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Cuerpo y alma de aire. Reseña de "Los laberintos"...

Ángel M. García-Posada

La célebre tríada vitruviana alude a las nociones fundamentales de la estabilidad, la utilidad y la belleza, y ello ha dado pie a otras conjugaciones categóricas en tercetos. En este libro Eduardo Prieto recuerda que hubo otro principio fundamental en los escritos del tratadista romano, la salud, emanado de los preceptos de Hipócrates —luego enriquecidos por Galeno, el médico y filósofo, responsable de un completo cuerpo teórico sobre el funcionamiento de nuestro organismo, que entreveró sus estudios con otras formas de conocimiento—. Es oportuna esta remembranza de aquella tesis hipocrática según la cual el diagnóstico consistía menos en la exploración del interior de los pacientes que en la evaluación de las características del lugar donde habitaban. Cabe encontrar en ello, como en todo este inteligente compendio de eruditos relatos en torno a la atmósfera del Renacimiento —física, intelectual, estética, por rimar en trío—, una culturalista reivindicación del espacio antes que la materia, más rica que aquella de Bruno Zevi, porque la asume y la trasciende, la funde con los libros y con la vida, y a través del éter encuentra en esa brisa el vuelo que va de lo moderno hasta lo clásico; y una implícita defensa de la forma como el recipiente que separa el aire de dentro y el de fuera, o así quisiera uno leerlo. Para Prieto la arquitectura es “la disciplina donde mejor han cristalizado los afanes culturales y ambientales de cada época”.

Hipócrates sostenía que en la salud era tan importante la medicina como la arquitectura. Estos últimos años han venido a hacer burdamente evidente lo que líricamente ya sabían al menos desde Roma, y con finura Prieto, arquitecto y filósofo, glosa en estas páginas, aventando con la voz templada de los buenos ensayistas una semblanza de la necesidad de estos oficios, el de la filosofía como el de la arquitectura, para el bienestar del cuerpo o del alma. Los distintos capítulos, ilustrados hermosamente con coherente eco de circularidad, dan cuenta del espíritu de concordancias y métricas, conexiones y analogías, como los antiguos hablaban de la relación de los vientos con los cielos. Luis Fernández Galiano, en “Sesenta y cuatro facetas”, la elogiosa reseña que dedicara a la sobresaliente publicación anterior del autor, Historia medioambiental de la arquitectura, del que este texto es casi un anexo petrarquista, ensalzaba esta capacidad pitagórica de Prieto: “Dividido en cuatro partes que asocia a los cuatro elementos de la naturaleza acuñados por la tradición clásica (fuego, tierra, agua y aire), el libro se estructura —mostrando una voluntad de orden retóricamente geométrica— en cuatro capítulos por parte y cuatro epígrafes por capítulo, de manera que viene a reunir sesenta y cuatro ensayos que abordan poliédricamente el objeto de su estudio”. Podría decirse que en esta extensión de la terna vitruviana hasta el cuarteto encuentra Prieto la red desde la que planear libre por las escenas que evoca en Los laberintos del aire: “los cuatro vientos se asociaron a los cuatro puntos cardinales, las cuatro partes del cielo, las cuatro orientaciones del espacio, los cuatro temperamentos, las cuatro estaciones, las cuatro edades humanas y —ya con la irrupción del cristianismo— también las cuatro virtudes cardinales”.

Entre la deliciosa entrevista a sí mismo a la manera de prólogo —sagaz autorreseña de un consagrado reseñista— y la serie final de notas, también ilustradas con primor —sugerente ejercicio del avezado editor que Prieto también es—, el texto discurre entre el esplendor clásico y el renacentista. Se inicia con el brillante apunte de un cuento, el de la visita de Rafael y su selecto grupo de amigos, sensible compañía de la que uno quisiera ir de la mano como de la de Prieto, a la villa Adriana, disfrutando del aura entre ruinas, encontrando el tono —la brisa— para su villa Madama; y se concluye el repaso arquitectónico —Vincenzo Scamozzi, Philibert de l’ Orme, Leon Battista Alberti— con un final redondo, consecuente, ideal, pitagóricamente planeado, demostrando esa voluntad de orden retórico, la palladiana Villa Rotonda. Tras la elegante portada de los pájaros de los frescos pompeyanos de la Casa de la Pulsera de Oro, el lector podrá encontrar otros momentos excelsos entre la obertura de Rafael y la encrucijada final de Palladio. Hay en este paseo por “cosmos y miasmas”, en esta “teoría renacentista de los vientos”, una consecuente vocación de imago mundi. El autor regala la lectura de Suetonio describiendo la sala octogonal de la Domus Aurea de Nerón donde había un dispositivo que movían unos esclavos mediante rodamientos, una machina que reproducía la marcha del cielo y los planetas: “giraba sin cesar sobre sí mismo, del día y de noche, como el mundo”. Y nos recuerda la narración de Plinio el Viejo sobre el aviario imperial en la que había “esclavos pacientes que enseñaban griego y latín a los ruiseñores”. En una y otra metáfora nos sentimos incluidos. Si los dioses castigaron a Sísifo al recurrente arrastre de su piedra desde la sima a la cima por haber querido engañar a la muerte en dos ocasiones, que no cuatro, y su mito nos reitera que somos mortales —somos Sísifo, y somos la piedra, y somos la montaña— la arquitectura tiene a otro referente ancestral en Dédalo, ingenioso proyectista que encontraba orden en máquinas, juguetes o laberintos.

Somos arquitectos porque queremos expandir nuestra mortalidad agotando el campo de lo posible, conformando mejores lugares habitables, proyectando la mediación entre cuerpo y entorno, arropando aires en el aire. Somos como aquellos sirvientes neronianos que pese a todo jugaban a orquestar el universo conocido. Quienes leemos y escribimos sobre ello, como Prieto, tratamos de enseñar griego y latín en estos tiempos mal airados. Según el verso de Emily Dickinson somos los pájaros que se quedan. Si Adolf Loos, que dijo que el arquitecto era un albañil que sabía latín, postulara que solo la tumba o el monumento embridaban la arquitectura con el arte, podríamos decir que eso ocurría con aquellos recintos para pájaros, que son el dibujo de una forma en el aire y que también implicarían ligeramente algo, tan libre como el ave en vuelo, de función, como sublimadamente lo tendrían lo funerario o lo monumental; como señala Prieto aquellas pajareras, trasunto de cualquier arquitectura para los hombres, “trascienden la mera función para enredarse con lo simbólico” y “ponen de manifiesto la importancia que el aire y los vientos tuvieron para los humanistas, los arquitectos y los príncipes del Renacimiento”. Se refiere que Diego Velázquez, en su lecho de muerte, balbuceaba que le hubiera gustado pintar el aire; así decimos nosotros que nos gustaría darle forma.


Los laberintos del aire.
Vientos, miasmas y arquitectura en el Renacimiento
Eduardo Prieto
Ediciones Asimétricas, 2023