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Los laberintos del aire

Eduardo Prieto

Todos se estremecieron al penetrar en aquel Dédalo de ruinas, pero quien sintió mayor impresión, o puede que mayor dicha, fue acaso el más joven de ellos, Rafael Sanzio. Acompañado por varios amigos que habían sido modelos de sus retratos —el embajador Baldassarre Castiglione, el erudito Pietro Bembo, el bibliotecario Andrea Navagero y el poeta Agostino Beazzano—, Rafael había salido de Roma el 4 de abril de 1516 en pos del lugar donde había pasado sus días el gran Adriano: el inmenso palacio que si antaño había sido centro de un imperio hogaño se mostraba como un selvático acopio de muros y columnas.

Rafael y sus amigos habían aprendido a leer las ruinas menos como cúmulos de cascotes que como espejos de un pasado glorioso, así que no les costó imaginar la grandeza que un día tuvo aquella vastísima arquitectura erigida para la contemplación del paisaje tanto como para el disfrute de los más raros placeres artificiales. Adriano, en efecto, había elegido un enclave amable y rico en aguas y lo había dotado de complejos mecanismos con el propósito de levantar una verdadera ciudad para la representación de su poder. Poco permanecía en pie de aquella grandeza, pero lo que quedaba era suficiente para despertar las imaginaciones poderosas; de tal suerte que, paseando por aquellos campos de soledad y mustios collados, Rafael y sus compañeros no pudieron sino celebrar las estatuas y mármoles que un día había contemplado el emperador. Tampoco pudieron dejar de admirar los acueductos, cisternas, estanques y fuentes que el tiempo no había conseguido destruir. Y se maravillaron de los templos en miniatura, jardines aterrazados, acuosos ninfeos, oscuros criptopórticos, grandes salones, islas redondas, sofisticados heliocamini y riquísimos balnea que, pese a su figura deslustrada, revelaban la grandeza y el refinamiento de todo un modo de vida. El modo de vida, precisamente, que Rafael y sus compañeros se habían propuesto resucitar en un empeño que era tan filológico como materialista, tan intelectual como sibarítico.

Tras pasar por Tívoli, Balda-ssarre Castiglione volvió a Mantua y acabó su carrera diplomática en España, donde se ganó el afecto de Carlos V y remató Il Cortegiano, manual del perfecto caballero humanista. Pietro Bembo permaneció unos años en Roma y después retornó a su Venecia natal, donde publicó con Aldo Manucio una nueva edición del Canzionere de Petrarca y siguió defendiendo la nobleza del idioma italiano, antes de ser nombrado cardenal en 1539. Otro veneciano, el Andrea Navagero consagrado al estudio de Lucrecio, Ovidio y Horacio, acabó como embajador de la Serenissima en Castilla, donde conoció a Juan Boscán, a quien se dice que sugirió el uso de los endecasílabos, las estrofas italianas y el resto de las convenciones del petrarquismo. Por su parte, el también veneciano e íntimo amigo de Navagero, amén de diplomático y poeta latino, Agostino Beazzano, siguió sirviendo al Papa hasta que la enfermedad le llevó a retirarse a su villa en el campo, donde pasó unos años consagrado al estudio y a la conversación, en busca tal vez de una muerte literaria que resultara coherente con la vida que había llevado. En cuanto a Rafael —el encantador Rafael que pronto habría de finar para desconsuelo de toda Italia—, materializó su fascinación por las construcciones de Tívoli en su proyecto más ambicioso: la nunca acabada villa que a finales de ese año de 1516 le encargó León X por medio de su pariente, el cardenal y futuro papa Giuliano de Médicis.

La elección del lugar donde habría de crecer la fastuosa villa suburbana del Pontífice —más tarde Villa Madama— no podía ser más representativa de los gustos de aquella élite de literatos, artistas y príncipes que aspiraban a la restauratio de lo clásico. El recuerdo de cacerías y cabalgadas por los llamados “prati di Nerone”, a las afueras de Roma, había llevado a León X a decidirse por el monte Mario, una colina desde la que, cual teatro topográfico, podía contemplarse un bello panorama de la ciudad. Es razonable pensar que, con el proyecto de una residencia campestre pero dotada de “todo el lujo y comodidades de salas y logias, jardines, fuentes y vegetación que uno pudiera desear” , el papa y su primo el cardenal quisieran superar en refinamiento a las villas familiares en la Toscana, como Fiesole y Poggio. Pero esto no quita para que el propósito del pontífice, igual que el de tantos magnates de la Roma de entonces, no dejara de seguir una tradición local: la de frecuentar las llamadas vigne (viñas), rústicas fincas que los nobles y burgueses pasaban por el cedazo de las inquietudes estetizantes del humanismo o de la simple moda.

Se trataba de lugares bien aireados en la campagna que podían usarse ora para huir de las pestes que con frecuencia asolaban la ciudad, ora para evitar los calores veraniegos y dedicarse al solaz de la buena compañía y, claro está, también de las buenas lecturas. La literatura, en verdad, habla en abundancia de estos retiros a medias rústicos y a medias nobiliarios. En las epístolas de Petrarca, los riachuelos y la sombra de viñedos, higueras y laureles conforman el trasfondo ocioso del yo lírico del poeta. En el Decamerón de Boccaccio, jóvenes patricios disfrutan de una villa suburbana lejos de la peste. En las Giornate de Aretino, una pareja de prostitutas romanas —de las más de seis mil que por entonces había en la ciudad— se recrean una tarde de estío, bajo la higuera de una vigna, en el recuerdo ácido de sus artes amatorias. Y en las novelle de Mateo Bandello, caballeros y damas se dedican en su retiro estival a charlar, reír y sobre todo beber “un generoso y excelente vino blanco”, mientras la Ciudad Eterna se queda allí abajo, “sofocante y como maldita, a causa de la fiebre”. […]


Los laberintos del aire
Vientos, miasmas y arquitectura en el Renacimiento

Eduardo Prieto
Ediciones Asimétricas

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