxito durante aquellos años, se habían convertido en un modelo de descripción topográfica, y a partir de ellas los geógrafos habían ensayado herramientas para describir la realidad física de los nuevos lugares hollados por los europeos. Buena parte de esas herramientas fueron, por supuesto, cartográficas: el siglo XVI —sobre todo en la Venecia dotada de las mejores imprentas de Europa— fue el del esplendor de los portulanos y los mapas. Pero otras tuvieron una condición verbal: a la manera clásica, dependieron del poder de la palabra y se tradujeron en discursos sobre las características físicas de los lugares y asimismo —etnografía in nuce— sobre las costumbres de quien en ellas habitaban.
En sus afanes descriptivos, Scamozzi se basó más en las segundas que las primeras, y lo hizo —como bien apunta Ann Mary Borys en su libro de referencia sobre el maestro italiano— tomando como modelo a Pietro Apiano, uno de los geógrafos más populares del siglo XVI, que había introducido en el discurso geográfico de la época un concepto relativamente novedoso: la ‘chorografía’. Apiano explica, en la extraordinaria versión castellana de su tratado publicada en 1548, que, a diferencia de la geografía, cuyo objeto es “la consideración de la redondez de la tierra”, la chorographia, topografía o simplemente “traça de los lugares”
"considera con gran diligencia todas las particularidades y propiedades, por
mínimas que sean, que en los tales lugares se hallan dignas de notar, como son
los puertos, lugares pueblos, vertientes de ríos, y todas las cosas semejantes,
y como son los edificios, casas, torres, murallas y cosas tales".
La corografía, ciencia de lo copioso, describe lo más
cercano, y lo hace con tal amor por los detalles, que Apiano la compara con el
género del retrato. Pero, mientras que la geografía pinta lo general —por
ejemplo, “un cabeça entera”—, el propósito de la chorografía es representar un
lugar particular, “como si un pintor pintasse una oreja, o un ojo, y otras
partes” de esa misma ‘cabeça’.
La comparación no es banal, por cuanto evoca la moda renacentista de los retratos y alude implícitamente a la fisiognomía, pseudociencia inspirada por el tratado homónimo de Aristóteles y que se había ido desarrollando durante el siglo XVI hasta encontrar su obra maestra en el Examen de ingenios de Huarte de San Juan, publicada en 1575 y que fue un verdadero best-seller en toda Europa. La idea de la corografía como retrato de rasgos particulares tenía, asimismo, otra fuente clásica, Pomponio Mela, un geógrafo de los tiempos de Vitruvio que la había tomado de la retórica. Como figura retórica, la corografía consistía en un tipo muy vívido de descripción visual de lugares hecha con palabras, y resucitó al calor de las noticias de ciudades europeas escritas por algunos humanistas, viajeros y diplomáticos de finales de siglo XV, como Hartmann Schedel o Hieronymus Münzer, y al calor también de los primeros relatos que dieron noticia de los territorios descubiertos en América, como las míticas —y ya citadas— cartas de Colón, la apasionante relación del periplo de Cabeza de Vaca por Norteamérica o la nunca suficientemente ponderada Historia general de las Indias, de Fernández de Oviedo.
