Maneras de ser manierista

Resulta difícil encontrar
una palabra tan amanerada como ‘manierismo’. No tanto porque el lenguaje común haya
abusado de ella para referirse a lo artificioso y lo afectado, cuanto porque el
lenguaje erudito la ha empleado alambicadamente para dar cuenta de lo que no
terminaba de encajar en los cánones: esas realidades incómodas que se escapan de
las taxonomías generales y reclaman clases cada vez más específicas y
rebuscadas, hasta desembocar en el bizantinismo.
Fue, precisamente, esta
necesidad de clasificar ‘lo distinto’, ‘lo otro’ y ‘lo extraño’ la que suscitó
el nacimiento del término ‘manierismo’. A principios del siglo XX, un grupo de
historiadores se apropiaron de la expresión maniera
—que Vasari había utilizado en sus Vite
para referirse a lo que llamamos hoy el ‘estilo’ de un autor— con el objetivo
de definir el arte del siglo XVI, ese terrain
confus que trascendía los valores del Alto Renacimiento pero que aún no podía
asimilarse a los del Barroco. Como la visión evolucionista de los historiadores
exigía que la cadena del tiempo no se quebrara, el manierismo se vio como un eslabón
incómodo pero que permitía la sucesión entre los tiempos de Alberti y los de
Bernini. De manera que el manierismo quedó encajado en lecho de Procusto de la Historia.
En esta primera
aproximación, el manierismo se abordó desde el estilo: el de un periodo en
busca de una nueva belleza trascendente, que se regocijaba con las tensiones entre
formas contradictorias y se escindía entre el culto a los maestros y el debate
desprejuiciado sobre ‘lo clásico’, esto es, entre el cliché y la invención insolente.
La interpretación estilística —cultivada por estudiosos como Heinrich Wölfflin,
Erwin Panofsky, Walter Friedlander o Rudolf Witkower— se complementó pronto con
otra perspectiva, la ideológica o social, que esgrimieron, entre otros, Anthony
Blunt, Arnold Hauser o Giulio Carlo Argan para explicar la obra de un Bernardo
Buontalenti o un Pirro Ligorio a la luz de las ideas de una época marcada por
la crisis política, religiosa y artística. De aquí a la última de las
interpretaciones del manierismo, la crítica, no había más que un paso, que fue
dado, sobre todo, por Tafuri, un autor cuya formidable erudición e instinto
quedaron oscurecidos por la perspectiva marxista, hasta el extremo ridículo de que
tildara de ‘burgués’ a Palladio por su actitud conciliadora, y de que redujera
la apasionante figura de Giulio Romano a la de un ‘neurótico’ alienado por la
época de transgresiones sin cuento que le tocó vivir.
Estas breves notas
sugieren que el estudio del manierismo como estilo o época se dio a través de
otro tipo de manierismo, el conceptual o historiográfico, que ha tomado formas
muy diversas y casi siempre peyorativas; y es sobre este sustrato sobre el que
Francisco González de Canales hace crecer su propositiva, razonada y comprometida
aproximación al problema. Una aproximación que se liga a los problemas internos
de la arquitectura y que entiende el manierismo menos como un estilo, una
ideología o una crítica, que como una ‘actitud’ o, utilizando las palabras del
autor, como un peculiar ethos.
Pero, ¿en qué consistiría
tal ethos? O preguntado de otra
manera: ¿qué significa “ser manierista hoy”? González de Canales responde en
tres niveles complementarios: compositivo, crítico y profesional. El primer
nivel liga la actitud manierista al empleo de los dobles significados y las
exclusiones irresolubles entre elementos, es decir, a esa ‘ambigüedad’
compositiva que caracterizó a autores como Giulio Romano o Miguel Ángel. La
palabra ‘ambigüedad’ resulta clave aquí, pues de inmediato empareja la
reflexión del autor con la de Robert Venturi, al que con tino se juzga un
representante genuino de la actitud manierista en nuestros tiempos. Abundando
en la idea, González de Canales recuerda que Complexity and Contradiction in Architecture —que Venturi pensó
incluso titular ‘Mannerism in Architecture’— es el mejor ejemplo de tratado
moderno sobre la ambigüedad formal; un tratado en el que la tensión entre los
ideales absolutos del arte y las incoherencias de la vida —tensión manierista
como pocas— se considera una virtud estética, igual que se ve virtuosa la
transgresión de un vocabulario que no se crea desde cero, sino que se recrea a
través de una apropiación desprejuiciada. Son rasgos que el autor asocia con el
grupo de arquitectos contemporáneos —entre ellos, los españoles Ted’A
Arquitectes, Studio Wet y Maio— cuyo trabajo analiza después con finura
crítica.
