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Atlas Entropía

Eduardo Prieto

La perduración es un destino improbable de la arquitectura. Es cierto que resistirse a la destrucción que opera el tiempo sobre la frágil estofa resulta ser uno de los trabajos que se le encomiendan a los edificios, pero no es menos cierto que éstos acaban cediendo a los envites de la entropía, ya sea la incuria meteorológica, ya la destrucción humana. Conociendo el destino final de cualquier construcción, los antiguos incluyeron en su famosa tríada latina aquel concepto de firmitas que suele asociarse a la naturaleza tectónica de la arquitectura, pero que en realidad tiene que ver con lo que hoy llamaríamos ‘durabilidad’, es decir, la firmeza, la solidez, la estabilidad, la resistencia, la robustez y la entereza de las fábricas. Fascinados por la geometría y fieles en mayor o menor medida al pitagorismo, o bien convertidos al dogma del funcionalismo, los arquitectos han puesto sin embargo más énfasis en la venustas y en la utilitas que en la firmitas, quizá porque la exigencia de aguantar con dignidad la prueba del tiempo no terminaba de compadecerse con su estética o su ideología.       

El descrédito del tiempo ha estado tan asentado en la cultura occidental que cuando la ciencia del siglo xix descubrió el concepto de entropía, fueron muchos los que se indignaron por una noción que destinaba al mundo, nada más y nada menos, que a la “muerte térmica”. A diferencia del tranquilizador Primer Principio de la Termodinámica, que “garantizaba” la conservación de la energía y, por tanto, el mantenimiento de la máquina del mundo dentro de la ley, el orden y la estabilidad, la Segunda Ley, la de la disipación de la energía, demostraba la tendencia de los estados físicos a evolucionar del orden al desorden, de manera que todo sistema aislado tendía a seguir espontáneamente la dirección del desconcierto. Esta sórdida imagen del cosmos como un caos autodestructivo refutaba de paso el pensamiento evolucionista compartido por los biólogos de la época, para quienes los organismos evolucionaban del desorden al orden, de la sencillez a estados de creciente complejidad, siguiendo una suerte de escatología por entonces vigente también en otros ámbitos de saber, pues se creía que el arte y también la arquitectura progresaban de un modo semejante a como lo había hecho el homo sapiens: paso a paso, pero siempre para mejor.  

La entropía, pues, ha sido siempre la incómoda realidad que, como la enfermedad o la muerte, no se quiere mirar de frente, y que, en el caso de la arquitectura, se rehúye enajenando a los edificios de su vida real para conservarlos ilusoriamente en la probeta del plano, del dibujo, de la maqueta o, como mucho, de la fotografía resplandeciente del edificio recién terminado. Pero, ¿qué ocurre después? Ocurre que el edificio comienza a degradarse a una velocidad que resulta distinta en función de las precauciones tomadas por el arquitecto, pero que inevitablemente conduce a la ruina o, en el mejor de los casos, a la decorosa decadencia. Ocurre también que, en paralelo, la realidad, como si fuera un organismo viviente, tiende a enlazarse con el edificio, creciendo muchas veces de una manera hipertrófica para imponerle sus trazas de desorden. De ahí que puedan hablarse de dos vertientes de la entropía: por un lado, la catabólica que roe, carcome y destruye los edificios; por el otro, la anabólica que configura la realidad en ellos o en torno a ellos. […]



Atlas Entropía // Madrid
J. García-Germán, E. Prieto, J. Rodríguez
Ediciones Asimétricas, 2016

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