Reinterpretando estas fuentes, Scamozzi recurrió a la chorografía con el propósito literal de retratar los lugares donde construía, describiendo sus partes al tiempo que intentaba evocar su carácter propio o genius loci. Ejemplos muy representativos del método de Scamozzi son las descripciones del Libro III, que está dedicado a los edificios privados antiguos y modernos, y en las que el autor presta especial atención a las villas construidas para sus clientes en el Véneto. Las de Scamozzi, más que simples descripciones, son verdaderos ejercicios de corografía, pequeñas joyas del tratadismo. Hechas de detalles y atentas a factores muy diversos y entreverados, las eficaces y al mismo tiempo delicadas corografías recogidas en la Idea se componen, por un lado, de una introducción que informa al lector sobre el cliente, el tipo del edificio y su ubicación, y, por otro lado, de una descripción propiamente dicha, que presenta tanto la apariencia del edificio como su distribución interior en relación con factores como la iluminación o los vientos dominantes. Pero, más que la relacionada con el edificio, la parte más relevante desde el punto de vista corográfico es la evocación del contexto. En ella, Scamozzi aplica con talento sus dotes de analista y narrador, tal y como sugieren pasajes como el siguiente, dedicado a su Villa Pisani:
"Hacia el levante hay unas montañas cercanas, casi alpinas y bien dotadas
de caza; a mediodía hay colinas bien plantadas de árboles y viñedos con los que
se elaboran los vinos muy delicados de Monticello; al poniente, el lugar
presenta un pequeño dorso de colinas muy difíciles de subir, a cuyo pie se
halla Gatello di Lonigo, localidad muy poblada, y, más allá, un campo muy
fértil que se extiende hasta Verona; hacia la tramontana, además del pie de las
colinas pasa la carretera principal que viene de Vicenza, y corre también un
riachuelo, y, debido a la amplitud de la llanura, las colinas dan la impresión
de ser continuas y subir gradualmente hasta el pie de los Alpes, donde uno se
encuentra con una bellísima perspectiva del valle de Trisino. Por decirlo con
una palabra: este lugar es tan bello como el mejor, por sus gratísimas vistas y
por sus preciosos frutos con los que se hacen los vinos, tan delicados, de la
Rocca".
Nótese cómo Scamozzi sitúa al lector en lo alto de la
colina que corona la villa y le hace partícipe de la visión que desde allí se
goza, para componer un retrato hecho con palabras, no con pinceladas. Se trata
de una manera de evocar el entorno que, sin duda, debe mucho al modelo
corográfico que había ensayado Palladio en I
quattro libri, aunque las descripciones de Scamozzi vayan mucho más allá
tanto por su detalle como por el carácter medioambiental de su perspectiva,
amén de por esa habilidad peculiar del autor para traslucir en sus escritos la
experiencia personal. En efecto: por su viveza y precisión, las descripciones
de Scamozzi parecen como la transcripción de apuntes tomados in situ, y cabe
relacionarlos por ello con el tono espontáneo de los dietarios y las relaciones
de viaje que, por entonces, proliferaban en Europa. De hecho, su lenguaje y
tono recuerdan, por ejemplo, a los del diario que Michel de Montaigne escribió
durante su viaje a Italia en 1580, aunque recuerden más, como es lógico, a los apuntes
del propio Scamozzi en sus cuadernos de viaje o taccuini, ya citados, y asimismo a sus Discorsi sopra l’Antichità di Roma, una suerte de guía de viaje
cuyos evocadores textos se acompañan con láminas de la Ciudad eterna en ruinas.
También en la Idea las descripciones de los edificios y los lugares se complementan con planos, aunque la balanza se incline siempre del lado de la palabra, habida cuenta del carácter discursivo que Scamozzi imprime en todo momento a su tratado. Uno de los retos de la chorografía de la época fue, de hecho, equilibrar los dos tipos de recursos descriptivos que se venían utilizando desde finales del siglo XV: Serlio, Vignola y Palladio habían dado prioridad al dibujo; siguiendo a Alberti y, en último término, a Vitruvio, Scamozzi optó por la palabra en su idea de que la arquitectura era una ciencia discursiva. La razón de esta preferencia era el escepticismo respecto al poder del dibujo para evocar tanto los aspectos ‘invisibles’ que dan forma a la arquitectura —los vientos, la temperatura, las tornadizas cualidades de la luz— como las realidades complejas y no menos difíciles de representar que definen el territorio, como los paisajes y las atmósferas cambiantes.