Esta defensa de la
ambigüedad apunta a un hecho no siempre bien entendido: para que exista el
manierismo o los manierismos es necesario que se dé previamente un código
establecido. Es cierto que la ambigüedad del manierismo estriba en trasgredir
las normas, pero no lo es menos que esa transgresión no sería posible sin la convención;
la transgresión, de hecho, es siempre el lado oscuro de la convención. Si,
durante el Renacimiento, el código que conculcaron los manieristas fue el de la
época de Bramante, el código que se viola, retuerce o pone en crisis en el
manierismo contemporáneo sería, en último término, el de Le Corbusier y
compañía. Problemático como es, este paralelismo apunta de nuevo a Venturi,
cuyas ambigüedades hubieran sido imposibles fuera del sistema de la modernidad,
de esa ‘tradición’ que —como ya apuntara T. S. Eliot— es siempre el sustrato de
cualquier verdadera actividad creativa y crítica. En este sentido, tiene razón
Tom Wolfe cuando, en su divertido y agudo panfleto From Bauhaus to Our House, acusa a Venturi de ser tan moderno como
el que más.
Ahora bien, el manierismo
como transgresión de un sistema puede entenderse de varias formas. La más previsible
de ellas entroncaría con las maniere
de Vasari, pues uno de los modos de contravenir la tradición es apropiársela de
modo que acabe convertida en un estilo personal. Vasari hablaba de las maniere de Correggio, Miguel Ángel o
Rafael como códigos cuasiprivados que podían replicarse a través de la
imitación. Mutatis mutandis, hoy
podríamos referirnos a las maniere de
una Zaha Hadid, un Álvaro Siza o una Kazuyo Sejima como versiones hiperparticulares
del código moderno, versiones ‘de autor’. Desde un punto de vista
complementario, también Rem Koolhaas podría considerarse manierista, por
cuanto, sin salirse nunca del universo moderno, trabaja en sus confines más distantes
y oscuros, como el surrealismo, el constructivismo, el expresionismo o incluso
la arquitectura corporativa más banal (al manierismo como actitud siempre le ha
interesado lo vulgar y lo local, como sugieren los casos de Serlio o el propio
Venturi).
No es este manierismo casi
universal (si se uno se lo propone, casi todo le parecerá ‘manierista’) el que interesa
a González de Canales, y aquí es donde aparece el segundo nivel de la pregunta
sobre el manierismo hoy, el nivel crítico. Para el autor, el manierismo
contemporáneo implica, de entrada, ser consciente del momento en que se vive. Pero
no desde el Zeitgeist —dogma ya
gastado—, sino del modo abierto y fecundo en que lo entendieron los arquitectos
del siglo XVI, que fueron muy lúcidos a la hora de entender su tiempo. Aunque
sentían que habían llevado la arquitectura a su cénit —basta comprobar con qué enternecedor
complejo de superioridad trata Vasari a los maestros del Alto Renacimiento—,
eran conscientes de que lo hacían sobre hombros de gigantes o, cuando menos,
sobre un código que podían alterar o quebrar pero del que no podían escapar del
todo. Por supuesto, esto les llevó a hacer cábalas sobre la condición del
‘arquitecto’, en una época marcada además por profundas tensiones sociales y
profesionales. Si a esto se suma el hecho de que el manierismo, a través de
personajes como Pietro Aretino o el propio Vasari, forjó la crítica de arte y
las academias —es decir, completó el ‘sistema de la arquitectura’—, el conjunto
de circunstancias explica que aquella época fuera asimismo la del nacimiento de
la conciencia autocrítica. Una conciencia que se escindía entre las normas y
las violaciones de las normas, y que González de Canales intenta parangonar con
la de los manieristas de hoy.
Y tiene razón al intentarlo,
porque, tanto entonces como hoy, manierista es la actitud que discute las
herramientas y perspectivas con las que se trabaja, y sabe convertir en valores
lo ambiguo pero también lo mudable y lo incierto. Para el manierista, la crisis
no es una etapa pasajera —una tormenta que hay que sufrir hasta que llegue la
calma—, sino la situación estándar, la ‘nueva normalidad’. El manierista crea poniendo
en entredicho su época, su profesión y su propia obra. Tiende a afirmarse en su
empeño creativo, al mismo tiempo que tiende a disolverse en él. De ahí que la
crisis, la crítica y la autocrítica sean los materiales fundamentales de su trabajo.
Visto así, el manierismo tendría
algo de heroico, al menos en el sentido que damos al ‘heroísmo’ desde
Baudelaire o Conrad, o sea, con visos autodestructivos unas veces y otras veces
cínicos. Nuestra época es poco lírica, pero aún menos épica. González de
Canales sabe leer la situación en su abordaje del tercer nivel del manierismo
contemporáneo, el profesional. En cuanto lucha fructífera con las crisis, la
actitud manierista tiene en cuenta los aspectos más ‘reales’, más ‘internos’ o
incluso más ‘contingentes’ del trabajo del arquitecto: el círculo de inmediatez
del que ya no puede o ya no quiere salirse. En el ethos manierista, la escala menor, la relación con el cliente, la
vicisitud sobrevenida y la relación (un poco masturbatoria) del creador consigo
mismo, lejos de ser las cortapisas que impiden el libre desarrollo de la
creatividad —según rezaba el viejo adagio romántico—, se convierten en la razón
de ser del proyecto. El arquitecto proyecta con la realidad, pero sobre todo
proyecta su propio proyecto.
