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La ley del reloj. Arquitectura, máquinas y cultura moderna

Eduardo Prieto

Los edificios no son máquinas. No lo son, desde luego, si se sigue la definición que da de ellas el Essai sur la composition des machines, el excelente manual publicado en 1808 por dos ingenieros españoles, Betancourt y Lanz, y que fue el primero de su género. Allí las máquinas se presentan como objetos que sirven para dirigir y regular una fuerza o, dicho con mayor sencillez, para producir un movimiento. A nadie se le oculta, sin embargo, que en la arquitectura no hay movimiento, y si lo hay es en un mero sentido figurado, como cuando se tratan los edificios como canales que distribuyen flujos o se incide en su capacidad para transformarse, o como cuando, simplemente, se pone el énfasis en los artefactos movibles que forman parte de ellos. En realidad, la distancia entre las máquinas y los edificios es tan grande que solo puede salvarse con metáforas impropias, pues ni la arquitectura se mueve ni las máquinas se habitan. Sin embargo, las máquinas no han dejado de tratarse como objetos análogos a los edificios y han mesmerizado a los arquitectos, que han creído ver en ellas no solo metáforas, sino modelos rigurosos de organización, cuando no objetos sublimes dignos de imitarse. ¿Qué explica su presencia recurrente en la teoría de la arquitectura de los últimos tres siglos?

La respuesta exige cierta exégesis pues, en sus contaminaciones con la arquitectura, el concepto de ‘máquina’ no siempre ha tenido el mismo significado que hoy le damos; de hecho, en ocasiones sigue transmitiendo sentidos que un día tuvo, pero que ha perdido, y que solo la etimología es ya capaz de desvelar. Como la machine francesa o la macchina italiana, la máquina española proviene de la machina romana, y esta a su vez de la majaná griega. Derivado de mijós, que significa ‘medio, expediente, recurso’, el vocablo majaná denotaba tanto lo que hoy llamamos una ‘máquina’ como, en general, cualquier medio que permitiese alcanzar un fin. Este es el sentido que, al parecer, le daba Homero al término, antes de que Platón pudiera hablar ya de la majaná cuando se refería a lo que los latinos llamarían Deus ex machina, y de que otros utilizaran la palabra para denotar un ardid, una confabulación que consistía en poner de acuerdo intereses dispares para conseguir un objetivo. Por entonces, la majaná también comenzó a entenderse como un ensamblaje de partes.

Estas acepciones daban cuenta ya de los muchos sentidos que, con el tiempo, adoptaría la metáfora de la máquina en la arquitectura. No todos, sin embargo, pues a lo largo de la historia de nuestra cultura la máquina ha estado siempre acompañada de una pareja que complementa sus significados, el ‘órgano’ (organon, organum), término que a los griegos les hacía pensar en un instrumento, una herramienta o, propiamente, un órgano musical. Durante mucho tiempo la máquina y el órgano denotaron, en puridad, lo mismo: un medio para alcanzar un fin, sobre todo una herramienta, pero también un ardid humano, como cuando Sófocles, en una de sus tragedias, acusaba a uno de sus personajes de ser un kakon organon, es decir, un “instrumento de todo tipo de crueldad”. Pero pronto pasaron a referirse solo a objetos ordenados con rigor o, por decirlo con palabras anacrónicas, ‘dotados de estructura’. Así, cuando los discípulos de Aristóteles se referían a la lógica de su maestro como un organon querían decir que se trataba de un todo estructurado, además de un instrumento para pensar.

Fue el propio Aristóteles quien dio al concepto de ‘órgano’ una connotación inédita, que con el tiempo acabaría colocando el significado de la máquina y el organismo en extremos opuestos. El Estagirita traspasó el sentido que hasta entonces había tenido el término ‘órgano’ a otro derivado de él, el ‘organismo’, de manera que este pasó a sugerir la idea de un todo, mientras que aquel se identificaba solo con la parte. Tal cambio de sentido favoreció que la idea de totalidad orgánica comenzase a identificarse con el mundo de lo vivo (el mundo que se configura espontáneamente de ‘dentro afuera’) y, por analogía, también con el mundo autónomo de la obra de arte. Fue, por supuesto, el origen de lo que ahora llamamos ‘organicismo’.

Convertido el órgano en otra cosa, la máquina conservó el sentido originario que habían tenido ambos términos: la idea de herramienta o, en general, de artificio. El resultado fue que máquinas y organismos perdieron progresivamente su sinonimia, hasta el punto de que, a finales del siglo XVIII, se referían ya a realidades opuestas: de un lado, lo estático y lo inerte; del otro, lo dinámico y lo vivo. Con todo, la afinidad entre las máquinas y los organismos se resistió a desvanecerse, sobre todo en los saberes conservadores y fascinados por el prestigio de lo clásico donde las viejas etimologías aún tenían algo que decir. Fue el caso de la arquitectura. […]



La ley del reloj
Arquitectura, máquinas y cultura moderna
Eduardo Prieto
Ediciones Cátedra, 2016

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