Menu
X

Artículos

Libros

Reseñas

X

Walter Benjamin, profeta y trapero

Eduardo Prieto

Walter Benjamin fue un profeta laico. Durante su vida, sólo algunos intelectuales de su círculo más próximo fueron capaces de tener en cuenta sus clarividentes pronósticos pese a que el mundo que les rodeaba emitía las mismas señales para todos. No fue hasta veinte años después de la muerte de Benjamin cuando estas señales empezaron a percibirse por intelectuales y académicos. A partir de entonces, la obra del autor de Los Pasajes comenzó a ser estudiada con devoción, y acabó convertida en una referencia indispensable para entender muchos de los fenómenos de nuestro mundo contemporáneo: la mercantilización de los modos de vida, la emergencia de insólitas formas de intercambio social o el desarrollo de experiencias estéticas inéditas surgidas de las nuevas tecnologías.

Sin embargo, ocurre con los textos de Benjamin lo mismo que con otros grandes títulos de la filosofía o la literatura: son tan citados como poco leídos. El propio método del autor, ajeno a cualquier modelo narrativo o sistemático, ha contribuido a que su extensa obra —dispersa en multitud de opúsculos, algunos inconclusos, sobre temas tan dispares como la alegoría barroca, el urbanismo del siglo xix, Kafka o el Dadá— continúe hoy alejada del público general.

Para Benjamin, las ideas son a los objetos lo que las constelaciones a las estrellas. Todo conocimiento es analógico y, para llegar a la verdad, es necesario abandonar los totalizadores esquemas de la cultura burguesa para vindicar su contrario, es decir, el fragmento, el detalle cercano, ese residuo que ha sido tradicionalmente relegado del discurso pero que da a las cosas la oportunidad de hablar por sí mismas. Esta humildad de ‘trapero hermenéutico’ relaciona a Benjamin no sólo con la tradición de los glosistas judíos sino con parte de la filosofía del lenguaje de su tiempo. Para sugerirlo, basta comparar el “no necesito decir nada, tan sólo mostrar” de Benjamin con el místico final del Tractatus de Wittgenstein: “De lo que no se puede hablar, es mejor callar”.

Pueden buscarse las razones de esta predilección de Benjamin por lo diminuto, lo fragmentario y lo marginal en su propia vida. Nacido en 1892, el berlinés Walter Benjamin procedía de una acomodada familia de judíos asimilados. Pese a su talento precoz, siempre se le consideró de un modo u otro —basta acudir a la correspondencia de su amigo Adorno— un pensador marginal, un intelectual que, en vez de destinarse a estudios más provechosos, se dedicaba a indagar en volúmenes ajados o revistas amarillentas sobre temas tan insignificantes como los pasajes parisinos o los juguetes, compendiando datos que luego apuntaba en libretas garrapateadas con caligrafía menuda, que guardaba como tesoros. A pesar de doctorarse brillantemente con una tesis sobre el concepto de crítica de arte en el Romanticismo alemán, Benjamin abandonó pronto el mundo universitario para asumir una cotidianidad austera, en la que compaginaba las interminables jornadas de trabajo en las bibliotecas o los archivos con una vida sentimental agitada, siguiendo una rutina que sólo rompía con sus cada vez más frecuentes viajes a París, Italia o Ibiza.

Pretendió tareas tan improbables como conciliar al marxismo con la cábala y a lo largo de su vida escribió innumerables páginas sobre la filosofía de la historia, las vanguardias, la pérdida del aura de los objetos artísticos, el drama barroco alemán o Kafka. Una vez llegado el nazismo a Alemania —y tras varios intentos infructuosos de suicidio— emigró a aquel París donde años antes había encontrado los motivos para el libro de su vida, La obra de los Pasajes: una inmensa colección de textos y citas que da cuenta del mundo fascinante y extrañamente cercano del París del siglo xix. Pero esta dicha intelectual duró poco. Tras la ocupación de la ciudad por las victoriosas tropas alemanas Benjamin huyó de París hacia el Sur, con la idea de llegar vía España a Estados Unidos, donde le esperaban sus amigos Adorno y Horkheimer. El final es conocido. Murió el 26 o 27 de septiembre de 1940 en Portbou, un pueblecito de los Pirineos: temiendo ser interceptado y devuelto a Francia, había decidido suicidarse ingiriendo una dosis letal de morfina.