Este rasgo meta-arquitectónico
vuelve a acercar a ciertos arquitectos de hoy a los manieristas de antaño. Unos
y otros son ‘disciplinares’ en la medida en que lo que les interesa no son las
grandes marcos conceptuales —los ‘grandes relatos’—, sino la génesis concreta de
los proyectos. Trabajan menos con ideales que con herramientas. Hacen de la
necesidad virtud —como un poco hacen todos los buenos arquitectos—, pero en su
caso el enaltecimiento de lo proyectual es una decisión premeditada, que tiene
algo de manifiesto. Y es aquí donde aparece una contradicción: aunque —como
herederos de la posmodernidad— los manieristas descrean de los ‘grandes
relatos’, su ‘práctica’ resulta ser intelectual, o incluso ultraintelectual, porque
su posición respecto al proyecto no es ya ingenua, sino que depende de argumentos
escogidos con tiento crítico. Hay mucha cocina intelectual en la
profesionalidad del manierista.
Se trata de una aparente
contradicción que, no en vano, experimentaron ya los manieristas del
Renacimiento, atentos por un lado a lo concreto y lo disciplinar, sin dejar de
buscar, por el otro, la belleza ideal y el marco normativo absoluto. Un ejemplo
contemporáneo de esta actitud profesionalista sui generis sería, de nuevo, Venturi, un conocedor como pocos de
los mecanismos compositivos de la arquitectura que, sin embargo, vuelve la
mirada en un momento dado a la accidentalidad vulgar de Las Vegas, para
enaltecerla desde la sofisticación intelectual. Otro ejemplo, muy distinto, sería
otro maestro de la profesión, Rafael Moneo, que construye a partir de las
condiciones del genius loci sofisticados
microrrelatos o microcríticas —o microcrisis— donde lo concreto construido y lo
concreto razonado sostienen una suerte de manierismo adusto que aspira a asumir
lo mejor de la posmodernidad sin renunciar a los grandes hallazgos modernos.
El que se da entre el
profesionalismo y la crítica intelectual es un equilibrio difícil, que además
se manifiesta de maneras muy diversas y no siempre coherentes, lo cual podría
hacer dudar de la pertinencia de la ‘actitud manierista’ que defiende González
de Canales. Aunque el autor se empeñe en describir los mecanismos compositivos
afines que aplican ciertos arquitectos contemporáneos de su generación para
imponerles un aire de familia, es difícil superar la impresión inicial de que
se tratan de soluciones muy distintas, incluso contradictorias. Pero este hecho
no desmonta el argumento principal del autor, que —hay que insistir en ello— no
defiende un ‘estilo manierista’, sino una ‘actitud manierista’ siempre compatible
con la variedad de lo específico.
El problema de la actitud
manierista no es su pertinencia, sino su exceso. Al hacer de la necesidad
virtud, el manierista puede exacerbar el papel de las “realidades y
complejidades más mundanas de la profesión” para dar a su proyecto una elaboración
obsesiva, un exceso de ‘cocina’ que provoque una pesada digestión. En el trato
con lo pequeño o ‘menor’ —el encargo modesto al que parecen abocar los tiempos
de crisis—, el arquitecto ‘manierista’ puede llegar a imponer, a toda costa, la
ambigüedad y la contradicción en situaciones donde no tienen casi cabida, y convertir
así toda una nada en todo un manifiesto, como ocurre en parte en la tal vez
sobrevalorada casa de Venturi para su madre. En los casos más extremos —y como
ya ocurriera en el manierismo ‘de verdad’—, el proyecto ensimismado podría
incluso quedar reducido a una prolija combinación de alusiones cultas tomadas
de la historia o la experiencia, cuando no a un simple catálogo más o menos
articulado de gestos formales y compositivos reconocibles pero vacíos. Esto es,
a la pura retórica.
Son muchos los temas que
toca y los debates que abre este estudio de González de Canales. Vivimos
‘tiempos interesantes’ en la connotación turbadora que le da el proverbio
chino, y volver al manierismo puede ser una buena manera de entenderlos y
afrontarlos, máxime desde una profesión que padece una doble crisis interna y
externa. En este sentido, la ‘actitud manierista’ podría tener otra ventaja. Si
el manierismo, en su capacidad de trabajar con opuestos, fue para los
arquitectos del siglo XVI un modo de liberarse incorporando a la tradición
clásica nuevas categorías tomadas de la ‘vida’— lo ‘gracioso’, lo ‘rústico’, lo
‘grotesco’—, también podría serlo en nuestros tiempos de crisis. Tiempos donde
los debates sobre la salud, el medioambiente, el género o la sociedad parecen determinar
la arquitectura. Tiempos que cambian con una velocidad pasmosa y tienden a disolver
en el aire cualquier certeza. Tiempos, en fin, que amenazan con ahogarnos en ‘lo
distinto’, ‘lo otro’ y ‘lo extraño’, a menos que sepamos dar cuenta fructífera de
ellos.
El
manierismo y su ahora
Francisco González de Canales
Vibok Works, 2021