Esto no quiere decir que Scamozzi renuncie al dibujo, sino que enriquece los sistemas convencionales de representación para dar cuenta de los aspectos medioambientales y paisajísticos que a él tanto le interesan. En su empeño, y como ya se ha mencionado, introduce en los planos una rosa de los vientos orientada hacia el Norte geográfico, y, junto a la rosa, coloca acotaciones verbales, ora para aludir a lo que los planos no son capaces de contar, ora simplemente para introducir información complementaria. En este sentido, resulta interesante comparar —como hace la profesora Borys en su monografía— los planos de Palladio con los de Scamozzi: lo que en uno es una síntesis compositiva concebida en términos estrictamente arquitectónicos, en el otro es un análisis prolijo que descompone el edificio al tiempo que lo relaciona con su entorno. Este enfoque se evidencia de manera especial en las láminas de las villas productivas, que el autor llena de acotaciones del tipo “aquí está la carretera de Vicenza”, “la logia está cubierta con bóveda”, “este pórtico está en sombra”, “el jardín está plantado con árboles”. Y ello por mor de la precisión a la hora de reflejar el edificio como una unidad productiva y paisajística, de un modo análogo a como, antes de Scamozzi, lo habían hecho autores clásicos como Catón, Varrón, Columela o Vitruvio y tratadistas como Alberti o el veneciano Agostino Gallo.
Por otro lado, en su manera de enriquecer el discurso visual, Scamozzi parece hacerse eco de métodos de representación más propios de la agricultura que de la arquitectura. En especial, los de los planos catastrales que venían siendo habituales en Italia desde finales del siglo XV: documentos poco rigurosos desde el punto de vista geométrico, pero cuya falta de precisión se compensaba con la abundancia de esquemas y comentarios escritos que los hacían precisos de otra manera, amén de inteligibles para todos. Se trata de un ejemplo más de la capacidad de Scamozzi para ensayar la corografía desde todos los puntos de vista posibles con el objetivo último de que ninguna realidad quede sin ser descrita. Ya sea usando la pluma o el tiralíneas, a Scamozzi no se le queda nada en el tintero.
Una teoría de la luz
Por supuesto, al ilustre arquitecto italiano tampoco
se le escapa el tema de la luz. Por su entronque físico y simbólico con el
elemento fuego, la luz es para Scamozzi el cuarto elemento de la cuaterna
clásica junto con el agua, el aire y la tierra, y, en virtud de tal, le dedica
en su tratado páginas de análisis minucioso nunca antes ensayadas por un
arquitecto. En la Idea, la luz es el
sublime elemento cósmico que alude al sol y que, como habían postulado los
neoplatónicos de la Antigüedad clásica y los teólogos del medievo, representaba
la sabiduría divina. Pero, sobre todo, la luz es para Scamozzi un material
arquitectónico que sirve para realzar los volúmenes de un edificio y dotar a
sus interiores de cierta atmósfera. Es un material, además, de condición muy
compleja, pues su estudio implica tanto el conocimiento de la geometría solar
como los efectos que experimentan los rayos luminosos al entrar en contacto con
materiales y atmósferas.
La luz en la arquitectura no era un tema nuevo. Vitruvio había dado instrucciones detalladas acerca de la relación de los edificios con las orientaciones solares, hasta el punto de adjudicar diferentes tipos de iluminación —norte, meridional, de levante o de poniente— a los edificios y estancias en función de su uso. Por su parte, Alberti había ampliado la casuística del romano con algunas observaciones empíricas, pero sin que esto supusiera en ningún momento —y el hecho es, en verdad, intrigante— que el autor extrapolara sus novedosas investigaciones sobre la perspectiva al asunto de la luz. A estos precedentes, Palladio solo pudo añadir algunas recomendaciones generales sobre la proporción entre el tamaño de las estancias y el de las ventanas, amén de sus hallazgos arquitectónicos en relación con la luz cenital.
