Tres novelas de arquitectura

La escrita
no es la arquitectura más humilde, ni tampoco el menor de los géneros
literarios. Desde la legendaria Torre de Babel o el fabuloso Templo de Salomón
delineados en la Biblia hasta las no menos quiméricas construcciones evocadas
en las fábulas de Borges o Calvino, las arquitecturas construidas con palabras
han dado forma a los mitos más añejos de nuestra cultura. En ellas han
convivido el sueño con la realidad, la idea con la materia, destilados en un
éter, quizá un elixir, en el que aún seguimos sumergidos. De ahí que, en su
vocación por mimetizar la vida (o en su ilusión por mejorarla), a la literatura
no le quede más remedio que seguir apropiándose del espacio, transformándolo,
haciéndolo suyo según los afanes de cada momento.
Durante la
modernidad, las páginas surgidas de soñar el espacio a través de las palabras
han construido un formidable género literario, en cuya extensísima nómina
—formada, entre otros, por casos tan eximios como el Londres de Dickens, la
topología sentimental de Stendhal, el universo faulkneriano de Yoknapatawpha o
los recintos angustiosos pergeñados por Kafka— cabría incluir ahora los lugares
recreados en tres novelas disímiles que tienen en común su compartida vocación
por transformar la arquitectura en una literatura veraz.
La casa
de cristal, de Simon Mawer, es la
primera de ellas. Se trata de una ficción amena y bien construida cuyos
protagonistas son el matrimonio Landauer (el trasunto literario de Fritz
Tugendhat y Grete Löw-Beer), su atildado arquitecto Reiner von Abt (Mies van
der Rohe) y, sobre todo, la propia construcción que intitula la novela,
reconocible, gracias a los escuetos alzados desperdigados entre sus páginas,
como la celebérrima casa levantada en Brno entre 1928 y 1930.
Los
Tugendhat eran una pareja judía cultivada que formada parte de la élite
industrial de la joven república checoslovaca. A finales de los años 1920 aún
no se presentía la catástrofe que habría de llegar poco después, y el
optimismo, pertinaz pese a la crisis económica, alimentaba a las sociedades
europeas. Este afán entusiasta abogaba por un modo de vida moderno y ligero,
que en la novela toma cuerpo con las descripciones de la geometría fluida y
transparente de la casa.
«Yo quiero
sacar al hombre de la caverna y flotar con él en el aire. Quiero proporcionarle
un nuevo espacio de cristal», declara con vehemencia Von Abt. Y este empeño se
trasluce en la propia construcción de la vivienda, reseñada con exactitud y
pasión. Uno de los mayores méritos de la narración es, en este contexto,
recrear el ambiente de dicha doméstica auspiciado en la casa, evidente cuando
se contemplan las poco conocidas fotografías tomadas por Fritz Tugendhat
durante la época recreada en la novela, en las que puede verse a sus hijos
correteando desnudos por espacios bañados de luz, ajenos al drama que estaba
forjándose fuera de su particular burbuja habitada.
Cuando
este drama dé la cara, el protagonismo pasará a la casa misma. Por ella
desfilará primero la Gestapo (que, atraída por la estética ‘objetiva’ del
edificio, lo convierte en un laboratorio donde se miden, con intenciones
eugenésicas, cuerpos humanos) y, al terminar la guerra, las nuevas autoridades
prosoviéticas (que la usan como un gimnasio y un centro de rehabilitación
infantil). Las peripecias de la casa sugieren así las conmociones políticas de
la época y sirven de contrapunto a las que sufren sus sucesivos habitantes.
La segunda
y excelente novela, escrita por Vasili Aksiónov (1932-2009) tiene un título
alusivo, Las cumbres de Moscú, y es, en efecto, una historia que
crece en torno a una de las siete torres que, a partir de 1945, se fueron
levantando en la entonces capital soviética, y cuya silueta quería acompañarse
de una colosal estatua de Lenin en cuyo dedo índice habría de emplazarse el
despacho del ‘padrecito’ Stalin. La torre, habitada por la intelligentsia del
régimen (el Olimpo de poetas, héroes de guerra y físicos nucleares al que
pertenecen los protagonistas de la novela) era el símbolo de una nueva
república neoplatónica —el laboratorio de la sociedad sin clases— pese a que,
paradójicamente, no albergase más que inmensos y lujosos apartamentos de
quinientos metros cuadrados, cuyas alfombras turkmenas y cortinas de Damasco
ocultaban la mísera realidad de las viviendas colectivas que, a ras del suelo,
estaban habitadas por los viejos lumpen de siempre.
Irónica y
compleja, en ocasiones deslumbrante, la novela es en sí misma una especie de
rascacielos literario que se culmina con una bellísima alegoría: la silueta de
un prisionero político que, en mitad de una tormenta de nieve, se escapa de la
torre agarrado, como Dédalo, a las alas de su letatlin, un extraño
ingenio volador rescatado de entre los residuos prometeicos de la vanguardia.
La última
de las tres novelas reseñadas, El mapa y el territorio, de Michel
Houellebecq, tiene otro carácter. Su protagonista, Jed Martin, cuyo padre es un
afamado arquitecto, no es un mecenas judío ni un héroe soviético sino un
reputado artista francés y típico personaje ‘houellebecquiano’ —epicúreo y
feliz a su manera— que se ha hecho famoso por transformar los mapas Michelin en
obras más bellas que los territorios que describen.
Pese a las
peroratas sobre Le Corbusier y William Morris que se desgranan en las
conversaciones entre Jed Martin y su padre, la arquitectura está presente en
sordina, formando un bajo continuo que sólo se convierte en la melodía
principal al final de la trama. Sabíamos ya que no ha sido Koolhaas sino
Houellebecq quien mejor ha descrito el carácter de los no lugares que pueblan
nuestro líquido mundo. La narración contiene, en este sentido, un anodino
catálogo de gasolineras, aeropuertos e, incluso, clínicas suizas de muerte
asistida, sin dejar de ser a la vez una sui géneris proclama
nihilista y una metáfora de la entropía que todos sus personajes pretenden
eludir retornando a los ‘orígenes’, a las ‘cabañas’ familiares, para intentar
reconstruir en ellas sus vulnerables existencias. Con este fin improbable,
migran de la ciudad al campo (de los mapas a los territorios) pese a tener la
certeza de que sus frágiles obras acabarán siendo devoradas inexorablemente por
la verdadera protagonista de la novela, que no es otra que la inconsciente y
muda naturaleza.
La casa de cristal
Simon Mawer
Editorial Tusquets, 2011
Las cumbres de Moscú
Vasili Aksiónov
La otra orilla, 2011
El mapa y el territorio
Michel Houellebecq
Editorial Anagrama, 2011
Publicado
originalmente con el título “Espacio con palabras. La arquitectura en tres
novelas” en Arquitectura Viva 139 (2011).