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Maneras de ser manierista

Eduardo Prieto

Resulta difícil encontrar una palabra tan amanerada como ‘manierismo’. No tanto porque el lenguaje común haya abusado de ella para referirse a lo artificioso y lo afectado, cuanto porque el lenguaje erudito la ha empleado alambicadamente para dar cuenta de lo que no terminaba de encajar en los cánones: esas realidades incómodas que se escapan de las taxonomías generales y reclaman clases cada vez más específicas y rebuscadas, hasta desembocar en el bizantinismo.

Fue, precisamente, esta necesidad de clasificar ‘lo distinto’, ‘lo otro’ y ‘lo extraño’ la que suscitó el nacimiento del término ‘manierismo’. A principios del siglo XX, un grupo de historiadores se apropiaron de la expresión maniera —que Vasari había utilizado en sus Vite para referirse a lo que llamamos hoy el ‘estilo’ de un autor— con el objetivo de definir el arte del siglo XVI, ese terrain confus que trascendía los valores del Alto Renacimiento pero que aún no podía asimilarse a los del Barroco. Como la visión evolucionista de los historiadores exigía que la cadena del tiempo no se quebrara, el manierismo se vio como un eslabón incómodo pero que permitía la sucesión entre los tiempos de Alberti y los de Bernini. De manera que el manierismo quedó encajado en lecho de Procusto de la Historia.

En esta primera aproximación, el manierismo se abordó desde el estilo: el de un periodo en busca de una nueva belleza trascendente, que se regocijaba con las tensiones entre formas contradictorias y se escindía entre el culto a los maestros y el debate desprejuiciado sobre ‘lo clásico’, esto es, entre el cliché y la invención insolente. La interpretación estilística —cultivada por estudiosos como Heinrich Wölfflin, Erwin Panofsky, Walter Friedlander o Rudolf Witkower— se complementó pronto con otra perspectiva, la ideológica o social, que esgrimieron, entre otros, Anthony Blunt, Arnold Hauser o Giulio Carlo Argan para explicar la obra de un Bernardo Buontalenti o un Pirro Ligorio a la luz de las ideas de una época marcada por la crisis política, religiosa y artística. De aquí a la última de las interpretaciones del manierismo, la crítica, no había más que un paso, que fue dado, sobre todo, por Tafuri, un autor cuya formidable erudición e instinto quedaron oscurecidos por la perspectiva marxista, hasta el extremo ridículo de que tildara de ‘burgués’ a Palladio por su actitud conciliadora, y de que redujera la apasionante figura de Giulio Romano a la de un ‘neurótico’ alienado por la época de transgresiones sin cuento que le tocó vivir.

Estas breves notas sugieren que el estudio del manierismo como estilo o época se dio a través de otro tipo de manierismo, el conceptual o historiográfico, que ha tomado formas muy diversas y casi siempre peyorativas; y es sobre este sustrato sobre el que Francisco González de Canales hace crecer su propositiva, razonada y comprometida aproximación al problema. Una aproximación que se liga a los problemas internos de la arquitectura y que entiende el manierismo menos como un estilo, una ideología o una crítica, que como una ‘actitud’ o, utilizando las palabras del autor, como un peculiar ethos.

Pero, ¿en qué consistiría tal ethos? O preguntado de otra manera: ¿qué significa “ser manierista hoy”? González de Canales responde en tres niveles complementarios: compositivo, crítico y profesional. El primer nivel liga la actitud manierista al empleo de los dobles significados y las exclusiones irresolubles entre elementos, es decir, a esa ‘ambigüedad’ compositiva que caracterizó a autores como Giulio Romano o Miguel Ángel. La palabra ‘ambigüedad’ resulta clave aquí, pues de inmediato empareja la reflexión del autor con la de Robert Venturi, al que con tino se juzga un representante genuino de la actitud manierista en nuestros tiempos. Abundando en la idea, González de Canales recuerda que Complexity and Contradiction in Architecture —que Venturi pensó incluso titular ‘Mannerism in Architecture’— es el mejor ejemplo de tratado moderno sobre la ambigüedad formal; un tratado en el que la tensión entre los ideales absolutos del arte y las incoherencias de la vida —tensión manierista como pocas— se considera una virtud estética, igual que se ve virtuosa la transgresión de un vocabulario que no se crea desde cero, sino que se recrea a través de una apropiación desprejuiciada. Son rasgos que el autor asocia con el grupo de arquitectos contemporáneos —entre ellos, los españoles Ted’A Arquitectes, Studio Wet y Maio— cuyo trabajo analiza después con finura crítica.