Respecto a las tesis de Vitruvio, Alberti y Palladio, la novedad de Scamozzi tiene que ver, fundamentalmente, con su visión integradora. Una visión que le permite enriquecer la aproximación geométrica a la luz con el estudio cualitativo de su comportamiento en relación con el medio por el que se transmite y las superficies y materiales que la absorben y la reflejan, todos ellos aspectos fundamentales en la arquitectura. En el caso de Scamozzi, esta ampliación del alcance del problema no se puede explicar sin atender a la relación del arquitecto italiano con su época, la segunda mitad del siglo XVI, un periodo en el que, sobre todo en Italia, la ciencia experimentó un notable desarrollo. El progreso científico afectó, como se ha visto, a la cosmografía y la geografía, pero afectó también a otras disciplinas de futuro, como la hidráulica, la mecánica y la óptica. En este sentido, se sabe que Scamozzi tuvo contactos con Galileo durante el periodo —1582-1610— en el que este dio clases en Padua; el periodo, precisamente, de los anni mirabiles en los que el científico florentino enunció la ley del movimiento acelerado, demostró la caída parabólica de los proyectiles, inventó el termoscopio y construyó su primer telescopio. Es probable que estos descubrimientos hicieran mella en un arquitecto tan interesado por las ciencias como Scamozzi, sobre todo lo que toca a la óptica, disciplina que por entonces se estaba refinando como pocas merced a la herencia fructífera de los científicos islámicos de la Edad Media. De hecho, en la Italia de Scamozzi se había popularizado ya el uso de las lentes gracias a libros como Magia naturalis (1589), de Gianbattista della Porta —que incluyó uno de los primeros esquemas de una cámara oscura—, al tiempo que se asumían los descubrimientos del gran Al-Haytam —Alhacén para los cristianos— que, cinco siglos antes, y de una manera a medias deductiva y a medias empírica, había enunciado con rigor el teorema de la reflexión de la luz; un descubrimiento que fue fundamental para los estudios ópticos del monje medieval Roger Bacon y, a través de él, los del gran Johannes Kepler, autor en 1604 de los Añadidos a Vitello, uno de los primeros tratados modernos de óptica.
No sabemos con certeza hasta qué punto influyeron estos hallazgos en la teoría de la luz de Scamozzi, pero el caso es que lo hicieron. La Idea contiene, a la manera de los tratados de geografía y astronomía tradicionales, instrucciones para determinar la altura del sol y la inclinación de los rayos luminosos en función del lugar y la época del año. Pero contiene, sobre todo, una aproximación a la iluminación que es científica y al mismo tiempo específicamente arquitectónica, por cuanto —tal y como habían defendido Alhacén y Bacon, defendía en los tiempos de Scamozz Kepler y defendería poco después Huyghens—, la luz se analiza en su propagación a través del medio variable, el de los entornos y los edificios. Scamozzi lo afirma tajantemente: considerada como fenómeno físico, la luz natural es “una sola”, pero, contemplada desde el prisma de la arquitectura, constituye una realidad compleja “que se ve alterada, y no poco, por el concurso de diversos accidentes”. Es necesario, así, refinar el vocabulario convencional del arquitecto, introduciendo nuevos términos para
"clasificar la luz en seis clases: la luz
más amplia o celeste, que es una luz viva y perpendicular; la luz horizontal;
la luz amortiguada; la luz de la luz; y la luz mínima".
A partir de aquí, el autor dedica un buen puñado de
párrafos a describir cada una de estas clases. La luz ‘celeste’ es la que, como
su nombre indica, el sol procura en abundancia, proyectándola a través del aire
y hacia la tierra; es la luz que nos permite ver, la garante de la vida. La luz
‘perpendicular’ proviene del cielo abierto y los edificios la reciben por
patios y cúpulas; es la luz más parecida a la natural y la que más ennoblece la
arquitectura. En tercer lugar, está la luz ‘horizontal’, es decir, la dotada de
cierta inclinación y que, no mediando obstáculos, baña frontal o diagonalmente
las partes exteriores de los edificios, como los pórticos, y se filtra, a
través de las ventanas y las puertas, antes de entrar en las estancias
interiores. Menor es el efecto del cuarto tipo de luz, que Scamozzi denomina
“lume terminato”, que se corresponde, por ejemplo, con la iluminación
amortiguada por las paredes de una calle estrecha —el autor cita el caso de
Venecia— o bien por pórticos o columnas que dan sombra. Junto a las anteriores,
hay también una luz de diferente condición, por cuanto no es ya directa sino
secundaria: se trata de la luz ‘participada’ o, como la llama también Scamozzi,
la “luz de la luz”, que podrá ser más o menos intensa cuanto mayor o menor sea
la transparencia del aire. El autor termina su clasificación con la luz
‘mínima’, que es la luz ‘terciaria’ recibida de una fuente secundaria o
previamente ‘reflejada’. Se trata, en cualquier caso, de una luz débil,
insuficiente, mortecina, que no debería usarse salvo en “casos de extrema
necesidad”.