Las ciudades del siglo xix que tanto había amado nuestro autor siguieron el mismo destino trágico de Benjamin. Muchas fueron arrasadas en la guerra y otras, como el propio París, acabaron perdiendo en pocos decenios el patrimonio anónimo de pasajes y galerías cubiertas que habían hecho las delicias de los flâneurs. Fue precisamente en este contexto de destrucción —en el que la primera modernidad, la de Baudelaire, había sido ya engullida por la modernidad racionalista y tecnocrática— cuando la obra de Benjamin adquirió un interés definitivo, especialmente La obra de los Pasajes, en la cual los sociólogos primero y después los arquitectos encontraron una verdadera fenomenología de la vida urbana, una propuesta sublime capaz de enriquecer los ramplones principios de la planificación funcionalista. Anticipándose a Michel de Certeau, Jane Jacobs o incluso el propio Koolhaas —e influyendo de una manera u otra en todos ellos— Benjamin fue quizá el primero en comprender que la ciudad

—con su complejidad azarosa y muchas veces contradictoria— no sólo constituye un fascinante experimento social en sí mismo sino que propiamente es el gran tema de nuestra época. La perpetua actualidad de la obra de Benjamin se funda en este descubrimiento.

En sus escritos sobre Baudelaire, el autor había definido la ciudad como aquel espacio en el que el hombre se sumerge en la multitud como en una reserva de energía eléctrica. Las ciudades contemporáneas —cada vez más inmensas, difusas y aceleradas— siguen causando este shock. En este contexto, la advertencia de Benjamin sobre las posibilidades de emancipación y, a la vez, el peligro de alienación del hombre en la ciudad moderna —y de su conversión en ‘masa’, un tema relevante tanto en los años treinta como hoy— se actualiza en otros modos urbanos: al flâneur moderno que deambulaba por los pasajes y las estaciones de ferrocarril ha seguido el flâneur contemporáneo que transita por los centros comerciales, los aeropuertos y el resto de ‘no lugares’ propios de nuestro tiempo.

¿Por qué sigue teniendo tanto interés La obra de los Pasajes, un libro que —como ha escrito Coetzee irónicamente— no es en el fondo más que un tratado sobre las compras en el París del siglo xix? Pese a que las metrópolis de hoy tienen poco que ver con las ciudades que Benjamin radiografió en sus escritos, el pasaje sigue siendo una metáfora válida para ambas. En el mundo en miniatura constituido por las galerías, el flâneur moderno se abandonaba a la experiencia fantasmagórica de los paseos entre las mercancías, volcando en ellas —igual que el hombre actual— sus aspiraciones y deseos. Como estos son los que determinan de una manera arbitraria el valor de los objetos, el modo estético de presentarse las cosas acaba siendo más importante que la arquitectura o el espacio que las envuelve, cuya función se reduce a crear unas adecuadas condiciones ambientales que acompañen al proceso consumista —como ocurre en la benjaminiana tienda de Koolhaas para Prada—.

Es imposible que esta preocupación por las atmósferas anticipada en la peculiar fenomenología de Benjamin no nos recuerde a Peter Sloterdijk y Gernot Böhme y su propuesta para cualificar los modelos arquitectónicos del presente —centros comerciales, aeropuertos— a través de un nuevo hábitat que no es ya ni naturaleza en estado puro ni genuino artificio urbano, sino un espacio intermedio que inaugura posibilidades inéditas a la vida humana: una especie de gran salón abierto —un ‘pasaje climatizado’— donde, sin salir de su casa, uno podría recibir al mundo y relacionarse con él siguiendo las instrucciones de uno de los aforismos más célebres del propio Benjamin: ‘Verlo todo, no tocar nada’.


Publicado originalmente con el título “Walter Benjamin, la colección del trapero. Constelaciones modernas” en Arquitectura Viva 135 (2011).