Esta defensa de la ambigüedad apunta a un hecho no siempre bien entendido: para que exista el manierismo o los manierismos es necesario que se dé previamente un código establecido. Es cierto que la ambigüedad del manierismo estriba en trasgredir las normas, pero no lo es menos que esa transgresión no sería posible sin la convención; la transgresión, de hecho, es siempre el lado oscuro de la convención. Si, durante el Renacimiento, el código que conculcaron los manieristas fue el de la época de Bramante, el código que se viola, retuerce o pone en crisis en el manierismo contemporáneo sería, en último término, el de Le Corbusier y compañía. Problemático como es, este paralelismo apunta de nuevo a Venturi, cuyas ambigüedades hubieran sido imposibles fuera del sistema de la modernidad, de esa ‘tradición’ que —como ya apuntara T. S. Eliot— es siempre el sustrato de cualquier verdadera actividad creativa y crítica. En este sentido, tiene razón Tom Wolfe cuando, en su divertido y agudo panfleto From Bauhaus to Our House, acusa a Venturi de ser tan moderno como el que más.

Ahora bien, el manierismo como transgresión de un sistema puede entenderse de varias formas. La más previsible de ellas entroncaría con las maniere de Vasari, pues uno de los modos de contravenir la tradición es apropiársela de modo que acabe convertida en un estilo personal. Vasari hablaba de las maniere de Correggio, Miguel Ángel o Rafael como códigos cuasiprivados que podían replicarse a través de la imitación. Mutatis mutandis, hoy podríamos referirnos a las maniere de una Zaha Hadid, un Álvaro Siza o una Kazuyo Sejima como versiones hiperparticulares del código moderno, versiones ‘de autor’. Desde un punto de vista complementario, también Rem Koolhaas podría considerarse manierista, por cuanto, sin salirse nunca del universo moderno, trabaja en sus confines más distantes y oscuros, como el surrealismo, el constructivismo, el expresionismo o incluso la arquitectura corporativa más banal (al manierismo como actitud siempre le ha interesado lo vulgar y lo local, como sugieren los casos de Serlio o el propio Venturi).

No es este manierismo casi universal (si se uno se lo propone, casi todo le parecerá ‘manierista’) el que interesa a González de Canales, y aquí es donde aparece el segundo nivel de la pregunta sobre el manierismo hoy, el nivel crítico. Para el autor, el manierismo contemporáneo implica, de entrada, ser consciente del momento en que se vive. Pero no desde el Zeitgeist —dogma ya gastado—, sino del modo abierto y fecundo en que lo entendieron los arquitectos del siglo XVI, que fueron muy lúcidos a la hora de entender su tiempo. Aunque sentían que habían llevado la arquitectura a su cénit —basta comprobar con qué enternecedor complejo de superioridad trata Vasari a los maestros del Alto Renacimiento—, eran conscientes de que lo hacían sobre hombros de gigantes o, cuando menos, sobre un código que podían alterar o quebrar pero del que no podían escapar del todo. Por supuesto, esto les llevó a hacer cábalas sobre la condición del ‘arquitecto’, en una época marcada además por profundas tensiones sociales y profesionales. Si a esto se suma el hecho de que el manierismo, a través de personajes como Pietro Aretino o el propio Vasari, forjó la crítica de arte y las academias —es decir, completó el ‘sistema de la arquitectura’—, el conjunto de circunstancias explica que aquella época fuera asimismo la del nacimiento de la conciencia autocrítica. Una conciencia que se escindía entre las normas y las violaciones de las normas, y que González de Canales intenta parangonar con la de los manieristas de hoy.

Y tiene razón al intentarlo, porque, tanto entonces como hoy, manierista es la actitud que discute las herramientas y perspectivas con las que se trabaja, y sabe convertir en valores lo ambiguo pero también lo mudable y lo incierto. Para el manierista, la crisis no es una etapa pasajera —una tormenta que hay que sufrir hasta que llegue la calma—, sino la situación estándar, la ‘nueva normalidad’. El manierista crea poniendo en entredicho su época, su profesión y su propia obra. Tiende a afirmarse en su empeño creativo, al mismo tiempo que tiende a disolverse en él. De ahí que la crisis, la crítica y la autocrítica sean los materiales fundamentales de su trabajo.

Visto así, el manierismo tendría algo de heroico, al menos en el sentido que damos al ‘heroísmo’ desde Baudelaire o Conrad, o sea, con visos autodestructivos unas veces y otras veces cínicos. Nuestra época es poco lírica, pero aún menos épica. González de Canales sabe leer la situación en su abordaje del tercer nivel del manierismo contemporáneo, el profesional. En cuanto lucha fructífera con las crisis, la actitud manierista tiene en cuenta los aspectos más ‘reales’, más ‘internos’ o incluso más ‘contingentes’ del trabajo del arquitecto: el círculo de inmediatez del que ya no puede o ya no quiere salirse. En el ethos manierista, la escala menor, la relación con el cliente, la vicisitud sobrevenida y la relación (un poco masturbatoria) del creador consigo mismo, lejos de ser las cortapisas que impiden el libre desarrollo de la creatividad —según rezaba el viejo adagio romántico—, se convierten en la razón de ser del proyecto. El arquitecto proyecta con la realidad, pero sobre todo proyecta su propio proyecto.