Partiendo de esta taxonomía —sin precedentes en el tratadismo de arquitectura—, Scamozzi pasa a elaborar una casuística que tiene en cuenta la inclinación de la luz, las orientaciones y el tamaño de los huecos, las texturas de los acabados, la densidad del aire y la temperatura en cada época del año. Se trata de factores íntimamente relacionados los unos con los otros, y el empeño del autor es ordenar con rigor la trama de esas relaciones complejas y no siempre tenidas en cuenta que tejen la iluminación arquitectónica. Scamozzi, por ejemplo, advierte de que, a menor inclinación solar, mayor aportación de calor se produce durante el verano, porque en tal caso los pórticos y las ventanas no son capaces de proteger el edificio y la radiación llega al corazón de la casa. Más aún cuando los suelos y las paredes están hechos con “piedras pulidas” —porque entonces el reflejo luminoso no solo tiende a calentar la estancia, sino también a deslumbrar a quienes la habitan— o cuando la luz inclinada se refracta, al atravesarla, en la “materia diáfana, ma non molto chiara e transparente” del aire adensado, una situación que aumenta aún más el deslumbramiento.
Los anteriores son solo dos ejemplos de la precisión descriptiva de Scamozzi al abordar el problema de la iluminación desde una perspectiva que no es la de un óptico, sino la de un arquitecto. A Scamozzi le interesan menos la luz en cuanto cantidad absoluta que el efecto —ese efetto que devendrá lugar común durante el Barroco— producido por la luz en su interacción con el medio arquitectónico hasta llegar al foco que en último término la percibe: los ojos de quienes habitan el edificio. De ahí el interés por los reflejos, las refracciones y las sombras; y de ahí también la voluntad de relacionar la orientación, el tamaño, los acabados y la compacidad de las estancias, así como la proporción entre muros y huecos, con las características del entorno en el sentido más amplio posible.
Para dar cuenta de estas variables, y de las maneras sutiles y no siempre evidentes en que unas se relacionan con otras, Scamozzi confía, una vez más, en los poderes del discurso escrito. Pero, como ya había hecho con la chorografía, complementa el texto con el dibujo, en particular con algunas de las ilustraciones más extraordinarias y más conocidas de la Idea. Es el caso de la planta y sección de la Villa Bardellini de Scamozzi, donde el autor grafía los rayos solares con sus diferentes inclinaciones medias —luces perpendiculares y horizontales, fundamentalmente— para definir el alcance de cada haz luminoso y, por tanto, definir también qué zonas de la casa quedan penalizadas por la sombra. El dibujo, en este caso, se plantea como una demostración gráfica de la eficacia del diseño luminoso aplicado a un caso concreto, y, en este sentido, resulta muy revelador comparar la lámina de la Villa Bardellini con sus precedentes palladianos. A Palladio le interesa la geometría de los volúmenes, la escala de proporciones, por eso acota y simplifica; Scamozzi no solo pretende reflejar la armonía métrica y proporcional de su edificio, sino también las características luminosas de sus interiores. Para él, la geometría es una herramienta que puede dar cuenta, siquiera sea analógicamente, de las cualidades del ambiente habitado.
Una teoría del habitar
Los lugares, el clima, el agua, el aire y la luz,
abordados con ese prurito de detalle y con esa perspectiva arquitectónica y
científica a la vez —‘protomoderna’ casi— que es característica de la Idea, sirven como introducción al que
resulta ser el gran tema de Scamozzi: la construcción del ambiente habitado.
Seguidor —también en esto— de Vitruvio, Scamozzi considera que la casa es
fundamentalmente cobijo: a su juicio, construir es el modo más conveniente y
refinado de crear un hábitat estable dentro de ese tráfago de fuerzas de toda
índole que conforman el ambiente natural. Pero, si la arquitectura crea orden
en la naturaleza, no es tanto porque la someta o la reduzca mediante la
geometría, sino porque sabe relacionarse con ella: la arquitectura es un filtro
construido. O dicho con mayor precisión: el entorno modela los edificios tanto
como los edificios modelan el entorno.
Esta noción de filtro se hace patente en las villas, el tipo arquitectónico preferido de Scamozzi. Para el autor —como antes que él para Palladio y sus clientes venecianos—, la villa tiene sobre la casa urbana y, en general, sobre el resto de tipos arquitectónicos, una doble ventaja: terapéutica e ideológica. Terapéutica porque en el campo el “aire es más sano y la comida es mejor”, de manera que “el cuerpo se nutre de una manera óptima” al tiempo que respira “un aire más limpio y fresco” y puede además solazarse con la “vista de los bosquecillos, los árboles el curso de las aguas limpias que corren por los riachuelos y por las fuentes”. E ideológica, porque, en contacto con la naturaleza, el ser humano puede liberarse de las cadenas que lo aferran a la ciudad, y dedicarse al negotium más noble de todos, la agricultura, así como al otium más prístino, el cultivo desinteresado del intelecto.
Como tantos otros temas del Renacimiento, la contemplación de la naturaleza desde esta doble perspectiva terapéutica e ideológica no era en la época más que un lugar común que hundía sus raíces en la tradición clásica. Catón, Cicerón, Varrón, Plinio el Joven y Columela, y, en los tiempos de Scamozzi, Palladio y algunos patricios venecianos como Alvise Cornaro, habían tratado los temas de la vida sobria, el equilibrio físico y espiritual propiciado por el contacto con la naturaleza, y la superioridad moral del caballero rústico sobre el patricio urbano. No cabe duda de que Scamozzi se sostiene sobre esta prestigiosa trama de prejuicios, pero lo hace solo para desarrollar una noción de ‘habitar’ más compleja y funcional, que trasciende los topoi clásicos en la medida en que, en ella, lo terapéutico y lo filosófico se combinan con lo perceptivo y lo estético.
En la noción de habitar de Scamozzi, el cuerpo humano desempeña, por supuesto, un papel fundamental. En primera instancia, como referencia terapéutica e ideológica, pues el modelo hipocrático en el que se inspira la Idea concebía el cuerpo como un microcosmos en armonía con la naturaleza. Y después, y más importante, como piedra de toque de una idea medioambiental de la arquitectura más amplia, pues, para Scamozzi, el fin último de los edificios no es otro que hacer posible el bienestar corporal, y esta función insoslayable es lo que los dota de sentido. Como declara enfáticamente el autor:
"Entre todas las cosas hechas por los hombres, no hay ninguna que, en
verdad, le reporte tanto prestigio y le resulte tan agradable, y que además
aporte tanta alegría a su ánimo, como poseer una casa bien distribuida, con sus
estancias y todas las comodidades necesarias para el habitar".
A la hora de explorar el bienestar, Scamozzi recurre a
dos palabras afines: ‘comodidad’ y ‘habitar’. Commodità es un neologismo de commoditas,
el término con el que Vitruvio se había referido a la ‘conveniencia’ en sentido
amplio, esto es, a la utilidad o el provecho de la arquitectura y también a la
correlación de sus partes y el ajuste de cada una de ellas a las funciones. En
cuanto al habitare, se trata de la
versión italiana del término latino que originariamente había significado
‘frecuentar un lugar’. Partiendo de aquí, Scamozzi juega con ambas palabras,
ensayando variaciones de sentido —habla de las “commodità humane”, el “rispetto
dell’habitare”, los “bisogni dell’habitare”, el “habitare delitiosamente” o,
simplemente, “il modo d’habitare”— o bien conjugándolas en una expresión
especialmente afortunada y recurrente: la “commodità all’habitare”. Con ello,
se separa del sentido genérico que los latinos habían dado a ambos términos,
para acercarse al campo semántico de lo que hoy denominaríamos ‘confort’. Se
trata de un ejemplo más del trabajo de transcripción e invención semánticas que
realiza Scamozzi a lo largo de su tratado, y que en este caso conduce a la
idea, tan moderna, del bienestar como entrelazamiento complejo de factores
diversos que afectan al cuerpo humano.