Este rasgo meta-arquitectónico vuelve a acercar a ciertos arquitectos de hoy a los manieristas de antaño. Unos y otros son ‘disciplinares’ en la medida en que lo que les interesa no son las grandes marcos conceptuales —los ‘grandes relatos’—, sino la génesis concreta de los proyectos. Trabajan menos con ideales que con herramientas. Hacen de la necesidad virtud —como un poco hacen todos los buenos arquitectos—, pero en su caso el enaltecimiento de lo proyectual es una decisión premeditada, que tiene algo de manifiesto. Y es aquí donde aparece una contradicción: aunque —como herederos de la posmodernidad— los manieristas descrean de los ‘grandes relatos’, su ‘práctica’ resulta ser intelectual, o incluso ultraintelectual, porque su posición respecto al proyecto no es ya ingenua, sino que depende de argumentos escogidos con tiento crítico. Hay mucha cocina intelectual en la profesionalidad del manierista.

Se trata de una aparente contradicción que, no en vano, experimentaron ya los manieristas del Renacimiento, atentos por un lado a lo concreto y lo disciplinar, sin dejar de buscar, por el otro, la belleza ideal y el marco normativo absoluto. Un ejemplo contemporáneo de esta actitud profesionalista sui generis sería, de nuevo, Venturi, un conocedor como pocos de los mecanismos compositivos de la arquitectura que, sin embargo, vuelve la mirada en un momento dado a la accidentalidad vulgar de Las Vegas, para enaltecerla desde la sofisticación intelectual. Otro ejemplo, muy distinto, sería otro maestro de la profesión, Rafael Moneo, que construye a partir de las condiciones del genius loci sofisticados microrrelatos o microcríticas —o microcrisis— donde lo concreto construido y lo concreto razonado sostienen una suerte de manierismo adusto que aspira a asumir lo mejor de la posmodernidad sin renunciar a los grandes hallazgos modernos.

El que se da entre el profesionalismo y la crítica intelectual es un equilibrio difícil, que además se manifiesta de maneras muy diversas y no siempre coherentes, lo cual podría hacer dudar de la pertinencia de la ‘actitud manierista’ que defiende González de Canales. Aunque el autor se empeñe en describir los mecanismos compositivos afines que aplican ciertos arquitectos contemporáneos de su generación para imponerles un aire de familia, es difícil superar la impresión inicial de que se tratan de soluciones muy distintas, incluso contradictorias. Pero este hecho no desmonta el argumento principal del autor, que —hay que insistir en ello— no defiende un ‘estilo manierista’, sino una ‘actitud manierista’ siempre compatible con la variedad de lo específico.

El problema de la actitud manierista no es su pertinencia, sino su exceso. Al hacer de la necesidad virtud, el manierista puede exacerbar el papel de las “realidades y complejidades más mundanas de la profesión” para dar a su proyecto una elaboración obsesiva, un exceso de ‘cocina’ que provoque una pesada digestión. En el trato con lo pequeño o ‘menor’ —el encargo modesto al que parecen abocar los tiempos de crisis—, el arquitecto ‘manierista’ puede llegar a imponer, a toda costa, la ambigüedad y la contradicción en situaciones donde no tienen casi cabida, y convertir así toda una nada en todo un manifiesto, como ocurre en parte en la tal vez sobrevalorada casa de Venturi para su madre. En los casos más extremos —y como ya ocurriera en el manierismo ‘de verdad’—, el proyecto ensimismado podría incluso quedar reducido a una prolija combinación de alusiones cultas tomadas de la historia o la experiencia, cuando no a un simple catálogo más o menos articulado de gestos formales y compositivos reconocibles pero vacíos. Esto es, a la pura retórica.

Son muchos los temas que toca y los debates que abre este estudio de González de Canales. Vivimos ‘tiempos interesantes’ en la connotación turbadora que le da el proverbio chino, y volver al manierismo puede ser una buena manera de entenderlos y afrontarlos, máxime desde una profesión que padece una doble crisis interna y externa. En este sentido, la ‘actitud manierista’ podría tener otra ventaja. Si el manierismo, en su capacidad de trabajar con opuestos, fue para los arquitectos del siglo XVI un modo de liberarse incorporando a la tradición clásica nuevas categorías tomadas de la ‘vida’— lo ‘gracioso’, lo ‘rústico’, lo ‘grotesco’—, también podría serlo en nuestros tiempos de crisis. Tiempos donde los debates sobre la salud, el medioambiente, el género o la sociedad parecen determinar la arquitectura. Tiempos que cambian con una velocidad pasmosa y tienden a disolver en el aire cualquier certeza. Tiempos, en fin, que amenazan con ahogarnos en ‘lo distinto’, ‘lo otro’ y ‘lo extraño’, a menos que sepamos dar cuenta fructífera de ellos.



El manierismo y su ahora
Francisco González de Canales
Vibok Works, 2021