A medias tradicional y a medias novedosa, esta perspectiva lleva a otra tesis que resulta difícil no convalidadar: la tesis de que la valía de un arquitecto no estriba solo en su dominio de la belleza proporcional o geométrica, sino también en sus virtudes a la hora de propiciar esa suerte de belleza ambiental que satisface tanto a la vista como al resto de los sentidos del cuerpo. Es partiendo de esta tesis desde donde hay que entender la definición de la arquitectura como “corpo artificiato” que da Scamozzi, una noción tomada en última instancia de Alberti y con la que se está queriendo decir no solo que los edificios son perfectos cuando tienen lo que se espera de ellos y lo hacen de un modo espléndido, sino también cuando resultan “gratos a nuestra vida”. O dicho de otro modo: cuando los edificios, en cuanto cuerpos hechos a nuestra imagen y semejanza, propician el bienestar de ese otro cuerpo al que sirven, el humano.
La analogía con el cuerpo sirve, por otro lado, para explicar el proceso de diseño. Como cualquier cuerpo, el edificio está constituido por elementos anatómica y fisiológicamente ligados entre sí, a los que Scamozzi —anticipándose en dos siglos a Durand— denomina ‘partes’ y ‘miembros’. Las partes son, entre otros, los vestíbulos, los patios, los pórticos, las logias, las salas, las habitaciones o las galerías; en tanto que los ‘miembros’ son las unidades con las que están compuestas las anteriores, como las puertas, las ventanas o las chimeneas. Entre todos estos elementos, unos sirven para ‘ver’, como las ventanas, mientras que otros hacen posible la ‘respiración’, como los patios o pórticos. De manera que la analogía anatómica se acaba ampliando con su complemento fisiológico: el edificio, cuerpo geométricamente articulado, es asimismo un cuerpo metabólico que intercambia materia y energía —nosotros añadiríamos que también información— con el entorno al que pertenece.
Partiendo de tales partes y miembros susceptibles de combinarse y articularse para generar complejidad, Scamozzi elabora un detalladísimo catálogo medioambiental en la que prácticamente nada se deja sin tratar; un catálogo que sugiere, al cabo, la pulsión enciclopédica del autor. En él se dan, por ejemplo, directrices muy detalladas acerca del tamaño y las proporciones de las estancias, un aspecto que había abordado ya Palladio y que Scamozzi desarrolla en términos ambientales. Postula que la altura de los techos debe ser mayor en las estancias de uso estival, dado que, a mayor volumen de aire menos tendencia al calentamiento, y habida cuenta también de que siempre resulta más difícil —al menos en el clima de Venecia— enfriar una habitación en verano que calentarla en invierno. Y ello porque, en el primer caso, templar la habitación depende por fuerza de medios gravosos como el uso de “verdura, agua fresca o aire procedente de sótanos enterrados”, mientras que en el segundo basta con aplicar estrategias sencillas como “cerrar bien” los espacios, “encender el fuego” y “cubrir los muros con tapices y paños”. Abundando en lo anterior, Scamozzi recomienda orientar al viento de Tramontana —es decir, al Norte geográfico— las habitaciones de verano, para que el aire fresco penetre en ellas al tiempo que se le impide el paso a la radiación solar, lo cual es una ventaja que debe contrapesarse con los efectos perniciosos de esta orientación, como que la luz pueda resultar insuficiente — “melanconiche e quasi morte”— o que el exceso de humedad pueda desgastar los acabados interiores.
El anterior es solo un ejemplo de una casuística bioclimática muy extensa y que, por supuesto, no puede dejar de atender a las estancias secundarias o accesorias, como los graneros y las cocinas, y de abordar, asimismo, el estudio sistemático de esos ‘miembros’ fundamentales del cuerpo del edificio que son las ventanas. En cuanto “imitatione degli occhi”, las ventanas cualifican los ambientes interiores, y, a tal efecto, una de las preocupaciones de Scamozzi es equilibrar las fuentes luminosas tanto perpendiculares —patios y cúpulas— como horizontales —ventanas y pórticos—, de manera que, en función de las orientaciones y los usos de cada estancia, el ambiente resulte propicio a la actividad humana. En este sentido, Scamozzi insiste una y otra vez en que uno de los mayores peligros a la hora de diseñar un espacio interior es que quede transido por lo que llama, con poesía y precisión, la “melanconia all’habitare”, la melancolía en el habitar. Por otro lado, el autor resalta que las ventanas no son solamente fuentes luminosas —“ojos del edificio”—, sino también poros por los que penetra el aire, de manera que un buen diseño ambiental deberá tener en cuenta las características de los vientos de cada lugar, en particular en lo que toca a su temperatura. La conclusión, irrefutable, es que las ventanas no podrán tener el mismo tamaño ni estar orientadas de la misma manera en climas tan distintos como el italiano, el francés, el español o el alemán.
La casuística bioclimática no se detiene aquí. Junto con las ventanas, hay otros miembros del edificio-cuerpo a los que Scamozzi atiende con sus característicos rigor analítico y pasión descriptiva. El primero de ellos son las chimeneas, artefacto que se había introducido en los palacios de media Europa en el siglo XV (Prieto 2019: 54-61), y que durante la centuria siguiente había devenido un verdadero símbolo de estatus social y también había sido estudiado como motivo arquitectónico por tratadistas tan influyentes como Serlio o Philibert de L’Orme. Aunque es cierto que Scamozzi no dedica siquiera una lámina a las chimeneas —es conocida su contención a la hora de ilustrar su tratado—, no es menos cierto que se recrea en describir diferentes soluciones técnicas que se corresponden con diferentes contextos climáticos y culturales. Así, describe las chimeneas empotradas que conoció con ocasión de su viaje a Roma, como describe también los sistemas de lugares más fríos como el Piamonte o Francia, y da cuenta asimismo de otros mecanismos que no dejan de llamar poderosamente su atención:
"En Inglaterra calientan fácilmente las habitaciones, recurriendo a otra
solución: elevan sobre el hogar un conducto no muy ancho pero con los lados
extendidos en diagonal y no muy altos, por donde se eleva el humo. Una vez que
la llama se apaga y solo quedan las brasas, tapan con una pieza de hierro la
boca de la chimenea, de suerte que, al no poder escaparse por arriba, el calor
se mantiene en las habitaciones".
Junto a las chimeneas, los jardines y las fuentes
merecen también la atención de Scamozzi. Y no solo por su valor simbólico o
ideológico —en cuanto evocación de los laberintos, ninfeos y grutas clásicas—,
sino también por su efecto en el sensorio humano. Si los jardines, definidos
por los poderes del color verde, producen una quietud placentera, las aguas que
corren en las fuentes son una “alegría para el ánimo” al tiempo que un placer
para los sentidos. Virtudes semejantes tienen los pórticos, las galerías y los
lugares de paseo, aunque, como advierte Scamozzi, debe tenerse cuidado con
ellos durante el verano pues, si bien “il passegiare giova molto alla sanità”,
cuando se realiza al aire libre puede “destemplar el cerebro”. Para atenuar los
efectos perniciosos del calor, Scamozzi recomienda habitar en el corazón de los
edificios —en los atrios frescos de las villas— o bien en las plantas bajas de
las casas —por ser “la terra molto fresca” en verano—, y recurrir incluso a los
criptopórticos, estancias soterradas que pueden estar dotadas de sistemas de
enfriamiento como los en su época célebres ventidotti,
en los que el aire se refresca en galerías naturales, pozos excavados o fuentes
antes de entrar en el espacio habitado. Nótese que en la perspectiva de
Scamozzi no parece haber lugar para la improvisación: todo puede usarse para
conseguir, con eficacia y sentido común, el buscado bienestar.
Scamozzi fue acaso un epígono de Palladio, y sus virtudes como tratadista, con ser muchas, no aguantan la comparación con las de un Vitruvio o un Alberti. Pero, como acaba de verse, hay una faceta en la que el autor de Idea dell’architettura universale no tiene parangón en el Renacimiento: su manera de dar cuenta —reinterpretando la tradición clásica pero apropiándose también la ciencia de su época— de los complejos fenómenos territoriales, paisajísticos, bioclimáticos y materiales que se entrelazan en la arquitectura. De la geografía a las chimeneas: nada escapa a la mirada inquisitiva de Scamozzi, y es esto lo que, a la postre, le asegura un lugar destacado entre los pioneros del diseño ambiental.